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Ann Hasseltine Judson no solo fue una de las primeras misioneras estadounidenses, sino quizás la más influyente entre ellas.
Se le conoce por su gran contribución a la iglesia de Birmania y por acompañar a su esposo, Adoniram Judson, en su amplia obra misionera. Desde muy joven mostró un notable interés hacia la compasión por aquellos que no habían sido alcanzados por el evangelio. Pero, ¿qué camino recorrió esta mujer antes de hacer la primera traducción del Evangelio de Mateo al tailandés en el mundo?
Infancia: la belleza de la salvación
Ann nació en Bradford, Massachusetts, en 1789. Fue la más joven de cinco hermanos y creció en una familia afectuosa y feliz. Desde pequeña denotaba un espíritu aventurero, mucha energía y determinación. En la adolescencia, se destacó por ser una joven brillante, popular y atractiva, solicitada con frecuencia para participar en los eventos sociales. En ese entonces, sus principales intereses giraban en torno a la amistad y las actividades de la comunidad.
Aunque la familia Hasseltine asistía a la Iglesia Congregacional, la religión en ese momento solo implicaba un compromiso más. Pero en mayo de 1805, la Academia Bradford recibió a un nuevo instructor: Abraham Burnham, quien enseñó que la falta de una conversión genuina llevaba a la pérdida eterna en el infierno. Esto tuvo un gran impacto en Ann, llevándola a cuestionarse sobre su fe y las bases sobre las que había vivido hasta ese momento. Comenzó a escribir en su diario cómo se sentía, reconociendo que durante los primeros años de su vida había dedicado a la vanidad y a las trivialidades, sin considerar por un instante la salvación de su alma.
Hacia la primavera de 1806, alrededor de ochenta jóvenes de la Academia, inspirados por Burnham, declararon haber experimentado una conversión al cristianismo. Sus experiencias fueron significativas y muchos las registraron en sus diarios personales. Este avivamiento no solo tuvo efecto en los estudiantes, sino también en sus padres, y se dio en medio de lo que tiempo después se llamaría “El Segundo Gran Despertar”.
[Puedes leer: ¿Qué fue el GRAN DESPERTAR y cuáles fueron sus consecuencias?]
A la edad de quince años, Ann leyó El progreso del peregrino de John Bunyan y nuevamente fue confrontada por su pecado. Aunque estaba decidida a hacer cambios en su vida, se desanimó debido a la presión social, ya que le daba vergüenza ser muy abierta sobre sus deseos de llevar una vida piadosa. Entonces decidió visitar a su tía, consciente de la piedad que la caracterizaba.
Aunque inicialmente no planeaba compartir sus sentimientos, se vio llevada a las lágrimas al responder a las preguntas de su tía, quien destacó la importancia de que experimentara un arrepentimiento genuino. Ann dejó constancia de ello en su diario:
Comencé a descubrir una belleza en el camino de la salvación por Cristo. Parecía ser el Salvador que yo necesitaba. Vi cómo Dios puede ser justo, salvando a los pecadores a través de Él. Encomendé mi alma en Sus manos (...) Ahora comencé a tener esperanza, que había pasado de muerte a vida (...) Tenía dulce comunión con el Dios bendito, de día en día; mi corazón se abrió en amor hacia los cristianos de cualquier denominación; las Sagradas Escrituras eran dulces a mi paladar; y mi sed de conocimiento religioso era tal que frecuentemente pasaba gran parte de la noche leyendo libros religiosos. ¡Oh, cuán diferentes eran mis puntos de vista sobre mí misma y sobre Dios, de lo que eran cuando comencé a preguntar qué debía hacer para ser salva! Me sentí como una pobre pecadora perdida (...) Esta visión de mí misma me humilló hasta el polvo, me derritió en el dolor por mis pecados, me indujo a poner mi alma a los pies de Cristo y a defender solo Sus méritos como el motivo de mi aceptación.
En el año 1806, a sus dieciséis años, Ann declaró abiertamente su fe redentora en Jesucristo. En ese mismo período de renovación espiritual, sus padres, hermanos y hermanas también experimentaron una conversión y se incorporaron oficialmente a la Iglesia Congregacional.
Al año siguiente, inició su carrera como maestra, con el objetivo de presenciar la conversión de aquellos a quienes enseñaba. Desde entonces, su diario reflejaba un deseo apasionado de que Dios fuera glorificado mediante la conversión de las naciones aún no alcanzadas. Es interesante que, incluso antes de conocer a su futuro esposo, Dios la estaba preparando para una vocación misionera.
Llamada al matrimonio y a las misiones
El 28 de junio de 1810, cuando tenía veintiún años, Ann conoció a Adoniram Judson. Durante la reunión organizativa de la Junta Americana de Comisionados para Misiones Extranjeras (ABCFM), Adoniram se alojó en casa de su padre. Ann capturó su atención de inmediato: no solo le atrajo su belleza, sino su devoción al Señor y su profundo interés por la labor misionera. Un mes después, él le escribió preguntando si sería posible iniciar un noviazgo, a lo que ella contestó que él tendría que preguntarle a su padre.
Así, Adoniram le escribió la siguiente carta al señor Hasseltine, en la cual dejó claras sus intenciones:
Ahora tengo que preguntarle si puede consentir en separarse de su hija a principios de la próxima primavera, para no verla más en este mundo; si puede consentir en su partida a una tierra pagana y su sujeción a las dificultades y sufrimientos de una vida misionera; si puede consentir que se exponga a los peligros del océano; a la fatal influencia del clima del sur de la India; a todo tipo de necesidad y angustia; a la degradación, el insulto, la persecución y tal vez a una muerte violenta. ¿Puede consentir en todo esto por amor a aquel que dejó Su patria celestial y murió por ella y por usted? ¿Por el bien de las almas inmortales que perecen? ¿Por amor de Sión y la gloria de Dios?
El padre de Ann dio su aprobación a esta valiente petición, no solo de la mano de su hija, sino de llevarla a las misiones. En febrero de 1812 se casaron, y ese mismo mes, Ann y Adoniram, en compañía de Samuel y Harriet Newell, partieron hacia la India. El viaje se extendió a lo largo de cuatro meses, con varias situaciones de alarma en el camino.
Ambos sabían que, al salir, era probable que no volvieran a ver a sus familias, pero aún así decidieron dejarlo todo por la causa de Cristo. Para ese entonces, no existía una red misionera establecida para ofrecer respaldo, y tampoco contaban con una embajada estadounidense en Asia que pudiera brindarles protección. Nada estaba en sus manos: ni la seguridad, ni la salud, ni la tolerancia, ni mucho menos el éxito. A pesar de ello, Adoniram, Ann y sus compañeros comprendieron que Cristo no condicionó la Gran Comisión a ninguna garantía.
El diario de Ann reflejaba muy bien esta convicción:
Finalmente he llegado a la conclusión de que si nada en la providencia parece impedirlo, debo pasar mis días en una tierra pagana. Soy una criatura de Dios y Él tiene indudable derecho a hacer conmigo lo que le parezca bien. Me alegro de estar en Sus manos, de que Él está presente en todas partes y puede protegerme tanto en un lugar como en otro. Él tiene mi corazón en sus manos, y cuando soy llamada a enfrentar el peligro, a pasar por escenas de terror y angustia, Él puede inspirarme fortaleza y permitirme confiar en Él. Jesús es fiel; Sus promesas son preciosas. Si no fuera por estas consideraciones, con mis perspectivas actuales me hundiría en la desesperación, especialmente porque, que yo sepa, ninguna mujer ha abandonado jamás las costas de América para pasar su vida entre los paganos. Tampoco sé todavía si tendré una sola compañera. Pero (…) ya sea que pase mis días en la India o en Estados Unidos, deseo pasarlos al servicio de Dios y estar preparada para pasar una eternidad en Su presencia.
Posteriormente, experimentaron un año y medio de travesías marcadas por retrasos, frustraciones y temores. En dos ocasiones, los misioneros fueron expulsados de la India, y emprendieron un peligroso viaje marítimo a Mauricio, en África Oriental, donde tampoco se les permitió establecer una misión. Trágicamente, Harriet y su recién nacido fallecieron debido a una enfermedad provocada por las duras condiciones del mar. Así, al inicio de su nueva vida, sufrió la pérdida de su compañera y amiga.
Durante el viaje, Ann y su esposo se convencieron de la importancia bíblica del bautismo de creyentes, y optaron por ser bautizados por inmersión mientras se encontraban en Calcuta. Esta decisión los llevó a una inevitable separación de la Asociación Congregacional, que respaldaba su labor misionera. La consecuencia de esta ruptura fue un futuro incierto, ya que los bautistas estadounidenses aún no habían incursionado en el campo de las misiones extranjeras. Los Judson esperaron con William Carey mientras los bautistas americanos se organizaban, hasta que en 1814 fueron adoptados por ellos como sus primeros misioneros extranjeros.
Birmania: un lugar cruel
A pesar de todos los sufrimientos que habían enfrentado, parecía que Dios estaba guiando a los Judson hacia el lugar que todos les habían aconsejado evitar por completo: Birmania, ahora conocido como Myanmar. Era un imperio regido por un monarca absoluto que ejercía el poder mediante el miedo: las leyes eran crueles, la corrupción gubernamental era prevalente y la población estaba sometida a la tortura. Además, la religión predominante era el budismo.
Los Judson no podían iniciar la evangelización hasta que aprendieran el idioma local. Aunque ambos eran lingüistas talentosos, el birmano resultó ser un desafío completamente diferente, ya que carecían de diccionarios y gramática que pudieran ayudarles a comprender la escritura circular compleja. Necesitaron dos años de estudio, dedicando doce horas diarias, antes de que pudieran comenzar su labor. Posteriormente, Adoniram produjo el primer tratado birmano y empezó a trabajar en la traducción del Nuevo Testamento, mientras que Ann elaboraba un catecismo que resumía las enseñanzas cristianas.
Se necesitaron tres años de arduo trabajo para presenciar la primera conversión. Durante ese período, lograron adoptar un método apropiado para comunicarse con la población local: construyeron un zayat, es decir, un refugio junto a una carretera en donde las personas podían descansar en medio sus viajes. Allí las personas discutían y escuchaban las diversas enseñanzas de los Judson. Esta iniciativa tuvo éxito: aquellos que nunca hubieran visitado una residencia occidental de la misión, pudieron frecuentar el lugar y oír el evangelio.
Seis años después de su llegada a Birmania, se formó un núcleo de iglesia con diez creyentes birmanos bautizados, quienes optaron el cristianismo a pesar de conocer las posibles consecuencias, como la persecución o incluso la muerte. Además, a pesar de los riesgos, estos nuevos conversos demostraron un genuino deseo de compartir el evangelio con otros.
Terribles pruebas en el camino
La obra de los Judson en Birmania estuvo marcada por terribles sufrimientos. Doce meses después de arribar, los Judson celebraron el nacimiento de su hijo Roger. Tristemente, antes de cumplir un año, el niño falleció a causa de una de las enfermedades frecuentes por el clima local.
En 1822, luego de 8 años de labor misionera, la salud de Ann se había deteriorado bastante Los médicos le informaron que, a menos que regresara a Europa o Estados Unidos para recibir tratamiento, no sobreviviría. Se negó a contemplar la posibilidad de que Adoniram abandonara la iglesia y la crucial tarea de traducción de la Biblia para acompañarla. Como resultado, emprendió sola el extenso y desafiante viaje de vuelta a Estados Unidos. Volvería a Birmania en 1823 en compañía de la pareja misionera Wade, cuando se había recuperado lo suficiente para soportar el regreso.
En 1824 comenzó la Primera Guerra Anglo-birmana por causas territoriales y comerciales. Entonces, todos los extranjeros cayeron bajo sospecha de ser espías ingleses, por lo que Adoniram fue arrojado a la famosa prisión de muerte de la que pocos salieron con vida. Estuvo allí junto con el Dr. Jonathan Price, un médico misionero que había sido enviado para apoyar la iglesia de Adoniram en Rangún.
Durante el encarcelamiento de su esposo, Ann abogó incansablemente en nombre de los prisioneros, sin considerar el riesgo personal de estar embarazada, sufrir enfermedades y estar sola. A diario recorría los dos kilómetros desde su modesta residencia hasta la prisión, con la esperanza de proporcionarles alimentos y bebidas. Con frecuencia se le prohibía hablar con ellos, salvo algunas excepciones. Ella buscó a todas las personas influyentes a las que pudo tener acceso, intentando explicarles que, como misioneros, no tenían ninguna vinculación con los esfuerzos bélicos ingleses. En febrero de 1825, dio a luz a la pequeña María y visitó la prisión con la niña, a quien el padre sólo podía observar desde lejos.
Cuando las tropas británicas avanzaron hacia la capital, los prisioneros extranjeros fueron trasladados a un lugar remoto del país, donde se rumoreaba que serían enterrados vivos como ofrenda a los dioses. Mientras tanto, Ann logró persuadir al carcelero para que ella y los niños compartieran su cabaña de dos habitaciones. Desde ese lugar, continuó esforzándose por proporcionar la mayor ayuda posible a su esposo y a Price, hasta que fueron traídos de vuelta a la prisión en la capital.
En medio de ese difícil período, Ann enfermó gravemente, llegando al punto en que no podía amamantar al bebé. María solo sobrevivió gracias a que su madre sobornó al carcelero para que permitiera que Adoniram saliera de prisión y llevara al bebé por la aldea local, solicitando a las madres lactantes que le dieran un poco de su leche.
Los birmanos, conscientes de la desesperada lucha contra Inglaterra, liberaron a Adoniram y Price para que contribuyeran en las negociaciones de paz, dado que hablaban birmano e inglés. Ann y Adoniram tuvieron un breve pero feliz reencuentro, disfrutando de dos semanas de libertad y comodidad en la base británica. Sin embargo, la separación fue inevitable cuando Adoniram fue convocado a otro lugar para continuar su labor diplomática.
Finalmente, la salud de Ann, afectada por los sufrimientos de los dos años anteriores, cedió ante la meningitis cerebral. Falleció a los treinta y siete años. Adoniram, devastado por su muerte y por no poder cuidar de ella en ese momento, quedó completamente solo. Poco después, su hija María también murió.
El legado de la mujer misionera más influyente
El legado de Ann Judson continúa hasta hoy. Su trabajo de traducción sigue impactando al mundo, y sus escritos han servido de inspiración para varias generaciones de misioneros.
En 1819, se convirtió en la primera persona en traducir parte de la Biblia, el Evangelio de Mateo, al idioma “siamés”, actualmente el tailandés. Asimismo, realizó traducciones al birmano de los libros de Daniel y Jonás, además del catecismo que redactó en ese idioma, el cual sirvió para la instrucción de muchos jóvenes conversos.
Durante su periodo de recuperación en Estados Unidos, entre 1822 y 1823, escribió un libro que documentaba las experiencias y desafíos de la misión bautista americana en Birmania. El título en español es Un relato de la misión bautista estadounidense en el Imperio birmano. Esta obra fue una de las primeras crónicas de la misión estadounidense. Las cartas y testimonios allí expuestos mantuvieron viva la llama del ministerio para los bautistas estadounidenses. Por esta y otras obras, Ann figura en numerosas biografías como la mujer misionera más influyente en la historia de Estados Unidos.
A lo largo de su vida, Ann hizo esfuerzos incansables para promover la educación de las niñas en Birmania y para establecer una iglesia desde la cual pudiera irradiar el evangelio de Cristo por todo el país. Personificó la importancia del trabajo misionero femenino al entregarse por completo a la enseñanza y a la labor personal en el zayat, y su labor de cuidado con su esposo durante el tiempo que estuvo encarcelado fue vital y ejemplar. Tras su muerte, se publicaron más de media docena de relatos sobre su vida. Varios de ellos incluyen homenajes por los servicios que prestó a los prisioneros en 1824. Uno de ellos lee así:
La Sra. Judson fue la autora de esos elocuentes y enérgicos llamamientos al gobierno, que los prepararon gradualmente para someterse a los términos de paz (…) Y mientras hablamos de este tema, los desbordantes sentimientos de gratitud, en mi nombre y en el de mis compañeros prisioneros, me obligan a añadir un tributo de agradecimiento público a esa amable y humana mujer, que, aunque vivía a una distancia de dos millas de nuestra prisión, sin ningún medio de transporte, y muy débil de salud, olvidó su propia comodidad y enfermedad, y casi todos los días nos visitaba, buscaba y atendía nuestras necesidades y contribuía de todas las maneras posibles a aliviar nuestra miseria.
A pesar de su vida relativamente breve, los escritos de Ann ejercieron un poderoso impacto al avivar el interés misionero entre la comunidad protestante, tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido. Además, la devoción de los Judson llevó a la conversión de la población birmana y al establecimiento de la primera iglesia autóctona de dicha nación. Durante años de servicio, sentaron las bases para una iglesia duradera en una tierra que antes no había sido alcanzada.
Referencias y bibliografía
Ann Hasseltine Judson | Library Company
Ann Hasseltine Judson | Boston University School of Theology
Mi corazón en sus manos: Ann Judson de Birmania (1998). Sharon James. Darlington: Evangelical Press.
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