Agustín es considerado el teólogo y filósofo que más ha moldeado el cristianismo occidental. Es uno de los pensadores más influyentes de la iglesia debido a su monumental producción teológica, en la cual estableció conceptos y esquemas doctrinales que terminaron marcando el rumbo de la fe cristiana durante siglos. La Ciudad de Dios, su obra magna, no solo definió el pensamiento de su tiempo, sino que también sentó las bases políticas y religiosas que moldearon un milenio de la historia medieval.
El teólogo alemán Adolf Harnack dijo que “fue el hombre más grande que había poseído la iglesia entre Pablo el apóstol y Lutero el reformador”. Por su parte, el teólogo presbiteriano Benjamin B. Warfield llegó a declarar que, a través de sus obras literarias, Agustín “entró como una fuerza revolucionaria tanto a la iglesia como al mundo, y no solo creó una época dentro de la historia de la iglesia, sino que (...) determinó el curso de su historia en el occidente hasta el día de hoy”. En la revista Christian History se llegó a decir que: “Después de Jesús y Pablo, Agustín de Hipona es la figura más influyente dentro de la historia del cristianismo”.
Como podemos notar por estos comentarios, la importancia de la obra y vida de Agustín no es poca, y por ello nos resultará de gran beneficio conocerlo, particularmente el camino de su transformación espiritual. Además, John Piper dice que las biografías le han servido “para superar la inercia de la mediocridad. Sin ellas tiendo a olvidar qué alegría hay en el trabajo y la aspiración incesantes”. Precisamente, Agustín es uno de esos cristianos que, con su vida, nos ayudan a superar la inercia de nuestra mediocridad.
La importancia de las Confesiones
Sobre Agustín de Hipona se pueden encontrar diferentes libros y autores que han gastado mucha tinta para darnos a conocer un poco de él. Incluso, Posidio de Calama, uno de sus amigos, le escribió una brevísima biografía. Pero no hay nada más revelador sobre su persona y sobre su relación con Dios que lo que él mismo escribió, y para eso tenemos su obra Confesiones.
Las Confesiones son únicas en los anales del cristianismo primitivo por estar claramente dirigidas hacia Dios. Desde luego, esta forma de escribir tenía un propósito reflexivo y contemplativo, ya que el Señor no necesitaba que Agustín le relatara su propia vida, pues la conocía por completo. Esto le sirvió para orientar su alma hacia el Eterno. Sin embargo, con esta obra terminó enseñando, inspirando y, en cierto modo, persuadiendo a sus lectores a contemplar la acción de la gracia divina en sus corazones. Al desnudar su alma, no trató de impresionar a los demás, más bien quiso guiar la atención de sus lectores hacia Aquel que lo había rescatado de la perdición.
Gerald Bray, uno de sus biógrafos, escribió al respecto:
Mucho más que un relato de su viaje espiritual desde la incredulidad a la fe, las Confesiones son una obra devocional por derecho propio. Son un recuerdo del pasado cuya intención primordial no era impartir información autobiográfica, sino revelar la naturaleza de la relación de Agustín con Dios. El recuerdo de cosas pasadas y el arrepentimiento por los fracasos y las oportunidades perdidas formaban ciertamente parte de ello, pero su principal preocupación era el modo en que esas cosas incidían en el presente y afectaban su camino diario con Cristo.
Así que, partiendo de sus Confesiones, conoceremos un poco más del teólogo de la gracia, quien fue llamado de esa manera por su prolífica labor y desarrollo en este tema. Juan Calvino se refirió a esto en Institución de la Religión Cristiana: “Agustín, a quien todos los verdaderos cristianos deben escuchar, tan claramente defendió la gracia de Dios, que todos los que son llamados por Él deben reconocer que no es por su voluntad, sino por el don gratuito de Dios, que llegan a la salvación”.
De estudiante a maestro de retórica
Agustín (Aurelius Augustinus) nació el 13 de noviembre del 354 en el norte de África, en una ciudad llamada Tagaste, y murió en el 430 en Hipona (hoy Annaba, Argelia), ciudad de la que era obispo. Era hijo de Mónica, una madre devota a Cristo y de Patricio, un padre pagano, aunque fue bautizado en su lecho de muerte. A lo largo de su vida, Agustín tuvo una salud muy frágil, pero siempre contó con buen ánimo y hambre por aprender:
Me deleitaba con la verdad que hallaba y descubría aun en las cosas pequeñas, y con los pensamientos que yo podía formar de tales cosas. Además de esto, aun en aquella edad de mi infancia no quería ser engañado; tenía una memoria feliz, con el trato y comunicación me iba instruyendo; me era deliciosa la amistad; huía del dolor y pena, del menosprecio y de la ignorancia. En una criatura como ésta, ¿qué cosa hay que no sea admirable y digna de alabanza? Pues todas estas cosas son dádivas de mi Dios, porque yo no me las di a mí mismo, y todas ellas son buenas, y yo consto y me compongo de todas ellas. Luego es bueno mi Hacedor, y Él es todo mi bien, y le bendigo y alabo alegremente por todas aquellas bondades de que constaba yo aun cuando muchacho.
A pesar de que sus padres podrían considerarse de clase media, hacían todo lo posible para que su hijo estudiara y triunfara en la vida. Además, un hombre llamado Romaniano lo apoyó financieramente. En el 367, fue enviado a Madaura para que continuara sus estudios, y más tarde volvió a su ciudad natal. En el 371, fue enviado a Cartago a estudiar. Allí se destacó como “el primero en la escuela de retórica”, pero también experimentó el estallido de sus deseos: “Llegué a Cartago, y dondequiera en torno a mí hervía la vorágine de los amores pecaminosos”.
Quizá esto lo orilló a tomar para sí a una mujer como concubina, y fruto de esa relación extramarital nació su hijo Adeodato, a quién amó hasta la muerte. Lo curioso es que, en los círculos que Agustín frecuentaba, los hombres no solían ser fieles a su respectiva mujer. Pero, aunque Agustín no estaba casado, fue fiel durante catorce años a la mujer que amaba: “En aquellos años tuve conmigo una mujer, no poseída en las nupcias legítimas según dicen, sino atraída por mis pasiones desencadenadas; una sola, sin embargo, a la cual además me conservé siempre fiel”.
Al finalizar sus estudios, abrió una escuela de gramática en Tagaste. Aproximadamente un año después, abrió otra, pero esta vez de retórica en Cartago. Posteriormente, continuó enseñando retórica en Roma y finalmente en Milán.
El atormentado camino de su conversión
A lo largo de estos años, no solo avanzó en su carrera como orador destacado, sino que su pensamiento también atravesó varias etapas significativas. En San Agustín: el hombre, el pastor, el místico, el sacerdote y filósofo italiano Agostino Trapè dijo: “En el atormentado camino de su vida que va desde los diecinueve hasta los treinta y tres años de edad se pueden distinguir cuatro momentos esenciales: la lectura de Hortensio, Ia adhesión al maniqueísmo, la desilusión maniquea, el descubrimiento de los neoplatónicos”.
Examinaremos cada una de estas etapas.
1. La lectura de Hortensio
Este libro de Cicerón no ha llegado a nosotros, excepto por algunos extractos y comentarios sobre él. Sin embargo, Agustín tuvo la posibilidad de leerlo y este ejerció un profundo impacto en él; fue algo así como un despertar a la filosofía:
Aquel libro, debo admitirlo, cambió mi modo de sentir, cambió las mismas oraciones que dirigí a Ti, Señor, suscitó en mí nuevas aspiraciones y nuevos deseos, hizo aparecer viles de un solo golpe a mis ojos todas las vanas esperanzas y me hizo desear la sabiduría inmortal con increíble ardor del corazón (…). La sabiduría está en Ti, pero el amor de la sabiduría tiene un nombre griego: filosofía. Me encendí de su fuego en aquella lectura.
A partir de entonces, se consagró a la filosofía, pero no como un mero pasatiempo. Una vez descubrió esta verdad, se propuso “abandonar todas las vanas esperanzas de las falsedades y de las mentiras”.
2. Oyente de los maniqueos
Una vez que abrazó el ideal de alcanzar la verdad mediante la filosofía, creyó que la fe que su madre le había inculcado era incompatible con la razón. El no poder reconciliar este binomio lo guió a la desilusión. Entonces aparecieron en la escena los maniqueos, una secta sincretista que combinaba el zoroastrismo, el cristianismo y el gnosticismo, y que fue fundada por el siro-persa Manes o Mani (216–276).
Manes consideraba a Cristo, Zoroastro y a Buda como sus predecesores, pero dijo que su propia religión era superior a la de ellos, el clímax de todas las demás. Él escribió un compendio de siete obras que conformaron el canon maniqueo, al que se le conoce como las Kephalaia. En una de ellas, aseguró en tono profético: “La esperanza que yo predico conquistará el occidente y conquistará también el oriente, y se la escuchará en todas las lenguas y se predicará en todas las ciudades”. Debido a que este líder religioso persa fue grandemente influenciado por Marción, no sorprende que el maniqueísmo rechace que el Antiguo Testamento haya sido revelado por el Dios verdadero. De hecho, sostiene que quien habló a través de la Ley de Moisés y en los profetas fue uno de los príncipes de las tinieblas, y solo hacía uso de ciertas partes del Nuevo Testamento.
Según Samuel N. C. Lieu, el maniqueísmo sostiene cierta:
...gnosis [que] comprende un complejo drama cósmico que se enfoca en una lucha primordial entre los principios originadores de la Luz y las Tinieblas. Una invasión inicial de la Luz de parte de las Tinieblas llevó a un contraataque de parte de la Luz que estaba destinado a fracasar, al engañar a los poderes de las Tinieblas, obligándolas a tragar partículas de Luz. Entonces se creó al universo, para redimir y purificar esa luz cautiva y para castigar y encarcelar los arcontes de las Tinieblas. A causa de su concupiscencia una parte de esta luz manchada se escapó de los cuerpos de los arcontes y se convirtió en vida vegetal. También produjeron a la humanidad por medio de una serie de hechos horrendos que incluyeron el aborto, el incesto y el canibalismo; esto resultó en el encarcelamiento de partículas-Luz, el alma, en un cuerpo que es totalmente malo y corrupto. Sin embargo, el alma podía ser despertada por gnosis y hecha consciente de sus orígenes divinos.
Por ello, es que esta secta se destacó por un profundo dualismo metafísico, lo cual aliviaba en parte una de las más grandes dudas de Agustín: ¿cuál era el origen del mal? Él mismo dijo sobre esta pregunta en Sobre el libre albedrío: “Me atormentó mucho en mi adolescencia, me empujó y me arrojó, cansado de buscar solución, en brazos de los herejes”. De hecho, Eduardo Acín Dal Maschio sostiene la siguiente tesis respecto a la relación de este tema en San Agustín, el doctor de la gracia contra el mal: “En cierta medida, toda la reflexión agustiniana está consagrada a hallar respuesta al interrogante que nos plantea la existencia del mal, tanto en su vertiente ‘cósmica’ como en la moral”.
El maniqueísmo sostenía que nosotros no pecamos, sino que hay una substancia dentro de nosotros que es malvada. Es como si tuviéramos dos almas o mentes distintas, una mala y una buena, que están en constante conflicto dentro de nosotros. Esto parecía librar a Agustín y a todo ser humano de cualquier culpa, y así, él le atribuía lo malo no a sí mismo, sino a la substancia del mal que está en nosotros y que lucha contra la substancia del bien. Sobre esto escribió:
Me parecía que no éramos nosotros los que pecábamos, sino no sé qué otra naturaleza de nosotros, y en mi soberbia me complacía de estar sin culpa, y cuando hacía algo malo, no deber confesar haberlo hecho yo (...), más bien me gustaba disculparme y acusar no se qué otro ser, distinto de mí, existente en mí.
Además, la secta maniquea se dividía entre los elegidos y los oyentes. Los primeros eran sacerdotes que tenían que practicar una estricta vida de abstinencia sexual y dietética. Por ello, Agustín dijo en De las costumbres de la Iglesia católica y de las costumbres de los maniqueos que “ofrecían el ejemplo de una vida casta y de una admirable continencia”. Él mismo perteneció al segundo grupo cuando abrazó el maniqueísmo, es decir, siempre fue un oyente. La razón principal de esto fue que los maniqueos se proclamaban seguidores de Cristo, afirmaban que seguían un cristianismo puro y netamente espiritual; decían que no imponían la fe a sus seguidores, sino que seguían la razón.
Satisfecho por sus planteamientos, no dudó en entregarse a sus ideas y aparentes soluciones a sus más intrigantes preguntas. Como dijo Trapè, “En conclusión, Agustín creyó encontrar en el maniqueísmo lo que andaba buscando: la sabiduría sin la fe, la ley moral sin la culpa, la vida cristiana sin la mediocridad y las debilidades”. En sus Escritos antimaniqueos escribió:
Así acabé entre hombres orgullosos y frenéticos, carnales y charlatanes hasta el exceso. En su boca se ocultaban los lazos del demonio y una viscosa mezcolanza confeccionada con las sílabas de tu nombre con los del Señor Jesucristo y del Paracleto, el Espíritu Santo, nuestro Consolador. Estos nombres estaban siempre en su boca.
3. La desilusión maniquea
Sin embargo, años más tarde, oyó a un tal Elpidio que discutía públicamente contra maniqueos y les presentaba pruebas que ponían a temblar los cimientos mismos de esta secta. Entonces, aunque Agustín entró en duda de lo que había creído, continuó allí hasta que conoció a Fausto, un carismático defensor del maniqueísmo, de quien esperaba recibir soluciones a las dudas que lo carcomían. Pero, para su sorpresa, sus dudas jamás fueron resueltas por este afamado hombre. Aunque se hizo amigo cercano de él, ya se encontraba desencantado del maniqueísmo, como él mismo lo manifestó en sus Confesiones:
Y mis intentos y esfuerzos de proseguir en aquella secta fueron todos inmediatamente truncadas después de conocer a aquel hombre, aunque no llegué a separarme del todo (…). Decidí estar quieto por el momento, en la posición que ya había alcanzado, hasta que no me deslumbrase una luz que mereciera ser preferida.
Es decir, solo esperaba algo mejor antes de marcharse de las filas maniqueas. Pronto se levantó una luz en el horizonte de su peregrinaje en busca de la verdad.
4. El descubrimiento de los neoplatónicos
Entonces encontró, en la primavera del 386, los escritos de los neoplatónicos, que lo guiaron a deshacerse cada vez más de las ideas maniqueas y lo acercaron a cierto entendimiento de Cristo. Esto expresó en algunas de sus cartas:
En ese tiempo florecía en Roma la escuela de Plotino y tuvo como asistentes a muchos hombres de ingenio abierto y agudo (...), reconociendo que Jesucristo nuestro Señor era personalmente aquella verdad y sabiduría inconmutable que ellos trataban de alcanzar, pasaron a su servicio.
El neoplatonismo fue una evolución de la filosofía platónica. Según lo explicó el historiador David F. Wright, en este movimiento:
…el dualismo se incluye dentro de un monismo más elevado, y la filosofía se acerca a la religión y el misticismo. La fuente y la meta de toda existencia es el Uno, que está más allá no sólo de la descripción sino aun de la misma existencia. Es accesible sólo por medio de la abstracción ascética, por encima del mundo del sentido y aun del pensamiento, culminando en momentos raros de visión extática en que el ser se une con el Uno. Del desbordamiento creativo del Uno emana una jerarquía de niveles de existencia, tendiendo a la multiplicidad y la inferioridad y aspirando a retornar al Uno. Las primeras emanaciones son la Mente y el Alma, principios cósmicos de la inteligencia y la animación. Todo ser como tal es bueno, aun la pura materia en el nivel más bajo de la “gran cadena del ser” (de allí la polémica de Plotino en contra del gnosticismo). El mal es estrictamente el no ser: una posibilidad verdadera para aquellos que se apartan del Uno.
Con los neoplatónicos, Agustín entendió la divinidad del Verbo de la que habla Juan en su Evangelio. Esto dijo en sus Confesiones al respecto:
Y en ellos leí —no ciertamente con estas palabras, pero sí sustancialmente lo mismo, apoyado con muchas y diversas razones— que en el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios. Y Dios era el Verbo. Este estaba desde el principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se ha hecho nada. Lo que se ha hecho es vida en Él; y la vida era luz de los hombres, y la luz luce en las tinieblas, mas las tinieblas no la comprendieron.
Pero no pudo ver en estos escritos la otra cara de la moneda: la encarnación del Verbo. Esto era impensable para la filosofía neoplatónica:
Mas que él vino a casa propia y los Suyos no le recibieron, y que a cuantos le recibieron les dio potestad de hacerse hijos de Dios creyendo en Su nombre, no lo leí allí. También leí allí que el Verbo, Dios, no nació de carne ni de sangre, ni por voluntad de varón, ni por voluntad de carne, sino de Dios. Pero que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, no lo leí allí.
Finalmente, no tomó todo lo que estos filósofos enseñaban, antes bien, “hizo suyo cuanto de verdadero encontró en aquellos libros [neoplatónicos], dejando los errores”, dijo Trapè. Como los israelitas, que al salir saquearon el oro de Egipto, así Agustín saqueaba los tesoros de los neoplatónicos sin quedarse en sus tierras. Sin embargo, antes de caer de rodillas ante el Verbo divino y encarnado, tuvo que atravesar otro proceso.
Un encuentro con la Verdad
Los neoplatónicos le guiaron a buscar la verdad, pero no le proveyeron el método adecuado para alcanzarla. Lo que le ofrecían era la autonomía del hombre para alcanzarla. Plotino mismo decía: “yo lucho para restituir lo divino que hay en mí a lo divino que está en el todo”. Agustín intentó alcanzar la sabiduría divina por él mismo, pero no tuvo éxito hasta que fue a las Escrituras, especialmente a los escritos del apóstol Pablo. “Entonces, como rociado por esta feble luz, se me mostró tan radiante el semblante de la filosofía…”, escribió en Contra los académicos.
En sus Confesiones, Agustín narró un encuentro inusual que tuvo en Milán. Mientras crecía dentro de él la insuficiencia personal y se daba cuenta de lo vacío de su corazón, se puso a llorar. De repente, oyó una voz en la casa vecina:
...como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: “Toma y lee, toma y lee”. De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo que hallase (…). Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio [un amigo con el que había estado momentos atrás] y yo había dejado el códice del apóstol al levantarme de allí. Le tomé, pues; le abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, y decía: “No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos” (Ro 13:13-14).
No quise leer más ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas.
Fue a través de las páginas y letras de Pablo que Agustín se encontró con Cristo, la fuente del gozo supremo que tanto anhelaba hallar su alma. En sus Confesiones también apuntó:
Y buscaba yo el medio de adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte; ni había de hallarla sino abrazándome con el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos, el cual clama y dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida.
En la Pascua del año siguiente (387), Agustín recibió el bautismo de manos de Ambrosio, junto a su hijo Adeodato y su fiel amigo Alipio. Lo más precioso para su madre fue ver al hijo de tantas lágrimas ahora seguro en Cristo; ella murió unos meses después.
Pasaron ocho años desde su conversión y bautismo cuando su vida dio un giro impensable. Se mudó a Hipona para llevar una vida tranquila de estudio y crear un monasterio, pero Dios tenía otros planes para él, ya que fue llamado a convertirse primero en sacerdote, y después en Obispo de Hipona hasta su muerte. Desde esas posiciones, tuvo que enfrentarse a múltiples amenazas que tocaban a la puerta de la iglesia para destruirla. Al respecto, como citó el historiador Peter Brown en la biografía que hizo de Agustín, este le dijo a su congregación:
Un esclavo no puede contradecir a su Señor. Vine a esta ciudad a ver a un amigo, al que pensaba que ganaría para Dios, a fin de que viviera con nosotros en el monasterio. Me sentía seguro, porque el lugar ya tenía un obispo. Me tomaron, me hicieron sacerdote (...) y después, me convertí en vuestro obispo.
Ese nuevo hombre terminó moldeando la historia occidental para siempre. Si no hubiese sido por su conversión al cristianismo, probablemente nunca lo habríamos conocido (ni siquiera contamos con obras o escritos anteriores a su conversión). Su único legado fueron los escritos que hizo después de su encuentro con Cristo. Dios sacó de las cenizas de la lujuria, del sectarismo, del racionalismo y del escepticismo a uno que usaría para Su gloria.
¿Y tú? ¿Estarías dispuesto a renunciar a tus planes para seguir los del Señor como Agustín?
Referencias y bibliografía
Augustine of Hippo por Keith Mathison | Ligonier Ministries
Monasticism and the Confessions of St. Augustine en Calvin and Augustine (1956) por Benjamin B. Warfield. The Presbyterian and Reformed Publishing Co., Filadelfia, p. 306.
Christian History, Vol. VI, No. 3, p. 3.
Brothers, read Christian biography (2024) por John Piper | Desiring God
Vida de San Agustín por Posidio | Augustinus
De Beata Vita (386) de San Agustín.
Augustine on the Christian Life: Transformed by the Power of God (2015) por Gerald Bray. Crossway, p. 64.
Confesiones 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 17, 18, 20, 21, 24, 29, 37 de San Agustín.
San Agustín: el hombre, el pastor, el místico por Agostino Trapè (2012), p. 15, 40, 71.
Kephalaia, CLIX.
Neue Originalquellen des Manichäismus aus (1933) por C. Schmidt. Aegypten, Stuttgart, pp. 16-20.
De Haeresibus (Herejías) de San Agustín, 46.
Maniqueísmo de Samuel N. C. Lieu en Nuevo diccionario de teología (2005). Editado por Sinclair B. Ferguson, David F. Wright y J. I. Packer. Traducido por H. Duffer. El Paso: Casa Bautista de Publicaciones, cuarta edición, pp. 595-596.
San Agustín, el doctor de la gracia contra el mal de Eduardo Acín Dal Maschio, p. 14.
Sobre el libre albedrío de San Agustín, 1, 2, 4.
De las costumbres de la Iglesia católica y de las costumbres de los maniqueos de San Agustín, 1, 1, 2.
Escritos antimaniqueos de San Agustín, 8,9.9
Cartas 118, 5 y 33 de San Agustín.
Platonismo de David F. Wright en Nuevo diccionario de teología (2005). Ed. por Sinclair B. Ferguson, David F. Wright y J. I. Packer. Trad. por H. Duffer. El Paso: Casa Bautista de Publicaciones, cuarta edición, pp. 744-745.
Vita di Plotino de Porfirio, 2.
Contra los académicos de San Agustín, 2, 2, 5.
Como se cita en “Augustine of Hippo”, Peter Brown. (University of California Press, Berkeley, 45 1969), P. 138.
Agustín de Hipona (1970) de Peter Brown. Trad. por Santiago Tovar & Rosa Tovar. Ed. española - Revista de Occidente, S. A
San Agustín de Giovanni Papini (1953). Traducción de M. A. Ramos de Zarraga. Editora Latino Americana, S. A.
El Doctor de la Gracia contra el Mal de E. A. Dal Maschio (2015). Bonalletra Alcompas, S. L.
Augustine on the Christian Life: Transformed by the Power of God de Gerald Bray (2015). Crossway.
Augustine of Hippo: The Life and Labors of an Eminent Saint de Philip Schaff (2012). Ichthus Publications.
Augustine of Hippo: A New Biography de Peter Robert Lamont Brown (2000). Berkeley, CA: University of California Press.
Saint Augustine of Hippo: An Intellectual Biography de Miles Hollingworth (2013). Oxford: Oxford University Press.
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