Nota del editor: Este es un fragmento adaptado de Caminando con Dios a través de el dolor y el sufrimiento (Poiema Publicaciones, 2018), escrito por por Timothy Keller. Puedes descargar una muestra gratuita visitando este enlace.

Cuando el Cielo va a asignarle a alguien una gran responsabilidad, primero hace que su mente tenga que soportar sufrimiento. Hace que sus tendones y huesos experimenten fatiga y que su cuerpo pase hambre. Lo aflige con pobreza y derriba todo lo que intenta construir. De esta forma, el Cielo estimula su mente, estabiliza su temperamento y desarrolla sus puntos débiles.
— El libro de Mencio (China, 300 a. C.)
Filosofía para “salvarse el pellejo”
El autor clásico Cicerón argumentó que la meta principal de la filosofía es enseñarnos a enfrentar la muerte. El hecho de la mortalidad y la muerte, señala Cicerón, crea temores, deseos incumplidos y tristeza. El propósito de la filosofía es aliviar a las personas de estas cosas, proporcionarles una manera de cuidar el alma. Así que “la filosofía permite y requiere que uno se convierta en su propio médico espiritual”. Luc Ferry, un filósofo francés contemporáneo, no cree que la definición de filosofía de Cicerón pueda mejorarse. “Uno no filosofa para entretenerse, ni siquiera para comprender mejor el mundo... sino a veces literalmente para ‘salvarse el pellejo’”. Dicen que para vivir bien tenemos que aprender a vencer nuestros temores de “los diversos rostros de la muerte”, así como del “aburrimiento, de la sensación de que el tiempo se nos va”. Tal vez la verdad más terrible que debemos enfrentar es que inevitablemente seremos separados de todos aquellos que amamos. Ferry pregunta: ¿Qué deseamos por encima de todo? Ser entendidos y amados en lugar de estar solos y, sobre todo, “no morir ni dejar que [nuestros seres queridos] mueran”.
Ferry sabe que muchas personas seculares de la actualidad (al igual que Epicuro y otros pensadores de la antigüedad) argumentan que no hay que buscarle más explicaciones a la muerte. Señalan que simplemente es el “final de la vida”. Cuando mueres, simplemente no existes, no sabes nada, así que no puedes preocuparte. Si ese es el caso, entonces “¿para qué... molestarse con un problema tan carente de sentido?”. Pero Ferry responde que este razonamiento es “demasiado brutal como para ser sincero”. ¿Qué es lo que le da más sentido a tu vida? ¿No son tus relaciones con las personas que amas? ¿De verdad puedes decir honestamente que no temes un estado futuro que te despoje de todo lo que atesoras en el presente? ¿Tus seres queridos significan tan poco para ti que no te importa separarte de ellos para siempre? Pero esta pérdida de lo que da sentido a la vida comienza incluso antes de que muramos. “La irreversibilidad de las cosas es una especie de muerte en vida”. Esto es lo que con razón llamamos maldad y sufrimiento. Y Ferry concluye que las personas honestas deben admitir que la muerte y todas sus consecuencias son un enorme problema humano —quizá el mayor. Para vivir bien y libremente, siendo capaces de gozar y amar, debemos aprender a vencer el terrible e inevitable miedo de estas pérdidas irreversibles.

Los antiguos filósofos griegos creían que el verdadero propósito de la filosofía era descubrir cómo enfrentar bien el mal, el sufrimiento y la muerte. De hecho, Ferry argumenta que sólo la filosofía o la religión pueden ayudarnos a lidiar con el dolor y la muerte. ¿Por qué? El sufrimiento nos quita los amores, las alegrías y las comodidades que creemos le dan sentido a la vida. ¿Cómo podemos mantener nuestro aplomo, o incluso nuestra paz y alegría, cuando eso sucede? Solo podremos hacerlo si encontramos nuestro propósito en cosas que no pueden ser tocadas por la muerte. Pero eso significa ubicar las respuestas a las preguntas “¿Qué propósito tiene la vida humana?” y “¿En qué debería invertir mi tiempo aquí?” en cosas que el sufrimiento no pueda destruir. Eso solo puede hacerse mediante la filosofía o la religión. “Es un error”, concluye, “creer que la psicología moderna, por ejemplo, puede sustituir este [proceso]”. Ferry (que no es un hombre religioso) sabe que se está oponiendo a la cosmovisión secular en este punto, pero insiste en que la ciencia no puede ayudarnos con el sufrimiento, pues no puede ayudarnos a encontrar un propósito. La ciencia puede decirnos lo que algo es, pero nunca lo que debería ser —ahí entran la filosofía y la fe. Sin embargo, sin resolver estos problemas no podremos manejar la dureza de la vida.
Cada etapa de la historia ha ofrecido su propia literatura de “consolación” a los que sufren para entrenarlos y ayudarlos en sus pruebas y pérdidas.

Salvación a través de la razón
Puede que la escuela más influyente de la filosofía griega haya sido la de los estoicos. Los estoicos creían que el universo tenía una estructura racional divina llamada Logos. No creían que el universo estuviera compuesto estrictamente de materia física, pero tampoco creían que hubiera un Dios personal responsable de crear y sostenerlo. Para ellos el universo era divino, hermoso, bien estructurado y tenía un orden que era racional y capaz de ser percibido por nuestra razón. Creían, por tanto, que existen “absolutos” morales —formas correctas de comportarse según el orden del universo— y formas de vida que eran incorrectas porque se oponían a este orden. Esto podía deducirse e inferirse de lo que se observaba en el mundo. A pesar de los tiempos aparentemente caóticos y de los lugares desordenados, en esencia el universo era armonioso, pues todas las cosas ocupaban su lugar correspondiente y hacían lo que debían hacer.

Para los estoicos, entonces, la tarea de nuestra mente y razón era percibir el orden del mundo y alinearnos con él. Para esto había que enfrentar la muerte y el sufrimiento de tres maneras. La primera manera implicaba “aceptar los giros inesperados del destino como la obra providencial y benéfica de Dios”. Si el universo en sí mismo es divino, racional y perfectamente ordenado, entonces vivir “en consonancia con el universo” significaba aceptar por completo lo que sea que el mundo te haya enviado. Para los estoicos, “la buena vida es una vida libre de esperanzas y temores. En otras palabras, una vida que acepta el mundo tal como es”.
La segunda forma era poniendo a la razón por encima de las emociones, y aprendiendo a no apegarse demasiado a cualquier cosa en la vida, ya que de ahí proviene el dolor abrumador del sufrimiento. Un erudito resume bien este principio. Se trataba de “volverse indiferente, a través del uso de la razón, a todas las cosas que salieran de nuestro control... El alma debía expulsar o suprimir las emociones fuertes”. Por ejemplo, en los Discursos de Epicteto, el filósofo dice a sus alumnos:
La principal y más alta forma de entrenamiento, y una que se encuentra en las mismas puertas de la felicidad, es no dejar que nada se convierta en algo de lo cual no puedes despojarte... Cuando beses a tu hijo, a tu hermano o a tu amigo, nunca cedas por completo a sus afectos ni des rienda suelta a tu imaginación; refrénalos, restríngelos.
Epicteto continuó diciéndoles: “También recuérdate a ti mismo que aquello que amas es mortal, que aquello que amas no es tuyo... Mientras besas a tu hijo, ¿qué tiene de malo susurrarle: ‘Mañana morirás’?”.
Luc Ferry está de acuerdo en que esto suena sumamente cruel, pero defiende a Epicteto. Sostiene que el filósofo no está diciendo que seas cruel con tus hijos, sino que “ames el presente hasta el punto de no desear nada más y no lamentar nada en absoluto”. Si haces esto, entonces puedes decirte a ti mismo: “Cuando llegue la catástrofe, estaré preparado”. De hecho, dice Ferry, si pudieras alcanzar el objetivo estoico, alcanzas algo parecido a la salvación, en el sentido de que nada podrá perturbar la serenidad que viene de eliminar todo tipo de temor. Cuando el sabio alcanza este grado de iluminación, realmente vive “como un dios”, en la eternidad de un instante que no puede ser alterado por nada.

Lo tercero que ofrecían los estoicos a quienes sufrían tenía que ver con su propia muerte. Ellos enseñaban que cuando morimos no dejamos de existir. La muerte era simplemente una transformación de un estado a otro. El universo te necesitaba, por así decirlo, en tu forma de persona humana. Pero cuando mueres, tu sustancia —tanto el alma como el cuerpo— sigue siendo parte del universo solo que de otra forma. Marco Aurelio dijo: “Viniste a este mundo como una parte; desaparecerás dentro del todo que te dio a luz, o más bien serás reunido a su principio generador mediante un proceso de cambio”.
Sometiéndose al destino, separándose del mundo
En la antigüedad clásica, los dos escritores más influyentes en cuanto al sufrimiento fueron los pensadores romanos Cicerón y Séneca, ambos fuertemente influenciados por los estoicos griegos. El tema central de las Disputas tusculanas de Cicerón es que la muerte no es un mal y que no debe ser vista con temor y odio. Tu vida es un préstamo de la naturaleza que puede ser retirado en cualquier momento. Es sabio reconocer y aceptar los términos del préstamo ya que, después de todo, no hay otra opción. Cicerón creía que el dolor por la muerte de sus seres queridos era inevitable y correcto, siempre que fuera moderado. Habiendo concedido esto, Cicerón mantuvo que el dolor sigue siendo una cosa inútil, sin una función positiva. Surge de creencias falsas sobre la naturaleza de las cosas y, por lo tanto, debe ser controlado. La otra obra fue Consolación a Marcia, de Séneca. Marcia era una mujer que había perdido un hijo y seguía lamentándose por ello tres años más tarde. Usando argumentos similares a los de Cicerón, Séneca la exhorta a superar su dolor y a “seguir adelante”. La naturaleza no nos promete que podamos conservar a nuestros seres queridos por siempre, ni siquiera por mucho tiempo. Aunque murió joven, evitó muchos males en la vida —de hecho, esta pudo haber sido una forma de escapar de un sufrimiento que hubiera sido mucho peor. Todo esto apunta a una clave para vivir bien —uno debe someterse al destino y no protestar ni luchar contra él.

Mientras los filósofos griegos y romanos estaban formulando su comprensión del destino y el sufrimiento, había una visión similar formándose en otra parte del mundo. Durante siglos, las culturas y religiones orientales sostuvieron que este mundo material y la percepción de que los seres humanos existen como entidades separadas dentro de él es una ilusión. Los Vedas, las escrituras más antiguas del hinduismo y del pensamiento indio, enseñaron que todas las diferencias son irreales. La verdad más grande es Tat tvam asi (“Tú eres eso”). En otras palabras, el mundo físico parece contener muchos objetos individuales. Este objeto A no es ese objeto B. Eso es lo que nos dicen nuestros sentidos (y la ciencia y la lógica). Mientras una persona sufre pérdidas, otra vive en abundancia. Pero esta es una apariencia engañosa llamada maya. No solo no hay maldad, sino tampoco bien, ni individuos, ni mundo material. En realidad, todo es parte del Uno, del Alma Totalitaria, del Espíritu Absoluto. Nada está fuera de eso. En última instancia, no podemos perder nada. Somos parte de todo.
Hoy en día la forma más pura e influyente de este pensamiento es el budismo. Según la tradición, el príncipe Siddhartha Gautama vivía una vida segura y aislada llena de riquezas y lujos, pero cuando salió de su palacio, se vio confrontado con las “cuatro escenas”: un hombre enfermo, un hombre anciano, un hombre muerto y un hombre pobre. Después de esto decidió dedicarse a descubrir cómo vivir una vida de serenidad ante el sufrimiento humano. Después de varios años logró la iluminación bajo un árbol. En su primer sermón describió a sus seguidores las cuatro verdades nobles: (1) toda la vida es sufrimiento, (2) la causa del sufrimiento es el deseo o el anhelo, (3) el sufrimiento solo termina cuando el deseo se extingue, y (4) esto se puede lograr siguiendo el camino óctuple hacia la iluminación. El camino óctuple es un enfoque integral para todas las áreas de la vida — puntos de vista, intenciones, discursos, conductas, medios de subsistencia, esfuerzos, atención plena y meditación. Es una vida extremadamente equilibrada que no requiere de ascetismo ni de privación, pero sí exige una vida de simplicidad, de servicio a los demás y de muchas disciplinas de autocontrol.
Para superar el sufrimiento tienes que desapegar tu corazón, evitar amar demasiado las cosas de este mundo. Se cree que el problema central del que sufre es un estado de consciencia insatisfactorio. Nuestro anhelo y, por tanto, nuestro dolor en el sufrimiento se basa en la ilusión de que somos seres o personas individuales. Dicho en un lenguaje simple, si vemos que todo es efímero, no nos apegaremos a ello. Si consideramos que todo es realmente parte de nosotros, no nos apegaremos a ello ni lloraremos como si se hubiera perdido. Al final no puedes perder nada porque todo es parte del Absoluto, del Uno al que todos volveremos.

A estas alturas puede que ya sea evidente que hay fuertes similitudes entre esto y los enfoques de los griegos, particularmente de los estoicos. Los estoicos enseñaron que la realidad subyacente del mundo es un Logos impersonal y universal que es el centro del cosmos y determina todas las cosas. Así que la forma más práctica de vivir bien es “nunca ceder a tus afectos”, sino restringir el amor o la alegría por cualquier cosa. El filósofo francés André Comte-Sponville señala la estrecha conexión entre el estoicismo y el budismo. Ambos niegan que “vivir con esperanza” sea algo bueno. Por el contrario, ambos señalan que la esperanza es una asesina. Si vivimos esperando que nuestros planes tengan éxito, y si nos decimos a nosotros mismos que nuestra felicidad depende de su cumplimiento, sufriremos ansiedad durante ese tiempo y quedaremos devastados cuando no logremos nuestras metas. Y será nuestra culpa. Como escribió una vez el ensayista griego Plutarco, debemos someternos “sin quejarnos y de forma obediente a la dispensación de las cosas”.
Una esperanza superior
Cuando el cristianismo comenzó a crecer, sus escritores rápidamente comenzaron a aportar muchas ideas nuevas al mundo del pensamiento humano, difiriendo notoriamente no solo de las creencias paganas occidentales, sino también del pensamiento oriental, especialmente en lo referente al dolor y el sufrimiento. Es casi imposible sobreestimar la importancia de la perspectiva cristiana del sufrimiento por el éxito que tuvo en el imperio romano y por su impacto en el pensamiento humano.
Los primeros oradores y escritores cristianos no solo argumentaron enérgicamente que la enseñanza del cristianismo tenía una mejor explicación del sufrimiento, sino que insistieron en que las vidas de los cristianos lo demostraban. Cipriano relató cómo los cristianos no abandonaron a sus seres queridos ni huyeron de las ciudades durante las terribles pestes, como hicieron la mayoría de los residentes paganos. En lugar de esto, se quedaron para atender a los enfermos y enfrentaron su muerte con calma. Otros escritos cristianos primitivos, como Para los romanos de Ignacio de Antioquía y Carta a los filipenses de Policarpo, señalaban el aplomo con que los cristianos se enfrentaban a torturas y muerte a causa de su fe. “Los cristianos usaron el sufrimiento para defender la superioridad de su credo... [porque] sufrían mejor que los paganos”. Los griegos habían enseñado que el verdadero propósito de la filosofía era ayudarnos a enfrentar el sufrimiento y la muerte. Sobre esta base, escritores como Cipriano, Ambrosio y más tarde Agustín argumentaron que los cristianos sufrieron y murieron mejor, y esta fue una evidencia empírica y visible de que el cristianismo era “la filosofía suprema”. Las diferencias entre la población pagana y la cristiana en cuanto a este tema fueron lo suficientemente significativas como para dar credibilidad a la fe cristiana. A diferencia del momento actual, en el que la existencia del sufrimiento y el mal hace que la fe cristiana sea vulnerable a la crítica y la duda, los primeros cristianos proclamaban que el dolor y la adversidad en la vida eran de las principales razones para abrazar la fe.

¿Por qué eran tan diferentes los cristianos? No era debido a alguna distinción en su temperamento natural; no eran simplemente personas más fuertes. Tenía que ver con lo que creían sobre el mundo. Judith Perkins, erudita en documentos clásicos, argumenta que el relato del sufrimiento de la tradición filosófica griega no fue práctico ni satisfactorio para la persona promedio. El enfoque cristiano del dolor y el mal, con mayor espacio para la tristeza y mayor base para la esperanza, fue parte importante de su atractivo.
Primero, el cristianismo ofrecía una mayor base para la esperanza. Luc Ferry, en su capítulo “La victoria del cristianismo”, está de acuerdo en que la perspectiva cristiana del sufrimiento fue una de las principales razones por las que el cristianismo derrotó completamente a la filosofía griega y se convirtió en la cosmovisión dominante en el imperio romano. Para Ferry, una de las principales diferencias tenía que ver con lo que el cristianismo enseñaba respecto al amor y al propósito de las personas. La diferencia más obvia era la doctrina cristiana de la resurrección de los cuerpos y la restauración del mundo material. Los filósofos estoicos habían enseñado que, después de la muerte, continuamos como parte del universo, pero no en una forma individual. Tal como resume Ferry: “La doctrina estoica de la salvación es completamente anónima e impersonal. Nos promete la eternidad, ciertamente, pero no como personas, sino como un fragmento olvidado del cosmos”. Pero los cristianos creían en la resurrección debido a la confirmación de cientos de testigos oculares del Cristo resucitado. Ese es nuestro futuro, y eso significa que somos salvos de manera individual —nuestras personalidades serán conservadas, embellecidas y perfeccionadas después de la muerte. Nuestro futuro estará lleno de un amor perfecto y sin obstáculos —con Dios y con los demás. Ambrosio escribió:
Debe haber una diferencia entre los siervos de Cristo y los adoradores de ídolos; estos últimos lloran por sus amigos, pues suponen que han perecido para siempre... Pero en cuanto a nosotros, para quienes la muerte es el fin no de nuestra naturaleza sino sólo de esta vida, ya que nuestra naturaleza misma será renovada y mejorada, la llegada de la muerte enjugará toda lágrima.

Los filósofos griegos, especialmente los estoicos, intentaron “despojarnos de los temores relacionados con la muerte, pero a expensas de nuestra identidad individual”. El cristianismo ofrecía algo radicalmente más satisfactorio. Ferry señala que lo que los seres humanos queremos “sobre todas las cosas es reunirnos con nuestros seres queridos y, si es posible, con sus voces, sus rostros —no en forma de fragmentos indiferenciados, como piedrecitas o verduras”.
No hay una declaración más sorprendente sobre esta diferencia entre el cristianismo y el paganismo antiguo que la que se encuentra en el primer capítulo del Evangelio de Juan. Allí, Juan aborda de manera brillante uno de los temas principales de la filosofía griega, al comenzar su relato diciendo que “en el principio [del tiempo] ya existía el Logos” (Jn 1:1). Pero continúa diciendo: “Y el Logos se hizo carne, y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado Su gloria” (Jn 1:14). Esta fue una declaración impresionante. Juan estaba diciendo: “Estamos de acuerdo en que existe un orden detrás del universo, y en que hallamos el significado de la vida cuando nos alineamos con él”. Pero Juan también estaba diciendo que el Logos detrás del universo no era un principio abstracto y racional que sólo podía ser entendido por la élite educada. Más bien, el Logos del universo es una persona — Jesucristo— que cualquiera puede amar y conocer en una relación personal. Ferry resume el mensaje de Juan de esta manera: “Lo divino... ya no era una estructura impersonal, sino un individuo extraordinario”. Ferry señaló que esto fue un “cambio insondable” que tuvo un “efecto incalculable en la historia de las ideas”.
Y más espacio para el sufrimiento
La otra gran diferencia entre los filósofos griegos y el cristianismo era que la consolación cristiana daba más lugar a las expresiones de tristeza y dolor. Las lágrimas y el llanto no deben ser sofocados ni limitados —son naturales y buenos. Cipriano cita al Apóstol Pablo, diciendo que los cristianos deben realmente afligirse, pero que deben hacerlo llenos de esperanza (1Ts 4:13).34 Los cristianos no veían el dolor como una cosa inútil que debía ser reprimida a toda costa. Ambrosio no se disculpó por sus lágrimas y su dolor a causa de la muerte de su hermano. Recordando las lágrimas de Jesús en la tumba de Lázaro, escribió: “No hemos incurrido en ningún pecado grave por nuestras lágrimas. No todo el llanto procede de la incredulidad o la debilidad... El Señor también lloró. Lloró por uno que no era familiar suyo, yo por mi hermano. Lloró por todos al llorar por uno; yo lloraré por todos al llorar por mi hermano”.

Para los cristianos, el sufrimiento no se debe tratar principalmente mediante el control y la supresión de las emociones negativas con el uso de la razón o la fuerza de voluntad. La realidad no era conocida principalmente a través de la razón y la contemplación, sino a través de las relaciones. La salvación se obtenía por medio de la humildad, la fe y el amor, no de la razón y el control de las emociones. Y, por tanto, los cristianos no enfrentamos la adversidad reduciendo estoicamente nuestro amor por las personas y por las cosas de este mundo, sino aumentando nuestro amor y nuestro gozo en Dios. Ferry señala: “Agustín, después de haber criticado radicalmente el amor que nos lleva a aferrarnos a cualquier cosa, no lo condena cuando su objeto es divino”. Lo que está diciendo es que aunque el cristianismo estaba de acuerdo con los escritores paganos en que ese apego desmesurado a los bienes terrenales puede conducir a penas y dolor innecesarios, también enseñó que la respuesta a esto no era disminuir mi amor por esos bienes, sino amar a Dios por encima de todo. La única forma en que podremos enfrentarnos a todas las cosas con paz es si Dios es nuestro mayor amor, pues ni siquiera la muerte puede separarnos de Su amor. El dolor no tenía que ser eliminado, sino sazonado y sostenido con amor y esperanza.
Además de utilizar el amor y la esperanza para aligerar nuestro dolor, los cristianos también somos llamados a usar el consuelo de conocer el cuidado paternal de Dios. El consejo de los antiguos consoladores a los enfermos era que aceptaran la inevitabilidad de su cruel destino. Señalaban que el destino era aleatorio, una rueda de azar sin fundamento ni propósito; así que debían reconciliarse con él y no entregarse a la autocompasión ni quejarse. El cristianismo rechazó rotundamente esta opinión. En lugar de múltiples dioses y centros de poder luchando unos contra otros, y de un destino impersonal gobernando sobre todo, el cristianismo presentaba una visión completamente nueva a la cultura grecorromana. El historiador Ronald Rittgers señaló que los cristianos afirmaban que un Creador único sostiene al mundo con sabiduría y amor personal, “en oposición directa al politeísmo pagano y las nociones paganas del destino”. Lo resume de esta manera: “Este Dios creó a la humanidad para la comunión con Él” e impuso la muerte y el sufrimiento sólo cuando la raza humana se separó de esta confraternidad para ser sus propios amos; “la mortalidad y las dificultades no eran parte de la naturaleza original de las cosas”. Después de la Caída de la raza humana y la llegada del dolor y la maldad, Dios comenzó un proceso de salvación para restaurar esa comunión a través de Cristo. Durante este tiempo, Dios utilizó “pruebas, tribulaciones y adversidades para probar las almas humanas”, y junto con ellas les ofreció la “esperanza de ser libradas de ellas... Fue Él quien eliminó el aguijón de la muerte”. En resumen, aunque los caminos de Dios a menudo son tan borrosos para nosotros como los de un padre para un bebé, aún confiamos en que nuestro Padre celestial nos cuida y está con nosotros para guiarnos y protegernos en todas las circunstancias de la vida.

La victoria del cristianismo
Poco a poco las perspectivas cristianas fueron sustituyendo a las perspectivas paganas más antiguas y se convirtieron en las ideas culturales dominantes. Uno de los cambios más importantes se relacionó, de nuevo, con la doctrina de la resurrección. Los cristianos nos enseñaron que Jesús vino en un cuerpo físico, y que Él redimirá y resucitará nuestros cuerpos físicos. En contraste con la enseñanza griega, esto implicaba que esta vida material es buena y que vale la pena disfrutarla plenamente. No debemos detestar ni apartarnos de los placeres y las comodidades de la vida, ni de las relaciones ordinarias. Ferry escribió: “Aunque los ateos nos quieren hacer creer lo contrario, la religión cristiana no está completamente entregada a la guerra contra el cuerpo, la carne, los sentidos”.
Pero la resurrección significa más que esto. Ferry describe de forma conmovedora la sensación de pérdida irrecuperable que caracteriza nuestra existencia, con referencia al poema “El cuervo” de Edgar Allan Poe. El siniestro pájaro sólo puede repetir las palabras nunca más, algo que el autor usa para transmitir la irreversibilidad de la vida. Una vez que dejamos atrás nuestra juventud, el hogar en el que crecimos, a nuestros seres queridos, no hay marcha atrás. La irreversibilidad es una especie de muerte en vida. Pero aquí es donde entra la doctrina de la resurrección del cuerpo. Las religiones que enseñan la dicha celestial para el alma eterna solo pueden ofrecer consuelo por la vida que hemos perdido, pero el cristianismo ofrece una restauración de la vida. No solo recuperamos nuestros cuerpos, sino que obtenemos los cuerpos que nunca tuvimos pero quisimos tener, y uno que va más allá de lo que podemos imaginar. No solo recuperamos nuestras vidas, sino que obtenemos la vida que anhelamos pero que nunca tuvimos. Todo se debe a que la esperanza cristiana no es solo una existencia incorpórea etérea, sino una en la que el alma y el cuerpo finalmente se integran perfectamente, una en la que bailamos, cantamos, nos abrazamos, trabajamos y jugamos. La doctrina cristiana de la resurrección es, entonces, una reversión de la aparente irreversibilidad de la muerte. Es el final del “nunca más”.
Ferry llega a una conclusión extraordinaria y difícil de refutar históricamente:
Aprovechando lo que percibía como una debilidad en la sabiduría griega, el cristianismo creó una nueva doctrina de salvación. Fue tan efectiva que abrió un abismo en las filosofías de la antigüedad y dominó el mundo [occidental] durante casi mil quinientos años... [El cristianismo] parece ser la única versión de la salvación que nos permite no sólo trascender el miedo a la muerte, sino también vencer a la muerte misma.

Habiendo establecido estos fundamentos básicos para enfrentar el sufrimiento, los predicadores y escritores cristianos comenzaron a escudriñar la Biblia y a desarrollar recursos más detallados y prácticos para consolar a los que sufrían. El resultado fue un trabajo cada vez más matizado y sofisticado sobre el consuelo y la “cura” de las almas que sufren. Una de las innovaciones más llamativas fue cómo los consoladores cristianos comenzaron a reconocer la gran diversidad de formas de sufrimiento de una manera que los primeros pensadores no lo hicieron.
Gregorio Magno (c. 540-604) fue quizás el autor más influyente sobre la cura de las almas al final de la historia primitiva del cristianismo. Sus obras más importantes fueron Regla pastoral y Moralia, una serie de discursos sobre el libro de Job. Por un lado, Gregorio rechazó la idea de que el sufrimiento fuera una ilusión o el resultado de un destino caprichoso; el sufrimiento siempre tuvo un propósito. Gregorio enfatizó que estamos en manos de un Dios sabio, no de un destino cruel y ciego. Así que en lugar de quejarnos, como si fuéramos víctimas, deberíamos soportar nuestro sufrimiento pacientemente, como lo hizo Job.

Sin embargo, también rechazó el otro extremo: el error del moralismo —la idea hindú del karma, la cual establece que la proporción de nuestro sufrimiento se debe a la proporción de nuestros pecados. Gregorio enseñó que si bien el sufrimiento en general es causado por el pecado humano, eso no significa que las formas particulares de sufrimiento sean siempre el resultado de pecados específicos. Advirtió contra la conexión directa entre el pecado y el sufrimiento, ya que, después de todo, es una de las principales lecciones del libro de Job. En Moralia, Gregorio muestra que los amigos de Job insistieron en que su gran sufrimiento tenía que ser el castigo por alguna perversidad de igual magnitud. Pero no pudieron percibir que en el mundo hay diferentes tipos de sufrimiento, y que todos son útiles para “una serie de propósitos divinos”. Hay sufrimientos que sirven para disciplinar y corregir a alguien cuyos patrones de vida son pecaminosos (como en el caso de Jonás, quien casi perece en la tormenta), hay otros sufrimientos que sirven “no para corregir errores del pasado sino para prevenir errores en el futuro” (como en el caso de José, quien fue vendido como esclavo), y luego está el sufrimiento que no tiene otro propósito que el de conducir a una persona a amar a Dios con más fervor, y así descubrir la paz y la libertad suprema. El sufrimiento de Job, según Gregorio, pertenecía a esta última categoría.
Un Dios personal es un Dios con propósito, y en la Biblia es posible reconocer diferentes formas en que el sufrimiento opera en nuestras vidas. Los primeros pastores cristianos no creían que hubiera una sola forma de consolar o preparar a alguien para enfrentarse a la adversidad.
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