En 1924, Esther Nelson dejó Minnesota para llevar su fe a una China sacudida por la guerra. Enfermera, misionera y testigo de la historia, su vida fue un viaje de sacrificio, valentía y devoción.
Esther Nelson es una desconocida para ti, a menos que me hayas oído hablar de ella, seas su pariente lejano o formes parte de la iglesia a la que ella llamaba hogar (probablemente de la fracción más antigua de la congregación).
En 1924, Esther fue enviada a Sichuan, China, por su querida iglesia de origen, la Primera Iglesia Bautista Sueca de Minneapolis (la que es ahora mi iglesia, Bethlehem Baptist). Sus años allí abarcaron algunos de los periodos más tumultuosos de China: los señores de la guerra se disputaban el territorio, el gobierno nacionalista se mantuvo durante dos décadas, Mao emprendió su Larga Marcha, los bandidos ponían en peligro a los viajeros, los japoneses invadieron el país, estalló la Segunda Guerra Mundial (al igual que la guerra civil) y los comunistas tomaron el poder. En varias ocasiones, las actividades contra los extranjeros obligaron a Esther a evacuar a una zona más segura del país.
Buscadora sueca
Nacida en Blekinge Län, en el sur de Suecia, en 1890, Esther viajó en 1893 con su madre y sus cinco hermanos a Minnesota, a donde su padre se había trasladado dos años antes para establecer un nuevo hogar para su familia. De pequeña, ella y los demás niños fueron enviados a una pequeña escuela dominical. Años más tarde, escribió en su testimonio personal:
Todo lo que recuerdo es mi amor por la escuela dominical y la iglesia y que fui llamada a ir a un país extranjero como misionera. No sé por qué o cómo tuve este llamado o seguridad. Simplemente pensé y dije que nunca me casaría ni me establecería, pues me iba a África.

Sin embargo, incluso a esa temprana edad, Esther sabía que aún no era cristiana. Escribía: “Sabía que no era salva y que primero debía ser cristiana yo misma, o ¿cómo podría decírselo a los demás? Desde que tengo memoria, anhelaba y oraba por la salvación”.

Esther buscó a Cristo durante su infancia y la mayor parte de su adolescencia, pasando incontables horas leyendo su Biblia, orando y llorando ante Dios. Desde la granja donde su familia se había mudado cuando ella tenía 11 años, caminaba las tres millas que la separaban de la iglesia para asistir a todos los eventos que podía. “No podía entender por qué no encontraba a Cristo”, escribió más tarde. Pensaba que tal vez era demasiado mala, o había cometido algún pecado imperdonable, o simplemente era una marginada del reino de Dios. A menudo lloraba hasta quedarse dormida.
Qué feliz y libre
A los 17 años, el camino de Esther dio un giro que hizo que sus oraciones fueran escuchadas. Su madre la envió a la ciudad para trabajar como empleada doméstica en una casa particular. Ella pensó: “En Minneapolis, claro que lo encontraría allí”. Ella contó la historia en su testimonio:
Cómo oré para que me guiaran a una iglesia. Cierto jueves por la tarde recibí una llamada telefónica de Anna Anderson, una vecina nuestra en casa. Ella también había venido a trabajar. Me preguntó si me gustaría ir con ella a la reunión de oración. Casi lloré de alegría. Fui. Cómo me alegré.
Dos o tres meses después, entregué mi corazón al Señor en el sótano de nuestra iglesia. Cómo me gustaba aquel lugar. Qué feliz, qué libre me sentía. Aquellos años, desde que tomé conciencia de mi condición hasta que me entregué a Cristo, me habían parecido una eternidad.
Su búsqueda había terminado, y por fin había llegado el momento de que Esther se preparara para responder al llamado a las misiones que había sentido durante tanto tiempo. Como todavía no había estudiado más allá del bachillerato, cursó estudios superiores en la Academia Bethel (ahora Universidad Bethel) y luego recibió formación de enfermería en el Hospital Sueco.

Falta una página del relato manuscrito de Esther, donde debió de explicar por qué no fue a África, el continente con el que había soñado de niña. Quizá cuando terminó sus estudios de enfermería la necesitaban en China. Cuando tuvo claro que China era su destino, se convirtió en el hogar de su corazón. En una carta a la congregación de la Primera Iglesia Bautista Sueca, escribió:
Una noche más en esta querida patria y luego adiós.
Por último, hermanos y hermanas, que os vaya bien. “Por lo demás, hermanos, regocíjense, sean perfectos, confórtense, sean de un mismo sentir, vivan en paz, y el Dios de amor y paz estará con ustedes”, 2 Co. 13:11
Adiós mi querida, querida iglesia.
Adiós Minneapolis.
Adiós Minnesota, estado de los 10.000 lagos.
Y adiós Estados Unidos.
Al despedirme de vosotros, me doy la vuelta y al otro lado está el saludo y la señal de bienvenida: mi pueblo elegido. Que Dios os bendiga.
Mientras Dios preparaba a Esther para China, cada paso la separaba más de su familia. Fue la única que se hizo bautista, considerada una secta herética por la Iglesia luterana sueca de la época. Sus hermanos terminaron sólo de cuatro a ocho años de escuela, una cantidad común de educación para muchas familias de granjeros en Suecia y Minnesota. Además, cada uno de sus hermanos se casó.
Para todos los Nelson, excepto para Esther, el capítulo épico de su historia fue la despedida de su patria sueca y su viaje a América. Es dudoso que alguno de ellos comprendiera la determinación de Esther de seguir viajando por todo el mundo. Desde luego, su madre no. Tras enviudar, su madre dio por sentado que Esther, soltera, se quedaría con ella y cuidaría de ella.

Esther, la enfermera
Esta intensa persistencia por conocer y perseguir la voluntad de Dios marcó su vida. Le permitió afrontar con calma situaciones de las que otros habrían huido. En 1935, en medio de la Larga Marcha de Mao, los edredones del suelo del desbordado vestíbulo del hospital se utilizaron como camas para los heridos de las escaramuzas cercanas entre las fuerzas nacionalistas y los seguidores de Mao. En una carta a su amiga Elsie Viren, escribió:
Los chinos se marchaban por centenares. Nos pidieron que nos preparáramos para huir inmediatamente. De alguna manera, la tonta de mí no podía hacer las maletas. Nos dolía el corazón. No hay nada más difícil que marcharse y huir. Hace falta valor para hacerlo. Como no tengo mucho de eso, pedí quedarme. Finalmente me dijeron que me permitirían formar parte del esqueleto. Me alegré. Odio irme. Me gusta quedarme. (No sé qué parte del esqueleto era yo).
Entre 1924 y 1945, Esther trabajó principalmente como enfermera y educadora médica en hospitales bautistas de la ciudad de Chengdu y luego en Yibin y Ya'an, pueblos más al sur de Sichuan. En una carta a su iglesia, escribió sobre los efectos de la deficiencia regional de yodo natural. “Esta es una zona muy afectada por el bocio: enormes bocios que cuelgan en grandes masas, así como otros más pequeños. La mayoría de las personas los tienen, incluso los niños”.
También escribió:
Quizá se estén cansando de oír hablar de los heridos y los enfermos, pero este último mes no he estado en ningún otro sitio, ni siquiera en la iglesia. Aparte de los soldados heridos, ahora estamos luchando contra la malaria, la fiebre recurrente, la fiebre tifoidea y la disentería.
Sin marido ni hijos, Esther podía entregarse al cuidado de los chinos heridos y enfermos que acudían en busca de ayuda. Pero ella anhelaba algo más que la curación física de sus vecinos. Anhelaba llevar a Cristo más allá de las paredes del hospital.

Esther, la evangelista
Además de prestar atención médica, Esther distribuía folletos y panfletos evangelísticos a los pacientes que atendía y a los vecinos que encontraba en el camino de ida y vuelta al dispensario. “Me lo paso muy bien haciendo amigos a lo largo de estas dos manzanas”, escribió. “A menudo me siento a charlar con ellos. En cuanto salgo, los niños me llaman y se agolpan a mi alrededor. Me encanta estar con ellos”.
En 1945, la denominación de Esther, la Conferencia General Bautista (antes Conferencia Bautista Sueca) formó su Comité de Misiones Extranjeras. En su solicitud a la Conferencia, escribió:
Después de trabajar en el hospital todos estos años, ahora me gustaría dedicar todo mi tiempo a la labor evangelizadora. También he pensado en adentrarme en nuevos territorios donde no se conozca el evangelio.
A finales de 1947, cuando Esther tenía 57 años, Dios respondió a ese deseo. Su último capítulo en China fue en Huili, cerca de uno de los pueblos minoritarios de China, los nosu. Sus compañeros americanos eran dos parejas jóvenes con niños pequeños y otra mujer soltera.
Siempre que podía, Esther se adentraba entre veinte y treinta millas en las escarpadas montañas hasta llegar a comunidades remotas. Hablaba en el mercado al aire libre hasta quedarse afónica, quizá utilizando el franelógrafo y el caballete plegable que le había regalado su iglesia. Y como en Huili, iba de puerta en puerta, visitando a los aldeanos uno por uno. En una ocasión escribió:
Acabo de regresar de un viaje de una semana de 20 millas. La mayor parte del tiempo oré por la bendición del Señor sobre esos Evangelios y folletos que entregué.
La primera mitad de nuestro regreso fue cuesta arriba, algunas montañas muy empinadas. Habíamos repartido sólo cinco o seis Evangelios con algunos tratados, así que me pregunté por qué había recorrido ese largo y duro camino sin lograr nada. Se me ocurrió: “¿Quién sabe? Sólo el Señor”. Tal vez una de esas personas era la razón de nuestro viaje. De vuelta en la posada, nos enteramos de que el camino que habíamos recorrido estaba infestado de ladrones. Pero el Señor nos guardó.

Monumentos chinos
Tras la instauración del comunismo en China en 1949, la “liberación” se extendió por esa gran tierra, llegando a Huili en 1950. Los extranjeros fueron expulsados. Los afligidos misioneros dejaron atrás una pequeña iglesia de unos 25 creyentes, sin saber cuál sería su destino.
Esther vivió otros 24 años en Minneapolis, sin saber cómo Dios estaba trabajando en China mientras estaba fuera de la vista del mundo. Ella no sabía cómo Dios mismo continuaba la obra que había comenzado a través de los misioneros occidentales, salvando a unos cincuenta millones de cristianos durante las décadas siguientes del régimen comunista de China.
En la tumba de Esther en Minneapolis no hay ninguna lápida que recuerde que su memoria no es de piedra, sino de los corazones de los chinos tocados por su Salvador.
Este artículo fue traducido y ajustado por David Riaño. El original fue publicado por Noël Piper en Desiring God. Allí se encuentran las citas y notas al pie.
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