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Jonathan Edwards dijo alguna vez que "Toda familia debe ser (...) una pequeña iglesia, consagrada a Cristo y totalmente influenciada y gobernada por sus reglas. Y la educación familiar y el orden son algunos de los principales medios de gracia. Si estos fallan, todos los demás medios para probar son ineficaces".
Ya hemos hablado sobre Jonathan Edwards (1703-1758) y su extraordinaria fe y devoción, siempre acompañadas de su gran intelecto y erudición, un hombre de Dios sin igual. Hoy hablaremos de su esposa, una mujer sorprendente. Bienvenidos a este resumen de la vida de Sarah Pierrepont Edwards (1710-1758).
La esposa del teólogo
Sarah Pierrepont nació el 9 de enero de 1710 en New Haven, Connecticut, una de las primeras colonias británicas establecidas en el continente americano. Fue hija de una de las familias más distinguidas de la región y recibió una educación sobresaliente como mujer en aquella época, evidenciada en sus habilidades sociales y en su no muy conocido gusto por la música.
Samuel Hopkins (1721-1803), quien conoció personalmente a Sarah, la describió en su diario como “una mujer capaz de apaciguar los ánimos con sus palabras, llenas de bondad y expuestas con inteligencia”. Muchos son los referentes que evidencian aspectos de su carácter y su entrega al Señor, visibles en su manera de criar a sus hijos, cuidar de su familia e impartir en ella un legado de responsabilidad, amor y respeto que se extenderían por varias generaciones.
En 1723, Sarah conoció a quien llegaría a ser el reconocido pastor y teólogo puritano Jonathan Edwards, y con quien se casaría más tarde, siendo ella de diecisiete años y Edwards de veinticuatro.
Jonathan se interesó en Sarah al ver en ella una alegría extraordinaria y una fe en Dios más profunda de lo usual. Muchos hombres jóvenes cortejaban a Sarah, pero fue Jonathan, a pesar de su malhumorado temperamento, pero con una actitud devota y un profundo amor por Dios, quien años más tarde atraería toda su atención. Durante la primavera de 1725 se comprometieron y dos años más tarde, el 28 de julio de 1727, contrajeron matrimonio en la iglesia de New Haven.
El sacrificio de estar con Jonathan
Ser la esposa de un hombre que llegó a convertirse en legado de la iglesia en los siguientes siglos demandó mucho sacrificio, pero Sarah supo administrar sus capacidades de tal forma que llegó a ser de gran ayuda para su esposo. Aunque no fue fácil convivir con el temperamento de Jonathan, esta mujer piadosa encontró la manera de hacer de su hogar un lugar apacible, donde se hiciera evidente el amor por él y por sus once hijos, amparada en el refugio que Dios significaba para ella. Hizo de su casa el mejor espacio para darle gloria al creador.
Samuel Hopkins, quien vivió con ellos por un tiempo en 1741, resaltó este aspecto al escribir que “Si bien pagó de manera uniforme su consideración hacia su esposo y lo trató con mucho respeto, no escatimó dolores para ajustarse a su inclinación y hacer que todo en su familia fuera agradable y placentero”.
Sarah fue una mujer que supo acompañar a su esposo en el ministerio, manteniendo en orden a sus hijos y a su hogar, para que Jonathan pudiera dedicarse a enseñar verdades como las de la familia en Cristo, que fácilmente podían ser desvirtuadas si no fuera por el testimonio del hogar que ella criaba.
Las labores de la casa
En una época y un lugar donde el bienestar estaba mediado por la capacidad de mantener y resguardar la familia contra la fuerza de la naturaleza y los problemas de salud, el rol de la mujer en casa fue sin duda un trabajo indispensable, dispendioso y exigente.
Sarah debía hacer o delegar tareas imprescindibles para el cuidado de su familia, relacionadas con el abrigo y el alimento. Algunas de ellas fueron el romper el hielo para obtener agua, lavar ropa, cuidar a sus bebés y amamantarlos, cultivar y conservar los alimentos, traer leña y mantener el fuego, cocinar, empacar comida para los visitantes, y confeccionar la ropa de la familia con la lana que obtenían de las ovejas. Esto último implicaba también hilar y tejer para coser.
A estas tareas había que sumar el enseñar a los niños lo que no aprendían en la escuela, al mismo tiempo que cuidaba y atendía a sus hijos cuando enfermaban. Una obra magna que se hacía imposible sin la gracia dada por Dios, quien en todo momento era su fortaleza.
Un hogar cristiano
En la crianza de sus hijos su testimonio fue notorio. Entre sus reglas mantenía la indiscutible obediencia, el respeto y la importancia de la enseñanza de la verdad de Dios.
Algunas de las personas que se hospedaron con los Edwards, la describieron como una persona que tenía una excelente manera de instruir a sus niños y que sabía cómo hacer que la respetaran y la obedecieran alegremente, sin fuertes palabras de enojo, y mucho menos golpes pesados. Si se presentaba la necesidad de corregir, lo hacía sin dejarse llevar por la pasión del momento, y cuando había que reprender, lo hacía en pocas palabras y sin vehemencia. Otra de sus pautas era “siempre hablar bien de todos”, con verdad y justicia, lo cual evidenciaba su amor por el prójimo.
El papel preponderante que Sarah cumplió en casa dio su fruto, teniendo en cuenta que las condiciones de guerra, salubridad e higiene de la época eran adversas. Todos sus hijos lograron vivir hasta la adolescencia, lo cual era extraordinario en un contexto tan hostil como lo eran las colonias británicas en Norteamérica.
Un corazón hospitalario
Para entonces, la hospitalidad era un don que se manifestaba hacia los extranjeros recién llegados o a los viajeros. La casa del pastor era la segunda opción de hospedaje cuando en la zona no había otro lugar donde refugiarse o las posadas no eran adecuadas. Así que, en Northampton, Sarah siguió ejerciendo sus dones a través de la hospitalidad.
George Whitefield (1714-1770), quien es reconocido también como el mayor evangelista del siglo XVIII, habiéndose hospedado en la casa de Jonathan y Sarah Edwards en octubre de 1740, hizo una significativa mención del matrimonio, sus hijos y del rol desempeñado por Sarah en su hogar al describirla como “una mujer adornada con un espíritu manso y tranquilo, que hablaba con sentimiento y solidez sobre las cosas de Dios, y quien parecía una gran ayuda para su esposo”.
La casa de los Edwards siempre fue un lugar a donde se podía llegar, ya fuera para buscar refugio físico o para encontrar socorro espiritual.
Sus últimos días y legado
Desde 1757, y en menos de un año, cuatro miembros de la familia Edwards, murieron. Durante ese año, Jonathan aceptó el cargo de director de la Universidad de Nueva Jersey, hoy Universidad de Princeton, luego de la muerte de Aaron Burr (1716-1757) y su esposa Esther Edwards Burr (1732-1758), hija de Jonathan y Sarah. Después de haber recibido el puesto, Jonathan fue inoculado con viruela, lo que le causó la muerte el 28 de marzo.
El 2 de octubre de 1758 Sarah Edwards, después de viajar a Princeton para recoger a sus nietos, debido al fallecimiento de su hija y de su yerno, contrajo disentería, causándole la muerte a los cuarenta y nueve años.
En 1900 A. E. Winship (1845-1933) realizó un estudio contrastando dos tipos de familias opuestas, aunque ambas con un gran número de descendientes. Resaltó la tarea desempeñada por el hogar de Jonathan y Sarah Edwards, al mencionar que “Lo que ha hecho la familia, lo ha hecho con habilidad y noblemente (…) y gran parte de la capacidad y el talento, la inteligencia y el carácter de los más de 1400 miembros de la familia Edwards se deben a la Sra. Edwards”.
Winship hizo una notable lista resaltando la fuerza de la crianza en el hogar de los Edwards cuando enumeró los logros alcanzados por sus descendientes. Noël Piper, esposa de John Piper, en una publicación sobre la vida de Sarah Edwards hecha en el 2003, los menciona de la siguiente manera:
Trece presidentes de colegios universitarios, sesenta y cinco profesores, 100 abogados y un decano de una escuela de leyes. Treinta jueces, sesenta y seis médicos y un decano de una escuela de medicina. Ochenta titulares de cargos públicos, incluyendo: tres senadores estadounidenses, alcaldes de tres grandes ciudades, gobernadores de tres estados, un vicepresidente de los Estados Unidos y un controlador del Tesoro de los Estados Unidos.
Los descendientes de los Edwards también publicaron, hasta el año 1900, 135 libros y editaron 18 revistas y periódicos. Más de 100 sirvieron como misioneros en el extranjero y muchos de ellos ocuparon puestos en juntas de misiones. No existen superhombres o supermujeres, pero indiscutiblemente sí existen hombres y mujeres moldeados por Dios en la fe, que los hace relucir por encima de la mayoría. Sarah es un ejemplo y su legado permanece hasta hoy.
Y tú ¿qué piensas? ¿Hasta dónde crees que el testimonio de tu hogar evidencia un verdadero cristianismo? ¿Reconoces la necesidad de depender de Dios para cumplir con los roles en tu familia y en la sociedad?
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