Ahí estoy, viendo hacia abajo las escaleras eléctricas que perforan el suelo y se hunden en lo profundo de la ciudad. Al subirme, debo ubicarme a un lado para que las personas que tienen prisa puedan pasar primero; yo, un turista sin muchos compromisos, puedo ir al ritmo de las escaleras sin preocupaciones. Desde arriba no logro visualizar mi destino; las escaleras son tan verticales, altas y metálicas que asustan. Cuando llego al final de la escalera, puedo ver que el metro arriba en la estación, así que me subo al primer vagón y trato de encontrar un lugar dónde sentarme.
Mientras busco con la mirada, puedo ver rostros cansados, niños que vienen de la escuela, jóvenes con audífonos mientras ven su celular, y una que otra familia. Pero lo que más me llama la atención es la cantidad de trasfondos culturales representados en el vagón: hay una pareja de color hablando francés, un joven musulmán leyendo una versión digital del Corán, un par de amigas asiáticas conversando en coreano, cinco jóvenes de color vestidos de negro que bromean entre ellos en un perfecto inglés londinense. También vi a una mujer inglesa muy elegante que está leyendo el diario The Times. En medio de todos ellos estoy yo: un latino con aspecto de turista que se pregunta cuál será la historia de cada una de estas personas.
Así es un día normal en el metro de Londres, París, Bruselas o Madrid. Cada vez es más común ver que gente de todo el mundo llega a los países más desarrollados y ricos de Europa, los cuales ofrecen muchas oportunidades no solo de prosperar sino de vivir en un entorno seguro, con acceso a salud y educación. Esto no solo ocurre en el Viejo Continente; también pasa en Norteamérica o en países de Medio Oriente, como Emiratos Árabes Unidos, e incluso entre países vecinos o grandes ciudades de Latinoamérica. En definitiva, estamos ante el fenómeno migratorio más grande de la historia y hoy, más que nunca, millones de personas han dejado su patria para nunca regresar.
Sin embargo, un grupo es notablemente llamativo por su crecimiento en las últimas décadas: los migrantes provenientes de países mayoritariamente musulmanes. Según un artículo de The Pew Charitable Trusts, estos representan el 29% de los migrantes internacionales, cifra que ha aumentado de manera significativa en las últimas décadas. Entre 2010 y 2016, Europa recibió una gran cantidad de refugiados, principalmente de Siria, Irak y Afganistán. Los destinos principales fueron Alemania, Reino Unido y Francia debido a sus políticas de asilo y amplias oportunidades laborales.
Pero la migración, a pesar de todos sus beneficios, presenta grandes desafíos tanto para quienes buscan un nuevo hogar como para los países que los acogen
Pese al apoyo que los gobiernos han ofrecido a los refugiados, el crecimiento de la población migrante no deja de generar resistencia. El aumento de la migración ha avivado la percepción de inseguridad en los nacionales, lo cual ha provocado respuestas violentas. Un ejemplo de ello fueron los recientes disturbios en el Reino Unido tras un lamentable incidente en el que tres niñas fueron asesinadas y corrió el rumor de que el atacante era un solicitante de asilo musulmán. Esto desató una ola de violencia en contra de los musulmanes y de marchas antiinmigración lideradas por grupos de la derecha política. Los manifestantes atacaron mezquitas y hoteles que albergaban refugiados, y los disturbios se extendieron a varias ciudades del Reino Unido, como Londres, Manchester y Bristol.
Tales hechos son solo una muestra de lo resistentes que los seres humanos somos a recibir a los extranjeros. ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que alguien procedente de otro lugar se instale en nuestro vecindario? ¿Por qué nos incomoda ver cómo barrios enteros se transforman en comunidades de migrantes? Para responder a esas preguntas se necesitaría todo un trabajo de investigación, pero en este corto artículo me atrevo a hacer algunas observaciones al respecto y a revisar cómo, históricamente, la iglesia ha respondido a estos desafíos.
La paradoja de la permanencia territorial
Desde Adán y Eva hasta hoy, la historia de la humanidad es la historia de la migración. Piénsalo por ti mismo: si miras hacia atrás en tu árbol genealógico, vas a encontrar a alguien que migró. Es literalmente imposible que toda la ascendencia de una persona haya vivido siempre en el mismo lugar.
Por lo anterior, me resulta paradójico que hoy se les atribuya más valor étnico, material o ideológico a quienes han estado en los territorios por más tiempo. Eso incluye desde los privilegios –muchas veces desmedidos– que reciben las comunidades indígenas en varios sectores de Latinoamérica, hasta las ventajas sociales que da el ser considerado “blanco” o “anglosajón” en Norteamérica, solo por el hecho de haber habitado esa tierra “primero”. En Europa, esa misma lógica se refleja en el temor hacia el extranjero, especialmente cuando se percibe que su presencia amenaza la identidad cultural local.
En otras palabras, las comunidades suelen ver en la migración no sólo un desafío económico, sino también un riesgo para las tradiciones y los valores que han defendido durante siglos. La percepción en el Viejo Continente es que la cultura social y familiar musulmana es incompatible con las libertades civiles –como los derechos humanos o la igualdad de género– e incluso va en contra de ellas. También salen a relucir los asuntos de seguridad y el temor por la forma en que la economía se pueda ver afectada ante la fuerte inmigración.
Esta compleja situación ha sido explicada con la “teoría del reemplazo”, la cual sostiene que ciertas élites globales están promoviendo un proyecto de migración masiva con el fin de reemplazar a la población nativa de los países occidentales con inmigrantes –en su mayoría musulmanes–. Según esta hipótesis, la cual ha sido promovida por algunos grupos nacionalistas y populistas, el objetivo final es alterar la identidad cultural, religiosa y étnica de estos países. Aunque ha sido ampliamente debatida y desacreditada (incluso se le considera conspirativa), su influencia sigue siendo evidente en los discursos antiinmigración.
El crecimiento de la población musulmana en el Viejo Continente
Un estudio publicado en la revista científica MDPI, llamado Drivers of Human Migration: A Review of Scientific Evidence (en español, Factores que impulsan la migración humana: una revisión de la evidencia científica), afirma que las causas principales de este fenómeno son de tipo económico: los migrantes buscan mejores oportunidades de empleo y, como consecuencia, una mejor calidad de vida. Además, en el estudio se explica que la migración crea un efecto de red, es decir, que las comunidades establecidas de migrantes en un país de destino facilitan la llegada de nuevos migrantes del mismo origen. Quizás por eso es cada vez más notable la presencia de musulmanes en las calles de ciudades como París, Berlín, Estocolmo o Londres.
En el artículo Europe’s Growing Muslim Population (en español, La creciente población musulmana en Europa), publicado por Pew Research en 2017, se calculó que, para ese año, un 4.9% de la población en el Viejo Continente pertenecía a la comunidad musulmana. También se dieron a conocer las proyecciones de aumento de la población: si no hubiera más migración, el 7.4% de la población europea sería de origen musulman para 2050; si las tasas de migración fueran medias, el 11.2% de los europeos tendrían raíces musulmanas para ese mismo año; y si la tasa de migración se mantuviera alta, el 14% de los habitantes de Europa tendrían algún ancestro islámico para la mitad del siglo XXI.
Ahora, si hacemos una proyección basada en estas cifras, podríamos concluir que, con una tasa nula de nueva migración y solo manteniendo la población musulmana actual, para el año 2251 la mayoría de la población europea sería de origen islámico. Si la tasa fuera media, para el 2119, los musulmanes lograrían ser mayoría, y si la migración se mantuviera alta, Europa sería principalmente un continente musulmán para el 2095.
Además, no se puede dejar de lado que las poblaciones de origen musulmán están ganando una presencia cada vez más visible en sectores clave como la política. Ejemplos notables incluyen a Rachida Dati, ministra de Justicia en Francia entre 2007 y 2009; Ahmed Aboutaleb, alcalde de Róterdam, Países Bajos, desde 2009; y quizás el caso más conocido, Sadiq Khan, alcalde de Londres desde 2016. En el ámbito del fútbol, figuras como Karim Benzema, Paul Pogba y Riyad Mahrez también destacan como musulmanes practicantes.
Entonces, ¿significa esto el fin del cristianismo en el Viejo Continente? Realmente no es algo tan fácil de predecir. Sin embargo, la pérdida de presencia del cristianismo en Europa no tiene que ver precisamente con la llegada de los migrantes de origen musulmán; la descristianización de Europa ha venido ganando terreno desde hace siglos.
Aunque las proyecciones demográficas parecen sugerir un cambio significativo en el paisaje religioso y cultural de Europa, reducir el futuro del continente al crecimiento de la población musulmana sería simplificar demasiado un proceso que es mucho más complejo. Entonces, si la llegada de estos nuevos grupos no es la causa principal, surge la pregunta: ¿cómo ha respondido la iglesia a desafíos similares en el pasado y qué podemos aprender de su historia?
Expansión del islam y cristianismo
El siglo VII es fundamental para entender la relación entre el cristianismo y el Islam. Mahoma experimentó sus primeras visiones en el año 610, en la cueva de Hira, cerca de La Meca, en lo que hoy es Arabia Saudita. Tres años después, en el 613, ya tenía un grupo de seguidores, entre los que estaban su esposa Jadiya y su primo Alí. Después de la Hégira, o emigración a La Meca, Mahoma formó un ejército en el 624 con el que conquistó La Meca y su influencia empezó a crecer en toda la península arábiga.
Una vez que el profeta murió en el 632, sus seguidores conquistaron casi la totalidad del Medio Oriente, Palestina y casi todo el norte de África; cruzaron el estrecho de Gibraltar y llegaron a dominar casi toda la península ibérica. Territorios que por siglos habían sido cristianos y habían sido el hogar de profetas, apóstoles y padres de la Iglesia, se convirtieron de la noche a la mañana en territorios con una nueva religión dominante. Con el tiempo, el cristianismo pasó a ser una minoría agonizante en los territorios conquistados por los seguidores de Mahoma.
Los puntos más cruciales se dieron entre los siglos XV y XVI, cuando los musulmanes –bajo el estandarte de los otomanos– conquistaron Constantinopla o Bizancio, la ciudad que había sido un emblema del cristianismo por más de mil años. Para ese tiempo, los cristianos veían con pesimismo la caída de los reinos cristianos europeos a manos de las fuerzas islámicas, pero esto no llegó a suceder. De hecho, los reinos cristianos lograron resistir y algunos hasta ganaron terreno, como es el caso de España.
Lo interesante es que, a pesar de que muchos territorios estaban ahora bajo dominio musulmán (incluyendo aquellos por donde caminó Jesús y en los que predicó Pablo), el cristianismo encontró nuevas tierras no alcanzadas. América se convirtió en la tierra de los nuevos cristianos, y posteriormente lo fueron África, Asia y Oceanía. El dolor de perder los territorios más tradicionales del cristianismo no mermó el fervor del impulso de las misiones, sino que lo alimentó.
El espacio por el que el Islam se expandió antes del siglo XVI permaneció casi inmutable. Su capacidad militar se diluyó y sus esfuerzos proselitistas fuera de sus territorios tradicionales terminaron siendo casi nulos. Hoy, la cultura del Islam está estrechamente ligada a la tradición. Su fuerte estructura familiar y social contrasta significativamente con las estructuras morales cada vez más abiertas y liberales de Europa, así que no es de extrañar que la cultura musulmana termine por opacar la cultura de los países cristianos de Europa.
Algunos años atrás, mientras estudiaba inglés en Manchester, Inglaterra, tuve como compañeros a una gran cantidad de militares saudíes. Fue interesante conocerlos y ver más de cerca la práctica de su fe, su percepción de Occidente y lo poco que asimilan el cristianismo. Para ellos, la figura de Jesús es muy difusa y las prácticas cristianas son muy extrañas.
La mayoría de los musulmanes de hoy son culturales: practican el Islam solo porque está estrechamente vinculado a su cultura, pero no por un estudio concienzudo y serio de otras religiones. En consecuencia, su apologética es generalmente débil y su fe es poco capaz de ser sometida a un estudio racional. También es cierto que muchos están llegando a la fe cristiana y que la labor misionera en medio de ellos está empezando a dar fruto.
La misión de la iglesia continúa
A diferencia del Islam, el cristianismo siempre ha encontrado un nuevo territorio un poco más allá, en especial al occidente. En los siglos XVI y XVII, América se convirtió en la tierra prometida para los cristianos. Posteriormente, lo fueron China, Corea, el Sudeste asiático y África. Hoy, la iglesia se está haciendo mucho más fuerte en medio de esos países que antes fueron territorios de misión: de allí provienen cientos de miles de obreros que están llevando el evangelio a otras naciones –tarea que antes realizaba de forma casi exclusiva la iglesia anglosajona–. Como lo resaltó la página web del Movimiento de Lausana: “El cristianismo en el Sur Global está creciendo tanto cualitativa como cuantitativamente a un ritmo fenomenal en comparación con el cristianismo del Norte Global”.
En ese mismo sentido, Europa dejó de ser un centro de envío de misioneros hace mucho tiempo y hoy es considerado como un territorio de misión, antes debido al secularismo, y ahora también debido al proceso de islamización del continente. Al igual que durante los tiempos de la expansión del Islam y del Imperio otomano, muchos lugares históricos centrales del cristianismo podrían quedar bajo el control de los musulmanes. Sin embargo, esto no significa el fin para el cristianismo, sino el avance del mismo a nuevos territorios de misión. La iglesia le pertenece al Señor, así que en las próximas décadas podríamos ver conversiones masivas en territorios que, antes del Islam, eran cristianos, pero hoy carecen del evangelio casi por completo.
La historia nos muestra que la iglesia ha enfrentado desafíos similares a lo largo de los siglos y milenios. Desde la expansión islámica en el siglo VII hasta la descristianización moderna de Europa, la iglesia ha sobrevivido a numerosas crisis que parecían amenazar su misma existencia. La clave de la resiliencia del pueblo de Dios, donde quiera que se encuentre, ha sido su capacidad para adaptarse y encontrar nuevos horizontes. Entonces, en lugar de ver el crecimiento de la población musulmana como una amenaza definitiva, podría ser más útil considerar cómo la iglesia ha renovado su misión en territorios donde antes parecía haber perdido terreno, como en Medio Oriente y el Norte de África.
El cristianismo en Europa, aunque disminuido, no está necesariamente condenado a desaparecer. La iglesia, en su sentido más profundo, siempre ha encontrado maneras de reformarse y avanzar en medio de la adversidad. Hoy, nuestro desafío no solo está en la demografía cambiante, sino en redescubrir la forma de ejercer nuestro llamado en un mundo cada vez más secular y multicultural. La pregunta no es si Europa será mayoritariamente musulmana o cristiana en el futuro, sino cómo la iglesia puede seguir proclamando el evangelio en un entorno más diverso, a la par que aprendemos de la historia y seguimos adelante sin perder de vista que el Señor prometió estar con nosotros hasta el fin.
Al igual que esas escaleras mecánicas que descienden hacia lo profundo, la iglesia en Europa aparentemente se mueve hacia lo incierto. Sin embargo, no debemos olvidar que, por la obra soberana del Señor, Su pueblo siempre encuentra nuevas rutas y territorios en los cuales florecer.
Referencias y bibliografía
Global Migration's Rapid Rise | The Pew Charitable Trusts
Drivers of Human Migration: A Review of Scientific Evidence | MDPI
Muslim Population Growth in Europe | Pew Research Center
Perspectives from Global South Christianity | Lausanne Movement