Normalmente, mi mujer y yo vivimos en China, y la vida en Estados Unidos nos parece una realidad lejana. Sin embargo, como consecuencia de la pandemia de COVID, hemos pasado los dos últimos años en EE.UU. Aunque ha sido una época difícil en algunos aspectos, también ha sido un periodo fructífero, lleno de oportunidades inesperadas. Para mí, una de esas oportunidades ha sido la posibilidad de experimentar y ser testigo de un periodo caótico y perturbador de la historia norteamericana, y de reflexionar sobre estos acontecimientos a la luz de la palabra de Dios y de nuestros veintiocho años de experiencia en China.
Permítanme comenzar señalando lo obvio. América del Norte (pienso aquí principalmente en Estados Unidos y Canadá) está evolucionando rápidamente hacia una forma de gobierno más autoritaria y totalitaria. Sin duda, esta tendencia se ha visto acelerada por la pandemia del COVID, pero la expansión más reciente del poder gubernamental y la consiguiente pérdida de libertad personal en la región parecen ser algo más que un fenómeno temporal, un pequeño parpadeo en el horizonte político.
La normalización del “totalitarismo blando”, que exige la conformidad y la aceptación de una ideología patrocinada por el Estado, sugiere que los cristianos y la iglesia en Norteamérica pueden estar abocados a tiempos difíciles. Dado que los seguidores de Jesús de China han vivido en un Estado totalitario desde la llegada al poder del Presidente Mao, en 1949, hasta la actualidad, no es descabellado suponer que podrían tener algo que enseñarnos a este respecto. El increíble crecimiento de la iglesia en China durante estos últimos 70 años también nos llama a escuchar con atención.
Comienzo, sin embargo, articulando tres principios generales, extraídos del Nuevo Testamento, que guiarán nuestro debate. A continuación, intento llevar el debate más allá de las generalidades, examinando cómo podríamos aplicar estos principios a grupos, contextos y situaciones específicos. Por último, basándome en mi experiencia en China durante las últimas tres décadas, me gustaría esbozar cinco cuestiones teológicas clave con las que los cristianos que viven en un entorno hostil y totalitario deben inevitablemente lidiar.
1. Principios generales
No hace mucho tuve el privilegio de celebrar el Día Nacional de China (1 de octubre) en China. Este importante día, que ese año (2019) conmemoraba el 70 aniversario de la fundación de la República Popular China, estuvo marcado por impresionantes desfiles, enormes espectáculos bellamente coreografiados y poderosas muestras de poderío militar. Mi perspectiva fue un poco diferente de la de la mayoría de los presentes tanto de China como de otros países.
Vi el desfile militar, un despliegue de poder impresionante, en casa de unos amigos chinos. Sus dos hijos estaban obligados a ver el desfile televisado y tenían que mostrar pruebas de ello en forma de fotos enviadas a sus profesores de la escuela primaria local. Prácticamente todos los canales de televisión de China mostraron el desfile y las celebraciones posteriores, masivas y meticulosamente planificadas, en la plaza de Tiananmen. Después de ver el desfile, caminé con mis amigos desde su pequeño apartamento hasta un lugar de culto.
La reunión comenzó con oración y alabanza. Los más de 30 creyentes chinos que se habían reunido representaban a seis grupos étnicos diferentes. Cantaron con gran emoción una de mis canciones chinas favoritas, “Zhi Dao Zhu Ye Su Zai Lai de Shi Hou” (直到主耶稣再来的时候, Hasta que vuelva el Señor Jesús). Una línea clave dice: “hasta que vuelva el Señor Jesús recorreré el camino del servicio, cargaré con mi cruz”. La canción continúa, “cuando complete el camino del servicio, veré la gloria del Señor, la gloria del Señor Jesucristo... tú eres el Señor y Salvador de toda la tierra”.
Mientras cantábamos esta canción no pude evitar comparar las dos escenas, enormemente diferentes: el desfile militar y la escena de culto. El contraste podría hacerse tanto en China como en Estados Unidos o en cualquier otro país. Por un lado, un deslumbrante despliegue de poder humano y material bélico. Por otro, una canción que ensalza el poder y la gloria de Dios, revelados en el amor de un Señor crucificado y resucitado. Se podría argumentar que ambas escenas son una llamada al compromiso.
Estoy muy agradecido de que el Señor me permitiera adorar junto a ese grupo tan entregado; porque mientras entonábamos cantos de adoración a Jesús, declarábamos que nuestra principal lealtad es “al que está sentado en el trono y al Cordero” (Ap 5:13).
En la sección que sigue quiero examinar más específicamente la relación entre la Iglesia y el Estado, no sólo en China, sino en cualquier parte del mundo. Los textos clave que consideraremos son Romanos 13:1-7, Hechos 4:18-20 (cf. 5:27-32) y Apocalipsis 13. En ellos nos enfrentamos a tres verdades importantes respecto a ese tema: el gobierno es un don de Dios para nosotros, la autoridad del gobierno tiene límites y nuestra principal lealtad es a Cristo.
1.1. El gobierno como don de Dios (Ro. 13:1-7)
“Sométanse todos a las autoridades que gobiernan, porque no hay más autoridad que la que Dios ha establecido. Las autoridades que existen han sido establecidas por Dios. Por consiguiente, quien se rebela contra la autoridad se está rebelando contra lo que Dios ha instituido, y quienes lo hacen se acarrearán un juicio”, Ro 13:1-2 (de ahora en adelante, las citas serán una traducción al español de la NIV).
En este pasaje vemos que el gobierno es un don de Dios para nosotros. Los gobernantes, las “autoridades gobernantes”, son establecidos por Él. De hecho, Pablo continúa: “Porque el que está en autoridad es siervo de Dios para vuestro bien. Pero si hacéis mal, tened miedo, porque los gobernantes no llevan la espada porque sí. Son servidores de Dios, agentes de la ira para castigar al malhechor. Por eso es necesario someterse a las autoridades”, Ro 13:4-5.
Pablo deja claro que el Estado tiene un objetivo claro e importante. Se le ha encomendado la responsabilidad de proteger a sus ciudadanos, sus derechos y su propiedad (Ro 13:3-4). Esta función la cumple estableciendo leyes y haciéndolas cumplir. Así pues, el Estado es un don de Dios, está llamado a frenar el mal y poner orden en la sociedad. Cuando logran este fin, los gobiernos de todo el mundo y sus dirigentes actúan como “siervos de Dios” y son dignos de nuestro respeto y honor (Ro 13:5-7).
Cuando pienso en la pobreza, las penurias y el caos de la China anterior a 1949, recuerdo que hay mucho que agradecer en los logros, muy imperfectos, pero a veces extraordinarios, que han tenido lugar como resultado de los esfuerzos orquestados por el gobierno de la China moderna. De hecho, Cristo vino en la “plenitud de los tiempos” (Gal 4:4) a un mundo que se benefició de: la Pax Romana (la paz proporcionada por el dominio romano); un excelente sistema de carreteras que permitía viajar; y una lengua comercial común (griego) que facilitaba la comunicación.
A menudo he pensado que también en la China de hoy la iglesia tiene oportunidades sin precedentes debido a estas mismas fortalezas —paz relativa, modos eficientes de viajar y una lengua común— para proclamar el evangelio y establecer iglesias.
1.2. Limitaciones de la autoridad del gobierno (Ro 13:3-4; Ap 13:5-10)
Puesto que todos los gobiernos son establecidos por Dios, también son responsables ante Él. Dios es la máxima autoridad, no los líderes humanos. Esto significa que toda supremacía es provisional y limitada. La función propia del Estado, que constituye el fundamento de las palabras de Pablo en Romanos 13:1-7, es proteger a los ciudadanos y sus bienes refrenando el mal (cf. 13:3-4).
Los problemas surgen cuando los líderes gubernamentales niegan el poderío de Dios y pretenden convertirse en la máxima autoridad. Cuando ellos abrazan este tipo de idolatría y adoración de sí mismos, surgen graves problemas. En el Apocalipsis, con su descripción gráfica de la bestia del mar, Juan puso de relieve la naturaleza demoníaca que este tipo de gobierno puede adoptar en el presente y adoptará al final de los tiempos (cf. 2 Tes 2,1-12). Él escribió:
A la bestia se le dio boca para proferir palabras soberbias y blasfemias y para ejercer su autoridad durante cuarenta y dos meses. Abrió su boca para blasfemar contra Dios, y para calumniar su nombre y su morada y a los que viven en el cielo.... Esto exige paciencia y fidelidad por parte del pueblo de Dios.
Ap 13:5-6,10
La manera de evitar este tipo de tiranía es reconocer que la Iglesia y el Estado representan dos esferas diferentes de la autoridad dada por Dios. El gobierno, como hemos señalado, está llamado a “tomar la espada”, a ejercer la autoridad estableciendo y haciendo cumplir las leyes para lograr refrenar el mal. Por el contrario, la iglesia tiene una vocación diferente: está llamada a adorar a Dios, edificar y animar a los creyentes y dar testimonio a los que no lo son (Hch 13:1-3). Para utilizar la útil frase de John Nugent, debemos “abrazar, mostrar y proclamar” el reino de Dios.
La historia demuestra que cuando el Estado intenta asumir el papel de la Iglesia o esta intenta usurpar la función divinamente ordenada del gobierno, los problemas son inevitables. El Estado no puede ministrar el Evangelio y la Iglesia no puede blandir la espada. Dios no ha llamado ni equipado a ninguna de esas instituciones para desempeñar dichas funciones. Más bien, cada una tiene un propósito específico: el Estado empuña la espada; la Iglesia posee las llaves del reino.
Una observación relacionada e importante es que la Iglesia primitiva nunca obligó a la gente a hacerse cristiana. Pablo escribió: “nuestro objetivo es agradar [al Señor] (...) Porque es necesario que todos comparezcamos ante el tribunal de Cristo (...) Puesto que sabemos lo que es temer al Señor, tratamos de persuadir a los hombres” (2 Cor 5:9-11). Tratamos de persuadir, advertir y suplicar (cf. Hch 2:40), pero nunca utilizamos la fuerza física para obligar. Cuando la Iglesia ha olvidado su verdadera vocación y ha intentado utilizarla para extender el reino de Dios, el resultado ha sido desastroso (por ejemplo, algunas de las cruzadas de la Edad Media).
La historia también nos dice que el Estado a menudo tiene la tentación de considerarse a sí mismo, en lugar de a Dios, como la máxima autoridad. Cuando lo hace, intenta negar a la Iglesia su legítimo papel de acoger, mostrar y proclamar el reino de Dios. Las acciones del emperador Domiciano a finales del siglo I se asemejan a la descripción que hace Juan de la bestia del mar, que “proferirá palabras soberbias y blasfemias” y tratará de recibir adoración y ejercer un control y una autoridad absolutos (Ap 13:5, 7-8, 14-17).
A Domiciano le encantaba que le llamaran “nuestro amo y dios” y no podía tolerar la lealtad al Dios verdadero, porque esto disminuía su poder. A partir de él, innumerables gobernantes han seguido sus pasos y han tratado de exaltarse a sí mismos por encima del Creador. Han perseguido a la Iglesia y, en última instancia, han tratado de destruirla o controlarla. Esto nos lleva a nuestro último punto.
1.3. Lealtad primaria a Cristo (Hch 4:18-20; Ap 13:9-10)
Frente a los déspotas tiránicos que exigen lealtad primordial, el mensaje de Juan a la iglesia es claro. No podemos doblegarnos ante este tipo de exigencias idólatras, sino que debemos permanecer firmes y comprometidos con la verdadera adoración. Debemos adorar a Cristo, que es el “Rey de reyes y Señor de señores” (Ap 19:16), porque “La salvación pertenece a nuestro Dios, que está sentado en el trono, y al Cordero” (Ap 7:10).
Nunca debemos olvidar que el papel y la autoridad del Estado son limitados y proceden de Dios. Por eso, cuando el Estado pretende ocupar el lugar de Dios o de su Iglesia, no podemos obedecer. Esto exige sabiduría y “paciencia” (Ap 1:9; 13:10; 14:12). En el Apocalipsis, una frase que oímos repetidamente es la de “paciencia aguante” (ὑπομονή: 1:9; 2:2, 3, 19; 3:10; 13:10; 14:12). Con ella (cf. Ap 13,9-10), Juan declara que saldremos victoriosos, no venciendo en términos humanos con la fuerza bruta, sino mediante el testimonio fiel hasta la muerte.
La Iglesia primitiva nos ofrece un magnífico modelo de resistencia valiente. En su primer encuentro con la persecución, Pedro y Juan rechazaron audazmente la orden de los líderes de su tiempo, “no hablar ni enseñar en absoluto en el nombre de Jesús”. Pedro y Juan responden: “Juzgad vosotros mismos si es justo a los ojos de Dios obedeceros a vosotros antes que a Dios. Porque no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4,18-20).
A menudo recalco a mis amigos chinos: Primero soy cristiano y, después, cualquier otro signo de identidad que me siga palidece en comparación (por ejemplo, aficionado al béisbol de los Cardenales de San Luis, ciudadano estadounidense, etc.). Mi fe en Jesucristo es lo que me define. Por eso me siento más unido a mis amigos cristianos chinos que a los no cristianos, incluso a los que se criaron en la misma cultura y nación. Pablo lo expresa muy bien: en Cristo somos ahora conciudadanos y miembros de la misma familia (Ef 2:18-22).
Creo que podemos y debemos amar a nuestra patria. También estoy convencido de que, sirviendo valientemente a Cristo en nuestros respectivos países, nos convertiremos en una gran bendición para esas naciones. De hecho, el mayor regalo que podemos hacer a nuestra nación es mostrar y proclamar la buena nueva del reino de Dios. A medida que sirvamos al Señor, Él nos ayudará a bendecir el país donde nacimos. Pero debemos recordar siempre que, ante todo, somos ciudadanos de su reino. Cuando hagamos esto, bendeciremos nuestro país como nadie más puede hacerlo.
2. Más allá de las generalidades
Los principios generales señalados anteriormente, aunque ofrecen límites importantes, deben aplicarse a las complejas y variadas situaciones a las que nos enfrentamos los cristianos que vivimos en el período entre advenimientos. Con esta tarea en mente, quiero ir más allá de los principios generales esbozados con anterioridad, ofreciendo algunas directrices que podrían ayudarnos a aplicarlos a nuestra vida cotidiana.
La forma en que entendemos la misión de la Iglesia determina significativamente cómo enfocamos la cuestión de la relación de la misma con el Estado. Si consideramos la misión en términos amplios, abarcando la transformación total de la sociedad humana y de toda la creación de Dios, entonces vemos la relación Iglesia-Estado como necesariamente vital y estrecha, que implica dimensiones tanto proféticas como de colaboración.
Si la misión de la Iglesia es, en última instancia, transformar todos los aspectos de la sociedad, entonces, por definición, ésta debe comprometerse políticamente y relacionarse de manera significativa con el Estado. Sin embargo, varias obras recientes de eruditos evangélicos han cuestionado esta interpretación.
De diversas maneras, cada una de estas obras sostiene que la misión de la Iglesia debería entenderse de forma más restringida, centrándose en la proclamación del Evangelio y en hacer discípulos (Mateo 28:18-20; Lucas 24:46-48; Hechos 1:8). El espacio no me permite profundizar en este importante debate, pero a efectos de este documento bastará con señalar que nuestra visión de la misión de la Iglesia determina en gran medida nuestra perspectiva sobre las relaciones Iglesia-Estado.
Examinaré la relación Iglesia-Estado desde la perspectiva de una comprensión estrecha de la misión de la Iglesia y describiré las importantes implicaciones que se derivan.
2.1. Responsabilidades: ¿Iglesia reunida o cristianos individuales?
En su esclarecedor ensayo, Jonathan Leeman distingue útilmente entre la misión de la iglesia y la de los cristianos individuales. Declara que debemos “mantener diferenciadas estas dos misiones o tareas”, y luego insiste en que “la Iglesia como colectivo organizado y la iglesia como sus miembros individuales” deben hacer cada uno sus “tareas asignadas por Dios”. La primera se centra más estrechamente en la proclamación y en hacer discípulos (Mt 28:18-20; Lc 24:46-48; Hch 1:8), la segunda incluye la responsabilidad más amplia de cada cristiano de vivir como seguidor de Cristo en su llamado individual y con sus dones únicos.
Los cristianos individuales se enfrentan a muchas preguntas cuando intentan relacionarse con el Estado: ¿Cómo voto? ¿Trabajo para un partido político? ¿Me presento a las elecciones? ¿Debo obedecer las leyes del Estado? Sin embargo, hay que reconocer que la relación entre la iglesia orgánica (creyentes individuales) y el Estado es muy diferente a la de la iglesia organizada y el Estado.
La iglesia organizada tiene una misión específica y estrecha. Está llamada a ayudar a sus miembros a pensar y actuar de forma exclusivamente cristiana mediante la enseñanza de la Palabra de Dios y el proceso de discipulado, pero no a “blandir la espada” determinando las muchas y variadas decisiones políticas que conforman la sociedad en general (que tiende a ser no cristiana). La iglesia orgánica, en virtud de la vocación y los dones únicos de cada individuo, tiene una misión mucho más amplia.
Los cristianos individuales, cuando sea posible, apropiado y de acuerdo con su vocación y dones únicos dados por Dios, pueden participar en el proceso de gobierno. Como miembros del cuerpo de Cristo, estamos llamados a “hacer el bien” a todos (1 Tes 5:15; 1 Pe 4:19) y, por tanto, a ejercer una influencia positiva en la sociedad mediante el compromiso político cuando sea posible.
Sin embargo, la Iglesia organizada no está llamada ni equipada para transformar el mundo mediante el activismo político, ni debe tratar de usurpar el papel que Dios ha otorgado al Estado de mantener el orden en la sociedad. Como afirma acertadamente John Nugent, “el objetivo de la Iglesia no es transformar el mundo, sino vivir juntos como un mundo transformado, e invitar a las naciones de palabra y obra al Transformador”.
Los llamamientos contemporáneos para que la Iglesia trabaje por la “justicia social” aliándose con diversas fuerzas políticas con el fin de tomar el mando del aparato del Estado son, desde la estrecha perspectiva de la misión, erróneos. Esta comprensión relativamente apolítica de la misión de la Iglesia, que la considera como distinta de la del Estado, tiene la ventaja de permitirle presentar un mensaje centrado en la Palabra de Dios y que, por tanto, sirve para unir a la comunidad de fe.
Cuanto más se adentra la Iglesia en el ámbito de la acción política o social, menos capaz es de hablar con claridad sobre el curso de acción que sugiere. ¿Deben los cristianos apoyar un Estado del bienestar como opción compasiva para los pobres? ¿O deberían fomentar una menor intervención gubernamental para que los individuos y las iglesias tengan más libertad y recursos para atenderlos? Este es el tipo de preguntas que los cristianos deben plantearse.
Sin embargo, como estas cuestiones no se tratan directamente en las Escrituras, normalmente generan respuestas contradictorias. Los cristianos evangélicos han evitado, en su mayor parte, la reflexión teológica y la especulación filosófica que aleja a la Iglesia de sus fundamentos apostólicos y sus verdades centrales. Muestran poco interés por la teología política. Algunos ven esto como una debilidad, pero creo que la historia ha demostrado que es una gran fortaleza.
Si la misión de la Iglesia organizada es distinta de la del Estado, también hay que reconocer que el fruto de cualquier compromiso político por parte de los cristianos, individual o corporativo, será siempre provisional y limitado por naturaleza. Esto nos lleva al siguiente punto.
2.2. La voz profética de la Iglesia: su naturaleza y sus limitaciones
Si, como hemos sugerido, nuestra eclesiología influye drásticamente en cómo vemos las relaciones Iglesia-Estado, también lo hace nuestra escatología. De hecho, nuestra visión del futuro determina cómo vemos nuestra vida y misión actuales. Los evangélicos proclamamos con razón que nuestra visión del futuro se centra en “la esperanza bienaventurada”, el regreso de Jesús. Esta esperanza informa nuestra comprensión de la naturaleza de nuestra misión.
Aunque creemos que estamos llamados y capacitados para mostrar y proclamar su reino en el presente, no nos hacemos ilusiones sobre cómo se realizará plenamente este glorioso reino en el futuro. Las promesas de Dios sobre un reino eterno de justicia no se cumplirán en la transformación gradual de la sociedad a través del activismo político.
En el Apocalipsis, Juan describió en términos inequívocos la naturaleza caída y demoníaca de las estructuras sociales y políticas del mundo de su época y de la nuestra (el periodo entre advenimientos). Aunque, como hemos señalado, su grito –“Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados” (Ap 18:4)– debe matizarse y situarse junto a otros temas bíblicos (Ro 13:1-5), su relevancia y su desafío para nosotros no deben minimizarse. Anima a los evangélicos a alejarse de los cantos de sirena de los liberales protestantes para abrazar acríticamente los movimientos políticos por la “justicia social” y estrechar lazos con los activistas no cristianos que los promueven.
La advertencia de John Nugent a este respecto es oportuna:
No es del reino si no participa en la obra del Espíritu de formar comunidades que abracen, muestren y proclamen el reino de Dios, y de esparcirlas por el mundo como testigos de la obra realizada por Dios a través de Cristo. Puede que sea un buen trabajo y que merezca la pena dedicarle tiempo, pero no es nuestra vocación.
Por buenas razones, los evangélicos han dado prioridad a la proclamación del Evangelio, la formación de discípulos y el establecimiento de iglesias. Nos esforzamos por practicar la justicia social, pero generalmente lo hacemos dentro de la comunidad de fe, porque ¿cómo pueden las comunidades reflejar la vida del reino de Dios sin centrarse en el Rey? Sólo en las comunidades que escuchen la voz del Espíritu y adoren a Jesús podremos prepararnos verdaderamente para el fin de la historia, el retorno del Señor de los señores.
Aunque tenemos motivos para un “sobrio optimismo” con respecto a nuestra misión de proclamar el Evangelio y hacer discípulos (Ap 11:1-13), debemos resistirnos a las visiones del futuro que son excesivamente positivas y en gran medida acríticas con respecto al Estado, la participación política y los movimientos afines. Estos sueños utópicos no prestan suficiente atención a la naturaleza demoníaca de muchos de los movimientos sociales y políticos de nuestros días (cf. Ap 18:4).
N. T. Wright, por ejemplo, reprocha a los evangélicos nuestro quietismo (es decir, nuestra falta de implicación política). Su crítica –que apoyamos demasiado el statu quo político– me pareció especialmente irónica, viniendo como viene de un líder de la Iglesia de Inglaterra. Yo sugeriría que el “sobrio optimismo” debe reconocer que, junto con nuestra llamada a participar en el trabajo del reino en el presente, los últimos días de la historia también estarán marcados por una creciente apostasía, persecución y poder político demoníaco.
La alternativa no es el escapismo y el derrotismo, ni permitir que “el mal avance sin control”, sino abrazar con abandono la llamada y la misión únicas de la Iglesia.
El reconocimiento de que no podemos traer el reino de Dios –nos limitamos a dar testimonio del Rey, que consumará su reinado cuando regrese– y de que las instituciones políticas de la era entre los advenimientos son defectuosas, tienden a convertirse en anticristos y opresores, y caerán en espiral (o ya están en ella) poco antes del fin (2 Tes 2:1-12), limita nuestras expectativas respecto al potencial del gobierno para el bien. En el mejor de los casos, el Estado puede servir para frenar el mal y aportar un grado razonable de estabilidad y orden. Sin embargo, la historia enseña que con demasiada frecuencia el Estado se convierte en una fuerza maligna e idólatra. Por eso es necesario el discernimiento.
Cuando los cristianos nos planteamos cómo debe relacionarse la Iglesia con el Estado, debemos ser sensibles a nuestro contexto específico y comprenderlo. Las generalizaciones en este punto no son muy útiles. La cuestión central que deben plantearse los cristianos en un lugar y una época concretos es: ¿Reconoce el Estado a la Iglesia y le permite llevar a cabo su misión sagrada? Si este es el caso, entonces existe la oportunidad de que la Iglesia se relacione con el Estado sin conflictos significativos.
Podemos entonces dar “al César lo que es del César” (Mt 22:21; Mc 12:17; Lc 20:25), mientras perseguimos nuestra vocación de abrazar, mostrar y proclamar el reino. Sin embargo, si el Estado no está dispuesto a reconocer la autoridad última de Dios y pretende usurpar el papel único de la Iglesia, entonces el conflicto (es decir, la resistencia no violenta desafiando los mandatos del Estado) es inevitable.
Una segunda pregunta, relacionada con la anterior, es la siguiente: ¿Permite y reconoce el Estado la voz profética de la Iglesia? Si es así, esta tiene la oportunidad de decirle la verdad de Dios al poder. De hecho, la Iglesia tiene la responsabilidad de abordar las cuestiones morales a las que se enfrenta la sociedad y que están claramente articuladas en la Palabra de Dios (por ejemplo, la santidad de la vida humana y el mal del aborto).
Como en el caso de Ester, la oportunidad conlleva responsabilidad. Algunos utilizan el término “proximidad moral” para referirse a la mayor responsabilidad que uno tiene hacia quienes se encuentran dentro de su esfera de influencia directa. Cuanto más estrecha es la relación, mayor es la responsabilidad. ¿No deberíamos, entonces, hablar también del principio de “oportunidad moral” con referencia a las responsabilidades que conlleva una oportunidad única?
Cuando sea posible, la Iglesia debe ejercer su voz profética reprendiendo los actos y leyes pecaminosos y destructivos perpetrados por el Estado. Cuando se le permite funcionar en este tipo de papel profético, puede convertirse verdaderamente en una bendición para la sociedad y la nación en general.
Sin embargo, debemos reconocer que a la Iglesia rara vez se le concede el privilegio de ejercer su voz profética. A los profetas no les iba bien en el antiguo Israel (Hechos 7:52). Hoy no les va mucho mejor. Como ilustra muy bien la situación actual de China, por lo general el Estado no admite rivales. No le interesa escuchar voces disidentes, especialmente con un mandato divino. En estos contextos, no es posible que la Iglesia diga la verdad al poder.
En este punto es importante definir a qué nos referimos cuando hablamos de la voz profética de la Iglesia. Si nos atenemos a la definición neotestamentaria, y en particular a la forma en que la Iglesia primitiva entendía este concepto, según se recoge en el libro de los Hechos, definiremos el término como un testimonio audaz e inspirado por el Espíritu en favor de Jesús (Lc 24:46-49; Hch 1:8). Sin embargo, las iglesias protestantes suelen entender que “la voz profética de la Iglesia” se refiere al papel de la Iglesia como brújula moral o conciencia del Estado y la sociedad.
Los púlpitos de las principales corrientes suelen atronar con el mensaje: “¡Que corra la justicia como un río, la rectitud como una corriente inagotable!” (Amós 5:24). Desgraciadamente, como argumenta Nugent con tanta fuerza, el mensaje de los profetas se aplica mal con demasiada frecuencia. Los profetas hablaron ante todo a Israel, el pueblo de Dios; no a las naciones circundantes. Así pues, si la Iglesia está llamada a servir de conciencia, es la conciencia del pueblo de Dios y no de la nación en su conjunto.
En este sentido bíblico del término, la Iglesia siempre está llamada a dar un testimonio profético. Debe dar un testimonio audaz del Evangelio y demostrar su verdad a través de la calidad piadosa de su culto y su vida comunitaria. Este estilo de vida contracultural, junto con su voz profética (proclamación del Evangelio), representan un desafío importante para todo estado totalitario.
No obstante, como hemos señalado, en algunos contextos la Iglesia puede tener la oportunidad de hablar abierta y públicamente de las cuestiones morales del momento. Yo sugeriría que en Norteamérica, a diferencia de China, la Iglesia todavía tiene la oportunidad de ejercer su voz profética en este sentido más amplio.
Sí, la Iglesia debe ser también una comunidad contracultural, una polis o ecclesia que represente a Dios y proclame su reino en Cristo. Pero cuando sea posible, también debe denunciar las pretensiones idólatras de un gobierno que pretende usurpar la autoridad y el papel de la Iglesia. No debemos inclinarnos ante los dioses de la religión del Estado, sino exponerlos como los ídolos que son. Ya se trate de su intento de redefinir los roles de género dados por Dios o de su versión modernizada del sacrificio de niños, la Iglesia debe hablar mientras pueda. La responsabilidad viene con la oportunidad.
La Iglesia, si puede hablar al Estado y a la sociedad en general, debe hacerlo con cuidado. Este “con cuidado” podría definirse de dos maneras. En primer lugar, los líderes de la Iglesia sólo deben hablar de aquellas cuestiones políticas/morales en las que exista una respuesta bíblica clara afirmada por un fuerte consenso de los cristianos evangélicos (y en particular de los cristianos dentro de su iglesia particular). En segundo lugar, la sabiduría exige discernir el contexto específico de cada uno y la idoneidad de emitir una declaración pública.
Como ya he dicho, no todos los contextos son iguales. La situación de las iglesias caseras en la China contemporánea es considerablemente diferente a la de la iglesia estatal en la Alemania de Hitler. Una no tiene ninguna posibilidad de hacer girar las ruedas del poder; la otra es ya parte integrante de los medios de propulsión del barco.
La teoría de la “guerra justa” podría ser útil en este caso. Del mismo modo que la participación cristiana en una “guerra justa” se limitó a las guerras en las que se tienen posibilidades razonables de éxito, tampoco las afirmaciones políticas de la Iglesia, su voz profética (en este sentido más amplio), deben ofrecerse como “perlas” a una piara de cerdos que no escuchan (Mt 7:6). Como dice un maravilloso proverbio chino, esto es como “tocar el piano para las vacas” (对牛弹琴, dui niu tan qin).
En resumen, para que el discurso político de los líderes cristianos tenga sentido, debe dirigirse a cuestiones específicas en contextos concretos. Es común que las generalidades o los tropos no sean útiles porque carecen de especificidad y no tienen en cuenta los elementos distintivos de los contextos particulares. Por esta razón, el debate sobre cuestiones políticas suele ser más constructivo cuando se lleva a cabo entre cristianos dentro de sus comunidades de fe específicas.
Estos debates pueden revelar o no un consenso sólido y, en función de los resultados, podrían desembocar en una acción concreta, ya sea una declaración pública, la no resistencia pasiva o incluso una manifestación pacífica.
2.3. La resistencia: Medios apropiados
Cuando el Estado actúa como siervo de Satanás, ¿cómo debemos responder? Esta es una pregunta difícil y ha sido respondida de diversas maneras por cristianos y grupos eclesiásticos a través de los tiempos. Ciertamente, Juan llamó a los cristianos a resistir. Su aleccionadora exhortación invita a la resistencia pasiva, no violenta. Las palabras de Pablo en Romanos 8:18 ofrecen una fuerte motivación para este tipo de resistencia paciente: “nuestros sufrimientos actuales no son comparables con la gloria que se manifestará en nosotros”. Necesitamos ver nuestras vidas y situaciones desde una perspectiva eterna. Sólo entonces seremos capaces de actuar con rectitud y justicia.
Sin embargo, cabe preguntarse, en nuestros diferentes contextos, ¿cómo debemos apropiarnos de la enseñanza del Nuevo Testamento sobre este asunto? Aquí, creo que la distinción entre el papel de la iglesia organizada y la orgánica es de nuevo útil. La organizada nunca puede usar la fuerza para lograr su propósito divinamente ordenado. El poder de la iglesia reunida no es de este mundo. Sin embargo, los cristianos individuales, como Bonhoeffer vio tan claramente, pueden verse obligados a tomar partido. Sus conciencias cristianas, informadas por el Espíritu Santo, pueden exigirles que tomen las armas.
Ya sea en Lexington y Concord o en Bull Run, históricamente muchos cristianos han tomado la difícil decisión de empuñar las armas. Cuando lo hacen, actúan como ciudadanos de reinos terrenales caídos; pero también lo hacen como ciudadanos del reino eterno de Dios. Quizá no haya ilustración más dramática que ésta de la tensión “ya presente/todavía no” que marca nuestra existencia actual. Pero, ¿quién puede decir que esta opción no está abierta a los cristianos que tienen un pie en el reino eterno de Dios y otro en esta presente era de maldad?
“No todo el mal se puede evitar... dejar que la violencia y la agresión sigan sin control no elimina el mal, ni me deja sin implicarme si pudiera hacer algo al respecto”, dijo Arthur Holmes en War: Four Christian Views (Guerra: cuatro perspectivas cristianas).
Creo que no se puede descartar por principio que los cristianos tomen las armas tanto en la guerra como en la revolución (por supuesto, algunos no estarán de acuerdo). Pero varias consideraciones nos llaman a examinar la posibilidad de participar en medidas tan extremas (es decir, la violencia) con sumo cuidado y sólo después de una ferviente oración y una profunda reflexión.
En primer lugar, ya hemos señalado el carácter provisional y limitado de todos los gobiernos y movimientos políticos terrenales. Nuestra esperanza última no se encuentra en la redención política, sino en la intervención divina. Nuestra lealtad última nunca puede concederse a otros seres humanos o a instituciones creadas por ellos. Estas convicciones teológicas deberían escarmentarnos cuando nos sintamos tentados de unirnos a quienes abogan por la guerra o la revolución.
Los horrores de la esclavitud y el Holocausto nos recuerdan que el mal debe ser refrenado, pero los extremos sangrientos de la Revolución Francesa también sirven como advertencia. Incluso cuando la causa parece justa, debemos ser conscientes del carácter del grupo con el que nos aliamos.
En segundo lugar, una valoración honesta de nuestra limitada capacidad para comprender las complejas realidades de nuestro mundo también debería animarnos a extremar la precaución en relación con las decisiones que puedan conducir a la violencia. Sin duda, muchos pensaron que la actitud displicente del Zar hacia la difícil situación de los campesinos justificaba una revolución violenta en Rusia. Pero, ¿podían prever el sufrimiento que acarrearía el régimen totalitario de Stalin? La humildad debería poner de rodillas a cualquiera que contemple la violencia, ya sea en la guerra o en la revolución.
En tercer lugar, los problemas asociados a la aplicación de la teoría de la “guerra justa” a nuestro entorno contemporáneo, especialmente si se trata de una revolución, también exigen una pausa. Arthur F. Holmes resumió y analizó la teoría de la guerra justa en siete puntos –causa justa, intención justa, último recurso, declaración formal, objetivos limitados, medios proporcionales e inmunidad no combativa– y destacó que la intención de la teoría es “poner límites severos a la guerra que impidan que caiga en la barbarie”. También reconoció que la “teoría insiste en que los particulares no tienen derecho a usar la fuerza”.
Esto no excluye necesariamente todas las formas de rebelión violenta. Por ejemplo, aunque Calvino limitó el uso de la espada a las autoridades civiles, reconoció que en casos extremos la rebelión puede ser necesaria. Holmes resumió así la posición de Calvino:
En cuanto a la rebelión, un tirano no puede ser depuesto por la fuerza a menos que ya no exista el justo imperio de la ley; en tal extremo, la autoridad revierte al pueblo, que puede entonces formar un nuevo gobierno que, en consecuencia, tiene derecho a usar la fuerza contra el tirano. Pero los particulares per se en una sociedad civil no pueden luchar.
Sin embargo, la forma en que la teoría de la guerra justa limita el uso de la fuerza a la autoridad civil sugiere que la participación de los cristianos en la rebelión o la revuelta debe limitarse a los casos más extremos.
3. Lecciones de China
Basándome en mi experiencia en China durante los últimos 30 años, quiero destacar cinco verdades teológicas que surgen inevitablemente como cuestiones cruciales del “campo de batalla” para los cristianos que viven en un entorno hostil y totalitario. Estas verdades serán desafiadas por los gobiernos totalitarios y nuestra fidelidad o falta de ella dependerá de nuestra respuesta a estos desafíos.
3.1. La cabeza de la Iglesia
Jesucristo es la cabeza de la Iglesia, no ningún gobierno ni autoridad humana. El Partido Comunista Chino (PCCh) ha intentado constantemente afirmar su autoridad sobre la Iglesia desde la formación de la “nueva China” en 1949. Recuerdo vívidamente un diálogo que mantuve hace algunos años con un funcionario del gobierno chino. Cuando me preguntó: “¿Está usted aquí para propagar la religión?”. le respondí: “Soy cristiano. Si la gente pregunta por mi fe o expresa interés, les hablaré de Jesús”. Gritó su respuesta: “Obedecerás la ley china”.
Aquí lo tienen: ¿Quién manda? ¿Jesús o el Estado? En última instancia, los cristianos son responsables ante un poder superior (Hch 5:29). Esta es una de las razones por las que las iglesias estatales han tenido un pasado tan accidentado a lo largo de la historia de la Iglesia. La Declaración de Barmen (1934) fue un llamamiento a resistir las pretensiones teológicas del Estado nazi. Más recientemente, los líderes de las “iglesias domésticas” chinas han emitido su versión propia, A Joint Statement by Pastors: A Declaration for the Sake of the Christian Faith (Declaración conjunta de pastores: Una declaración por el bien de la fe cristiana).
La declaración inicial, publicada el 30 de agosto de 2018, fue firmada por 116 líderes de iglesias chinas, incluido el autor principal de la declaración, el pastor Wang Yi de la Iglesia del Pacto Lluvia Temprana (Chengdu, Sichuan). Para el 17 de noviembre de 2018 (la 11ª edición), 458 prominentes pastores de iglesias caseras chinas, incluido uno de mis amigos cercanos, habían firmado el documento.
El pastor Wang Yi fue arrestado el 9 de diciembre de 2018 y permanece en una prisión china. En esta declaración, los creyentes chinos declaran audazmente: “creemos... que todas las iglesias verdaderas en China... deben proclamar a Cristo como la única cabeza de la iglesia”. Muchos de los que la firmaron han sido encarcelados y muchos más interrogados y acosados por la policía china. Pero, como allí afirman, “las iglesias cristianas de China están ansiosas y decididas a caminar por el sendero de la cruz de Cristo y están más que dispuestas a imitar a la antigua generación de santos que sufrieron y fueron martirizados por su fe”. ¿Estamos dispuestos a hacer lo mismo?
3.2. La naturaleza de la Iglesia
La Iglesia, por su propia naturaleza, es una comunidad global y transnacional. No puede reducirse a una sola clase socioeconómica, grupo étnico o nacionalidad, sino que incluye a todas las personas dispuestas a arrepentirse y seguir a Jesús como Salvador y Señor (Hch 2:38-39).
Los gobiernos totalitarios a menudo tratan de limitar la iglesia a un grupo selecto para sus propios fines. El régimen de Hitler en Alemania trató de limitar la iglesia sólo a los alemanes étnicos. Bonhoeffer y la iglesia confesante vieron a través de esto que no era una cuestión de si debían reunirse por separado (por ejemplo, de los cristianos judíos), ¡sino de si realmente serían la iglesia!
Así también, en la China de hoy, el PCCh intenta limitar la iglesia únicamente a los ciudadanos chinos. Las recientes regulaciones que restringen severamente el papel de los extranjeros en la vida de la iglesia no son más que un intento apenas disimulado de aislar a los creyentes chinos del gran cuerpo de Cristo. La noción de que la Iglesia en China sólo debe tener características chinas y existir exclusivamente para los chinos, desprovista de cualquier influencia externa, es profundamente antibíblica (Ef 2:11-12).
El intento de aislar a la Iglesia china forma parte en realidad del objetivo más amplio del Estado de moldearla a una imagen de su propia creación. El PCCh ha anunciado su intención de crear un “cristianismo sinicizado”. Un aspecto de su nueva política es la prohibición de que los niños asistan a los servicios religiosos de las congregaciones reconocidas por el gobierno (TSPM). Este intento de limitar aún más el alcance de la iglesia revela la verdadera motivación del Estado.
Sin embargo, como ha demostrado la historia, los esfuerzos del PCCh por “encadenar” el evangelio fracasarán (2 Tim 2:9). No olvidaré pronto un hermoso servicio de adoración de una “iglesia en casa” en un bosque del suroeste de China. Un evangelista de la tribu Miao compartió su testimonio con un grupo de chinos Han, en su mayoría con educación universitaria.
Comenzó señalando que los miembros de su comunidad suelen ser despreciados por otros grupos de China, especialmente por la mayoría dominante han. Dijo que normalmente no tendría oportunidad de hablarle a un grupo de habitantes de la ciudad, en su mayoría han y educados, como el grupo presente. Sin embargo, declaró: “Nuestra fe en Cristo ha cambiado todo eso. En Cristo, todos somos una familia”. En aquel ambiente, marcado por la presencia del Espíritu, este hermano miao se sintió a gusto, ¡un miembro de la familia de Dios!
¿Cómo responderán los cristianos de Norteamérica a las exigencias de un gobierno cada vez más represivo que pretende remodelar la Iglesia a su imagen y semejanza? ¿Cómo reaccionarán los cristianos norteamericanos ante los intentos de dividirnos por motivos socioeconómicos, raciales, ideológicos o nacionalistas? ¿Consentiremos en silencio y aceptaremos una Iglesia que no está realmente unida?
3.3. El mensaje de la Iglesia
El Evangelio de Jesucristo no es una ideología política ni un programa de justicia social. Es el mensaje de cómo podemos reconciliarnos con Dios y entre nosotros a través del arrepentimiento y la fe en Jesucristo. En el corazón del evangelio está la declaración de que Jesús es el Señor resucitado y Salvador del mundo. Sólo hay un Señor y un Salvador (Hch 2:36; 4:12). Este es un mensaje que no puede ser cooptado por ningún movimiento político u organismo gubernamental.
Sin embargo, los gobiernos totalitarios intentan hacer esto mismo. La sinicización del cristianismo, declara el plan quinquenal del PCCh, “debe guiarse por los valores centrales del socialismo”. Dado que el ateísmo es un valor fundamental de la versión del socialismo del PCCh, existe una flagrante contradicción. Igualmente sorprendentes son los intentos del PCCh de minimizar el acceso a la Biblia y su influencia. Así, el plan oficial de 5 años afirma rotundamente: “Los contenidos de la Biblia que son compatibles con los valores fundamentales del socialismo deben ser investigados profundamente con el fin de escribir libros que sean populares y fáciles de entender”.
Al mismo tiempo, a principios de 2018 el PCCh prohibió a los principales minoristas vender la Biblia. Es evidente que el PCCh quiere cooptar a la iglesia y sabe que si quiere tener éxito en esta tarea, debe alterar su mensaje. El mensaje que se centra en Jesús, el Señor resucitado, desafía la autoridad última del PCCh.
Afortunadamente, la Iglesia china cuenta con una rica herencia de ministros que han estado dispuestos a sacrificarlo todo por el Evangelio. Desde Wang Mingdao (arrestado en 1955) hasta Wang Yi (arrestado en 2018), innumerables ministros chinos no han sucumbido a la intimidación y la presión. Se han mantenido firmes en su llamado y mandato de “predicar la palabra” (2 Tim 4:2), independientemente del coste.
Rezo para que los cristianos norteamericanos, fortalecidos por el Espíritu Santo, muestren un valor similar ante la oposición y la amenaza de persecución. Como dijo un amigo chino: “En los buenos tiempos, debemos tener cuidado. Pero cuando encontramos persecución, debemos ser intrépidos”.
3.4. El poder de la Iglesia
El poder de la Iglesia no se encuentra en la fuerza mundana ni en el poder de este mundo (Ef 6:12; 2 Co 10:4). Como bellamente afirma el salmista: “Unos confían en carros y otros en caballos, pero nosotros confiamos en el nombre del Señor, nuestro Dios” (Sal 20:7). La iglesia china ha ejemplificado, de manera notable, esta declaración de fe. En la Declaración por la Fe Cristiana de 2018, los creyentes chinos declararon:
Estamos dispuestos y obligados, bajo cualquier circunstancia, a hacer frente a toda persecución, incomprensión y violencia del gobierno con paz, paciencia y compasión. Porque cuando las iglesias se niegan a obedecer las leyes malvadas, no se debe a ninguna agenda política; no se debe al resentimiento ni a la hostilidad; se debe únicamente a las exigencias del Evangelio y al amor por la sociedad china.
Este es el camino del Salvador crucificado. ¿Hay algo más poderoso?
3.5. La misión de la Iglesia
La misión de la Iglesia, descrita tan bellamente en Hechos 13:1-3, implica tres elementos: el culto a Dios (v. 2); la edificación de los santos (cf. profetas y maestros, v. 1); y la proclamación del Evangelio a los perdidos (vv. 2-3). Los gobiernos totalitarios tratan inevitablemente de impedir su cumplimiento, en particular la de dar un testimonio audaz de Cristo “hasta los confines de la tierra” (Hch 1:8). La mayor diferencia entre las “iglesias caseras” y las reconocidas por el gobierno chino se encuentra justo aquí. ¿Cómo responden al intento del PCCh de restringir su compromiso con la misión de Dios?
Las iglesias caseras, frente a cualquier barrera imaginable, han intentado proclamar el evangelio y plantar congregaciones, no sólo en cada provincia, ciudad y pueblo de China, sino incluso más allá de sus fronteras, en las regiones más lejanas. Esta visión de salvar todas las barreras imaginables para llevar el Evangelio a los perdidos es lo que anima al movimiento “de vuelta a Jerusalén”, que se dedica a evangelizar las naciones predominantemente musulmanas que se encuentran entre China y Jerusalén.
Por el contrario, todavía no he visto a líderes de alto nivel de los TSPM hablar abiertamente de dedicarse a las misiones; es decir, de su responsabilidad de llevar el evangelio a los grupos no alcanzados de otras culturas y naciones. Sin embargo, he oído muchas historias de cómo se les reprende y castiga a los que son demasiado activos o agresivos a la hora de llegar a otras comunidades. A un amigo le confiscaron el vehículo porque se salió de los límites establecidos por el Estado para llegar a los perdidos. ¿Puede considerarse realmente iglesia a una comunidad que no considera las misiones (proclamar el Evangelio a los que culturalmente están lejos y no son cristianos, especialmente a los que no han oído) como parte central de su propósito? ¿Tiene futuro?
¿Cómo responderá la Iglesia en Estados Unidos cuando descubramos que el Estado y las instituciones afines ridiculizan e impiden nuestros esfuerzos por participar en misiones transculturales? ¿Tendremos el valor de resistir las mentiras de una sociedad secular que ya tacha el servicio misionero de forma de racismo y vestigio de un pasado colonial?
4. Conclusión
He argumentado que, además de varios principios generales –el Estado es un don, pero tiene una esfera de autoridad limitada; la Iglesia también tiene una vocación y una misión específicas; la lealtad última debe darse siempre a Dios en Cristo–, también hay temas teológicos adicionales que circunscriben la relación de la Iglesia con el Estado.
En primer lugar, la misión de la iglesia organizada debe distinguirse de las responsabilidades más amplias de los cristianos individuales. Aunque la iglesia congregada debe tratar de enseñar a los creyentes, como una cuestión de discipulado, lo que significa vivir como cristianos en la sociedad (y, por tanto, abordar desde una perspectiva bíblica una amplia gama de cuestiones contemporáneas), sólo debe hablar públicamente sobre aquellas cuestiones morales/políticas que pueda abordar con claridad a partir de las Escrituras.
En segundo lugar, el reconocimiento de que no podemos traer el reino de Dios y de que las instituciones políticas de la era entre advenimientos tienden a convertirse en anticristos y opresores, limitará nuestras expectativas respecto al potencial del gobierno para el bien. Este reconocimiento debería servir de advertencia para que los cristianos no depositen demasiadas esperanzas en los movimientos políticos. Nuestra identidad principal debe estar firmemente arraigada en Cristo y en su llamada a nuestras vidas. Huelga decir que esta advertencia es especialmente pertinente para los movimientos revolucionarios que propugnan la violencia.
En tercer lugar, he destacado el hecho de que nuestro contexto determinará hasta qué punto la iglesia puede y debe ejercer su voz profética. Aunque la Iglesia siempre debe dar testimonio del Evangelio, he argumentado que no debe sentirse obligada a funcionar como la conciencia del Estado cuando no se reconoce su voz. Los Reformadores (por ejemplo, Lutero y Calvino) se dirigieron a una sociedad conformada en gran medida por la tradición cristiana y sus perspectivas asumieron este escenario único.
Aunque los anabaptistas fueron duramente perseguidos, su perspectiva también se vio muy influida por su experiencia dentro de la cristiandad. En la actualidad, un gran número –quizás la mayoría– de cristianos vive en sociedades hostiles a la Iglesia, tanto organizada como orgánica. Esto nos llama a reflexionar en oración sobre los contextos específicos en los que vivimos y a discernir las oportunidades y desafíos únicos que conllevan.
Por último, he observado que Norteamérica está pasando rápidamente de ser una sociedad postcristiana a una sociedad anticristiana. Parece estar surgiendo un Estado totalitario que, con creciente intensidad, exige una lealtad total. Así pues, los cristianos de Norteamérica tienen mucho que aprender de nuestros hermanos y hermanas de China.
La experiencia de la Iglesia china pone de relieve cinco verdades teológicas que inevitablemente serán cuestionadas por los gobiernos totalitarios: la cabeza de la iglesia (Cristo); su naturaleza (una comunidad transnacional); su mensaje (“arrepentimiento y perdón de pecados... en nombre [de Cristo]”, cf. Lc 24:47); su poder (no de este mundo; cf. Hch 1:8); y su misión (dar testimonio “a todas las naciones”, Lc 24:47-48). Cada una, y los imperativos que se derivan, serán cuestionados por los regímenes totalitarios. Nuestra fidelidad o falta de ella dependerá de nuestra respuesta a estos desafíos.
Bibliografía y referencias
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- Véase Nugent, Endangered Gospel; Jonathan Leeman, "Soteriological Mission: Focusing in on the Mission of Redemption", en Four Views on the Church's Mission, ed. Jason S. Sexton, Counterpoints (Grand Rapids: Zondervan, 2017, 17-45). Jason S. Sexton, Counterpoints (Grand Rapids: Zondervan, 2017), 17-45; Kevin DeYoung y Greg Gilbert, What is the Mission of the Church? Making Sense of Social Justice, Shalom, and the Great Commission (Wheaton, IL: Crossway, 2011); y Jerry M. Ireland, The Missionary Spirit: Evangelism and Social Action in Pentecostal Missiology, American Society of Missiology 61 (Maryknoll, NY: Orbis, 2021).
- Robert Menzies, The End of History: Pentecostals and a Fresh Approach to the Apocalypse (Springfield, MO: ACPT Press, 2022), 125-47.
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- Arthur F. Holmes, “The Just War”, en War: Four Christian Views, ed., Robert G. Clouse (Downers, Reino Unido). Robert G. Clouse (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1981), 118.
- C. S. Lewis, The Screwtape Letters, reprint ed. (Nueva York: HarperOne, 1996), 31-35 (cap. 7).
- James K. A. Smith, The Reformed (Transformist) View, 160.
- El texto completo de la "Declaración Conjunta" puede consultarse en https://chinadeclaration.com/en/.
- Jackson Wu, 'Sinicized Christianity' is Not Christianity, Patheos, 20 de marzo de 2019, https://www.patheos.com/blogs/jacksonwu/2019/03/20/sinicized-christianity-is-not-christianity/.
- Para una perspectiva evangélica reflexiva sobre el Evangelio y la misión de la Iglesia, véase Brian J. Tabb, After Emmaus: How the Church Fulfills the Mission of Christ (Wheaton, IL: Crossway, 2021). Tabb demuestra que las palabras de Jesús en Lucas 24:46-47 sirven como lente interpretativa para entender al Mesías y su misión en Lucas-Hechos.
Este artículo fue traducido y ajustado por el equipo de redacción de BITE. El original fue publicado por Luke Wesley en The Gospel Coalition.
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