El Concilio de Calcedonia, convocado por el emperador Marciano el 23 de mayo del año 451, representa un hito clave en la historia del cristianismo, tanto por su contexto como por el impacto de sus resoluciones. La reunión de más de 500 obispos, provenientes en su mayoría del oriente del Imperio romano, simbolizaba un esfuerzo monumental por resolver cuestiones doctrinales fundamentales que habían desafiado a la iglesia desde los grandes concilios del siglo IV.
La trascendencia de este concilio radica en su enfoque hacia un problema que surgió de las conclusiones de Nicea (325) y de Constantinopla (381): la plena divinidad de Jesús como “Dios de Dios” y “de la misma sustancia que el Padre”. Aunque estas declaraciones resolvieron el arrianismo, plantearon nuevos interrogantes: si Jesús es plenamente divino, ¿cómo puede ser humano? Y si es ambas cosas, ¿cómo se relacionan y coexisten estas naturalezas?
Estas preguntas no eran meramente filosóficas, sino que tocaban el corazón de la fe cristiana, pues la comprensión de la Trinidad y la obra salvífica de Cristo son inseparables. El Concilio de Calcedonia buscaba establecer una claridad doctrinal que no solo armonizara la enseñanza de la iglesia, sino que también reforzara la unidad de los creyentes bajo una confesión común.
La importancia histórica y teológica del Concilio se reflejó en su declaración final, que equilibró los debates sobre las dos naturalezas de Cristo. Este esfuerzo no solo enfrentó desafíos teológicos, sino que también expuso las tensiones políticas y culturales dentro del cristianismo de la época. Así, se dejó un legado que marcó profundamente la doctrina cristiana y la estructura eclesiástica en los siglos venideros.
La respuesta del Concilio de Calcedonia a las cuestiones sobre la naturaleza de Cristo –que era “una Persona” compuesta de “dos naturalezas”– ha resistido la prueba del tiempo. Sin embargo, y a pesar de las esperanzas del emperador Marciano, esta fórmula no logró definir la vida doctrinal de la iglesia “para siempre”, ni puso fin a las disputas que habían llevado a su convocatoria. No obstante, sus deliberaciones tuvieron un significado inmenso.
Un punto de inflexión en la historia del cristianismo
El Concilio de Calcedonia fue un acontecimiento crucial en la historia del cristianismo, no solo porque esclareció de manera definitiva la doctrina ortodoxa, sino también por la forma en que logró hacerlo. Al igual que los concilios de Nicea y Constantinopla, abordó cuestiones fundamentales sobre la persona y la obra de Cristo.
En un contexto más amplio, el Concilio demostró que era posible definir aspectos críticos del cristianismo según se enseñaban en las Escrituras mediante el uso prudente de las formas de pensamiento predominantes en la época. Además, evidenció que esta labor teológica podía llevarse a cabo satisfactoriamente incluso en un entorno marcado por intensas luchas eclesiásticas y por la división cultural dentro de la misma iglesia.
Desde esta perspectiva, Calcedonia representó tres triunfos: el de la sana doctrina sobre el error dentro de la iglesia, el de la catolicidad cristiana sobre la fragmentación cultural, y el del razonamiento teológico discriminatorio tanto sobre el rechazo antiintelectual de la filosofía como sobre la capitulación teológica a ella. Estos triunfos no habrían sido posibles sin el éxito de la formulación de la doctrina cristológica.
Sin embargo, este logro parecía improbable en medio de las complejas controversias teológicas, disputas eclesiásticas, tensiones personales y conflictos dinásticos que convergieron en el Concilio. Fue precisamente en este contexto agitado donde se alcanzó la claridad que definió el legado de Calcedonia.
Pero, para apreciar plenamente la trascendencia de la definición de calcedonia, es necesario comprender el curso de las controversias que condujeron a ella. Solo al considerar en su totalidad el impacto de esta definición se puede dimensionar lo profundamente influyente que ha sido para la vida y el pensamiento de la iglesia cristiana a través de los siglos.
Controversias cristológicas antes de Calcedonia
El curso de las controversias que culminaron en la declaración de Calcedonia es tan intrincado como significativo. Fue el resultado de años de debates apasionados, en los que teólogos influyentes y líderes eclesiásticos –impulsados tanto por el celo doctrinal como por ambiciones personales– buscaron dar respuesta a las preguntas fundamentales sobre la relación entre la divinidad y la humanidad de Jesús. Aunque este relato simplificado apenas roza la complejidad de aquellos acontecimientos, permite vislumbrar la intensidad de las discusiones y su impacto en la definición final.
El problema del carácter exacto de la persona de Cristo no era nuevo. Desde mediados del siglo II, pensadores como Justino Mártir habían especulado sobre el misterio de la encarnación. Sin embargo, fue la controversia arriana en el siglo IV la que trajo este debate al primer plano. Atanasio de Alejandría, en su enfrentamiento con Arrio, defendió con vehemencia la plena divinidad de Cristo, argumentando que sin ella no habría salvación posible. Este punto fue reconocido por la iglesia como una verdad central al cimentar la enseñanza de que Jesús es consustancial con el Padre.
A pesar de este triunfo doctrinal, quedaba una cuestión abierta: ¿cómo se relacionaba esta plena divinidad con la humanidad de Jesús? Atanasio había sugerido que el Logos divino asumía un cuerpo humano, pero en sus escritos parecía dar a entender que el Logos reemplazaba el alma humana en Cristo. Esta idea, aunque no desarrollada explícitamente, apuntaba hacia una tensión teológica que necesitaría resolución en los años venideros.
Este contexto refleja cómo el debate sobre la persona de Cristo no solo trataba de preservar la ortodoxia, sino también de articular de manera precisa la fe en el Logos encarnado. Las discusiones que siguieron llevaron a la iglesia a enfrentarse a preguntas cada vez más complejas, lo cual le sirvió de preparación para las deliberaciones decisivas de Calcedonia.
Apolinar de Laodicea (aprox. 310-390) articuló el concepto de “Logos-carne” o “Verbo-carne”, lo cual representó un esfuerzo audaz por defender la plena divinidad de Cristo frente al arrianismo. Según este teólogo, Jesús era una combinación de un alma divina (el Logos) y un cuerpo humano, que formaba “una sola naturaleza” en la que se unían la carne y la inteligencia divina. Este enfoque buscaba destacar la unidad de la persona de Cristo y su divinidad, pero a costa de negar un verdadero centro humano de vida y conciencia en Jesús. Como señala el historiador Richard Norris, Apolinar no se limitó a ignorar este aspecto, sino que explícitamente lo negó.
El choque entre Alejandría y Antioquía
El impacto de las ideas de Apolinar fue notable, en particular porque se alineaban, al menos parcialmente, con tendencias teológicas prevalentes en Alejandría, donde los obispos y teólogos generalmente defendían una cristología centrada en la divinidad del Verbo. No obstante, aunque los alejandrinos compartían ciertos puntos de vista con Apolinar, solían expresar estas ideas con mayor prudencia. Por ello, la cristología de la “Carne del Verbo” también se conoce como “alejandrina”.
La propuesta de Apolinar no tardó en generar una oposición enérgica, principalmente desde la sede de Antioquía, en Siria. Los obispos de esa metrópoli, que desde hacía tiempo disputaban la primacía con Alejandría y Constantinopla, defendían una perspectiva distinta sobre la persona de Cristo. El principal representante de esta postura fue Teodoro de Mopsuestia (aprox. 350-428), quien enseñó que Cristo era completamente humano y completamente Dios, y que poseía dos naturalezas completas y diferenciadas.
Desde la perspectiva de Teodoro y los obispos de Antioquía, el enfoque alejandrino de Apolinar implicaba dos problemas graves. Por un lado, minimizaba la humanidad de Cristo al reducirla a una mera “carne” habitada por el Logos. Por otro lado, esta concepción parecía atribuir al Logos divino características humanas como la debilidad, el cambio y la alteración, lo que amenazaba la inmutabilidad de la divinidad.
Luego, este choque de perspectivas entre Alejandría y Antioquía se convirtió en una de las principales líneas de tensión que condujeron al Concilio de Calcedonia.
Nestorio y el título de María como Theotokos
La disputa entre Apolinar y Teodoro marcó el inicio de una serie de controversias que se extendieron durante la primera mitad del siglo V, lo cual preparó el terreno para el debate cristológico que culminaría en Calcedonia. Este conflicto alcanzó una nueva intensidad con la figura de Nestorio (m. hacia 451), un monje de Antioquía que fue designado obispo de Constantinopla en el año 428. Su postura amplificó las divisiones, pues llevó a un punto crítico la separación entre la humanidad y la divinidad de Cristo. Aunque su perspectiva exacta aún es objeto de debate académico, su predicación encendió una polémica que alteró profundamente el curso de la historia doctrinal.
En uno de sus sermones más controvertidos, Nestorio rechazó que María pudiera ser llamada Theotokos (portadora de Dios). Para él, María no dio a luz a “Dios”, sino al Jesús humano, cuya humanidad, aunque unida al Logos divino, debía considerarse distinta y separada de su naturaleza divina. Este postulado transformó el título Theotokos en un tema central de discusión, pues agudizó la división entre quienes enfatizaban la unidad de la persona de Cristo y quienes subrayaban la distinción entre sus naturalezas.
El argumento de Nestorio sobre María también reflejaba un cambio significativo en la importancia de la madre de Jesús en el pensamiento cristiano de finales del siglo IV. Desde el siglo II, teólogos como Justino Mártir e Ireneo habían contrastado la obediencia de María con la desobediencia de Eva, viendo en ella un modelo de fidelidad que recapitulaba y redimía el error original. La noción de “recapitulación” desarrollada por Ireneo fue ampliada con el tiempo y, para mediados del siglo IV, la virginidad perpetua de María se había consolidado como una enseñanza común, reforzada por figuras como Atanasio.
El debate sobre la Theotokos no solo destacaba su papel en el nacimiento de Jesús, también impulsaba una mayor atención a su figura en la vida de la iglesia. Este fenómeno fue intensificado por las culturas a las que el cristianismo se estaba extendiendo. En el Mediterráneo y el norte de Europa, las religiones paganas atribuían roles prominentes a las deidades femeninas. Para quienes provenían de estas tradiciones, María no era un reemplazo divino, pero sí una figura femenina que satisfacía una necesidad de devoción y reverencia religiosas.
En este contexto, las tensiones entre las corrientes teológicas y las influencias culturales convergieron. La figura de María, a la vez humana y profundamente vinculada al misterio de la encarnación, emergió como un símbolo de unidad en el debate sobre Cristo y como una figura central en la creciente conciencia de la iglesia, tanto en su dimensión doctrinal como en su práctica devocional.
La respuesta a las enseñanzas de Nestorio, liderada por el obispo Cirilo de Alejandría (m. 444), fue contundente y enérgica. Cirilo criticó ferozmente a Nestorio, acusándolo de dividir a Cristo en dos “personas” desconectadas, lo que, según los alejandrinos, comprometía gravemente Su unidad. Para ellos, la afirmación de que María no era Theotokos implicaba un error teológico fundamental, pues negaba que Jesús fuera verdaderamente “una sola naturaleza encarnada del Logos divino”. En su esfuerzo por contrarrestar a Nestorio, Cirilo apeló también al obispo de Roma, Celestino, buscando su respaldo para reforzar su posición.
Sin embargo, lo que comenzó como un debate teológico pronto degeneró en una lucha de poder personal y episcopal. Las sedes de Alejandría y Antioquía, con una larga historia de rivalidad, compitieron intensamente por influir en Constantinopla, que, como sede del emperador, tenía un papel estratégico en el equilibrio de poder dentro de la iglesia. Debido a su cercanía al centro del Imperio, los arzobispos de aquella ciudad a menudo favorecían a una de las dos grandes sedes orientales, inclinando la balanza de poder según sus alianzas.
Esta lucha de poder fue exacerbada por la dinámica entre Oriente y Occidente. Las tres principales sedes orientales –Alejandría, Antioquía y Constantinopla– no solo competían entre sí, sino que buscaban activamente el apoyo del obispo de Roma, que era reconocido como la figura eclesiástica de mayor prestigio en Occidente. La posición de los papas se había consolidado especialmente después de que la capital imperial se trasladó a Constantinopla, debilitando el poder secular en Roma. Adicional a eso, las invasiones bárbaras del siglo V redujeron aún más la influencia política en el oeste, dejando al obispo de Roma como un referente de estabilidad y autoridad en medio del caos.
Aunque Roma no participaba tan directamente en los debates cristológicos como las sedes orientales, sus pronunciamientos eran decisivos. La autoridad del obispo de Roma le permitió actuar como árbitro en las disputas doctrinales, ya fuera para respaldar a una de las partes en conflicto o para ofrecer una perspectiva independiente. Este papel subrayó la importancia de la interacción entre Oriente y Occidente en la formación del pensamiento cristológico.
En este complejo escenario de rivalidad teológica, política y cultural, el debate sobre la naturaleza de Cristo adquirió dimensiones mucho más amplias que otras cuestiones doctrinales. Las disputas sobre la Theotokos y las naturalezas de Cristo reflejaban no solo diferencias teológicas, sino también las tensiones inherentes al intento de mantener la unidad en una iglesia marcada por la diversidad geográfica, cultural y política.
La controversia de Eutiques y su impacto
La disputa teológica entre Nestorio y Cirilo alcanzó su punto álgido en el Concilio de Éfeso (431), que fue convocado para resolver las tensiones entre las posturas antioquena y alejandrina. Sin embargo, lejos de ser un espacio de reconciliación, la reunión se convirtió en un espectáculo de desacuerdos irreconciliables. Las tensiones entre los dos grupos eran tan intensas que ni siquiera pudieron congregarse en el mismo lugar, llevando a que cada facción realizara sus propios cónclaves y terminara excomulgando a la otra.
Ante este caos, el emperador Teodosio II intervino. Tomó partido por Cirilo y decretó el destierro de Nestorio, lo que pareció poner fin a la disputa. No obstante, el conflicto estaba lejos de resolverse, ya que las tensiones entre las posturas cristológicas continuaron escalando.
La controversia tomó un nuevo giro con la figura de Eutiques (aprox. 378-454), un monje de Constantinopla que promovía una versión extrema de la cristología alejandrina. Eutiques sostenía que Cristo poseía “una sola naturaleza después de la unión”, enfatizando la unidad de Su persona hasta el punto de prácticamente eliminar cualquier distinción entre lo divino y lo humano. Para él, esta única naturaleza debía ser descrita en términos predominantemente divinos.
Esta postura provocó una fuerte reacción por parte de Flaviano, el arzobispo de Constantinopla, quien acusó a Eutiques de herejía por confundir las dos naturalezas de Cristo. En consecuencia, Flaviano excomulgó y desterró a Eutiques de la ciudad, quien no se amilanó y apeló al apoyo de Alejandría y Roma.
Dióscoro, el obispo de Alejandría y sucesor de Cirilo, vio en la defensa de Eutiques una oportunidad para reafirmar la influencia de la cristología alejandrina. Así que, en el año 449, convocó un concilio en Éfeso que respaldó a Eutiques y tomó la controvertida decisión de deponer a Flaviano como arzobispo de Constantinopla. Este movimiento intensificó la división en la iglesia, lo cual llevó a Flaviano a recurrir al papa León I en busca de respaldo.
El Papa León I, “el Grande”, y su rol en este debate
El enfrentamiento cristológico se transformó en un conflicto eclesiástico de dimensiones imperiales, con implicaciones para las relaciones entre las principales sedes de la iglesia: Alejandría, Antioquía, Constantinopla y Roma. El papa León I, conocido como “el Grande”, emergió como un mediador crucial y aportó una perspectiva que intentó reconciliar las diferencias y sentar las bases para las deliberaciones del Concilio de Calcedonia en el 451.
La intervención de este personaje en los debates cristológicos del siglo V marcó un momento decisivo en el desarrollo de la doctrina y en las dinámicas de poder dentro de la iglesia. Él representaba no solo el peso de la autoridad de Roma, sino también la influencia de una mentalidad occidental distintiva, en contraste con la aproximación oriental al pensamiento teológico.
Mientras que en Oriente predominaba un enfoque abstracto y especulativo, a menudo expresado en el griego filosófico, el Occidente latino gravitaba hacia la concreción, la practicidad y la sistematización legal. Esta diferencia era más una cuestión de tendencias intelectuales que de conflicto doctrinal, pero influyó profundamente en cómo se abordaban los debates. Oriente veía las fórmulas doctrinales (como las del Credo Niceno-Constantinopolitano) como puntos de partida para exploraciones teológicas más profundas. Occidente, en cambio, consideraba estas fórmulas como medios para concluir debates y establecer límites claros.
León I, papa de Roma entre 440 y 461, destacó no solo por su claridad doctrinal, sino también por su habilidad política y liderazgo en tiempos de crisis, con lo cual dejó una huella indeleble en la historia de la iglesia. Su contribución no se limitó a los debates cristológicos, también defendió con vigor la primacía del obispo de Roma como sucesor de Pedro, una idea que sigue siendo central en la Iglesia católica romana.
Además, León demostró su temple en un tiempo de caos y fragmentación, pues enfrentó tanto los conflictos internos de la iglesia como las amenazas externas. Su liderazgo fue decisivo en episodios como las negociaciones con Atila el Huno (451) y la gestión de los estragos causados por los vándalos en Roma (452). Su objetivo principal, tanto en la teología como en la organización eclesiástica, era preservar la estabilidad y la unidad.
El Tomo de León, una carta teológica de este papa dirigida al arzobispo Flaviano, establecía la posición occidental sobre la naturaleza de Cristo como “una persona” con “dos naturalezas”, y encarnaba no solo la perspectiva latina sobre la doctrina, sino también la fuerza de un líder que se erigió como un baluarte en medio de la incertidumbre y que tuvo una influencia duradera. Este mensaje ofrecía una postura clara y directa sobre la cuestión cristológica: Jesús era una sola “persona” con dos “naturalezas”. Aunque sus raíces se remontaban a las formulaciones de Tertuliano, León las desarrolló de manera más elaborada al ofrecer una cuidadosa fundamentación en las Escrituras y una aplicación precisa a las controversias del momento.
Como había hecho Atanasio en el debate sobre la divinidad de Cristo, León subrayó cómo la humanidad y la divinidad de Cristo estaban íntimamente ligadas a la esperanza de la salvación. Declaró que el nacimiento de Cristo tenía un propósito redentor:
El nacimiento de Cristo se produjo para que la muerte fuera vencida y para que el diablo, que en otro tiempo ejercía la soberanía de la muerte, fuera destruido por su poder, pues no podríamos vencer al autor del pecado y de la muerte a menos que Aquel a quien el pecado no podía manchar ni la muerte retener asumiera nuestra naturaleza y la hiciera Suya.
León también se ocupó de la communicatio idiomatum (comunicación de atributos) –el intercambio de atributos entre las naturalezas divina y humana de Cristo–, destacando lo apropiado y lo inapropiado de las afirmaciones sobre Cristo en este contexto. Por ejemplo, abordó cuestiones como si era correcto decir que “Dios murió” en la cruz o que “el hombre Jesús lo sabía todo”. En su Tomo, León caminó con habilidad por esta cuerda floja, afirmando que cada “forma” de Cristo como Dios y como hombre “lleva a cabo sus actividades propias en comunión con la otra”. Con estas palabras, mantuvo la distinción de las naturalezas mientras preservaba la unidad de la Persona de Cristo.
El “sínodo ladrón” y la defensa de León I
A pesar de la profundidad y claridad del Tomo, Dióscoro, el obispo de Alejandría, rechazó reconocerlo cuando llegó por primera vez en 449. Sin embargo, su contenido más tarde se convirtió en una contribución sustancial a la definición de Calcedonia. El rechazo inicial de Dióscoro destaca cómo las disputas cristológicas no solo reflejaban cuestiones teológicas, sino que también estaban profundamente influenciadas por maniobras eclesiásticas. Además, León estaba particularmente molesto por las insinuaciones desde Constantinopla que parecían cuestionar la primacía de Roma en la iglesia.
En respuesta a la negativa de Dióscoro a considerar su Tomo durante el Concilio de Éfeso (449), al que León calificó como un “sínodo ladrón”, apeló a la celebración de un nuevo sínodo para corregir la situación. Este acto fue crucial, ya que allanó el camino para las deliberaciones que culminaron en el Concilio de Calcedonia y en la formulación de la doctrina cristológica ortodoxa.
La ascensión del emperador Marciano en 450 trajo consigo un cambio significativo en la dinámica de las controversias cristológicas. El 28 de julio de ese año, su predecesor, Teodosio II, un ferviente defensor de la cristología alejandrina y aliado de Dióscoro, murió trágicamente tras ser arrojado de su caballo. Esto abrió la puerta a la influencia política y doctrinal de Pulqueria, hermana de Teodosio, quien tenía fuertes lazos con León I y favorecía una cristología que subrayaba las dos naturalezas de Cristo, más alineada con la posición antioquena.
Pulqueria no solo se convirtió en una figura clave en el poder detrás del trono, sino que también aseguró la sucesión imperial al elegir a Marciano como su consorte. Este cambio de liderazgo inclinó decisivamente la balanza contra Dióscoro y los defensores de la postura alejandrina. Reconociendo la urgencia de resolver el prolongado conflicto teológico, Marciano convocó el Concilio de Calcedonia para abordar y resolver de manera definitiva la cuestión cristológica.
El resultado de las deliberaciones de este sínodo quedó plasmado en una formulación leída por el propio Marciano el 25 de octubre de ese año. Esta definición, basada en las enseñanzas de los “santos padres”, establece un equilibrio crucial en la comprensión de la naturaleza de Cristo:
Así, siguiendo a los santos padres, todos a una voz enseñamos la confesión de un solo y mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo: el mismo perfecto en divinidad y perfecto en humanidad, el mismo verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, de alma racional y cuerpo; consustancial (homoousios) con el Padre en cuanto a su divinidad, y el mismo consustancial (homoousios) con nosotros en cuanto a su humanidad; semejante a nosotros en todo excepto en el pecado; engendrado antes de los siglos del Padre en cuanto a su divinidad, y en los últimos días el mismo para nosotros y para nuestra salvación de María, la Virgen portadora de Dios (theotokos) en cuanto a su humanidad; uno y el mismo Cristo, Hijo, Señor, unigénito, reconocido en dos naturalezas que no sufren ninguna confusión, ningún cambio, ninguna división, ninguna separación; en ningún momento la diferencia entre las naturalezas fue quitada por la unión, sino que la propiedad de ambas naturalezas se conserva y se reúne en una sola persona y un solo ser subsistente (hypostasis); no está partido ni dividido en dos personas, sino que es uno y el mismo Hijo unigénito, Dios, Verbo, Señor Jesucristo, tal como los profetas enseñaron desde el principio acerca de Él, y como el mismo Señor Jesucristo nos instruyó, y como el credo de los padres nos lo transmitió.
Esta declaración representó un compromiso teológico cuidadosamente elaborado, que integraba elementos de ambas tradiciones principales. Subrayaba la unidad de la persona de Cristo mientras mantenía la integridad de sus dos naturalezas (divina y humana) en una fórmula que evitaba tanto la confusión como la separación. La Definición de Calcedonia se convirtió en un punto de referencia para la ortodoxia cristiana, influyendo profundamente en el desarrollo doctrinal y en la unidad de la iglesia, incluso en medio de las tensiones culturales y políticas de su tiempo.
Este documento teológico también representó un acto de equilibrio delicado. Las afirmaciones sobre “un solo y mismo Cristo”, junto con las negaciones claras (“sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación”), reflejaban la influencia de Alejandría y reconocían la validez de su insistencia en la unidad de la Persona de Cristo. Sin embargo, al mismo tiempo, el fuerte énfasis en las dos naturalezas de Cristo, derivado directamente del Tomo de León, se inclinaba hacia la posición antioquena. Incluso mientras subrayaba la integridad de la persona de Cristo, la definición también afirmaba la necesidad de preservar tanto Su plena humanidad como Su plena divinidad.
Repercusiones de Calcedonia en Oriente y Occidente
En Oriente, la definición de Calcedonia generó disputas continuas. En Egipto, en particular, surgió una oposición decidida. Proterio, un obispo egipcio, declaró en Calcedonia que si firmaba la declaración, estaría firmando su sentencia de muerte. Seis años más tarde, una turba cumplió esa amenaza: lo asesinaron por adherirse a la fórmula calcedonia.
En términos generales, la oposición oriental a Calcedonia se dividió en dos direcciones. Por un lado, la Iglesia ortodoxa oriental siguió la tradición alejandrina, insistiendo en que hablar de “dos naturalezas” violaba la integridad de la única persona de Cristo. Estas iglesias, a menudo denominadas “monofisitas” –aunque no se autodenominan así–, sostienen la physis (noción de una naturaleza única) de Cristo después de la unión. Esta perspectiva es compartida por la Iglesia copta de Egipto y las iglesias ortodoxas armenia, siria y etíope.
Por otro lado, la Iglesia de Oriente (o Iglesia Asiria de Oriente) adoptó una postura más alineada con Antioquía. Aunque hoy acepta que Cristo es “una persona”, también enseña que esa persona conservó dos “sustancias” (hipóstasis) distintas, una divina y otra humana. Esta posición refleja un compromiso con la plena humanidad y divinidad de Cristo, pero difiere de la formulación calcedonia. En tiempos recientes, los miembros de esta iglesia han sufrido de manera intensa, especialmente bajo la violencia anticristiana en Irak.
Estas divisiones revelan las tensiones persistentes tras Calcedonia. Aunque la definición buscaba unificar la comprensión cristológica, en Oriente se convirtió en una fuente de fracturas teológicas y eclesiásticas que perduraron a lo largo de los siglos. Allí surgieron disputas teológicas que dejaron profundas consecuencias. Las divisiones entre las iglesias que aceptaban Calcedonia y aquellas que la rechazaban no solo alimentaron la acritud teológica y eclesiástica; también debilitaron significativamente al cristianismo en la región. Este debilitamiento agravado por las tensiones internas fue uno de los factores que facilitaron el avance del islam, el cual conquistó vastos territorios del mundo árabe a mediados del siglo VII.
En contraste, en Occidente la respuesta a la Declaración Calcedonia fue más positiva y uniforme. Aunque esta declaración no se consideraba la última palabra sobre el misterio de Cristo, fue vista como una base sólida que permitía una reflexión teológica continua sobre este tema central de la fe cristiana. También fue respaldada, aunque con ciertas disputas, por las iglesias ortodoxas orientales, contribuyendo a una relativa estabilidad doctrinal en esa región.
No obstante, el Concilio no resolvió todos los problemas, ni siquiera en Occidente. León I, aunque satisfecho con la adherencia de Calcedonia a su Tomo, estaba profundamente insatisfecho con algunas de las decisiones administrativas del Concilio, en particular con el Canon 28, que reconocía una mayor dignidad para el arzobispo de Constantinopla. León consideraba esto un desafío a la primacía del obispo de Roma. Esta disputa subrayó las tensiones latentes entre Oriente y Occidente, lo cual evidenció que, aunque Calcedonia había abordado las cuestiones doctrinales, no pudo cerrar la brecha creciente entre las dos tradiciones.
Historiadores como W. H. C. Frend han señalado que las diferencias en la mentalidad y los puntos de vista sobre la autoridad eclesiástica destacadas en Calcedonia presagiaron el eventual Gran Cisma entre Oriente y Occidente. Como Frend observa, las posiciones asumidas por Roma y Constantinopla en Calcedonia respecto al poder relativo de las dos sedes “no debían revertirse”. Aunque la política postergó el cisma final hasta 1054, las tensiones doctrinales y de autoridad ya estaban profundamente enraizadas.
En este sentido, Calcedonia marcó tanto un éxito en la formulación doctrinal sobre la Persona de Cristo como un recordatorio de las divisiones irreconciliables que continuaron configurando la historia de la iglesia cristiana.
Legado teológico de Calcedonia
A pesar de que la decisión del 451 no logró unir completamente a las iglesias de Oriente y Occidente, el Concilio de Calcedonia fue crucial para clarificar la enseñanza cristiana. Su declaración, cuidadosamente equilibrada, articuló de manera precisa la doctrina fundamental de la fe. En particular, reafirmó los temas centrales del Nuevo Testamento: que Cristo es una Persona unida e integrada, plenamente Dios y plenamente hombre, cuyas naturalezas divina y humana permanecen sin confusión, pero están armoniosamente unidas.
Calcedonia se destacó por su cautela teológica, evitando ir más allá de lo que la Escritura declaraba explícitamente para satisfacer la curiosidad especulativa del siglo V. Como han señalado muchos comentaristas, la declaración tuvo el efecto de delimitar un espacio seguro donde podía continuar la reflexión sobre la Persona de Cristo. Aunque no resolvió por completo el problema técnico de cómo relacionar las naturalezas divina y humana, estableció los límites esenciales: afirmar tanto una Persona como dos naturalezas.
Esta limitación no era meramente técnica, sino profundamente necesaria, porque abordaba una cuestión de importancia suprema: la identidad de Cristo y la obra que realizó. La correcta comprensión de la Persona de Cristo es inseparable de Su misión redentora. León I capturó esta relación de manera magistral en su Tomo, mostrando cómo las dos naturalezas de Cristo trabajan juntas en unidad para la salvación:
Puesto que (…) las propiedades características de ambas naturalezas y sustancias se mantienen intactas y se unen en una sola Persona, la humildad es asumida por la majestad, la debilidad por el poder, la mortalidad por la eternidad, y la naturaleza que no puede ser dañada se une a la naturaleza que sufre, para que la deuda que nuestra condición implica pueda ser saldada. De este modo, como exige nuestra salvación, un único y mismo mediador entre Dios y los hombres, el hombre que es Jesucristo, puede a la vez morir en virtud de una naturaleza y, en virtud de la otra, ser incapaz de morir.
Esta afirmación resume de manera brillante el misterio de la encarnación y la cruz, donde la obra de salvación se basa en la unidad perfecta de lo divino y lo humano en Cristo.
Calcedonia, al expresar estas ideas en una fórmula clara, no solo ofreció un fundamento doctrinal sólido, sino que también proporcionó seguridad a los creyentes sobre la realidad de la salvación en Cristo. En este marco, se preservó un espacio para seguir explorando el misterio de Cristo, al tiempo que se afirmó con claridad lo esencial: que este “Hijo único” asumió nuestra naturaleza para redimirnos.
Un mensaje bíblico accesible
El Concilio de Calcedonia también marcó un punto de inflexión en la historia de la enseñanza cristiana debido a que logró traducir de forma exitosa la fe cristiana desde su entorno semítico –moldeado por la revelación del Antiguo Testamento– al mundo helenístico –configurado por las tradiciones del pensamiento griego y la estructura del poder romano–. Este proceso había comenzado mucho antes, pero encontró en este sínodo su culminación más significativa.
Desde la controversia arriana hasta las deliberaciones de Calcedonia, uno de los desafíos principales fue encontrar formas de expresar las enseñanzas bíblicas utilizando conceptos y términos filosóficos griegos y latinos que no tenían un equivalente exacto en el lenguaje semítico de las Escrituras. Un ejemplo clásico es la confusión generada durante casi un siglo sobre el significado de los términos griegos ousia e hipóstasis. Mientras algunos los usaban indistintamente para referirse a la “esencia” o “sustancia” divina, otros diferenciaban entre la divinidad compartida del Padre, Hijo y Espíritu (ousia) y su manifestación individual en tres personas (hipóstasis).
Esa ambigüedad provocó debates intensos que solo comenzaron a resolverse en el Concilio de Alejandría (362), donde se estableció una regla de traducción. Según este acuerdo, ousia se tradujo como substantia en latín y representaba la esencia divina genérica, e hipóstasis se tradujo como persona para indicar las distinciones dentro de la Trinidad. Esta clarificación fue fundamental para preparar el camino hacia la fórmula nicena y, finalmente, para el trabajo de Calcedonia.
Sin embargo, el logro de Calcedonia va más allá de estas cuestiones técnicas. Representa el éxito de un proceso que puede rastrearse hasta el Nuevo Testamento. Como destaca el misiólogo escocés Andrew Walls, en pasajes como Hechos 11:20, algunos hombres de Chipre y Cirene hablaron de Jesús como Señor al proclamar las buenas nuevas a los griegos en Antioquía. El paso de presentar a Jesús como el Mesías exclusivamente en términos hebreos a describirlo como el Señor universal en un contexto griego, marcó el inicio de la traducción conceptual del evangelio a un mundo más amplio.
En este sentido, Calcedonia puede verse como la culminación de la obra iniciada por aquellos primeros evangelistas que llevaron el mensaje de Cristo más allá de las fronteras del judaísmo. Al afirmar que Jesús es una sola Persona con dos naturalezas, Calcedonia logró articular la fe cristiana en un lenguaje que resonaba tanto con el pensamiento semítico de las Escrituras como con las tradiciones filosóficas griegas. Esto no solo preservó la integridad del mensaje bíblico, sino que también lo hizo accesible y relevante en un mundo culturalmente diverso.
El impacto de Calcedonia en la historia del cristianismo no puede ser exagerado. Para una fe que eventualmente abarcaría culturas tan diversas y alejadas del judaísmo de Oriente Medio y el helenismo mediterráneo, lo que sucedió en Calcedonia fue de una importancia fundamental. Este concilio demostró que el núcleo del mensaje del evangelio podía preservarse, incluso cuando se articulaba en un lenguaje conceptual diferente al de las Escrituras. Aunque términos como ousia, hipóstasis, substantia y Persona no se encuentran en la Biblia y su origen no está directamente conectado con el contexto semítico de las Escrituras, Calcedonia utilizó estas herramientas conceptuales de manera efectiva para expresar la verdad de la encarnación y la obra salvadora de Dios.
Para la historia de la doctrina cristiana, Calcedonia tuvo un significado trascendental en dos sentidos principales. En primer lugar, representó una reformulación sabia y equilibrada de la revelación bíblica. Al articular con claridad la naturaleza de Cristo como una Persona con dos naturalezas, preservó la integridad del mensaje bíblico. En segundo lugar, logró traducir ese mensaje a un lenguaje conceptual griego y latino, haciendo que la fe cristiana pudiera resonar en un mundo culturalmente diferente y más amplio. Este concilio no fue Pentecostés, pero al sintetizar fielmente la historia bíblica y traducirla de manera eficaz, permitió que el mundo helenístico escuchara “las maravillas de Dios” en su propio lenguaje.
Además, confrontó los extremos doctrinales que habían surgido en la cristología. La tradición alejandrina, con su enfoque en la Palabra hecha carne, tendía a minimizar la humanidad plena de Cristo. Llevada al extremo, esta perspectiva fomentaba una teología que devaluaba aspectos fundamentales de la humanidad, como el cuerpo, la carne, la vida cotidiana y el sufrimiento. En este sentido, la teología alejandrina extrema podía conducir a un descuido supraespiritual del mundo material.
Calcedonia se erigió como un correctivo frente a estos desequilibrios. Al afirmar la plena humanidad de Cristo junto con su plena divinidad, el concilio restauró un equilibrio necesario. Reconoció el valor inherente de la vida humana y del mundo creado, así como la profundidad del misterio de la encarnación, donde el Logos asumió nuestra naturaleza para redimirla.
El legado de Calcedonia, por lo tanto, no solo se encuentra en su articulación doctrinal, sino también en su capacidad para guiar a la iglesia lejos de extremos dañinos, hacia una comprensión más completa de la relación entre lo divino y lo humano en Cristo. Esta síntesis continua de la enseñanza bíblica y su traducción cultural siguieron siendo esenciales para la misión y la vida de la iglesia en los siglos venideros.
Cuando la cristología antioquena –que subrayaba la distinción entre la divinidad y la humanidad en Cristo– se llevó al extremo, generó un problema opuesto al de la tradición alejandrina. Este enfoque radical tendía a subvertir la conexión orgánica entre lo divino y lo humano en Cristo, dividiendo de manera tajante lo sagrado y lo secular. Este tipo de perspectiva ha reaparecido repetidamente en la historia de la iglesia como una tendencia a compartimentar la vida en dos esferas separadas: las cosas de Dios y las cosas del mundo, herméticamente aisladas entre sí.
En su forma más extrema, esta visión antioquena fomentó un efecto secularizador al no reconocer cómo la vida cotidiana, la creación y la humanidad están intrínsecamente unidas a la vida en Dios, una realidad que Jesús demostró al asumir nuestra naturaleza y santificarla.
Calcedonia: pilar de la fe cristiana
La Definición de Calcedonia corrigió este desequilibrio al rechazar una fragmentación de la vida terrenal y enfatizar la conexión entre lo divino y lo humano. La definición insistió tanto en la plena humanidad de Cristo, en línea con la preocupación antioquena, como en la unidad de Su Persona, en consonancia con la tradición alejandrina. Este acto de equilibrio proporcionó una guía esencial para la vida cristiana en el mundo.
Calcedonia exige a los creyentes sostener una visión integrada: reconocer la dignidad y el valor de la vida cotidiana y de la humanidad misma (la perspectiva antioquena) mientras mantienen una espiritualidad plena que une a los creyentes con Dios en todas las esferas de la existencia (la perspectiva alejandrina). La genialidad del Concilio fue reunir estas dos perspectivas aparentemente opuestas, insistiendo en que ninguna debía predominar sobre la otra, sino que debían coexistir en armonía.
Al final, la trascendencia de Calcedonia no radica únicamente en su equilibrio teológico o en su precisión doctrinal. Su importancia eterna se encuentra en que su declaración refleja fielmente la realidad central del cristianismo: que en Cristo, lo divino y lo humano están unidos sin confusión ni separación. Como escribió el apóstol Juan: “El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”, Jn 1:14 (NBLA).
Esta verdad, afirmada por Calcedonia, proporciona la base para una vida cristiana que puede abrazar tanto el mundo creado como la gloria de Dios, unificando todas las cosas en la Persona de Cristo.
Referencias y bibliografía
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Ferguson, Everett. Church History, vol. 1, From Christ to Pre-Reformation. Grand Rapids: Zondervan, 2005.
Ferguson, Everett. Encyclopedia of Early Christianity. 2.ª ed. Nueva York: Routledge, 1990.
Frend, W. H. C. The Rise of Christianity. Filadelfia: Fortress, 1984.
Frost, Maurice, ed. Historical Companion to Hymns Ancient and Modern. Londres: Clowes, 1962.
McGuckin, John Anthony. The Westminster Handbook of Patristic Theology. Louisville: Westminster John Knox, 2004.
Noll, Mark A. Turning Points: Decisive Moments in the History of Christianity. Grand Rapids: Baker Academic, 1997.
Norris, Richard A., trans. y ed. The Christological Controversy. Filadelfia: Fortress, 1980.
Pelikan, Jaroslav, y Valerie Hochkiss, eds. Creeds and Confessions of Faith in the Christian Tradition, vol. 1. New Haven: Yale University Press, 2003.
Walls, Andrew F. The Missionary Movement in Christian History: Studies in the Transmission of Faith. Maryknoll, NY: Orbis, 1996.
Notas de referencia adicionales
Frend, W. H. C., The Rise of Christianity, 770, 790.
Frost, Maurice, ed., Historical Companion to Hymns Ancient and Modern, 161-62.
Noll, Mark A., Turning Points: Decisive Moments in the History of Christianity, 59-76.
Norris, Richard A., The Christological Controversy, 23, 148.
Walls, Andrew F., The Missionary Movement in Christian History, 52.
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