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A lo largo de su juventud y antes de ser el conocido reformador protestante, Martín Bucero (1491-1551) –o Martin Butzer en alemán– fue un monje de la Orden Dominica en Sélestat, también conocida como la Orden de Frailes Predicadores. Esta había sido fundada en el siglo XIII por el obispo español Domingo de Guzmán (1170-1221) y ratificada por el entonces Papa Honorio III (aprox. 1148-1227). Teólogos importantes de la iglesia medieval como Tomás de Aquino (1225-1274) y Alberto Magno (m. 1280) fueron parte de dicha orden.
Como miembro de esa orden, Bucero recibió allí su formación teológico-filosófica en torno a las Escrituras y al pensamiento de Aquino y Aristóteles. Como buen dominico, también estudió con profundidad las famosas Sentencias de Pedro Lombardo (c. 1100-1160), y se familiarizó con el pensamiento del humanista Erasmo de Rotterdam (1466-1536), quien entonces era muy influyente en el entorno dominico de Bucero.
Pero todo cambió para Bucero cuando en 1518, siendo ya sacerdote, escuchó a un tal “Martín Lutero” (1483-1546) durante la famosa Disputa de Heidelberg en el monasterio agustino de dicha ciudad. Lutero fue invitado allí por el vicario de la orden agustina ermitaña e hizo una defensa de 28 tesis teológicas frente a los profesores y estudiantes acerca de las obras humanas, el pecado mortal y venial, el libre albedrío, la incapacidad humana, su “teología de la cruz”, y la ley de la gracia.
De forma muy bella, la tesis 25 dice: “No es justo quien hace mucho, sino quien, sin obrar, cree mucho en Cristo”. Podemos imaginar que estas palabras movieron a Bucero, quien luego, igual que Lutero, defendería la justificación solo por la fe en Cristo como una doctrina fundamental para la iglesia cristiana, aunque con sus propias notas distintivas influenciadas por su instrucción en el tomismo y erasmismo. Toda esta formación y experiencia fue fundamental para su futuro trabajo como reformador, sobre todo en Estrasburgo entre 1524 y 1549, es decir, la mayor parte de su carrera reformista.
Llegada a Estrasburgo y reforma paulatina
Luego de retirarse de la orden dominica y a causa de la persecución romanista en su contra, Bucero pasó por un par de ciudades hasta que llegó como refugiado a Estrasburgo, que entonces era una de las ciudades más grandes de Alemania. Allí, las autoridades le otorgaron una licencia para predicar con libertad, y fue designado como predicador en la iglesia de San Aurelia en 1524, conformada mayormente por granjeros y sus familias. No mucho después fue ordenado oficialmente como el pastor de esta feligresía pobre y rural.
Como buen exmonje dominico, Bucero buscó establecer la Reforma en Estrasburgo desde el púlpito, empezando con una serie de sermones sobre el Evangelio de San Juan. Asimismo, escribió comentarios sobre varios libros de la Biblia (Jueces, Sofonías, Romanos, Efesios, etc.), que a la vez tenían el fin de servir como herramientas exegéticas para los predicadores.
Además, Bucero tradujo del alemán al latín los sermones de Lutero sobre las cartas de Pedro y Judas. Todo esto revela la importancia que la predicación tenía para él, la cual expresó también con las siguientes palabras: “Es necesario que nada más que las seguras palabras de Dios se prediquen en las iglesias”.
Como parte de su reforma, lo siguiente que Bucero hizo fue implementar, con influencia zuingliana, varios cambios importantes en la liturgia de la iglesia, especialmente en la celebración de la eucaristía o cena. Se reemplazó el altar por una mesa, a los participantes se les ofrecía tanto el pan como el vino y se prohibió la elevación idolátrica del pan eucarístico.
A pesar de esto, mantuvo inicialmente algunas prácticas acostumbradas, como el peregrinaje a los sepulcros de los santos, siempre y cuando no fuese hecho de forma supersticiosa e idolátrica. De igual modo, dejó algunas imágenes en la iglesia hasta que llegó el momento adecuado para retirarlas, aunque más adelante su rechazo en ese aspecto se recrudeció por la influencia anabaptista/radical. Esto muestra el proceder inicial de un reformador moderado como Bucero, quien creía que los cambios debían darse paulatinamente y acompañados de una sana predicación del evangelio.
Su relación con los anabaptistas
La mayor parte de la feligresía de la iglesia de San Aurelia estaba conformada por creyentes anabaptistas, y entre ellos se encontraba el líder de ese movimiento en Estrasburgo: Clement Ziegler (s. XVI). Esto hizo que Bucero fuera uno de los reformadores más cercanos y empáticos con esa comunidad, y que se viera obligado a afrontar diversas ideas y prácticas que la caracterizaban, como el rechazo del bautismo infantil, el exagerado pacifismo, la condena de los juramentos, el estricto biblicismo y el desvirtuado misticismo.
Otros líderes importantes de Estrasburgo que pertenecían a esa corriente eran Michael Sattler (1495-1527), Melchior Hoffman (1495-1544), Caspar Schwenkfeld (1489-1561) y Pilgram Marpeck (1495-1556). Bucero debatió con todos ellos, pues creía que podía convertirlos a una mejor doctrina mediante la argumentación.
En especial, sostuvo con Marpeck una disputa acerca del bautismo infantil y el rebautismo en 1531. Lo interesante es que para Bucero la preocupación no era el bautismo infantil en sí, sino la separación y división anabaptista de la Iglesia. Su objetivo era convivir con ellos bajo una misma iglesia, incluso a expensas de tolerar lo que él consideraba “errores teológicos graves”.
La disputa con los líderes anabaptistas duró años (entre las décadas de 1520 y 1530), teniendo sus puntos críticos. Sin embargo, fue siempre hecha por Bucero con un espíritu irénico, buscando unir a estos líderes y sus iglesias con la Iglesia oficial e institucional de Estrasburgo. Él creía que entre los integrantes de ese movimiento había también verdaderos cristianos por la única fe en Cristo, “el único salvador de la humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre”.
Acerca de toda esta controversia con los anabaptistas, Bucero hizo la siguiente reflexión en una carta al reformador suizo Simon Grynaeus en 1532, que veo importante considerar hoy en día:
A menudo somos demasiado indulgentes con los que están de acuerdo con nosotros y aceptan nuestra enseñanza, y demasiado severos con los que disienten y aún no aceptan nuestra enseñanza (...) Es una gran calamidad reconocer solo como nuestros a aquellos que aceptan toda nuestra doctrina, despreciando así a muchos que verdaderamente pertenecen a Cristo.
En busca de la reconciliación entre luteranos y reformados
Bucero aplicó esta misma aproximación irénica con el protestantismo, específicamente en el debate eucarístico entre luteranos y reformados. En 1529, asistió al famoso Coloquio de Marburgo, en el que intentó conciliar a Lutero y Ulrico Zuinglio (1484-1531), padres de esas tradiciones, convencido de que la doctrina de estos era esencialmente la misma y que difería solo en palabras.
Pero tanto Lutero como Zuinglio sospechaban de Bucero. El primero lo llamó (entre otras cosas) un ‘canalla’, y el segundo un ‘zorro’. El intento de reconciliación fue claramente fallido, así como también el que ocurrió en 1536 en la Concordia de Wittenberg. A partir de aquí estas corrientes se distanciaron más, y en 1530 cada una produjo dos declaraciones de fe representativas: la Confesión de Augsburgo y la Confesión Tetrapolitana. Esta última fue compuesta por Bucero con la ayuda de Wolfgang Capito (1478-1541) y Caspar Hedio (1494-1552), y fue suscrita por la Iglesia de Estrasburgo.
La Tetrapolitana era moderada, y en ella Bucero tenía aún la intención de reconciliar a luteranos y reformados; de ahí que su capítulo “sobre la eucaristía” fuera redactado de una manera que agradara a ambos grupos. Pero esto no se debía a una mera estrategía política, sino al espíritu unificador de Bucero, quien entendía la cena como un medio de unión entre los creyentes:
Nuestros eclesiásticos, con especial diligencia, alejan las mentes de nuestro pueblo tanto de toda contención como de toda investigación superflua y curiosa, y las conducen solo hacia lo que es provechoso y que fue valorado por Cristo nuestro Salvador; a saber, que, alimentados por Él, vivamos en y por Él una vida santa y agradable a Dios, y, por lo tanto, eterna y bendita; y para que los que participamos de un solo pan en la Santa Cena seamos entre nosotros un solo pan y un solo cuerpo (Confesión Tetrapolitana, XVIII).
Los romanistas y la doctrina de la justificación
Quizás, sorprendentemente, el irenismo de Bucero fue incluso extendido al ‘papismo’, como él lo llamaría. En el año 1541 asistió con los reformadores Felipe Melanchthon (1497-1560) y Johannes Pistorius (1546-1608) al Coloquio de Ratisbona organizado por el emperador Carlos V (1500-1558), en el que se buscaba la unión entre protestantes y ‘papistas’ (o romanistas), especialmente en el punto de la doctrina de la justificación por la fe, que para Bucero era un artículo fundamental de la iglesia.
Por el lado romanista estuvieron presentes el hábil teólogo Johann Eck (1486-1543) y el cardenal papal Gasparo Contarini (1483-1542), que se inclinaba al entendimiento protestante de la justificación. Increíblemente el coloquio produjo una declaración conjunta (en su artículo 5) sobre la justificación, la cual fue redactada por Bucero; pero lamentablemente, en última instancia, no sirvió para llegar a algún tipo de unidad o reconciliación, ya que hubo sectores del protestantismo (Lutero) y el romanismo (el papa Paulo III [1468-1549]) que no estaban contentos con el coloquio.
Sorprendentemente, Juan Calvino (1509-1564) aprobó la declaración del coloquio sobre la justificación, aunque era algo escéptico con respecto a la misma. En cualquier caso, este fue otro evento en el que Bucero mostró su espíritu conciliador, dialogando incluso con los odiados ‘papistas’. Quizás la razón es que también los veía como cristianos. En una ocasión llegó a decir que “hay muchos que pertenecen mucho más a Cristo entre los que son considerados ‘papistas’ que entre los que parecen ser evangélicos”.
Por supuesto, como otros reformadores, llamó al Papa ‘el anticristo’ y atacó las perversiones doctrinales y litúrgicas de Roma, pero era más tolerante con los romanistas ‘moderados’ (o conciliadores como él), y no estaba cerrado a un acuerdo, al menos no en los artículos fundamentales de la fe cristiana (como la justificación), los cuales, él creía, podrían servir para establecer un acuerdo fundamental entre protestantes y romanistas.
Una sola fe basada en la verdad
Debido a su irenismo, Bucero estaba dispuesto a dialogar con los también llamados anabautistas, luteranos y romanistas de su tiempo, con el fin de llegar a un acuerdo en la unidad de la fe para el mantenimiento de la cristiandad. Por esto, también algunos historiadores lo han llamado ‘el reformador ecuménico’. No obstante, el celo de Bucero por la unidad no era a expensas de la verdad. Él creía que la verdad era una y era un protestante de convicción. De hecho, su Confesión Tetrapolitana fue su declaración de fe personal hasta su muerte.
La intención de Bucero era llegar a la unidad a través de la verdad, pero entendía que eso no sería posible si no existía algún tipo de diálogo entre las facciones enemistadas. Pero no todos los teólogos de estas facciones tenían su mismo espíritu; más bien, recrudecieron las disputas.
En su tiempo, Bucero no fue de la confianza de todos, y la historia no ha sido muy justa con él. Apenas recientemente en el siglo XX se ha iniciado una investigación de su pensamiento. Quizás esto se debe al extraño hecho de que, por lo general, en la historia los pacifistas son olvidados, mientras que los impetuosos y violentos son recordados.
Su carrera reformista fue muy amplia y multifacética. Lo contado aquí es una parte de la historia. Entre otras cosas, escribió obras importantes como Que nadie debe vivir para sí sino para otros (1523), Sobre el verdadero cuidado pastoral (1538) y Del reino de Cristo (1557). Recibió e instruyó a un joven Calvino en Estrasburgo; fue invitado a Inglaterra por el reformador inglés Thomas Cranmer (1489-1556); fue profesor de teología en la Universidad de Cambridge y, junto con Pedro Mártir Vermigli (1499-1562), produjo una nueva edición del reconocido Libro de Oración Común (1552).
Finalmente, murió en Inglaterra por causas naturales. El reformador italiano Vermigli, que lo consideraba su “especial y más querido amigo”, dijo de Bucero en una carta a la viuda Wibrandis Rosenblatt (1504-1564): “Debo lamentar que la Iglesia haya perdido a tan buen padre, a tan fiel maestro de la escuela, a tan piadoso esposo para ti, y a tan incomparable amigo para mí”.
Bucero no legó ninguna corriente denominacional, ni tampoco él mismo se vio en una. No fue ni luterano ni zuingliano, mucho menos fue un calvinista; fue él mismo. Aprendió de y se acercó a las diversas corrientes entre las que se encontró en su tiempo. Su legado para el cristianismo protestante antiguo y moderno fue la búsqueda de la unidad en la fe cristiana-católica, que a sus ojos era solo una. Esa será una tarea que nunca acabará y, en esa medida, el legado de Bucero seguirá vivo.
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