A lo largo de la historia del pensamiento cristiano y en la misma Escritura encontramos diversas referencias a la utopía como aquel Reino en el que finalmente Dios establecerá su justicia y llevará a la plenitud todas sus promesas. La Nueva Jerusalén (Esto es especulativo) que se menciona en el Apocalipsis, podría ser una forma en la que este concepto se aplica. Pero en todo caso, la referencia más clara la encontramos en los Evangelios, cuando el mismo Jesús nos advierte de la inminente llegada del Reino de los Cielos. Cuando Jesús es interrogado por las señales de este Reino por sus contemporáneos él les replica: “La venida del reino de Dios no es algo que todo el mundo pueda ver. No se va a decir: “Aquí está”, o “Allí está”; porque el reino de Dios ya está entre ustedes” (Lucas 17:21).
A la luz de lo expuesto por Jesús, su reino es algo que ocurre en paralelo a lo que sucede en el mundo, algo que viene a transformar nuestra realidad y restaura la relación que la humanidad tenía con Dios antes de la caída de Adán. “El que estaba sentado en el trono dijo: “Yo hago nuevas todas las cosas.” (Apocalipsis 21:5). Sin embargo, sería erróneo pensar que el cumplimiento de este Reino es algo que depende de nuestras capacidades o que tendrá su cumplimiento definitivo dentro de la historia llevada a cabo por el hombre. Los humanismos seculares que surgieron en la modernidad son un ejemplo de esta creencia, ya que ideologías como el capitalismo liberal o el comunismo intentaron realizar versiones seculares del cumplimiento de la promesa del Reino de los Cielos, aunque claro está, debe decirse que dentro de sus planteamientos no concebían que Dios tuviera cabida alguna en este proceso.
La visión cristiana del Reino de los Cielos
En el pensamiento cristiano, tal vez el más agudo representante de la utopía cristiana fue Agustín de Hipona, quien fue capaz de hacer una clara distinción entre el Cumplimiento de la promesa del Reino de Dios en la llamada Ciudad de Dios, y el Reino de los hombres en la Ciudad de los Hombres, justo cuando el Imperio romano se estaba derrumbando y la idea de un imperio cristiano en Occidente quedaba relegada a los libros de historia. Para Agustín, el cumplimiento definitivo del Reino de Dios se halla en la Ciudad de Dios, y aunque el hombre está llamado a participar de este Reino, no es algo que pueda realizar por sus propias fuerzas, sino que más bien es el cumplimiento de las promesas que Dios mismo realiza por Gracia como cumplimiento definitivo de la historia de salvación. En el siglo XX, el teólogo protestante luterano alemán Jürgen Moltmann, proponente de la denominada Teología de La Esperanza, afirmaría que el Reino de los Cielos se haya en medio de una “tensión escatológica”, como algo que ya está presente, pero que aún no encuentra su cumplimiento definitivo.
Dicho en términos simples, dentro de la teología cristiana de corriente principal u ortodoxa, el Reino de los Cielos es algo que ya vive y está presente en nosotros como don de Dios mediante la gracia, pero que sin embargo aún no hallado su cumplimiento definitivo.
Visiones del Reino de los Cielos y de la utopía basadas en la voluntad humana
Pero no es cierto que todos los cristianos hayan pensado de esta forma a lo largo de la historia. Muchos han creído que estaba en sus propias manos instaurar de forma definitiva el Reino de los Cielos dentro de la historia. Los anabaptistas de Münster son uno de los más claros ejemplos de esto. El predicador del siglo XVI, Melchor Hoffman, un anabaptista radical creía que estaba en sus manos instaurar la Nueva Jerusalén aquí en la tierra y que Münster, una ciudad alemana que resistía por la fuerza a la influencia del catolicismo romano, era la ciudad que Dios había elegido para dar cumplimiento a esa promesa. Con este modo de pensar Hoffman convirtió a Münster en un reino del terror en el que cualquiera que no actuara de acuerdo a sus normas era ejecutado, donde todas las propiedades eran tratadas como bienes colectivos y en donde también la poligamia era practicada.
Bajo una ideología similar, el también teólogo anabaptista Thomas Müntzer lideró una rebelión campesina contra los príncipes y los nobles de la época de Lutero, asegurando que ellos, los anabaptistas radicales, estaban llamados a instaurar el Reino de Dios en la tierra de manera definitiva y en ese preciso momento de la historia.
La historia de Jim Jones, el socialismo cristiano y control despótico
En tiempos recientes, también varias agrupaciones cristianas han afirmado que ellos estaban llamados a instaurar el Reino de los Cielos de forma definitiva en la Tierra. Con un discurso similar al de Müntzer, aunque claramente adaptado a las circunstancias modernas, el Pastor estadounidense Jim Jones (1931-1978) proclamó la utopía revolucionaria del “socialismo cristiano” y pudo movilizar a miles de cristianos, principalmente de minorías discriminadas como los negros y los latinos de estratos populares, dentro de un culto en que más que el evangelio lo que se enseñaba era la utopía revolucionaria del socialismo.
La historia del pastor Jim Jones, tal y como la relata la Enciclopedia Británica, es la siguiente: Cuando era niño, Jones se convirtió en un asistente regular a la iglesia y, después de graduarse de la Universidad Butler, decidió ingresar al ministerio pastoral. En las décadas de 1950 y 1960 en Indianápolis, Indiana, Jones se ganó la reputación de ser un eclesiástico carismático que afirmaba tener poderes psíquicos como la capacidad de predecir el futuro y curar milagrosamente a los enfermos. Era un defensor vocal de la integración racial y la lucha por los derechos civiles, una posición que chocaba con las de algunos ancianos de la iglesia. En 1955 estableció Wings of Deliverance, una iglesia pentecostal que finalmente se conoció como el Templo del Pueblo. Durante este tiempo, Jones se destacó por su trabajo de caridad con las personas sin hogar y, a principios de la década de 1960, se desempeñó como director de la Comisión de Derechos Humanos de Indianápolis. En medio de las tensiones propias de la Guerra Fría, pero también debido a la paranoia y la megalomanía de Jones, y con el miedo a una guerra nuclear, Jones trasladó su iglesia al norte de California en 1965, primero se instaló cerca de Ukiah y luego en San Francisco en 1971.
Después de la medida, Jones, que adoptó el nombre de “el Profeta”, aparentemente se obsesionó con el ejercicio del poder sobre los miembros de su Iglesia. En poco tiempo, comenzó a enfrentar varias acusaciones, la más notable fue que estaba desviando ilegalmente los ingresos de los miembros del culto para su propio uso personal. En medio de las crecientes acusaciones, Jones y cientos de sus seguidores emigraron a la República Cooperativa de Guyana y establecieron una comuna agrícola llamada Jonestown, muy cerca de la frontera con Venezuela (1977), en un territorio que aún hoy es disputado por Venezuela y Guyana.
La comuna de Jonestown fue promocionada por Jones a los miembros de la Iglesia como un paraíso tropical en donde todas las personas tendrían todas las propiedades en común, todos serían tratados de forma igualitaria y podrían verse libres de la discriminación racial y de clases sociales que se vivía en lo que se consideraba la “corrupta América”, ya que los valores individualistas de la sociedad estadounidenses eran algo que Jones consideraba como un gran camino de injusticia y una forma de corrupción de la sociedad.
Como gobernante de la secta, Jones confiscó pasaportes y millones de dólares y manipuló a sus seguidores con amenazas de chantaje, palizas y probable muerte. Rápidamente los miembros de la iglesia se dieron cuenta de que la comuna de Jonestown no era el paraíso socialista que el pastor Jones les había prometido, sino que se parecía más a un campo de concentración en el que cada aspecto de la vida estaba controlado y en el que las personas tenían que sujetarse completamente a la autoridad de Jones. El pastor Jones también organizó ensayos extraños para un ritual de suicidio masivo en los que se aseguraba de “probar la lealtad” de los miembros de la secta, al tiempo que los preparaba para un suicidio colectivo real.
El 14 de noviembre de 1978, el representante federal Leo Ryan, demócrata por el Estado de California en la Cámara de Representantes, llegó a Guyana con un grupo de reporteros y familiares de sectarios para llevar a cabo una investigación no oficial de presuntos abusos. Ryan había sido advertido por familiares de miembros de la secta sobre las irregularidades y los vejámenes a los que Jones sometía a los miembros de la secta. De manera que la intención del representante era corroborar estos relatos y buscar que los integrantes del grupo que así lo deseasen pudieran regresar a Estados Unidos de forma segura.
Cuando el representante Ryan llegó a Guyana, Jones organizó una fiesta de bienvenida tratando de mostrar un ambiente de normalidad y que las personas en la comuna agrícola de Jonestown se sentían felices con el modo de vida que habían escogido al lado de su pastor. Pero en un momento de la celebración algunos asistentes miembros del culto le pasaron mensajes escritos en pequeños papeles a Ryan en los que le pedían que les ayudará a salir de Jonestown, pues consideraban que Jim Jones había hecho de este sitio un infierno en el que las personas no solo estaban sujetas al control extremo del líder de la secta, sino que pasaban hambre y carecían de elementos básicos de higiene como jabón, agua potable y camas limpias.
Cuatro días después de la fiesta, mientras el grupo de Ryan y catorce desertores del culto se preparaban para partir desde una pista de aterrizaje cerca de Jonestown, Jones ordenó que el grupo fuera asesinado. Sin embargo, solo Ryan y otras cuatro personas (incluidos tres reporteros) murieron. Temiendo que los que habían escapado pudieran traer a las autoridades estadounidenses, Jones activó su plan de suicidio al que denominó “suicidio revolucionario”, como un acto en el que se consumaba de manera definitiva el socialismo cristiano que Estados Unidos no le permitía practicar. El 18 de noviembre Jones ordenó a sus seguidores que bebieran un jugo adulterado con cianuro, orden que la gran mayoría de ellos obedeció pasiva e inexplicablemente. Jones supuso que una vez que los padres dieran de beber el jugo a sus hijos y los vieran morir, estos ya no tendrían nada más por lo cual vivir y cometerían suicidio junto con él, por lo que es erróneo pensar que la tragedia de Jonestown fuera simplemente un suicidio colectivo, antes que nada fue una masacre en la que los niños fueron los primeros asesinados.
El propio Jones murió de una herida de bala en la cabeza, posiblemente autoinfligida o habría ordenado a un miembro de la secta que le disparara. Las tropas de Guyana llegaron a Jonestown al día siguiente, y el número de muertos entre los seguidores del culto se situó finalmente en 913, incluidos 304 que tenían menos de 18 años de edad (algunos números de muertos incluyen las cinco personas muertas en la pista de aterrizaje, lo que elevó el número total de muertos a 918). La tragedia de Jonestown es frecuentemente citada como uno de los ejemplos más emblemáticos del poder destructivo de los cultos, es el mayor suicidio colectivo con connotaciones religiosas de la época moderna.
Lecciones para la Iglesia de hoy
El peligro de las iglesias centradas en un líder carismático
La historia de Jonestown nos deja algunas lecciones importantes para la iglesia contemporánea. En primer lugar, las iglesias deben ser conscientes y estar alerta para no convertirse en comunidades personalistas en las que el Pastor y no la Escritura y el mensaje evangélico sean el centro de atención. En este sentido, los creyentes deben recordar que la iglesia tiene que girar en torno a las indicaciones de la Palabra y los pastores y los demás ministerios están obligados a guiarse por esta, no por sus propias “revelaciones personales” o intuiciones .
Cualquier iglesia que gire en torno a la personalidad del pastor o del líder del ministerio corren el riesgo de convertirse en una comunidad opresiva en la que los miembros ven coartada su libertad y los comportamientos son objeto de un escrutinio extremo por parte del líder. Estos son comportamientos que la iglesia debe evitar, ya que en uno u otro grado pueden llegar a convertirse en parte corriente de la vida de las comunidades eclesiales, llevando a que la iglesia se convierta en un ambiente tóxico en la que pueden suceder dos cosas: Las personas huirán con una imagen negativa del evangelio o se quedarán sometidas a un control despótico. El caso de Jonestown podría ser solamente un ejemplo extremo de algo que ya se viven en numerosas iglesias que son “pastor-céntricas”, algo que solo pudo haber sido exacerbado por el carácter psicópta o sociópata de Jim Jones.
El peligro de creer que está en nuestras manos dar cumplimiento definitivo a las promesas de Dios
En segundo lugar, las iglesias deben ser conscientes de que la esperanza del Reino de los Cielos es algo que solo puede realizarse de manera definitiva en Cristo y de acuerdo a su plan de salvación. Si bien el evangelio nos recuerda que uno de los signos visibles de la presencia de Cristo dentro de su iglesia es que esta produce frutos, “Por sus frutos los conocerán” Mateo 7:20, lo cual puede traducirse en manifestaciones palpables de la gracia como obras de piedad, luchas por transformaciones sociales en determinados contextos, como la lucha por la justicia, la denuncia del racismo y la opresión política y económica, así como acciones de solidaridad en las que las personas se comprometen por una vida mejor, más humana y más acorde a los valores del evangelio, el mensaje de Cristo no se agota en un contexto sociopolítico e histórico, y mucho menos está determinado a ser realizado en el cumplimiento de propósitos humanos ni de manera definitiva dentro de la historia humana.
El plan de salvación, si bien tiene un cumplimiento presente “ya está en vosotros”, también se encuentra en una tensión escatológica, por lo que aún no encuentra su cumplimiento definitivo en la historia y únicamente lo hallará por fuera de ésta, por medio de la voluntad soberana de Dios. En este sentido, la iglesia también debe ser consciente de su carácter peregrino (“Mi reino no es de este mundo”, Juan 18:36), en el que espera paciente y confiadamente en la voluntad de Dios. Los intentos de utopías (como las del pastor Jones, las de Thomas Muntzer y Melchor Hoffman), que intentan cumplir las promesas que solo pueden ser sustentadas por la voluntad de Dios, no son fiables ni se ajustan a las enseñanzas del evangelio. Tal y como se nos recuerda en el Evangelio de Mateo, solo el Padre sabe cuando será el tiempo del cumplimiento definitivo de sus promesas: “Pero de aquel día y hora nadie sabe, ni siquiera los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre” (Mateo 24:32-36).
Hoy, 41 años después de la masacre de Jonestown conviene revisitar la historia y aprender de las lecciones del pasado. Cuando se trata de usurpar el lugar de Dios, los resultados son acciones y desastres muy contrarios a Su voluntad.
Con información de la Enciclopedia Británica