En 1553 Miguel Servet (1509[11]-1553), o mejor dicho «Serveto», escapa de la Inquisición en Viena, Francia, donde aparentemente iba a ser condenado a morir. De allí huyó a Ginebra, Suiza, donde quizás esperaba hallar refugio, pero, en cambio, se encontró con la muerte.
Una vez reconocido en Ginebra fue capturado, encarcelado, procesado, juzgado y finalmente condenado a morir. Este destino parecía inevitable. Si no pudo ser en la Francia romanista lo fue en la Suiza protestante. La causa teológica de su condena fue ser un «hereje», esto es, un negador y opositor férreo de un dogma fundamental y ortodoxo de la fe cristiana tradicional e histórica.
El dogma que principalmente contrarió fue el de «la Santísima Trinidad», aunque igualmente se le acusó de atacar otros dogmas importantes. Llamó al entendimiento tradicional de la Trinidad «tres fantasmas», «perro cerbero» (o monstruo de tres cabezas) y «un sueño de san Agustín».
Pero según esto no debe uno imaginarse que Serveto era una especie de ateo; todo lo contrario, era un creyente sincero y devoto, como lo revelan sus reflexiones espirituales:
«Es siempre agradable hablar de Cristo, el escrutar más a fondo sus misterios. Por conocerle trabajo sin césar, medito noche y día, implorando su misericordia y la revelación de su verdadero conocimiento».
Sus insultos estaban dirigidos a lo que él creía era una doctrina extrabíblica y papista malentendida como la «Trinidad», que era la fuente de las corrupciones de Roma:
«Dios ha sido partido en tres, Cristo ha sido expulsado, la Iglesia completamente arruinada. Desde entonces han prevalecido los ídolos, con innumerables sectas de perdición y abominables desolaciones en el reino de Cristo».
No obstante, él reconocía la existencia del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, de acuerdo con textos bíblicos como Mateo 28:19 y 2 Corintios 13:14; sin embargo, no entendía al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo como personas, sino como «disposiciones», «dispensaciones» o «economías» de Dios, según creía que enseñaban los Padres prenicenos como Ignacio, Policarpo, Clemente de Roma, Justino, Ireneo, Clemente Alejandrino, Tertuliano y Orígenes. Esa, según él, es la verdadera «Trinidad».
Hay varios factores que podrían explicar la obstinada contradicción de Serveto al entendimiento tradicional de la Trinidad. Analicemos cada uno:
En primer lugar, su poca formación teológica formal. Aunque de joven fue un estudiante en un convento dominico y tuvo aspiraciones clericales, sus estudios formales estuvieron más bien centrados en las «artes liberales» y las ciencias.
Estudió primero en la Universidad de Zaragoza, pero luego, por decisión de su padre, en la Universidad de Toulouse, donde se matriculó en la escuela de leyes (derecho). Luego estudiaría en la Universidad de París donde se convirtió en Doctor en medicina. En Viena ejerció como médico y trabajó como editor literario, haciendo una célebre edición de la Geografía de Ptolomeo, ciencia en la que también se destacó.
No obstante lo anterior, no se puede aminorar su formación teológica informal, ya que, como muchos genios de su época, poseía la habilidad del autoaprendizaje.
Se enfocó principalmente en el estudio de la Biblia, que, decía, debe leerse hasta mil veces. Seguramente la conoció muy bien, ya que en 1542 publicó una edición revisada de la traducción latina de Sanctes Pagnino, a la que añadió comentarios exegéticos (de hecho, fue precursor del método histórico-gramátical).
Asimismo, conocía y dominaba a los mencionados Padres prenicenos, a los que citaba frecuentemente en sus obras teológicas. Había leído también al humanista Erasmo, y se cree que leyó a los reformadores Lutero, Melanchthon y Bucero.
En segundo lugar, su estricto biblicismo. Serveto sostenía la supremacía de la Sagrada Escritura como norma para el cristiano; sin embargo, la llevó a un extremo, viendo cualquier especulación teológica externa a la Biblia como sospechosa.
De esta manera, no podía hallar en el texto bíblico la doctrina de la Trinidad, tal como fue formulada en el año 325 en el Concilio de Nicea; esta, entonces, era para él una doctrina extrabíblica y, por lo tanto, falsa.
En tercer lugar, y en relación con lo anterior, su rechazo por casi toda la tradición teológica cristiana hasta su tiempo. Exceptuando a los apóstoles y los Padres prenicenos, Serveto desconfiaba de los teólogos cristianos posteriores, tales como Agustín, Juan Damasceno o Tomás de Aquino.
Así, no se opuso solamente a parte de la escolástica medieval tardía y moderna, como los Reformadores, sino que, yendo más allá, también a la patrística posnicena y el medievalismo temprano. Esto en conformidad con su teoría de que la Iglesia cristiana había sido corrompida por la unión de la iglesia y el estado durante el tiempo de Constantino. Allí, según él, el único Dios fue dividido.
En cuarto lugar, su juventud. Alrededor de sus 20 años de edad publicó dos de sus tres obras antitrinitarias: De los errores de la Trinidad y Diálogos sobre la Trinidad. Su hasta entonces corta vida, y su poca reflexión sobre esta cuestión, quizá manifiesten que se precipitó en sus estudios y conclusiones.
Esto también puede reflejarse en su imprudencia juvenil, que lo movió a difundir su antitrinitarismo sin considerar las circunstancias; por ejemplo, fue a Basilea y trató de convencer al reformador basiliense Juan Ecolampadio. Este último informó a otros Reformadores. Así la fama de Serveto no empezó siendo buena, y ya era visto como un impertinente y contencioso.
Y, por último, su autodesignación como reformador. En una época de reformas, el joven Serveto quiso hacer su propia reforma, y, además, de forma independiente. No era romanista ni protestante. La iglesia de Roma era «la gran ramera», y la iglesia protestante aún tenía muchas contaminaciones de su «iglesia madre», como la Trinidad y hasta el bautismo infantil, que llamó una «invención diabólica».
Pero tampoco perteneció propiamente a la reforma radical de los anabautistas, a los que rechazaba por su fanatismo político. Serverto estaba por sí mismo, y se veía como un reformista llamado por Dios. Haciendo uso de la imaginería del Apocalipsis, se identificaba con el Arcangel Miguel, un guerrero de Dios que lucha contra el dragón (Roma) y el Anticristo (el Papa).
Pero, más allá de esto, la causa de la condena de Serveto fue realmente civil-religiosa, conforme a la visión política predominante en aquel tiempo de que el estado debe proteger a la iglesia de la herejía y que este debe aplicar la primera tabla de la ley de Dios. Aunque, en definitiva, conforme al espíritu intolerante de la época. El reformador Juan Calvino, es bien sabido, participó en el proceso de condenación de Serveto.
La historia entre Serveto y Calvino comenzó en la década de 1540, cuando Serveto se hacía llamar «Miguel de Villanueva» y ocultaba sus ideas antitrinitarias en Viena (donde residía entonces). Ambos mantuvieron una polémica y anónima correspondencia por varios años, en la que discutieron sobre la Trinidad, la divinidad de Jesús y la regeneración bautismal. Finalmente, Calvino se cansó, y concluyó que Serveto era un hombre odioso y terco, y avisó que si este pisaba Ginebra, no saldría vivo.
El destino fatal, o más bien, la inescrutable providencia divina, determinó que, años después, Serveto pasara por Ginebra. Allí, después de un largo proceso judicial, el Concilio de Ginebra sentenció que fuera quemado en la hoguera:
«Te condenamos, Miguel Servet, a ser atado y conducido al lugar de Champel, donde serás fijado a una estaca y quemado vivo, junto con tu libro, tanto el escrito por tu mano como el impreso, hasta que tu cuerpo sea reducido a cenizas; y así terminarás tus días para dar ejemplo a otros que quieran hacer lo mismo».
El «libro» con el que Serveto fue quemado era su Restitución del cristianismo, que puede considerarse su opus magnum. Este contenía su otro libro De los errores de la Trinidad, aunque revisado y ampliado, junto con nuevo material. Serveto había enviado una copia a Calvino años atrás, y esta fue la que sirvió como evidencia de su antitrinitarismo y es la misma que fue quemada con él.
Pero este libro no solo contenía especulaciones teológicas, sino también un gran descubrimiento médico: la circulación pulmonar de la sangre o, como explica un autor: «El paso de la sangre de la cámara derecha a la izquierda del corazón a través de los pulmones por la arteria y la vena pulmonar».
Lo que llevó a Serveto a este descubrimiento fue su interés espiritual por el estudio de la sangre, que creía era la sede del alma, además de su afición por la medicina, sobre la que escribió también algunos libros, como su Explicación exhaustiva de los jarabes.
Serveto fue el primer europeo en hacer dicho descubrimiento en Occidente, y por esto se cuenta entre los padres de la cardiología y la anatomía modernas. Sin embargo, debido a la quema y prohibición de su Restitución, el reconocimiento a Serveto no fue inmediato, y no llegó sino hasta mucho después de su muerte.
Pero ya en la modernidad esto ha cambiado, y su aporte a la medicina científica es ampliamente reconocido. En Zaragoza, España, donde alguna vez vivió, el Hospital Universitario de la ciudad lleva actualmente su nombre.
Este libro, entonces, fue atado con él a la estaca de la hoguera. Esta fue encendida y así comenzaron los últimos momentos de vida del condenado hereje. Aquí prefiero dar paso a un historiador, que expone vivamente aquellos crueles momentos:
«La visión de la antorcha en llamas le arranca un grito desgarrador de “misericordias” en su lengua materna. Los espectadores retroceden con escalofrío. Las llamas no tardan en alcanzarlo y consumen su cuerpo mortal en el cuadragésimo cuarto año de su vida. En el último momento se le oye orar, entre el humo y la agonía, con una voz fuerte: "¡Jesucristo, vos Hijo del Dios eterno, ten piedad de mí!"».
Así acabó la vida de Miguel Serveto de Aragón, que para sus enemigos teológicos no era más que una «peste» y un «monstruo» que debía ser exterminado. Pero su figura no se extinguió allí, ni fue la opinión de sus enemigos la que recibió la posteridad.
Serveto es aún recordado y honrado en su país natal y alrededor de Europa, con su nombre en hospitales, plazas, escuelas y calles, así como con varias estatuas erigidas en su memoria. Ha llegado incluso a Sudamérica, con un colegio de educación básica que lleva su nombre en la ciudad de Maracaibo, Venezuela.
El mundo no quiere olvidarlo, pero no por su antitrinitarismo, sino porque recuerda una época de intolerancia religiosa a la que, justamente, no se desea volver. Serveto no habrá ganado en el campo teológico, pero sí en el campo de la libertad de conciencia.
Ya en el siglo XVI, Sebastián Castellio (1515-1563), un teólogo reformado francés, protestó contra la quema de Serveto, y basado en el hecho defendió la libertad de conciencia: «A nadie se le debe obligar a creer. La conciencia es libre», sentenció.
Así, sin importar si él mismo se hubiese visto como uno, hoy Serveto es un mártir y una figura de la causa civil de la libertad de conciencia. Esta realidad ha quedado materializada e inmortalizada en una estatua suya que se erigió en Ginebra, la misma ciudad que lo vio arder, por el reciente año 2011 (ver arriba), que para el Ayuntamiento de Ginebra y sus ciudadanos es un símbolo perenne de la libertad y tolerancia religiosas.
Bibliografía: Philip Schaff, History of the Christian Church, vol. VIII cap. 16 (CCEL); Orbayu Manuel de León en la web Protestante Digital; F. J. González Echeverría, Vida y Obra de Miguel Servet (2011); “(1553) La restitución del cristianismo” en Miguel Servet: Centro de Investigación (michaelservetuscenter.org); E. Samaniego Arrillaga, Miguel Servet, Precursor de la angiología (ELSEVIER, 2015).
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