La historia del cristianismo medieval está llena de personajes notables. Ya sea por el bien o el mal que hayan hecho, sus vidas quedaron plasmadas en la historia. Sin embargo, aunque son figuras populares y ampliamente estudiadas, siguen siendo poco conocidas para un gran número de cristianos. Una de estas figuras es Pedro Abelardo (1079–1142). Vale la pena introducirnos en su vida antes que en su reflexión y producción literaria, que, dicho sea de paso, es digna de analizar. Entonces, que sea lo llamativo de su vida lo que encienda el interés por su pensamiento.
Nacido para las letras
En su autobiografía, Historia Calamitatum, Abelardo registró que nació en el año 1079 en una ciudad llamada Palets, al este de Nantes, en Francia. Su padre, Berengard, y su madre, Lucía, tuvieron cinco hijos: cuatro varones y una mujer. Pedro era el primogénito.
Una de las primeras cosas que mencionó en su autobiografía fue su temprano amor por el saber. Su padre, aunque inmerso en el ambiente militar, contaba con conocimientos en letras, e inculcó en sus hijos el cultivo de la mente. Abelardo dijo que Berengard “se aseguró de que cada uno de sus hijos aprendiera letras incluso antes que el manejo de las armas. Así sucedió, en efecto. Y como yo era su primogénito, y por esa razón lo quería más, se esforzó con doble diligencia para que me instruyera sabiamente”. Desde su juventud, sintió una pasión por las letras. Comentó que mientras más las conocía…
…mayor se volvía el ardor de mi devoción por ellas, hasta que, en verdad, estaba tan cautivado por mi pasión por el conocimiento que, dejando gustosamente a mis hermanos la pompa de la gloria en las armas, el derecho a la herencia y todos los honores que debieron ser míos como primogénito, huí por completo de la corte de Marte para adquirir erudición en el seno de Minerva.

Estas palabras vívidas presentan a un Abelardo tan comprometido con cultivar su amor por el conocimiento, que acabó dejando lo que le era propio. La forma poética de referirse a Marte y Minerva expresa su gran cambio. En la mitología, Marte era el dios de la guerra; por lo tanto, el amante de las armas pertenecía al mundo de Marte. Pero, por otro lado, el amante del saber habitaba en el seno de la diosa del conocimiento: Minerva. Abelardo pasó de un mundo al otro. Dice que, en vez de buscar el premio de la victoria en la guerra, se fue tras la batalla de las mentes.
Así, inició un viaje sin fin por el mundo del saber, pues dejó su casa —o castillo, más técnicamente hablando— y viajó por las provincias, buscando la batalla de la mente y los lugares donde florecía el conocimiento. Pasó por más de una escuela como alumno itinerante, oyendo a maestro tras maestro. Uno de ellos fue el filósofo y teólogo francés Roscelino (aprox. 1050–1125), quien fundó el nominalismo medieval, una corriente filosófica que impulsó el desarrollo de la escolástica.

En la historia medieval, París —junto a otras urbes europeas— figura como centro de las universidades y, por tanto, como cuna del conocimiento. Allí debía estar Abelardo, y así fue: Tras un largo tiempo de peregrinación intelectual, llegó finalmente a esa ciudad. Eso sí, no a la famosa Universidad de París, que se fundó a mediados del siglo XII —un par de años antes de la muerte de Abelardo—, sino a la Escuela Catedralicia de Notre Dame. Ingresó como estudiante de dialéctica. Su profesor fue Guillermo de Champeaux (1070–1122), un brillante filósofo y teólogo.
Los debates formales eran recurrentes en la educación medieval. Se enfrentaban profesores y estudiantes en relación con un tema o questio previamente planteada. Sin embargo, las cosas bien podían salirse de los límites, y Abelardo los traspasó. Cuenta que, aunque le tenía mucha simpatía a su maestro, todo cambió cuando se propuso refutar sus ideas públicamente. En muchos debates, él, un estudiante nuevo y sin gran experiencia, fue el vencedor. Esto generó problemas, no solo con el profesor, sino también con los alumnos de mayor edad que traían una larga trayectoria de estudios. Para Abelardo, sus compañeros no toleraban su conducta; dice que les parecía “insoportable a causa de mi juventud y la brevedad de mis estudios”.
Así, entonces, Abelardo estuvo inmerso en una guerra entre grupos intelectuales. Su fama ya era reconocida por muchos; generaba envidia, pero también admiradores. Lo único que le faltaba era formar su propia escuela. Por lo que sabemos, así sucedió.

Fundador de escuelas
Tras el conflicto con su maestro y el resto de sus compañeros de clase, Abelardo dejó la Escuela Catedralicia y fundó su propio centro de conocimiento hacia el año 1101. La nueva escuela se estableció en Melun, al sur de París. Pero antes de que estuviera completamente formada, Guillermo entró en una guerra directa con Abelardo, quien al respecto escribió:
Mi propio maestro lo presintió e intentó alejar mi escuela lo más posible de la suya. Trabajando en secreto, buscó por todos los medios (...) desmantelar la escuela que yo había planeado y el lugar que había elegido para ella. Sin embargo, como en ese mismo lugar tenía muchos rivales (...) contando con la ayuda de ellos logré que se cumpliera mi deseo.
Entre tanta rivalidad, no era de extrañar que los enemigos del profesor terminaran siendo los amigos de Abelardo. Todo se volvía personal, aunque bajo el pretexto de las ideas.
En menos de un año y con una fama en ascenso, Abelardo buscó otro lugar para trasladar su escuela. Mencionó que su prestigio superaba ya al de sus propios discípulos y también al de su maestro, Guillermo. Por lo tanto, armado con una mayor confianza, llevó su escuela a la ciudad de Corbeil. ¿Por qué? Él mismo dijo que estaba más cerca de París, lo que significaba estar más cerca de Guillermo y, así, tener mayores oportunidades de disputa. Sin embargo, esta cruzada de conocimiento y debates personales no llegaría muy lejos.
Un intelectual como Abelardo contaba con una mente fuerte, pero con un cuerpo débil. No alcanzó a estar en Corbeil un año cuando se enfermó de gravedad. Este episodio —que, según él, fue producto de su exceso de celo por el estudio— lo llevó a recluirse en su tierra natal por un par de años, probablemente hacia el 1103. Pero, a pesar de su estado físico, seguía siendo un intelectual afamado: “Sin embargo (...) me buscaban con mayor avidez aquellos cuyos corazones estaban atormentados por la ciencia de la dialéctica”.

Después de un tiempo, se recuperó y volvió a sus estudios. No se dirigió, sin embargo, a su escuela, sino que volvió a su maestro Guillermo para estudiar retórica. Este último cambió con el tiempo: aunque no dejó de enseñar, ingresó a la vida monástica en 1108. Se unió al clero regular en el monasterio de San Víctor y luego fue nombrado obispo de Châlons, aunque aun en el monasterio enseñaba retórica.
Hacia allá fue Abelardo, pero su regreso como alumno no resolvió sus diferencias. Él mismo comentó que, aunque tenía ansias de estudiar, se envolvió en discusiones con su maestro sobre diversos temas. Finalmente, por medio de sus argumentos, lo obligó incluso a cambiar de opinión y a desechar ciertas ideas, lo cual le dio a él un nuevo renombre.
Al respecto, escribió: “Mi enseñanza cobró tal fuerza y autoridad que incluso aquellos que antes se aferraban con más vehemencia a mi antiguo maestro y atacaban con más acritud mis doctrinas, ahora acudían en masa a mi escuela”. Con cada año que pasaba, acumulaba más admiración y relevancia. Finalmente, trasladó su escuela hacia el Monte Santa Genoveva, alrededor del año 1108.
Abelardo alucinaba con la envidia que esto podía generar en su antiguo profesor: “Mi maestro me vio dirigiendo allí el estudio de dialéctica. Es difícil encontrar palabras para describir la envidia que lo consumía o el dolor que lo atormentaba”. Todo esto resultó en una oposición mayor por parte de Guillermo; el viejo maestro no podía tolerar una vergüenza tan grande. Abelardo señaló una especie de sabotaje en su contra.
Así las cosas, decidió salir de París y volver a Melun, pero se llevó su escuela con él. Un tiempo después, al enterarse de que su maestro se había retirado de la ciudad, regresó. Si bien Abelardo buscaba una especie de reconciliación con Guillermo, todo fue para peor. Al saber de su regreso, el profesor también volvió a París junto a sus alumnos. En una nueva lucha vengativa de ideas, todos se enfrentaron contra todos. Pero ciertas noticias hicieron que Abelardo se fuera a su tierra natal: su padre y su madre ingresarían a la vida monástica.

Estudiante de teología
Hasta ese momento, los estudios de Abelardo habían sido de dialéctica y retórica. Finalmente, ingresó a estudiar teología en Laon, al norte de París, en 1113. Allí se encontró con un nuevo profesor: Anselmo de Laon (1050–1117). Como se podría presuponer, la historia se repitió.
Para Abelardo, Anselmo tenía renombre no tanto por su intelecto, sus ideas o la potencia de su reflexión; más bien la costumbre lo reconocía como alguien famoso. Expresó que aquel profesor de teología era:
…admirable, en efecto, a los ojos de quienes solo lo escuchaban, pero quienes le hacían preguntas lo consideraban insignificante. Poseía un rebaño de palabras, pero eran despreciables en significado y carecían de razón. Cuando encendía un fuego, llenaba su casa de humo y no la iluminaba en absoluto. Era un árbol que parecía noble a quienes contemplaban sus hojas desde lejos, pero a quienes se acercaban y lo examinaban con más atención se les revelaba su esterilidad.
Esto lo dijo haciendo referencia a la higuera que Jesús maldijo (Mt 21:19). Para Abelardo, el profesor no era quien aparentaba ser. Ya no tenía interés en sus conferencias y dijo que se sometía a sus clases de manera perezosa. Lo que años antes había ocurrido en París, ahora se repetía en Laon: Anselmo iba en camino a convertirse en un nuevo Guillermo.
Pronto, los demás estudiantes sembraron odio entre profesor y alumno. Abelardo pensaba que los estudiosos de las Escrituras no debían limitarse a lo que decía un maestro, sobre todo si este no era profundo en su reflexión. Además, sostenía que el estudiante debía, ante todo, dedicarse a comprender la Biblia por sí mismo —a partir del texto en sí y sus glosas— y no exclusivamente con la ayuda de un maestro. Cuando sus compañeros y algunos eruditos escucharon estas ideas, desafiaron a Abelardo. Le propusieron buscar un texto difícil de la Biblia, estudiarlo por su cuenta y luego exponerlo. Le sugirieron comenzar con un profeta oscuro y complejo: Ezequiel.

El día de la conferencia llegó y, aunque asistieron pocos, resultó ser un éxito total. Sobre esto acotó: “Esta conferencia causó tal satisfacción a todos los que la escucharon que difundieron sus elogios con notable entusiasmo, lo que me impulsó a continuar mi interpretación del texto sagrado”. Tanto profesores como alumnos quedaron asombrados. Siguió haciéndolo, entonces, conferencia tras conferencia. Todos querían oírlo y leer sus exposiciones. Pero esta fama también atrajo rápidamente a sus enemigos; Anselmo y otros respetados profesores se opusieron a él. El estudiante de teología tuvo que salir de Laon y volver a París.
Profesor y enamorado
Ahora podía ser profesor en la famosa Escuela Catedralicia. En París, sin embargo, Abelardo recibiría grandes lecciones que afectarían tanto su sensualidad como su orgullo.
En ese periodo llegó a su vida una joven deseosa de conocimiento. Narró que en la ciudad había una joven llamada Eloísa, que era sobrina de un canónigo llamado Fulberto. Abelardo la describió como una mujer de gran belleza, que se destacaba por su amor por las letras. Era todo lo que un hombre como él podía desear.
Se apasionó tanto por ella que se las arregló para convencer a Fulberto de que lo recibiera en su casa, donde también vivía Eloísa. ¿Por qué habría de irse de su propia casa a la de alguien más? Abelardo fue con un pretexto: “si me enfoco en las cosas de mi casa, entonces me desocuparé de los estudios”. Así, y gracias a un grupo de amigos, logró convencer al crédulo Fulberto.
Abelardo no solo le pagaría por hospedarlo, sino que también le ayudaría a cumplir un deseo: beneficiar a su sobrina en lo intelectual. Como él mismo narró: “La confió por completo a mi guía, rogándome que la instruyera siempre que estuviera libre de las obligaciones de mi escuela, sin importar si era de día o de noche, y que la castigara severamente si alguna vez la encontraba negligente en sus tareas”. Pero esto resultó en una trampa para él y lo reconoció con estas palabras: “¿Qué hizo sino dar rienda suelta a mis deseos y ofrecerme todas las oportunidades?”.

A Abelardo se le dijo que disciplinara a Eloísa durante sus estudios, pero no se le indicó de qué forma. El profesor tenía dos alternativas: usar las amenazas —y alguno que otro golpe— o las caricias del romance. Todos sabemos qué ocurrió, pero dejemos que el mismo Abelardo nos lo cuente:
Pasábamos nuestras horas en la felicidad del amor, y el conocimiento nos ofrecía las oportunidades secretas que nuestra pasión ansiaba. Nuestras palabras eran más de amor que del libro que se abría ante nosotros; nuestros besos superaban con creces a nuestras palabras razonadas (...); el amor unía nuestras miradas mucho más que la lección las atraía a las páginas de nuestro texto (...). Y nuestra inexperiencia en tales deleites nos hizo aún más ardientes en nuestra búsqueda de ellos, de modo que nuestra sed del uno por el otro todavía no se había saciado.
Pero Abelardo no era inmune a los efectos de esta explosión de amor. Reconoció que se vio afectado en su desempeño académico. Ya no estudiaba ni enseñaba como antes: “Mis clases se volvieron completamente descuidadas y tibias; no hacía nada por inspiración, sino todo por simple costumbre”. Pero ¿qué hay de Fulberto? Abelardo cuenta que en varias ocasiones le advirtieron que algo podría estar sucediendo entre el maestro y su alumna. Sin embargo, no fue sino tras varios meses que todo salió a la luz. Abelardo se expresó así: “¡Oh, qué grande fue el dolor del tío al enterarse de la verdad, y qué amargo el dolor de los amantes cuando nos vimos obligados a separarnos!”. Sin embargo, la unión de Abelardo y Eloísa dio un fruto: ella quedó embarazada.
El profesor, entonces, contra toda advertencia, tomó una decisión drástica: raptó a Eloísa y la llevó a su tierra natal. Allí dio a luz a un niño, a quien llamaron Astrolabio. ¡Un nombre que solo podrían haber elegido dos intelectuales! Eloísa y Astrolabio quedaron bajo el cuidado de Denis, la hermana menor de Abelardo. A estas alturas, ya podemos imaginar la situación en la que se vio envuelto Fulberto, el tío de Eloísa. Había sido engañado dos veces, así que decidió que debía tomar venganza. Abelardo presentía que no le esperaban buenos tiempos.

Traicionero traicionado
Abelardo había traicionado la confianza de Fulberto. Pero, reconociendo su gran responsabilidad, buscó su perdón. Le explicó que lo ocurrido con su sobrina no era, después de todo, algo completamente increíble. Ambos eran personas encendidas de pasión. Sobre esto comentó que lo sucedido no era extraño para “nadie que hubiera sentido el poder del amor”.
Abelardo le ofreció a Fulberto casarse con Eloísa, pero bajo una condición: “que el asunto se mantenga en secreto para no perjudicar mi reputación”. Abelardo, como siempre, era el centro de todo. Su imagen debía quedar resguardada, no solo como el estudiante más avezado o el profesor más erudito, sino también como el intelectual más intachable. Detrás de cada experiencia, su prestigio era lo que siempre importaba.
Fulberto aceptó el trato, pero solo de palabra. Como reflexionaría más adelante Abelardo, aparentemente accedió con gusto, pero “para que pudiera traicionarme con mayor facilidad”. Pronto llegaría su gran venganza.

Dejando a su pequeño hijo en Palets, Abelardo y Eloísa fueron a París para casarse en secreto, junto a Fulberto, un sacerdote y un par de amigos. Pero pronto comenzaron los problemas. El tío y otros parientes empezaron a divulgar toda la historia; él también castigó severamente a Eloísa, pues ella negaba todo y acusaba a su tío de descarado y mentiroso. Al saber esto, Abelardo la llevó al convento de monjas en Argenteuil, al norte de París. Desde ese momento, ella sería monja.
Pero la venganza no llegó hasta ahí. Mientras Abelardo dormía, Fulberto y sus parientes llegaron silenciosamente para vengarse con lo que él describió como “un castigo cruel y vergonzoso, que asombró al mundo entero”. Le cortaron los genitales. El traicionero fue traicionado. Luego, todos huyeron, aunque algunos fueron capturados y castigados: les sacaron los ojos y también los castraron como represalia.
Los lamentos de Abelardo eran profundos. Pero ya sabemos por qué se lamentaba realmente: “Mi pensamiento incesante era el renombre en el que tanto me había deleitado, ahora abatido; es más, completamente borrado”. Su carrera parecía acabada. ¿Qué haría ahora? Ingresó al monasterio. Se unió a la abadía de Saint-Denis, no muy lejos de Argenteuil, donde estaba Eloísa. Mientras fue monje, sirvió también como profesor de teología. No se guardaba sus comentarios contra la vida en el monasterio, que no le parecía correcta. Con esto, se ganó no pocos problemas.

Cuestionamientos doctrinales y últimos años
Abelardo relató que en ese tiempo comenzó a analizar los fundamentos de la fe cristiana, pero la metodología que usó para sus reflexiones no le fue del todo favorable. Según él, razonó las verdades de la revelación mediante ejemplos acordes a la comprensión humana, y el misterio más grande que abordó de esta forma fue la Trinidad de Dios.
Su libro sobre la Trinidad, De unitate et trinitate divina (Sobre la unidad y la Trinidad divina), se hizo popular entre los estudiosos, pero también —como era de esperarse— suscitó críticas. Sus rivales estaban más comprometidos con destruir a Abelardo que con la integridad de la ortodoxia, así que convocaron un consejo para incitar al obispo a realizar un concilio en Soissons. Este se llevó a cabo en 1121. Abelardo comentó al respecto: “Su plan era citarme a este concilio, llevando conmigo el famoso libro que había escrito sobre la Trinidad. En efecto, tuvieron éxito, y todo se cumplió según sus deseos”.
La doctrina de Abelardo no fue técnicamente condenada ni considerada herética, pues, como señaló: “No encontraron nada que se atrevieran a usar como base para una acusación pública contra mí”. Finalmente, tras hacer profesión de fe y recibir una censura, fue enviado a Saint-Mérard, de donde logró huir al poco tiempo.
Abelardo se dirigió a un lugar solitario, cerca de Troyes. Tras conseguir un terreno, construyó su casa y un oratorio dedicado “en nombre de la Santísima Trinidad”, como él mismo dijo. A su oratorio lo llamó El Paráclito. Allí resurgió como un maestro célebre, reuniendo a eruditos y estudiantes de todas partes, quienes dejaban ciudades y castillos para ir a vivir con él al desierto y recibir su enseñanza. Sin embargo, Abelardo seguía siendo, por decisión eclesiástica, un censurado, pues pesaba sobre él una sanción de carácter religioso. No obstante, pasado un año (en 1122), esta censura le fue levantada por Suger, el nuevo abad del monasterio de Saint-Denis.

Sin la censura y con una fama aún mayor, se le abrió una puerta importante. La abadía de San Gildas tenía una vacante ya que el abad había fallecido. No pocos monjes tenían los ojos puestos en Abelardo. Para entonces, ya era el año 1125. Sobre esto narró: “Con la aprobación del príncipe de aquella tierra, conseguí fácilmente permiso de mi abad y mis hermanos para aceptar el puesto”.
Sin embargo, las cosas se tornaron complejas. Abelardo fue fuertemente criticado, no por su doctrina, sino por su forma de gobierno. Finalmente, el consejo determinó su expulsión de San Gildas. Como profesor por naturaleza, decidió volver a París, donde retomó la enseñanza, pues la fama nunca se alejó de él.
Pero ¿qué fue de Eloísa? Ella seguía en Argenteuil como una monja ejemplar y erudita. Sin embargo, el monasterio fue tomado por el abad de Saint-Denis, quien expulsó a las monjas como si fueran exiliadas. Al enterarse, Abelardo se reunió con Eloísa y sus compañeras, y las dejó a cargo de la comunidad que había fundado en el desierto, donde se encontraba El Paráclito. Aquel lugar —dijo él— “se convirtió en un verdadero Paráclito para ellas, inspirando compasión y bondad hacia la hermandad a todos los que vivían en los alrededores”. Allí, Eloísa se convertiría en abadesa.
Hasta 1136, Abelardo se desempeñó como un gran profesor en París y en Santa Genoveva. Pero sus enemigos nunca descansaban. En una de sus últimas calamidades, apareció Bernardo de Claraval (1090–1153), teólogo y místico mucho más respetado e influyente que Abelardo. Él se opuso frontalmente a su doctrina trinitaria, que nuevamente fue debatida por considerársele inadecuada, peligrosa y confusa. Bernardo fue quien organizó la denuncia. De hecho, “removía cielo y tierra para destruirlo”, según el escritor, orador y polemista Joseph McCabe.
El 30 de junio de 1140 se reunió un concilio en Sens. Tras toda una serie de sesiones, la doctrina de Abelardo fue condenada formalmente como herejía. Pero aquello no fue un simple sínodo o debate. Abelardo fue tratado como un acusado en un tribunal, aunque se le había encontrado culpable antes del juicio y de que se dictara la sentencia. Él mismo se dio cuenta de estas irregularidades, pero entonces tuvo que confiar en el obispo de Roma, Inocencio II. Por tanto, llevó su causa a esa instancia.

Sin embargo, antes de siquiera salir de las fronteras de Francia, Bernardo se las había arreglado para que la conclusión del concilio de Sens fuera comunicada a Roma con anterioridad. Su odio hacia Abelardo estallaba. Algunas de las palabras que le envió al obispo de Roma fueron: “[Abelardo] parece no ignorar nada, excepto el verbo: yo ignoro (...) viene a traernos palabras inefables que no está permitido pronunciar por el hombre (...). Está siempre pronto a dar la razón de todo, incluso de lo que está más allá de la razón”. ¿Celo o envidia? No lo sabemos.
Abelardo fue condenado, pero dejado en libertad. Ahora podía ir a Roma para apelar, pero no sabía todo lo que se tramaba a sus espaldas. En el camino llegó a Cluny, una importante comunidad monástica francesa. Si bien no tenía intención de detenerse en el monasterio, sufrió un grave decaimiento que lo afectó física, mental y espiritualmente. Mientras tanto, sin él saberlo, Roma ya había confirmado la condena del concilio de Sens.
El abad de Cluny, Pedro el Venerable, decidió hacerse cargo del enfermo Abelardo teniendo conocimiento de la condena. Tras un poco más de un año en Cluny, falleció el 21 de abril de 1142 a los 63 años, a pesar de estar algo repuesto y de haberse convertido en profesor de los monjes. Dejó un reconocimiento universal a tal punto que se sentía el último filósofo del mundo.
Tras su muerte, el abad de Cluny que lo protegió en el monasterio, escribió unas palabras inmortales en su epitafio: “Sócrates de las Galias, gran Platón de las Hespérides, nuestro Aristóteles”. El biógrafo Gerardo Vidal Guzmán escribió: “Para un hombre como él no cabía más grande amenaza”, pues ya no era un agitador en vida, sino que terminó congelado en la historia.
Abelardo fue enterrado en el lugar de su consuelo, El Paráclito. También allí, años después, fue enterrada su Eloísa, “primero hermana antes que esposa”, como él decía. En el siglo XIX, los restos de ambos fueron trasladados a París.
Referencias y bibliografía
Historia Calamitatum (2006) de Henry Adams Bellows.
Storia della Teologia. II: Età medievale (2003) de Giulio D’Onofrio. Brescia: Edizioni Piemme, p. 191 ss.
Retratos. Medioevo. El tiempo de las catedrales y las cruzadas (2008) de Gerardo Vidal Guzmán. Santiago: Editorial Universitaria, pp. 151–160.
Peter Abélard (1901) de Joseph McCabe. London: Buckworth and Co.
Abelard. A Medieval Life (1999) de T. Clanchy. Oxford: Blackwell, p. 288 ss.
The Cambridge Companion to Abelard (2006) de Jeffrey E. Brower y Kevin Guilfoy (eds.). UK: Cambridge University Press.
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