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La felicidad es un tema de largo recorrido en la historia del pensamiento humano, pero el actual discurso de la felicidad aparece como una ruptura a ese recorrido. La actual felicidad se distingue por características propias de nuestra época altamente industrializado y de gran abundancia material, que le han otorgado rasgos hiper-individualistas y utilitaristas. Esto ha vaciado de contenido a un concepto tan rico como es la felicidad, y le ha quitado todo el valor que ha tenido en la historia de la humanidad. En otro artículo se han desarrollado sus características de manera más extensa.
Esta forma empobrecida de entender la felicidad se puede ver en todos los ámbitos sociales, incluso dentro de las iglesias evangélicas. Pastores que prometen una prosperidad instantánea y provocada a fuerza de pensamientos y palabras; iglesias sin ninguna referencia, ni símbolos religiosos, y que podrían confundirse con el auditorio de cualquier empresa multinacional; sermones motivacionales y coaching, donde el pecado no se nombra y “dios” se reduce a un genio de la lámpara.
Pero ¿cómo es que esta felicidad barata logró meterse en las iglesias evangélicas? El punto de conexión ha sido el evangelio de la prosperidad, y su correspondiente desarrollo teológico. En esta forma de evangelio, el énfasis desmedido en el individuo encontró un ambiente propicio para germinar. El utilitarismo convirtió la idea de “dios” en un accesorio al servicio de la prosperidad individual. Este evangelio de la prosperidad cobró gran fuerza en Estados Unidos, luego de la Segunda Guerra Mundial, pero su desarrollo conoce etapas previas.
Origen de la relación entre la (actual) felicidad y el cristianismo evangélico
El recorrido de este escrito no tiene la intención de trazar una historia completa del movimiento de prosperidad. Mucho menos debe confundirse con el pentecostalismo, que es una denominación más amplia y compleja. Más bien, debe entenderse que este discurso materialista de la felicidad, surgido de múltiples fuentes, penetró en el pentecostalismo a través del evangelio de la prosperidad. Desde allí influyó, en mayor o menor medida, a todas las ramas evangélicas y protestantes.
Este artículo apunta a relatar el origen de este contacto entre el discurso de la felicidad y el evangelio de la prosperidad, siendo esta última la expresión religiosa de la primera, una corriente de pensamiento mucho más amplia.
La autora Kate Bowler, en su libro “Blessed: A history of american prosperity gospel” rastrea las primeras formas de ese evangelio de la prosperidad hasta fines del siglo XIX y comienzos del XX, en Estados Unidos. Durante esos años, tres corrientes de pensamiento se intersectaron: un naciente pentecostalismo, el Nuevo Pensamiento y una cultura del pragmatismo, esfuerzo individual y alta movilidad social (que la autora identifica como “american gospel”).
Pero antes de revisar la forma de este contacto y las figuras que lo llevaron a cabo, vale la pena señalar dos características del contexto que permitieron que este sincretismo sea posible.
Pluralidad religiosa y crecimiento material
Puede argumentarse, con bastante certeza, que Estados Unidos se construyó sobre las bases del cristianismo puritano. La mentalidad y ética protestante fueron cruciales para sentar los fundamentos de la nación. Pero, con el paso del tiempo, aquel puritanismo fundacional y la teología calvinista fueron perdieron terreno en la ética nacional, especialmente luego de la Independencia del país.
Entre 1790 y 1840 sucedió lo que se conoce como Segundo Gran Despertar, un tiempo de gran “pluralidad religiosa” que dio inicio a muchos movimientos espirituales novedosos. Muchas de estas iniciativas se desenvolvieron dentro de los límites del cristianismo, como el decisionismo de Charles Finney, o el Movimiento de Santidad metodista.
Otras corrientes de la época pretendían “restaurar” el cristianismo de su corrupción, pero terminaron por desviarse de la revelación bíblica, como fueron los casos de adventistas y mormones. Por último, también surgieron muchos grupos de tintes protestantes, pero que buscaban fundar un tipo de espiritualidad diferente y fueron cortando lazos con el cristianismo.
En estas primeras décadas del siglo XIX, el cristianismo norteamericano quedó fragmentado en una constelación de expresiones muy diversas entre sí. Esta dispersión permitió que muchos charlatanes y comerciantes de la fe pudieran también fundar sus propias iniciativas pseudo-espirituales. Muchos predicadores sinceros también se movilizaron al mismo tiempo, pero al no contar con una denominación que supervisará su nombramiento y sus prácticas, era común que terminaran por desviarse. Esta pluralidad religiosa y espiritual proveyó el contexto necesario para la aparición de expresiones diversas y, muchas veces, erradas.
Además de este cambio en el panorama religioso, deben sumarse los cambios económicos y sociales. Luego de la guerra civil estadounidense, el país vivió una edad dorada (Gilded Age) de crecimiento nunca antes visto. Definitivamente, el estilo de vida ascético del puritanismo no cuadraba con la abundancia y la opulencia. La joven nación crecía a pasos agigantados y necesitaba una nueva forma de pensar, una nueva forma de religión.
A mediados del siglo XIX, ganó gran fuerza la filosofía trascendental. Sus rasgos centrales fueron la primacía del mundo espiritual sobre el mundo material, como también la centralidad del individuo como sujeto libre, capaz de dominar el mundo debido a tener a “Dios” en su interioridad. Esta filosofía se popularizó en la sociedad de maneras más simplificadas, alimentando la creencia en un individuo deificado, exaltando al hombre americano como si fuese un semidiós griego-latino, capaz de dominar el mundo con una espiritualidad judeo-cristiana.
Puede decirse que en este momento se fundó una nueva antropología, una nueva manera de entender al hombre y sus capacidades naturales. Dejó de concebírselo como atado al pecado, sino naturalmente bueno y poderoso, una especie de hombre-dios. En sintonía, también surgió una nueva epistemología, una nueva forma de entender el acceso a ese poder innato. Ya no se necesitaba una salvación que viniera de fuera, o de arriba. Si en el hombre americano existía una divinidad en potencia, debía acceder a ese poder yendo dentro de sí mismo. Era su deber dominar y disciplinar su ser interior, para hacer uso de una capacidad mental y espiritual que podría modificar el mundo material. Ese dominio de lo espiritual se llevaba a cabo mediante el uso cuidadoso de palabras.
Hacia fines del siglo XIX se fue gestando este optimismo deificado, un pensamiento mágico producto del sincretismo americano entre cristianismo, filosofía y revolución industrial. Como puede verse, este clima de pensamiento, este espíritu de época, tomó muchos conceptos cristianos y los reinterpretó acorde a la nueva prosperidad material. Luego, estas ideas mágicas lograron mimetizarse con el cristianismo, y aprovechando su fragmentación, encontró grietas por las cuales inmiscuirse en el discurso religioso.
El amplio movimiento pentecostal, que nacía a comienzos del siglo XX, proveyó el ambiente óptimo para la incorporación de este pensamiento mágico. De manera más específica, la autora Kate Bowler identifica esta conexión en la figura de Essek William Kenyon.
E. W. Kenyon y su “superhumano”
Essek W. Kenyon1 nació en 1867, en una familia pobre del pequeño pueblo de Hadley, región de Nueva Inglaterra. Abrazó la fe cristiana a los 17 años de edad, en un encuentro de oración realizado por una iglesia metodista. Ni bien convertido, se dedicó a predicar, teniendo una notable facilidad para hablar en público, aunque carecía de un verdadero conocimiento de las doctrinas. Así y todo, fue nombrado diácono de la congregación, sirviendo por unos 6 años. Al no tener una base firme, el joven Kenyon terminó por abandonar la fe; más adelante dirá que durante estos primeros años aún no había recibido el Espíritu, lo que explicaba su crisis de fe.
Se mudó a la ciudad de Boston, buscando cumplir su sueño de actor, mientras trabajaba como vendedor. Durante un año asistió a un colegio de oratoria, donde muchos historiadores creen que entró en contacto con la metafísica, la meditación y el pujante movimiento del Nuevo Pensamiento.
En 1893, Kenyon se casó con una mujer agnóstica llamada Evva Spurling. El joven matrimonio comenzó a asistir a una iglesia bautista, donde dedicaron su vida al ministerio por casi una década. Producto de su reciente entusiasmo, Kenyon y su esposa realizaron giras itinerantes por pueblos del estado de Massachusetts, actuando como evangelistas y sanadores, una combinación bastante usual en la época. En esos años se unieron a las Iglesias Bautistas del Libre Albedrío, bautistas de cuño arminiano, donde Kenyon fue ordenado ministro.
Algún tiempo más adelante, Kenyon abrazó el Movimiento de Santidad y las reuniones de sanidad. Se convenció que existía una fuerte colaboración entre las creencias, la mente y la salud. Convencido de esto, fundó muchas “casas de fe”, donde los enfermos eran sanados gracias a ejercicios que apuntaban a estimular la fe. También abrazó las enseñanzas wesleyanas sobre la santidad completa del creyente, y sostuvo que la justificación y la santificación sucedían en un mismo y solo acto. Esta salvación “completa” también conllevaba una conquista legal, por la cual los creyentes tenían la capacidad de ejercer poderes espirituales.
A partir de este punto, Kenyon empezó a mezclar su cristianismo con muchas referencias a enseñanzas del Nuevo Pensamiento, en especial en el énfasis de “la mente sobre la materia”. La mente, el espíritu y las leyes universales empezaron a formar parte de los sermones de Kenyon. Para él, Dios era un espíritu que había creado un mundo espiritual, por lo tanto, regido por leyes espirituales. El material era apenas un revestimiento y un reflejo del mundo espiritual. El evangelio de Kenyon consistía en que la muerte de Jesús en la cruz y su resurrección habían restaurado los derechos legales sobre este mundo espiritual. Jesús había develado un mundo que estaba oculto hasta entonces. El pecado era una inhabilidad espiritual, que se reflejaba en pobreza y enfermedad. La salvación consistía en adquirir los derechos sobre el mundo espiritual, accediendo a la capacidad de dominar leyes espirituales que lo regían.
Para Kenyon, este derecho legal de dominar lo espiritual era concedido a cada cristiano cuando recibía la salvación. El creyente lleno del Espíritu Santo era una especie de superhombre, que se fundía con la naturaleza divina. “El mundo no sabe que la nueva criatura es un superhumano en embrión”. ¿Cómo los cristianos podrían ejercitar este super humano en potencia que llevaban dentro? Mediante actos de fe. Kenyon creía de todo corazón que los creyentes debían vivir su fe aún en contradicción con lo que sus sentidos pudieran decirles. Las personas debían aprender a ver las verdades espirituales para desatar las fuerzas que comandaban al universo.
Kenyon se apoyó en el relato de la creación y el primer capítulo del Evangelio de Juan, para predicar la importancia de la “palabra”. Dios había creado al mundo con su palabra hablada, tal como sostiene el evangelio: “En el principio era el Verbo”. Aquellas palabras creadoras eran las leyes espirituales que regían el mundo. Como Dios había hablado el mundo a la existencia, la “palabra hablada” era el patrón de conducta para los creyentes, incluso por encima de la “palabra escrita” de la revelación bíblica.
Las similitudes de las enseñanzas de Kenyon con las del Nuevo Pensamiento son evidentes. Solo cambia el contenido, pero el método es el mismo: la confesión positiva, que Kenyon entendía como “palabra de fe”. Pero los historiadores especializados en religión no se ponen de acuerdo sobre cuál fue el contacto entre Kenyon y el Nuevo Pensamiento, que permitió esta notable influencia. Algunos apuntan a sus años en la ciudad de Boston y, puntualmente, a la escuela de oratoria a la que asistió cuando aún deseaba convertirse en actor. Otros destacan sus giras evangelísticas y de sanidad por el estado de Massachusetts, donde pudo haber compartido con sanadores y oradores de las más diversas procedencias.
Pero Kenyon maduró sus conceptos sobre la “palabra de fe” recién en las últimas décadas de su ministerio, cuando se trasladó al estado de Washington. Por todo esto, sumado a la insuficiencia de fuentes confiables, es difícil explicar la gran similitud entre Kenyon y el Nuevo Pensamiento. Todo apunta a que tanto uno como otro bebieron de la misma corriente de ideas, ambos se nutrieron de este gran clima de pensamiento que exaltaba al hombre americano.
Aquella antropología superior, que concebía un individuo semidios con capacidades espirituales para dominar el mundo material, se erigió como sentido común y creencia popular durante los años de gran riqueza económica. Esto explicaría la notable coincidencia Kenyon y el Nuevo Pensamiento, que siempre se mostraría cercano al pentecostalismo.
Kenyon y el resto del movimiento pentecostal
La influencia de Kenyon fue modesta durante su vida, pero logró entrar en contacto con algunas figuras del movimiento pentecostal. En sus primeros años como ministro, Kenyon fue muy cercano al predicador pentecostal William Durham, aunque es difícil determinar quién influyó en quién. En la década de 1920, la familia Kenyon se mudó a California, donde se acercó a varios líderes del Avivamiento de la Calle Azusa, aunque el avivamiento ya estaba perdiendo impulso en aquella década. Aplicó para ser ordenado ministro por las Asambleas de Dios, pero por razones que se desconocen, no se llevó a cabo.
Kenyon también estrechó relaciones con grandes figuras del pentecostalismo, como Aimee McPherson, fundadora de la Iglesia Cuadrangular; John G. Lake, fundador de los Healing Rooms; y F.F. Bosworth, uno de los fundadores de las Asambleas de Dios y luego, líder prominente dentro de la Alianza Cristiana y Misionera. Lo cierto es que Kenyon tuvo una fama relativa. El pentecostalismo fue, desde sus inicios, un movimiento diverso y descentralizado, y Kenyon nunca tuvo demasiado impacto. Sus enseñanzas permanecieron en las periferias, pero poco a poco fueron permeando dentro del movimiento carismático.
Kenyon murió en 1948, y no vivió para ver como los nuevos líderes pentecostales del periodo de posguerra retomaron sus enseñanzas. El famoso televangelista T. L. Osborn ganó renombre por sus repeticiones literalmente de los sermones de Kenyon. También se ha señalado que Kenneth Hagin adoptó las enseñanzas de Kenyon, convirtiéndose en pionero del movimiento “Palabra de Fe”. Hagin y su Instituto Rhema le deben mucho a la teología de Kenyon. Desde allí se esparció la teología de la prosperidad, apoyada en la “confesión positiva” como mecanismo para poner en acción leyes espirituales capaces de modificar el mundo material, la salud y la economía.
La felicidad y el evangelio de la prosperidad
La teología que inició Kenyon proveyó un nicho dentro del movimiento pentecostal y carismático, que luego sería de provecho para el discurso de la felicidad barata. Durante sus inicios, las controversias pentecostales giraban en torno a la santidad, el bautismo del Espíritu Santo y la vigencia de los dones milagrosos.
Los nuevos líderes pentecostales que surgieron luego de la Segunda Guerra Mundial recuperaron a Kenyon y predicaron acerca de un “poder” capaz de otorgar riqueza económica y felicidad durante esta vida. El evangelio de la prosperidad fue posible, en parte, porque existía una teología previa que avalaba la idea de un individuo capaz de dominar el mundo material con su mente, mediante sus palabras. Si ese “superhumano” existía, ¿por qué no ejercer su dominio para su conveniencia y riqueza?
El discurso de la felicidad pudo convertirse en evangelio de la prosperidad, gracias a la teología de hombres como E.W. Kenyon, que prepararon al movimiento carismático y evangélico para su próxima fase de sincretismo.
Notas:
1. La conexión hecha aquí entre Kenyon y el evangelio de la prosperidad sigue el primer capítulo de Bowler, K., Blessed: A History of the American Prosperity Gospel. Oxford University Press (2013). Kindle edition.
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