La piedra que desecharon los edificadores
Ha venido a ser la piedra principal del ángulo.
Obra del Señor es esto;
Admirable a nuestros ojos (Salmo 118:22-23).
¿Cómo podemos tener esperanza en tiempos de temor? Estoy escribiendo este artículo en medio de la situación del COVID-19, y además mucha gente piensa que hay una serie de “crisis épicas” que están sucediendo a la vez. La pandemia es solo una. Eliminar el virus como una amenaza importante para la vida requerirá superar muchos obstáculos y puede llevar años, si no se produce otra pandemia antes de que termine esta. La globalización y la tecnología solo aumentan el peligro de estas epidemias. Y aunque este artículo se leerá tiempo después, cuando los temores de esta época probablemente hayan remitido, habrá otras épocas de crisis por delante. Hay recesiones o depresiones económicas cíclicas. En la mayoría de las naciones occidentales, la polarización política se ha vuelto más intensa que nunca y promete seguir siéndolo durante décadas. Las olas de protesta contra la injusticia racial y los llamamientos a un cambio social nunca han sido tan fuertes. Pero, como hemos visto, hay poco consenso sobre el camino a seguir.
Escribo este artículo con la expectativa de que la sensación de temor, pesimismo y ansiedad que nuestro mundo está experimentando ahora no se disipará pronto.
Nadie puede vivir sin esperanza, pero ¿cómo la conseguimos? Este no es solo un problema para individuos. ¿Cómo vive una sociedad sin esperanza para su futuro? Durante varios siglos, la cultura occidental ha tenido una esperanza significativa para el futuro, una fuerte creencia en el progreso histórico que ha sido de gran ayuda para el florecimiento de su civilización. Pero desde hace poco esa esperanza se ha desvanecido y las implicaciones son serias.
El auge de la esperanza cultural
La creencia estadounidense durante mucho tiempo ha sido que cada generación tendrá una vida mejor —en el plano económico, tecnológico, social y personal— que la anterior. Pero esta idea de progreso histórico lineal no existía en la mayoría de las otras culturas. Todas las culturas antiguas —china, babilónica, hindú, griega y romana— tenían puntos de vista diferentes. Algunos veían la historia como cíclica y otros veían la historia como un lento declive desde las edades de oro pasadas.
El modelo cíclico era muy común. Según esta perspectiva, la historia experimenta fases rítmicas que terminan en un gran conflicto y luego vuelven a comenzar. Los griegos lo describieron con la palabra “palingenesia”. La mitología nórdica creía en Ragnarok, una gran batalla futura en la que muchos de los dioses y todos los seres humanos morirían, y entonces el mundo comenzaría de nuevo con un nuevo conjunto de dioses y una nueva raza humana. El confucionismo veía al mundo como una constante recreación de sí mismo a través de la interacción de las dos energías principales: el yin y el yang. Muchos de los poetas griegos, como Hesíodo y Ovidio, hablaron de la historia humana como de un declive a largo plazo, desde una edad de oro a una edad de plata y así sucesivamente hasta el presente.
La idea de que la historia se movía en dirección hacia un progreso continuo y a una mejora de la condición humana simplemente no existía.
Sin embargo, llegó el cristianismo. Como escribe Robert Nisbet en su libro Historia de la idea de progreso, los pensadores cristianos añadieron “a la idea de progreso nuevos elementos sin los cuales no hubiera logrado la fuerza y los seguidores que posteriormente llegó a tener [en ausencia de las creencias cristianas] en Occidente”. Los griegos pensaban que la acumulación de conocimiento humano conducía a una mejora leve y temporal de la condición humana, aunque solo entre conflictos. Pero los filósofos cristianos “rodearon la idea de progreso de nuevos atributos que la dotaron de una fuerza espiritual que no había tenido en la época pagana”.
Estos nuevos atributos fueron poderosos y duraderos. Los cristianos creían en la unidad de la humanidad, que la raza humana avanzaba hacia un destino común y glorioso. Los cristianos tampoco creían en los múltiples reinicios del mundo, sino que habría un juicio final, después del cual todas las cosas se arreglarían. Este maravilloso punto final tenía una necesidad histórica, porque era el clímax del “despliegue a lo largo de las épocas de un plan presente desde el principio de la historia del hombre”, todo bajo un Dios soberano que dirigía todas las épocas hacia Él. Finalmente, y quizás lo más importante, los cristianos tenían “una creciente confianza en el futuro, y un interés cada vez mayor por la vida en este mundo”. No creían simplemente en el cielo o en la vida después de la muerte como otras religiones. De manera excepcional, esperaban “una edad de oro feliz en la tierra, un milenio en el que Cristo, de nuevo en la tierra, gobernaría al mundo”.
Entonces, sucedió que solo en el mundo occidental la idea de progreso histórico arraigó y contribuyó al pensamiento y a la vida de la gente.
La siguiente etapa crucial en la historia de la idea de progreso fue durante la Ilustración europea, cuando la esperanza cristiana se secularizó. Desde aproximadamente 1750 hasta 1900, un gran número de los principales pensadores de la cultura occidental se apartaron de la religión en general y del cristianismo en particular. Sin embargo, no lo hicieron de la fe en el progreso histórico. Pensadores tan diversos como el marqués de Condorcet, Auguste Comte, Karl Marx, John Stuart Mill y Herbert Spencer iniciaron un proceso de “secularización de la idea de progreso, que por fin se separa de Dios para convertirse en un proceso histórico movido y mantenido por causas puramente naturales”.
A corto plazo, sacar la esperanza histórica fuera del entorno de las creencias cristianas pareció fortalecerla. La Biblia enseñaba que la historia se hallaba bajo el control de Dios, quien la estaba guiando hacia un final de paz total y de justicia, gozo y vida. Pero no enseñaba que todas las generaciones sucesivas de personas experimentarían una mayor prosperidad, paz, comodidad y bienestar que las generaciones anteriores. La naturaleza “lineal” de la esperanza cristiana no es una sucesión ininterrumpida de épocas cada vez mejores. Sin embargo, la versión secularizada de la esperanza histórica sí lo prometió.
Quizás el apogeo de la idea secular de progreso se alcanzó en el pensamiento de tres figuras del siglo diecinueve. Georg Wilhelm Friedrich Hegel vio la historia mundial como una serie de grandes etapas ascendentes. Cada nueva etapa se produce a través de una síntesis de fuerzas que compiten desde la era anterior. Cuando dos fuerzas en guerra de una época se reconcilian, esto conduce a una nueva era que se relaciona con el pasado “del mismo modo que el hombre está relacionado con el niño y la planta con la semilla”. Karl Marx también vio que la historia se movía de forma inevitable hacia una mayor justicia para más personas a través de la lucha de clases de los trabajadores (el proletariado) y los propietarios (la burguesía). Por último, Charles Darwin enseñó que todas las formas de vida estaban progresando a través de un proceso de adaptación biológica. Tenía sentido inferir de esta idea (y la mayoría de la gente lo hizo en ese momento) que la sociedad misma estaba evolucionando y mejorando cada vez más.
Y así, las sociedades occidentales entraron en los primeros años del siglo veinte con una esperanza que confiaba en la historia. La gente creía que el futuro sería mejor que el pasado y que la vida sería mejor para sus hijos de lo que lo había sido para sus padres.
La pérdida de la esperanza cultural
Pero desde principios del siglo veinte hasta nuestro tiempo, la idea secular de progreso ha ido decayendo. Nisbet explicó que la esperanza secular de la historia se había basado en varias premisas, incluida la “convicción de que la civilización occidental es noble y superior a las otras”, así como la “fe en la razón y en el conocimiento científico que nace de esta”. Estas creencias fueron puestas duramente a prueba desde principios de siglo.
El periodo comprendido entre 1900 y 1950 vio no solo dos guerras mundiales, sino una pandemia mundial de gripe y la Gran Depresión. Estas eran cosas que se suponía que el progreso de la razón humana y el avance de la civilización occidental debían detener, pero no fue así. Muchos pensadores de la Ilustración se habían vuelto hacia la ciencia y se habían alejado de la religión porque pensaban que la fe religiosa conducía al dogmatismo, a las luchas, a las guerras y a la violencia. A través de la razón y de la ciencia llegaríamos a un consenso sobre cómo vivir una buena vida juntos. Los pensadores de la Ilustración creían que ir a la guerra y oprimir a otras razas y clases era simplemente irracional, y que todas las personas racionales lo verían y estarían de acuerdo. Pero después de dos guerras mundiales y repetidos episodios de genocidio étnico, quedó claro que la razón y la ciencia no podían cambiar lo que fuera que había dentro de la naturaleza humana que conducía a la violencia y la opresión.
A algunos les costó dos guerras mundiales perder la fe en la idea secular de progreso. H. G. Wells, un conocido escritor británico, escribió Breve historia del mundo en 1922. La Primera Guerra Mundial ya había sacudido la fe de muchos, pero Wells mantuvo su esperanza en la razón y la ciencia argumentando que la misma ciencia que nos dio la capacidad de destruirnos unos a otros también nos aportaría la habilidad de usar ese poder para promover la paz y la justicia.
La ciencia ha dado a los hombres poderes nuevos, como nunca los tuvieron hasta el presente. Y los mismos métodos científicos del pensamiento libre de prejuicios y temores —una exposición de total claridad y un criticismo absoluto en el planteamiento de investigación de los problemas— los cuales otorgaron al hombre esos poderes indomables hasta nuestros días, esos son los que le dan la esperanza de llegar a dominarlos… Hasta ahora, apenas hemos entrado en los albores de la grandeza humana… ¿Podemos dudar de que muy pronto nuestra raza no se contente con lo que hoy sugiere la imaginación más atrevida, y quiera conseguir la unidad y la paz… —para que vivan los hijos de nuestra sangre y nuestras entrañas— en un mundo más espléndido y risueño que los mejores palacios y jardines que ahora conocemos, aumentando constantemente su fuerza y moviéndose en un círculo, cada vez mayor, de aventuras y perfeccionamientos?
Wells no hace caso del fracaso de la ciencia y la razón para evitar la Primera Guerra Mundial argumentando que la solución es un método más científico. Termina el libro con el poético pasaje anterior, que expresa a la perfección la fe secular en la razón humana, la bondad y, por lo tanto, en el progreso inevitable.
Sin embargo, en 1939, Wells finalmente había comenzado a perder la fe, a la luz de lo que vio como una evidencia abrumadora en su contra. Escribió:
La destrucción desenfrenada de hogares, el empuje despiadado de gente decente hacia el exilio, los bombardeos de ciudades, las masacres a sangre fría y la mutilación de niños y personas indefensas, las violaciones y sucias humillaciones y, sobre todo, el regreso de la tortura deliberada y organizada, el tormento mental y el miedo a un mundo del que tales cosas parecían casi desterradas, casi ha quebrado mi espíritu por completo.
Y en 1945, justo antes de morir en agosto de ese año, Wells escribió su último y breve libro, Mind at the End of Its Tether [La mente al final de su camino]. La mayoría de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, incluido el lanzamiento de la bomba atómica y los campos de exterminio nazis, no habían salido a la luz cuando escribió el ensayo. Sin embargo, el tema principal de su libro era que la humanidad había fracasado como la especie superior del planeta, y que el futuro sería sombrío durante muchos siglos hasta que alguna otra especie ocupara nuestro lugar. “Una serie de acontecimientos ha obligado al observador inteligente a darse cuenta de que la historia humana ya ha llegado a su fin y que el Homo sapiens, como se ha complacido en llamarse a sí mismo… está fuera de juego… Tiene que ceder su puesto a algún otro animal mejor adaptado y afrontar el destino que se acerca cada vez con más rapidez sobre la humanidad”.
Aunque la Tercera Guerra Mundial no ocurrió, a mediados del siglo veinte se produjo un creciente escepticismo sobre la idea de progreso. La literatura sobre las perspectivas humanas se volvió más oscura, como se ve en el trabajo de escritores existencialistas como Jean-Paul Sartre y Albert Camus, cuya novela La plaga describe la vida humana como descendiendo a una derrota sin fin en la lucha contra la muerte.
Una nueva escuela de pensamiento denominada “posestructuralismo” o “posmodernismo” surgió a principios de la década de 1960. Quizás el mejor libro que resume el giro posmoderno entre los intelectuales occidentales es La condición posmoderna, de Jean-François Lyotard. Lyotard argumentó que nuestra época ya no aceptaba los “metarrelatos”, “discursos maestros” que pretenden no solo explicar todo lo que sucede, sino también proporcionar respuestas a todos nuestros problemas. En opinión de Lyotard, el metarrelato fundamental de la cultura occidental ha sido la emancipación a través de la ciencia, pero argumentó con razón que, aunque este relato puede tomar tanto una forma liberal que conduce al socialismo como una forma conservadora que conduce al fascismo, el siglo veinte ha revelado que, de cualquier forma, es un fracaso.
Lyotard, sin embargo, no se detuvo solo con la esperanza secular del progreso científico. Continuó criticando la creencia en el progreso de cualquier tipo como una forma en la que las personas en el poder mantienen ese poder. “Se reencuentra el recurso al relato de las libertades cada vez que el Estado toma directamente a su cargo la formación del ‘pueblo’ bajo el nombre de nación y su encaminamiento por la vía del progreso”. Nisbet coincidía: “La misma idea de progreso necesario inexorable y en desarrollo… podía ser utilizada también para servir los fines del poder absoluto, utópico, político y racista”.
Por ejemplo, los liberales que toman el control de la educación pública e insisten en que cada persona debería poder definirse y expresarse sexualmente, están imponiendo a todos una comprensión de la identidad muy blanca, occidental e individualista. Al hacerlo, marginarán las concepciones más tradicionales de humanidad y sexualidad considerándolas como “poco sanas en el plano psicológico” y “opresivas en el plano social”.
¿Qué es esto sino un fuerte movimiento de poder por parte del Estado, favoreciendo a grupos privilegiados y marginando a los desfavorecidos, todo en nombre del progreso científico? Y, por supuesto, si hacemos todo esto utilizando la idea de que tal progreso histórico es inevitable porque la historia se dirige de forma inexorable en esa dirección, entonces nuestra acumulación de poder parece justificada. Solo estamos avanzando con el flujo del progreso.
Lyotard fue uno de los pensadores dentro de una generación posmoderna que vio atrocidades tanto en la izquierda como en la derecha (por ejemplo, la Unión Soviética y la Alemania Nazi) todo bajo la pretensión del progreso histórico. Michel Foucault, en obras como Historia de la locura en la época clásica (1961) y Las palabras y las cosas (1966), rompió por completo con Hegel y Marx, y su progresismo. Foucault no vio una secuencia de etapas ascendentes, sino una serie de rupturas en las que una era nueva es diferente de la anterior —particularmente distinta en cuanto a quién tiene más poder y quién tiene menos—, pero no necesariamente mejor.
¿Un resurgir de la esperanza?
Si bien la mayoría de los académicos e intelectuales de Occidente estaban perdiendo la esperanza en el progreso histórico, hubo una especie de resurgimiento del mismo a nivel popular en dos ámbitos sociales en particular. El primero fue en el ámbito de la política liberal. Durante las últimas dos décadas, muchos de los que están en el lado izquierdo del espectro político han rechazado el término liberal y han adoptado el término progresista para describirse a sí mismos. En especial, los demócratas en los Estados Unidos comenzaron a justificar sus políticas, o su oposición a ciertas políticas, asumiendo que había un movimiento imparable de la historia hacia su visión de una sociedad justa.
Durante un discurso sobre terrorismo, el presidente Barack Obama dijo: “Mis compatriotas estadounidenses, estoy seguro de que tendremos éxito en esta misión porque estamos en el lado correcto de la historia”. En un artículo del Atlantic sobre estas expresiones, David Graham señaló que Obama usó la frase “el lado correcto de la historia” quince veces y “el lado incorrecto de la historia” al menos trece veces. Su gabinete y secretarios de prensa utilizaron estas frases otras dieciséis veces. El presidente Clinton usó las frases “el lado correcto” y “el lado incorrecto” de la historia de veinte a treinta veces, y su gabinete agregó más. Los políticos no usan ese lenguaje a menos que tengan pruebas de que atrae a la gente. La izquierda en el espectro político reincorporó la idea de progreso histórico hacia una sociedad más libre y justa. Los líderes demócratas hablaban de las políticas que no les gustaban como “regresivas” y se referían a los pensadores que les gustaban como “adelantados a su tiempo”. Todo este lenguaje busca reavivar la creencia secular, sin Dios o sin cualquier influencia divina, de que la historia está avanzando de manera inevitable por sí misma hacia una mayor libertad, prosperidad y progreso.
El otro campo, además de la política, que ha buscado reavivar la idea secular del progreso es el mundo de la tecnología. Margaret O’Mara escribió en The New York Times sobre “The Church of Techno-Optimism” [“La iglesia del tecno-optimismo”]. Con eso se refiere a “la creencia de que la tecnología y los tecnólogos están construyendo el futuro… Coloca un ordenador en cada escritorio y habilita la comunicación en red, creía [Silicon Valley], y podrás remediar los fracasos y las injusticias de la sociedad”. Si se realiza un estudio de las presentaciones de marketing de los productos de las empresas de tecnología, se descubrirá que incluyen innumerables afirmaciones de que “están cambiando el mundo” y algunas declaraciones desafiantes de que nadie podrá resistirse a los cambios que están trayendo porque son parte del camino inevitable del progreso.
Pero muchos otros están desafiando a estas voces, no señalando a las guerras mundiales y al Holocausto, como a mediados de siglo, sino señalando cuántos de nuestros actuales problemas sin resolver son resultado de los avances tecnológicos. Uno de ellos es el inminente cambio climático. Otro es la perspectiva de pandemias destructivas y de rápido avance que son más probables debido a la globalización de nuestra economía por medio de la tecnología. ¿Qué pasa si en la próxima pandemia, y en otras que probablemente vengan, la tasa de mortalidad es del diez por ciento en vez de la tasa del COVID-19 que es mucho más baja? En su artículo “The Un-Easy Case for Technological Optimism” [“El incómodo caso para el optimismo tecnológico”], James Krier y Clayton Gillette señalan que la tecnología moderna produce cambios de manera tan rápida que sus efectos negativos no pueden descubrirse antes de que sean irreversibles y de manera tan generalizada que el resultado es catastrófico.
Mencionan los carcinógenos y el cambio climático solo como dos ejemplos. Los críticos de la tecnología, como Kara Swisher de The New York Times, están señalando otros peligros de las redes sociales y de las grandes compañías tecnológicas. De manera habitual expresa su preocupación por cómo las empresas más grandes han destruido el mundo de las noticias y han creado una situación cultural en la que los ciudadanos no saben a quién creer. También han proporcionado todas las herramientas para que perdamos por completo nuestra privacidad y estemos siempre vigilados, además de manipular la industria minorista de modo que la riqueza se concentre solo en unos pocos.
Y así, a medida que nos acercamos al final del primer cuarto del siglo veintiuno, a pesar de la retórica en las áreas de la política y la tecnología, la pérdida cultural de la esperanza es palpable y creciente. Las películas de ciencia ficción ya no nos brindan escenarios optimistas del futuro. Los adultos más jóvenes tienen muchas menos probabilidades de casarse, tener hijos o votar; los cuales son indicadores de que estamos perdiendo la esperanza. Todos los estudios sobre los miembros de la Generación Z indican que son mucho más pesimistas sobre el futuro y sobre sí mismos que las generaciones anteriores.
El eminente científico de Harvard, Harlow Shapley, quien murió en 1972, enumeró cinco factores que podrían destruir la civilización occidental. Cuatro de estos factores eran la guerra nuclear o terrorismo, hambruna o escasez de alimentos, catástrofe climática o topográfica, y plaga o pandemia. Señala que el avance tecnológico nos ha ayudado solo con el tema de los alimentos; en las otras tres áreas, como predijeron Krier y Gillette, los avances tecnológicos han empeorado nuestras perspectivas del futuro.
Es curioso que Shapley presentó el “aburrimiento” como el quinto factor que podría destruirnos. Nisbet explica que el aburrimiento aumenta a medida que perdemos la esperanza de progresar, pero luego ese aburrimiento se convierte en una de las cosas que erosiona aún más el progreso. “Este estado social [de aburrimiento] ha producido una indiferencia generalizada respecto a los valores, objetivos, libertades y responsabilidades tradicionales. El presente es un mundo de cosas absurdas que no llaman la atención y que están empapadas de demonismo. Tampoco el pasado o el futuro interesan a nadie”. Nisbet agrega más adelante: “Como escribió G. K. Chesterton… cuando se deja de creer en Dios ya no se puede creer en nada, y el problema más grave es que entonces se pude creer en cualquier cosa”.
La crítica de la esperanza secular
¿Por qué fracasó la esperanza secular en el progreso, que una vez fue una fuerza tan poderosa y tan impulsora en nuestra cultura? Había dos fallos de diseño en la idea occidental de progreso que la condenaron. Llamaré a uno el problema de la naturaleza humana y al otro el problema de la aniquilación total.
El primero es el problema de la naturaleza humana. Los progresistas occidentales razonaron que, a medida que aumentara el conocimiento, la vida mejoraría. Pero eso asumía que los seres humanos usarían ese conocimiento de manera apropiada, para el bien de todos. La esperanza secular para el futuro suponía que los avances en el conocimiento nunca se utilizarían para aumentar el poder y la riqueza de un grupo o nación a expensas de otros. Presupuso la bondad básica de la naturaleza humana.
H. G. Wells fue uno de los principales representantes de esta premisa. Reconoció que en la Primera Guerra Mundial el ser humano había empleado los frutos del método científico para hacer daño a otros. Según él, ¿cuál era la solución? Un método científico más riguroso. Supuso que la violencia de la Primera Guerra Mundial fue solo un comportamiento irracional, una falta de pensamiento claro y razonado, y que un mayor uso de la razón y la educación lo resolvería. No es de extrañar que la Segunda Guerra Mundial “quebrantara su espíritu” porque se consideraba que los alemanes estaban muy avanzados tanto en el plano cultural como en el científico, eran los creadores de la investigación universitaria moderna y, sin embargo, utilizaron su conocimiento superior para destruir.
Una forma de revelar el fallo en el razonamiento secular es mirar los horrores de Auschwitz, y preguntar: “¿Por qué sucedió esto? ¿Por qué los nazis hicieron lo que hicieron?”.
La opinión de H. G. Wells (al menos en 1922) era que los nazis no siguieron el método científico y los dictados de la razón humana. Sin embargo, esa respuesta —que fueron víctimas del pensamiento irracional— trivializa la maldad de lo que sucedió. Una variación de esta misma perspectiva básica es la marxista. Karl Marx creía que somos el producto de las fuerzas sociales, del poder estructural, y que las personas que son criminales lo son debido a la injusticia sistémica que les hace actuar como lo hacen. Marx creía que el crimen y la pobreza terminarían cuando todas las personas poseyeran por igual los medios de producción económica. Pero, de nuevo, si decimos que el genocidio masivo en Auschwitz fue causado por personas que fueron víctimas de las fuerzas sociales es minimizar la maldad de lo que sucedió. De hecho, sería perder una categoría en la maldad humana.
Una segunda respuesta posible es que los nazis eran personas más malvadas que los demás. Su moralidad era inferior a la del resto. Nosotros seríamos demasiado buenos y decentes como para hacer algo así. Están, entonces, debajo de nosotros, son infrahumanos. Pero tan pronto como esas palabras salen de nuestra boca, nos damos cuenta de que fue justo así como los nazis justificaron la matanza de los judíos. Los deshumanizaron en sus mentes, viéndolos como inferiores, un grupo malvado de gente y, de este modo, legitimaron la violencia que les impusieron. Tan pronto como decimos que los perpetradores de Auschwitz eran moralmente inferiores a nosotros, comenzamos el mismo proceso de deshumanización que los llevó a ellos a excluir, marginar y destruir a los judíos.
La única respuesta viable a la pregunta es la siguiente: Auschwitz sucedió debido a algo terriblemente malo en la naturaleza humana. Hay algo torcido y malvado dentro de nosotros. Somos propensos al egocentrismo y somos capaces de gran crueldad. Lord David Cecil resumió este trágico defecto cuando dijo después de la Segunda Guerra Mundial: “La jerga de la filosofía del progreso nos enseñó a pensar que el estado salvaje y primitivo del hombre había quedado atrás… Pero la barbarie no está detrás de nosotros, está [en] nosotros”.
Una versión en forma de novela de este veredicto puede verse en la obra de William Golding posterior a la Segunda Guerra Mundial, El señor de las moscas (1954). Es la historia de un grupo de colegiales británicos que quedan perdidos en una isla desierta. Novelas anteriores como La isla de coral (1857), que todavía operaban sobre las premisas optimistas de la esperanza secular, habían representado a niños náufragos creando una especie de paraíso idílico lejos de las influencias corruptoras de la sociedad. Golding, quien hizo referencia explícita a La isla de coral en su novela, pinta una imagen muy diferente. Los chicos de su historia caen en el tribalismo y la violencia: se matan unos a otros y se cazan unos a otros. La novela fue una refutación de la visión de Jean-Jacques Rousseau, tan dominante en Occidente durante tantos años, de que en esencia somos puros y buenos y es solo la sociedad la que nos corrompe, la que nos enseña a explotar. No, dice Golding, el mal que vemos en la sociedad es el resultado de lo que ya está en nuestra naturaleza. Si comenzamos una nueva sociedad desde cero, solo llevaremos la corrupción con nosotros.
C. E. M. Joad fue socialista, profesor de filosofía ateo e invitado recurrente al programa de radio de la BBC en tiempos de guerra, Brain Trust [Confianza en el cerebro]. Llegó a la fe en Cristo después de la Segunda Guerra Mundial. En su libro The Recovery of Belief [La recuperación de la fe], describió cómo él y todos sus colegas habían explicado el comportamiento humano malvado recurriendo a Marx o a Freud. La crueldad humana era una “inadaptación” psicológica y sociológica. Dentro de sus círculos intelectuales, “evitaban diligentemente” palabras como “malo, pecaminoso, malvado” a cambio de descripciones como “comportamiento no adaptado” o “instintos agresivos”. Los seres humanos podrían rehabilitarse del comportamiento egoísta y cruel si sus circunstancias cambiaban. Totalmente de acuerdo con Rousseau o Marx, Joad creía que si se tomaba a un hombre y se le “colocaba en un entorno correcto… se le hacía sentir importante, pero no demasiado importante, se evitaba oprimirlo o limitarlo, y no se le inculcaban sentimientos de culpa o inferioridad, crecería hasta convertirse en un… adulto sano, alegre, eficaz, equilibrado e intrépido”.
Joad dice que este punto de vista, “tan dominante en el pensamiento moderno”, falló a la hora de preparar a la gente para la Segunda Guerra Mundial. La visión moderna de la maldad humana que había “adoptado sin pensarlo cuando era joven” era quizás plausible en “los primeros catorce años de este siglo cuando… el estado de la humanidad parecía estar mejorando”, pero ahora esta visión de la bondad humana, la razón y el progreso se había “vuelto completamente inverosímil por los acontecimientos de los últimos cuarenta años”. Se dio cuenta de que la ciencia no hizo mejores a los seres humanos sino que solo mejoró su capacidad de obtener lo que quieren. “La ciencia… no es un fin, sino un medio, un medio para favorecer los deseos del hombre”.
Finalmente, Joad añade una nota personal:
Debido a que rechazamos la doctrina del pecado original, los que estamos en la izquierda siempre estamos decepcionados por la negativa de la gente a ser razonable… por el fracaso de la llegada del verdadero socialismo, por el comportamiento de las naciones y de los políticos… y, sobre todo, por el hecho recurrente de la guerra.
En resumen, la idea secular de progreso asumía que las barreras para el progreso a las que se enfrentaba la raza humana estaban fuera de nosotros y solo necesitábamos el suficiente conocimiento tecnológico, la educación y política social para controlar el mundo natural y superar las enfermedades, el hambre, la guerra, la pobreza, el racismo y la depresión. Pero la historia nos ha demostrado que el aumento de conocimiento puede utilizarse de maneras terribles para empeorar nuestra situación, porque la mayor barrera para el progreso está en realidad dentro de nosotros.
Hay un segundo gran problema con la idea secular de progreso. La idea cristiana original del progreso histórico es que la historia se mueve no solo hacia un final, sino hacia algo bueno más allá de la historia. El mundo renovado de Dios será la culminación y el cumplimiento de las mejores aspiraciones y esperanzas de la humanidad a lo largo de la historia. Pero la idea secular del progreso no cree en nada más allá de este mundo material. Esto no solo significa que cuando morimos como individuos, nos vamos a la nada, sino que la propia civilización humana al final desaparecerá sin dejar rastro. En otras palabras, la esperanza secular es solo para un progreso que es muy temporal. Asume que el destino real de la historia humana es la aniquilación total.
C. S. Lewis, en un breve ensayo, On Living in an Atomic Age [Sobre la vida en una era atómica], en 1948, cuando se avecinaba la posibilidad de una guerra nuclear, escribió que muchas personas tenían miedo de que la bomba atómica pudiera “destruir por completo toda la civilización humana”. Lewis respondió: “¿Cuál era tu punto de vista sobre el futuro de la civilización antes de la bomba atómica?… ¿Cómo pensabas que acabaría todo este esfuerzo de la humanidad? Casi todos los que saben algo de ciencia, conocen la verdadera respuesta… Toda la historia terminará en NADA”. Y añadió: “Si la naturaleza es todo lo que existe, es decir, si no hay Dios ni vida de algún tipo muy diferente en algún lugar fuera de la naturaleza”, entonces toda la civilización humana al final morirá con la muerte del sol, por lo que la humanidad resultará haber sido “un destello accidental… infinitesimalmente corto en relación con la inmensidad de tiempo muerto que le precede y le sigue… y ni siquiera habrá alguien que la recuerde”.
Brian Greene, en su libro Hasta el fin del tiempo: mente, materia y nuestra búsqueda de significado en un universo en evolución, presenta el mismo mensaje. Greene, a diferencia de Lewis, es un hombre secular, pero su mensaje es el mismo. ¿Cómo puedes vivir una vida significativa si sabes que la vida humana es el más ínfimo destello en la historia del universo y que nada de lo que hagamos aquí, ya sea bueno o cruel, marcará una diferencia final? Greene recuerda en la película Annie Hall al personaje de nueve años Alvy Singer que, una vez que se da cuenta de que el universo se vendrá abajo y toda la civilización humana será destruida, decide que no hay razón para hacer los deberes. Por supuesto, se espera que el público se ría en este momento de la película, pero Greene no nos deja escapar. Cree que el asunto no es motivo de risa. Argumenta que, si supieras que ibas a morir mañana, entonces sin duda no tendría sentido hacer los deberes. Y si supiéramos que el mundo está a punto de arder, todas las cosas que consideramos tan importantes —el arte, la política, la crianza de una familia— serían inútiles y no tendrían sentido. Después, argumenta que “si la muerte inmediata de la humanidad haría que la vida no tuviera sentido, entonces lo mismo debería ser cierto incluso si el final está lejos”. Tratamos de consolarnos con la “trascendencia simbólica”: la idea de que lo que hagamos seguirá viviendo en nuestras obras o en las vidas de nuestros hijos. Pero la realidad es que, al final, el hecho de que vivas una vida de bondad o de crueldad no supondrá ninguna diferencia en absoluto. El conocimiento de la aniquilación total, incluso aunque lo reprimas de alguna manera, se filtra y le quita significado a la vida. Si Foucault tiene razón, la historia se tambalea desde una disyunción a la siguiente, sin mejorar nunca, hasta que termine al mismo tiempo que el sistema solar, o antes debido a algún desastre climático o nuclear. De hecho, la historia “es un relato contado por un necio, lleno de ruido y furia, que nada significa”.
Greene y Lewis están señalando que, si este mundo material es todo lo que existe, en última instancia, todos nuestros amores, personas y logros se convertirán en nada. Pero Lewis, a diferencia de Greene, nos está empujando hacia esta confusión, de modo que podamos comenzar a cuestionarla. Escribe:
No puedes seguir obteniendo un placer real de la música si sabes y recuerdas que su aire de importancia es pura ilusión, que te gusta solo porque tu sistema nervioso está condicionado de forma irracional para que te guste. Todavía puedes, en el sentido más básico, pasar un “buen rato”… [pero] te verás obligado a sentir la desesperada falta de armonía entre tus emociones y el universo en el que realmente vives.
Cuando Lewis habla de la falta de armonía entre nuestras emociones y nuestra visión del universo, nos está presionando para que veamos que la perspectiva secular del mundo es algo que en realidad nadie puede creer de verdad. Nos recuerda que, si todo dentro de nosotros tiene una causa material, entonces el amor e incluso nuestras convicciones morales son en realidad solo el producto de fuerzas biológicas que nos ayudan a sobrevivir. ¿Pero hay alguien que realmente crea eso? De hecho, ¿hay alguien que pueda creer eso? Lewis continúa: “No puedes, excepto en el sentido animal más básico, estar enamorado de una chica si sabes (y sigues recordando) que toda la belleza tanto de su persona como de su personalidad son un patrón momentáneo y accidental producido por la colisión de átomos y… del comportamiento de tus genes”.
Lewis defiende que, en la práctica, nadie puede vivir de manera coherente con la creencia de que solo somos materia y que nuestro fin último es la aniquilación. Así que no tenemos esperanza.
A menos que…
A menos que haya un Dios que ha prometido guiar la historia no a un final sino a un nuevo comienzo, a un mundo en el que por fin la muerte y el mal serán destruidos por completo y la justicia y la paz reinarán, la señal de lo cual es la resurrección.
Recursos cristianos para una esperanza cultural
El cristianismo ofrece recursos incomparables para una esperanza cultural. En este momento no estamos hablando de una esperanza individual, de la esperanza de una vida después de la muerte, sino de una esperanza colectiva, una esperanza social, esperanza para el futuro de la sociedad, de la raza humana; una esperanza de que la historia avance hacia una buena dirección. Como han demostrado Nisbet y otros, la fuente original de la idea de progreso y esperanza históricos fue el cristianismo. Separada de esta fuente, la sociedad occidental está creciendo, como es lógico, en el cinismo y el aburrimiento. Veamos qué ofrece el cristianismo que podría renovar la esperanza en nuestra cultura. Los recursos cristianos para la esperanza son excepcionalmente razonables, completos, realistas y eficaces.
La esperanza cristiana es razonable
Primero, como se explicó con cierto detalle en el primer capítulo, existe una formidable evidencia histórica de que la resurrección de Cristo sucedió de verdad. Esto entraña que la esperanza cristiana sea diferente de cualquier otra esperanza.
N. T. Wright explica que la resurrección de Cristo presenta una evidencia que exige una explicación por parte de los historiadores y científicos. No puede simplemente descartarse. Escribe: “En la medida en la que entiendo el método científico, cuando surge algo que no se ajusta al paradigma con el que estás trabajando, una opción … es cambiar el paradigma”. No debemos excluir la evidencia solo porque nuestro viejo paradigma no pueda explicarla, sino que debemos incluirla dentro de un nuevo paradigma, “un todo más grande”. Fracasar a la hora de proporcionar una explicación alternativa que sea plausible en el plano histórico para los relatos de los testigos presenciales y el cambio revolucionario de la visión del mundo de la noche a la mañana de miles de judíos no es ser más científicos, es serlo menos.
Entonces, como señala Wright, la fe en la resurrección de Jesús “no es una creencia ciega que rechaza toda la historia y la ciencia [o] que… habita en… un compartimento separado”, una especie de fe que es del todo inmune a las realidades empíricas. Más bien, “la fe en el Jesús resucitado de entre los muertos trasciende, pero a la vez incluye lo que llamamos historia y lo que llamamos ciencia”.
Hay varios tipos de progresismo occidental que creen que la historia se está dirigiendo hacia una mayor libertad individual o igualdad de clases o prosperidad económica o paz y justicia tecnológicamente adquiridas. Pero todas estas opiniones no son hipótesis que cualquiera pueda demostrar. Son esperanzas de “eso esperamos”, creencias que no están arraigadas en el ámbito empírico. La resurrección de Cristo, sin embargo, incluye una poderosa evidencia en el ámbito empírico y, aunque todavía requiere fe, proporciona una esperanza muy razonable y racional de que hay un Dios que renovará el mundo.
La esperanza cristiana está completa
Todas las religiones han ofrecido a las personas la esperanza de una vida después de la muerte. Enseñan de varias formas que nuestras almas vivirán en el paraíso, que nuestra esencia espiritual pasará al alma total del mundo o que continuaremos en algún otro tipo de existencia espiritual. Entonces, aunque el mundo físico termine en el olvido, nosotros continuaremos. Nuestra cultura secular, por el contrario, es la primera en la historia que les dice a sus miembros que tanto los individuos como la historia del mundo terminarán aniquilados. Al final, nos vamos a la nada, como civilización y como personas.
Las otras religiones son, en última instancia, “espiritistas” en el sentido de que enseñan que la materia no tiene importancia y al final todo lo que quedará es espíritu. El secularismo, por supuesto, es materialista en su creencia de que no hay alma ni realidad sobrenatural, que todo tiene una causa científica y física.
El cristianismo es diferente de ambos. No ofrece meramente la expectativa de un futuro totalmente espiritual en el cielo. La resurrección de Jesús es el arrabon, el pago por adelantado, y la aparche, las primicias de una futura resurrección física en la que se renovará el mundo material. Será un mundo en el que morará la justicia, en el que se enjugará toda lágrima, en el que la muerte y la destrucción serán desterradas para siempre, en el que el lobo se acostará con el cordero: estas son formas poéticas de decir que este mundo será reparado, renovado, liberado de la esclavitud a la muerte y la decadencia (Ro 8:18-23).
Ninguna otra fe dice no solo que resucitaremos como individuos, sino que también el mundo material será renovado. Por tanto, la sociedad humana no está destinada a la aniquilación, sino al anhelado objetivo de una prosperidad, amor, justicia y paz perfectos. Y esta esperanza no es una ilusión, sino que se halla arraigada en la historia, cuya señal es Cristo resucitado. El Jesús resucitado dijo que no era “un espíritu” (Lc 24:39); nuestro futuro no es una existencia etérea en algún otro mundo, sino una existencia renovada y resucitada en este.
Esta es la esperanza más completa posible. La resurrección de Cristo nos promete no solo un consuelo futuro en cuanto a la vida que perdimos, sino la restauración de la vida que perdimos e infinitamente más. Promete el mundo y la vida que siempre hemos deseado pero que nunca hemos tenido.
La esperanza cristiana es realista
La filosofía de Hegel fue muy influyente para el pensamiento occidental y enseñó que la historia avanzaba a través de una “dialéctica” en la que, en cada época, las fuerzas en conflicto alcanzaban una síntesis nueva y mayor. Esto significaba que cada época era mejor que la anterior y la historia avanzaba dando una serie de pasos ininterrumpidos. Esto, como hemos visto durante el último siglo, es simplemente irreal. El cristianismo ofrece un destino mucho mayor y más maravilloso para la historia humana y la sociedad, pero lo hace de manera realista.
Si miramos a la muerte y la subsecuente resurrección de Jesús, vemos un modelo divino muy diferente. La Biblia “nos ofrece un paradigma para la comprensión de la historia del mundo que no se resuelve ni en la dialéctica hegeliana ni en una sucesión disyuntiva nietzscheana/foucaultiana… La Biblia nos presenta un relato de la historia no lineal en forma de V, cuyo patrón es la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo”. Jesús vino a la tierra, pero Su vida no fue de ninguna manera una serie de pasos ascendentes. Se despojó de Su gloria, vino y murió; sin embargo, este descenso le llevó a un ascenso aún mayor, porque ahora gobierna no solo el mundo en general, sino un pueblo salvo. Solo pudo salvarnos y ascender a través de Su sufrimiento y descenso. Esta no es la fusión hegeliana de fuerzas iguales y opuestas. Jesús no “combinó” la santidad con el pecado ni la vida con la muerte. Derrotó al pecado y a la muerte mediante la muerte. Pero la vida y la carrera de Jesús tampoco son una secuencia aleatoria de rupturas como la descrita por los posmodernistas. Jesús pasa por la oscuridad para al final llevarnos a una luz mayor. La historia avanza hacia un destino maravilloso, pero no en una serie de épocas cada vez mejores, que van viento en popa. Dios no trabaja así.
Y tampoco es así cómo funciona la vida humana. A menudo se ve que crecemos a través de las adversidades y de las dificultades; así es cómo finalmente vemos las verdades sobre nosotros mismos, cómo nos convertimos en todo lo que deberíamos ser. Esto es cierto no solo individual sino también socialmente. “Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hch 14:22).
La idea secular de progreso era ingenua y poco realista. Es incorrecto basar una sociedad en el supuesto de que cada generación experimentará más prosperidad, paz y justicia que la anterior. Pero la alternativa posmoderna nos quita toda esperanza. El cristianismo, sin embargo, nos ofrece una forma realista, pero no cínica de ver la historia.
La esperanza cristiana es eficaz
Por último, la esperanza cristiana es útil en el día a día, a nivel práctico.
El Nuevo Testamento usa la palabra esperanza de dos maneras. Cuando se trata de tener esperanza en los seres humanos y en nosotros mismos, nuestra esperanza siempre es relativa, incierta. Si le prestas algo a alguien, lo haces con la esperanza de que te lo devuelva (Lc 6:34); si aramos y trillamos, lo hacemos con la esperanza de que haya una cosecha (1Co 9:10).
Elegimos los mejores métodos y las prácticas más sabias para asegurar el resultado que queremos. Nos insistimos a nosotros mismos y a los demás en que “lo tenemos todo arreglado” y bajo control. Pero no es así, nunca lo tenemos. Esto es una esperanza relativa, de “espero que”.
Sin embargo, cuando el objeto de la esperanza no es un agente humano sino Dios, entonces la esperanza significa confianza, certeza y plena seguridad (Heb 11:1). Tener esperanza en Dios no consiste en un deseo incierto y ansioso de que Él afirme tu plan, sino reconocer que Él, y solo Él, es digno de confianza, que todo lo demás te defraudará (Sal 42:5, 11; 62:10) y que Su plan es infinitamente sabio y bueno. Si creo en la resurrección de Jesús, eso confirma que hay un Dios que es a la vez bueno y poderoso, que aporta luz a partir de las tinieblas y que está poniendo en marcha con paciencia un plan para Su gloria, nuestro bien y el bien del mundo (Ef 1:9-12; Ro 8:28). La esperanza cristiana significa que mi vida y mi felicidad ya no dependen de un agente humano, sino que descanso en Dios.
¿Cómo hacemos eso? Una persona que recibe un diagnóstico de cáncer pondrá con razón su esperanza relativa en los médicos y en el tratamiento médico. Sin embargo, su principal dependencia debe estar en Dios. Puede tener la certeza de que Su plan y Su voluntad para él son siempre buenos y perfectos (Ro 8:28) y que el destino inevitable es la resurrección. Si pone la esperanza principal de su corazón en la medicina, un informe desfavorable será devastador. Pero si la esperanza principal de su corazón está en el Señor, será como una montaña que no puede ser sacudida ni conmovida (Sal 125:1). Isaías 40:31 dice que los que “confían en el SEÑOR” no resisten angustiados, sino que siempre renuevan “sus fuerzas” e incluso “volarán como las águilas” (NVI). La esperanza en Dios lleva a correr y no fatigarse y a caminar y no cansarse.
J. R. R. Tolkien explica esta diferencia entre la resistencia y la verdadera esperanza en un pasaje del último volumen de la trilogía de El señor de los anillos. Sam Gamgee ha estado protegiendo a su señor, Frodo, durante un viaje desgarrador a través de un país letal y malvado. Luego, rescata a Frodo de la torre de una prisión por pura fuerza de voluntad. Más tarde se está quedando dormido y ve una estrella blanca brillando en el cielo:
Tanta belleza, contemplada desde aquella tierra desolada e inhóspita, le llegó al corazón y la esperanza renació en él. Porque frío y nítido como una saeta le traspasó el pensamiento de que la Sombra era, al fin y al cabo, una cosa pequeña y transitoria, y que había algo que ella nunca alcanzaría: la luz y una belleza muy alta. Más que una esperanza, la canción que había improvisado en la Torre era un reto pues en aquel momento pensaba en sí mismo. Ahora, por un momento, su propio destino, y aun el de su amo, lo tuvieron sin cuidado. Se escabulló otra vez entre las zarzas y se acostó junto a Frodo, y olvidando todos los temores se entregó a un sueño profundo y apacible.
Este pasaje capta a la perfección la diferencia entre la esperanza relativa en la acción humana y la esperanza infalible en Dios. En la torre, Sam había puesto sus esperanzas en su plan y su destreza. Y, sin duda, el estoicismo o una poderosa furia pueden ayudarnos a superar algunas crisis de manera temporal. Pero el verdadero valor viene con el olvido de uno mismo basado en el gozo. Proviene de una profunda convicción de que aquí en la tierra estamos atrapados temporalmente en un pequeño rincón de oscuridad, pero que el universo de Dios es un lugar enorme de luz y gran belleza, y ese es nuestro seguro destino final. Es así por Jesús. Estaba tan comprometido a traernos esa luz y belleza que perdió toda la gloria y el gozo, y se sumergió en las profundidades para que podamos saber que “el llanto puede durar toda la noche, pero a la mañana vendrá el grito de alegría” (Sal 30:5).
Jesús ha asegurado esto para nosotros con Su muerte y resurrección. Cuando esta seguridad permanece en nosotros, nuestro destino inmediato —cómo terminará la situación que estamos pasando— ya no puede preocuparnos. La resistencia viene de mirarnos a nosotros mismos. La esperanza viene de mirarle a Él.
Este artículo ha sido tomado del libro Esperanza en tiempos de temor: el significado y la importancia de la resurrección para nuestra vida hoy, escrito por Timothy Keller. El texto corresponde al capítulo 12, titulado “Esperanza para el futuro”; allí se encuentran las notas y referencias. Puedes adquirir este libro a través de Poiema Publicaciones.
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