Los cristianos poseen una naturaleza contemplativa, caracterizada por la reflexión sobre sus creencias. Agustín afirmó que uno no abraza una creencia a menos que la encuentre plausible y digna de reflexión. No todos los que se dedican a pensar creen de verdad, ya que algunos deliberan únicamente para resistirse a creer. Sin embargo, quien tiene fe reflexiona profundamente, entrelaza su pensamiento con su creencia y viceversa.
En una primera etapa, el cristianismo llamó la atención de personas con una sólida formación académica, quienes profundizaron en sus confesiones y creencias. Al escucharlas y leerlas en los manuscritos que formaron el Nuevo Testamento, se preguntaron qué significaban realmente y cómo se alineaban con los pasajes de la Tanaj. Como resultado, surgió el reto de reconciliar la creencia en la unidad de Dios con la afirmación de que Jesús, un ser humano, es también divino.
Lo anterior se convirtió en un dilema que acabó provocando controversia dentro de la Iglesia y que hoy nos dirige a las siguientes preguntas. ¿No son suficientes los relatos del evangelio en el Nuevo Testamento para la iglesia actual? ¿Debemos, entonces, saber sobre los primeros concilios y preocuparnos por saber un credo y recitarlo? ¿Cuál es la finalidad de estos?
Dilemas que generaron la necesidad de un credo
La interpretación de las Escrituras es esencial. La Biblia no es únicamente un tratado doctrinal, un catecismo o una colección de enseñanzas claramente definidas. Principalmente, es una narración, una descripción de las acciones de Dios con respecto al advenimiento de Cristo. Así pues, desde el principio, los cristianos se enfrentaron a un reto importante a la hora de comprender los componentes de los textos inspirados por Dios.
Veamos dos pasajes de las Escrituras uno al lado del otro. En primer lugar, tenemos el poderoso pasaje de Colosenses 1, que describe a Cristo como la imagen del Dios invisible, en quien todas las cosas están unidas. En segundo lugar, tenemos la narración de Marcos que presenta a Cristo como predicador, profeta y sanador. Por un lado, vemos a Cristo como fuente de la creación, mientras que, por otro, aparece como un predicador que recuerda el estilo de Juan el Bautista.
Por tanto, el reto para la Iglesia primitiva consistía en establecer una conexión significativa entre lo que se leía en los escritos de Pablo y lo que se leía en el relato de Marcos, por ejemplo. Esta tarea no era tan sencilla; surgieron sinceras diferencias de opinión en cuanto a su interpretación. Los cristianos, arraigados en su herencia judía, creían en la unicidad de Dios.
Basados en las enseñanzas de Jesús, sus milagros y su resurrección de entre los muertos, ellos reconocían que Jesús era diferente a cualquier otra persona: poseía una naturaleza divina, siendo en cierto modo Dios mismo. Sin embargo, esto generaba un dilema: ¿cómo conciliar la creencia en la unidad de Dios con la existencia de dos realidades distinguibles (Dios Padre y Dios Hijo) ambos reivindicados como Dios? No era nada fácil resolverlo.
En efecto, fue necesario imponer un credo único y definido con precisión a toda la Iglesia, a pesar de la existencia de numerosos “credos” bautismales locales. Todos ellos compartían creencias esenciales pero tenían divergencias en detalles concretos. Hasta que llegó el Concilio de Nicea (325 d.C.).
Las declaraciones de fe más relevantes
El Credo de los Apóstoles y el de Nicea difieren en su propósito y contenido. Mientras el primero es una concisa declaración de fe, el segundo pretende ser una expresión más precisa y definida de las creencias de la Iglesia, pues establece unos límites claros. Este último introduce el término griego homoousios, que significa “de una sola sustancia o ser”, que no se encuentra explícitamente en la Biblia.
Los obispos incluyeron ese término para arrojar luz sobre la comprensión de cómo Dios, siendo uno, también existe en una doble naturaleza (después surgió el debate sobre el Espíritu Santo). Con él, los padres conciliares pretendían afirmar que Cristo, en todo lo que Dios es Dios, es también Dios mismo. Además, la palabra “engendrado”, arraigada en el lenguaje bíblico, significa que Cristo procede eternamente del Padre, no fue creado como los seres humanos.
¿Quiénes eran los obispos del Concilio de Nicea y por qué tenían algo que decirle a la Iglesia?
La Iglesia es algo más que una reunión de individuos, es una comunidad cohesionada con la necesidad de un liderazgo. Los líderes son individuos investidos de autoridad, que sirven como faros de guía y dirección, que imparten enseñanza y presiden el culto. Ofrecen un punto focal para la comunidad al fomentar la unidad y facilitar el crecimiento espiritual de sus miembros.
En el contexto de la Iglesia, el liderazgo es crucial para alimentar un sentimiento de pertenencia, promover valores compartidos y garantizar el desarrollo ordenado del culto y las actividades comunitarias. Desde la etapa primitiva del cristianismo, estas personas fueron conocidas como obispos, un término que expresa su papel de supervisores. A ellos se les encomendó la tarea de impartir las enseñanzas que recibieron de los apóstoles.
En consecuencia, a finales del siglo I, era habitual que los obispos fueran líderes centrales de toda comunidad cristiana y que se convirtieran en el punto focal de donde emergían la unidad y la coherencia. Como expresó elocuentemente Ignacio de Antioquía, “donde está el obispo, allí está la Iglesia”. Esta afirmación subraya su importancia e influencia.
En 1 Corintios, Pablo subrayó dos veces: “Lo que he recibido, os lo he transmitido”. Los líderes de las primeras comunidades cristianas se percibían a sí mismos como maestros encargados de transmitir los conocimientos recibidos de sus predecesores. Tal enfoque difiere de la mentalidad actual, en la que tendemos a recabar opiniones diversas y consultar varias fuentes para llegar a un consenso sobre una cuestión.
Por el contrario, la Iglesia primitiva se planteaba sistemáticamente la pregunta: “¿qué hemos recibido?”. Buscaban comprender las enseñanzas recibidas a la luz de las nuevas circunstancias. Aunque eran muchas las voces que contribuían a las deliberaciones, la responsabilidad última recaía en el obispo, que asumía el papel de decisor final.
En el siglo III, se reconoció ampliamente el papel del obispo como conservador de la tradición apostólica y se le confió la tarea de transmitir lo recibido. En consecuencia, era natural que los obispos fueran los responsables de la toma de decisiones en las reuniones conciliares. En otras palabras, los concilios se convirtieron en una congregación de aquellos individuos que tenían la mayor responsabilidad a la hora de salvaguardar y difundir la fe.
La idea de que Jesús estaba subordinado a Dios Padre
Arrio representaba a muchos obispos que mantenían puntos de vista indefinidos sobre la relación entre Cristo y el Padre. Dudaban en afirmar que Cristo fuera plenamente Dios, pues su máxima convicción era la unicidad y se rehusaban a comprometerla. Durante los primeros siglos, hubo una adhesión a una forma indeterminada de subordinacionismo: reconocían la divinidad de Cristo, pero no la concebían de la misma manera que la divinidad de Dios Padre.
La afirmación definitiva alcanzada en el Concilio de Nicea, tras extensas deliberaciones, estaba enraizada en los textos autoritativos. Sin embargo, las formulaciones adoptadas no estaban explícitamente articuladas allí. A través del proceso reflexivo, la Iglesia alcanzó progresivamente una comprensión más profunda de sus creencias, así que el significado profundo fue más evidente a partir de esa generación.
Otros temas que fueron tema de debate
Entre las cuestiones que los primeros cristianos trataron de entender está el concepto de dos naturalezas y una persona, establecido en el Concilio de Calcedonia (451 d.C.), nos permite comprender cómo se esforzaban por dar sentido a asuntos excepcionalmente profundos. Un texto que planteó ciertos desafíos fue Lucas 2:52, que dice: “Jesús crecía en sabiduría y estatura”.
Era ampliamente aceptado que Cristo progresaba en estatura como ser humano. Sin embargo, reconocer que también crecía en conocimiento planteaba dificultades, pues implicaba que ignoraba ciertas cosas. En consecuencia, explicar el significado de este pasaje se convirtió en una tarea compleja.
Otro ejemplo. En los textos que hoy conforman el Nuevo Testamento, Cristo se identificó con la Sabiduría. Sin embargo, Proverbios 8:22 dice: “El Señor me creó [a la Sabiduría] al principio de su obra”. Entonces, ¿qué significa para Cristo ser descrito como “creado”? ¿Vino a la existencia como los humanos? ¿Hubo un tiempo en el que no existió? Esto se convirtió en una preocupación sustancial e intrincada en el siglo IV, con importantes implicaciones teológicas.
Consideremos también el himno que se encuentra en Filipenses 2:6-11. Al inicio se habla de la naturaleza divina de Cristo, quien existía en forma de Dios. Luego, se destaca su asunción de la forma humana y su obediencia hasta la muerte de cruz. Curiosamente, justo en medio del texto, Pablo insertó un significativo “Por lo cual, Dios le exaltó hasta lo sumo”. Ese particular conector parece sugerir que la exaltación de Cristo es consecuencia de sus acciones.
Los críticos del Concilio de Nicea se basaron en ese “por lo cual” para argumentar que Cristo alcanzó la divinidad y no era inherentemente divino desde la eternidad. A propósito de esa conclusión, un aspecto que a menudo pasa desapercibido es que los debates de la Iglesia primitiva giraban en torno a la interpretación de los escritos apostólicos, que tenían una importancia significativa dentro de su comunidad de fe.
¿Qué tan contaminado estuvo este proceso?
Antes, durante y después del Concilio de Nicea, hubo un nivel de politiqueo, aparte del papel de Constantino. Hubo “sangre en el suelo”, por así decirlo. ¿Qué deben pensar los cristianos fieles sobre este proceso políticamente “sucio”? ¿No mancha esto al concilio y a su credo resultante? Es muy poco probable que los líderes eclesiásticos actuales nieguen la naturaleza política de los debates en los que participan.
La política pertenece intrínsecamente a la dinámica de los individuos que coexisten dentro de una comunidad, navegando por diversas perspectivas y agendas. Implica el arte de la persuasión y la práctica del compromiso. Como comunidad humana, la Iglesia tiene una dimensión política inherente, ya que implica que las personas se reúnan e interactúen entre sí.
El Nuevo Testamento revela casos de desacuerdo incluso entre los propios apóstoles. Un enfrentamiento notable se produjo entre Pablo y Pedro en Antioquía, tal y como se documenta en Gálatas 2:11-21. En particular, las consecuencias de ese enfrentamiento fueron guiadas por el Espíritu y condujeron, en última instancia, al florecimiento de la misión gentil. Debemos reconocer y apreciar ese resultado significativo.
Relación Iglesia-Estado: ¿los obispos cooperaron para que la Iglesia dominara?
¿Cómo responde la Iglesia cuando la mayoría de la sociedad es persuadida a abrazar el cristianismo? Ese fue el escenario durante el siglo IV y 1200 años o más. Es importante señalar que la Iglesia no fue cooptada por el Estado, sino que la transformación de Constantino inició un cambio significativo. Luego, la iglesia asumió la responsabilidad de darle forma a la sociedad, de influirla y moldearla activamente, un papel que no había tenido antes.
Durante el Concilio de Nicea, convocado por el emperador Constantino, los obispos reunidos profesaron públicamente su creencia en el Dios trino. Esa declaración denotaba que, como se revela en las Escrituras, el Creador envió a Cristo al mundo para ofrecer la salvación a los pecadores. Tal acontecimiento desplazó a los dioses de Roma por el Dios bíblico. Constantino ordenó la construcción de iglesias en lugar de templos dedicados a las deidades romanas.
En consecuencia, a finales del siglo IV, el emperador Teodosio declaró que el imperio reconocía oficialmente al Dios trinitario, el mismo de Nicea y el que está descrito en la Biblia, como su autoridad rectora. En ese sentido, el Credo Niceno es una poderosa declaración de que el Dios de Abraham, Isaac y Jacob es el ser divino al que nuestra sociedad está consagrada. Explica nuestro compromiso colectivo a ofrecer culto y reverencia al Dios verdadero, reconociendo su importancia en nuestras vidas y su legítimo lugar como destinatario de nuestra adoración.
Este artículo esta basado en una entrevista a Robert Louis Wilken publicada en Christianity Today: https://www.christianitytoday.com/history/issues/issue-85/why-creed.html
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