No recuerdo exactamente cuándo conocí a William Carey (1761-1834), pero ha rondado mi vida desde mi primer año de universidad. Como muchos estudiantes, había recorrido un largo y serpenteante camino antes de comprometerme a ser miembro de una iglesia local. Pero cuando encontré un hogar eclesiástico, Dios abrió un río de gracia para mí, e inició quizá el periodo de crecimiento espiritual más transformador de mi vida.
Un afluente fue un encuentro providencial durante mi último año con una serie de extractos del panfleto de Carey: An Enquiry Concerning the Obligation of Christians to Use Means for the Conversion of the Heathen (1792) [Investigación sobre la obligación de los cristianos de emplear medios para la conversión de los paganos en español]. Los leí en un curso nacional sobre misiones cristianas que mi iglesia organizaba los miércoles por la noche. Como ocurre con muchos escritos del siglo XVIII, el título me intimidaba. Pero lo que encontré en su interior me cautivó.
De la sugerencia a la Comisión
Además de una revisión de las misiones mundiales desde los apóstoles hasta su presente, Carey (un pastor bivocacional, casi totalmente autodidacta) había recopilado estadísticas sobre el estado de la evangelización mundial en todos los continentes. Él captó concisamente la belleza del evangelio antes de abordar casi cada una de las excusas que podían darse para no aceptar la comisión de Jesús de hacer discípulos en todas las naciones (Mateo 28:18-20).
A Carey le extrañaba que “las multitudes se sientan a sus anchas y no se preocupan por la mayor parte de sus semejantes pecadores, que hasta el día de hoy están perdidos en la ignorancia y la idolatría”. El amor por la gloria global de Jesús y por el bien de nuestros semejantes, argumentaba él, nos obliga a proclamar el evangelio en todos los lugares. “Sin duda merece la pena emplearnos a fondo para promover la causa y el reino de Cristo”, concluyó.
Las palabras de Carey me llegaron al corazón. Había pensado tan poco más allá de mis propias preocupaciones egocéntricas y provincianas. Sorprendentemente, apenas había pensado en la tarea de proclamar el evangelio a los menos alcanzados y a los inalcanzados. Carey me mostró que mi visión de la gloria global de Jesús no era tan grande como la de las Escrituras. ¿Es Jesús digno de la alabanza de todos los pueblos? Sí, lo es.
Como se ha dicho, la Gran Comisión no fue la gran sugerencia. La tarea de la proclamación del evangelio era el deber del cristiano y, por tanto, la misión de mi vida tenía que modificarse. Vivir para Cristo significaba poner su gloria global como mi gran objetivo, sin importar mi vocación. Pero faltaba una pieza. ¿Cómo superar las casi imposibles barreras políticas, tecnológicas, culturales y religiosas? ¿Qué podría sostener el difícil trabajo de “entregarnos a fondo para promover la causa y el reino de Cristo”? ¿Cómo podrían estas labores no acabar en el agotamiento total?
Posibilidad y deber
Estas preguntas también preocupaban a Carey, aunque por un motivo ligeramente distinto. A finales del siglo XVIII, los pastores bautistas del centro-norte de Inglaterra se enfrentaban a una idea que había paralizado a las iglesias de su asociación: la noción de que era necesaria una venida adicional del Espíritu Santo, similar a la de Pentecostés (Hechos 2), antes de que las naciones pudieran llegar a Cristo. Según algunos, hasta que Dios no actuara de forma claramente sobrenatural, las iglesias no tenían ni el deber de hacer algo ni la esperanza de tener éxito.
En una reunión de pastores de Northamptonshire, en junio de 1791, los pastores Andrew Fuller y John Sutcliff predicaron poderosos mensajes sobre el “espíritu dilatorio” de la época y el ferviente celo evangelizador que debería acompañar a las buenas nuevas del evangelio. Al concluir la reunión, se pidió a Carey que abordara por escrito la pregunta para la que ya conocían la respuesta de las Escrituras: si era posible o no que los cristianos predicaran la Buena Noticia en las naciones no alcanzadas, así como si existía el deber de hacerlo. Su panfleto, An Enquiry, fue publicado más tarde, ese mismo año.
Pero el fragmento que yo leí se centraba sólo en el deber. Dejaba de lado la parte más importante del argumento: ¿cómo era posible cumplirlo?
Un texto inesperado y oportuno
Varios meses después de la publicación de An Enquiry, los pastores de la asociación de Northamptonshire se reunieron para discutir la respuesta de Carey. Él comenzó predicando sobre Isaías 54:2-3 (RVC):
¡Extiende el sitio de tu tienda!
¡Alarga las cortinas de tus aposentos!
¡No te midas! ¡Extiende las cuerdas y refuerza las estacas!
Porque vas a extenderte a la derecha y a la izquierda,
y tu descendencia heredará naciones
y habitará las ciudades asoladas.
Al principio, aquellos versículos parecieron una elección curiosa. A la luz de los numerosos textos cristalinos del Nuevo Testamento sobre evangelización y formación de discípulos, ¿por qué elegir un texto de los Profetas para defender la posibilidad de la Gran Comisión?
Carey conocía bien las Escrituras y reconocía la brillantez e importancia de la visión histórico-redentora de Isaías. La victoria del siervo sufriente (Isaías 53:10-12) daría lugar no sólo al regocijo (Isaías 54:1a), sino a la bendición (Isaías 54:1b). El profeta previó que la victoria del Mesías incapacitaría para siempre a los enemigos de Dios.
El embrujo de los dioses extranjeros ya no podría impedir que las naciones recibieran al Señor como rey. Además, su pueblo “se extendería a derecha e izquierda (...) poseería las naciones (...) y poblaría las ciudades desoladas” (Isaías 54:2-3). Esta visión futura, sabía Carey, se realizó en la resurrección y ascensión del Señor Jesús.
Esperar e intentar
El crescendo de su mensaje fue captado, por quienes lo escucharon, en seis palabras inolvidables: “Esperad grandes cosas, intentad grandes cosas”. La singular idoneidad de Jesús como el sustituto perfecto para la humanidad había sido reivindicada en la resurrección. Y la venida del Espíritu en Pentecostés fue la señal de la victoria definitiva del Mesías sobre todos los tronos y dominios, vistos o no vistos.
Jesús no se había limitado simplemente a lanzar la misión del evangelio a las naciones; su ascensión a la gloria había eliminado todo obstáculo que se interpusiera en el camino del triunfo absoluto del evangelio (Marcos 3:24-27; Apocalipsis 20:1-2). Por lo tanto, argumentó Carey, los cristianos deben esperar grandes cosas ―y no sólo debemos esperarlas; debemos intentarlas―. Por pequeño que sea el comienzo, por complicada que sea la tarea, en el poder del Espíritu, bajo la autoridad de Cristo resucitado, podemos tener absoluta confianza en el éxito de nuestra misión.
Al comisionar a su Iglesia, Jesús había dicho: “Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan y hagan discípulos en todas las naciones”, Mateo 28:18-19 (RVC). Y el Pentecostés demostró decisivamente que su mandato era posible, porque cumplió su promesa de la comisión: “Y yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”, Mateo 28:20 (RVC).
Podemos arriesgarlo todo
En el extracto que falta en mi copia de An Enquiry, Carey había hecho esta conexión crucial:
Si el mandato de Cristo de enseñar a todas las naciones se extendiera sólo a los apóstoles, entonces, sin duda, la promesa de la presencia divina en esta obra debe ser igual de limitada; pero esto está redactado de tal manera que excluye expresamente tal idea. “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”. Cuando existe un mandato, nada puede ser necesario para hacerlo vinculante, sino la eliminación de esos obstáculos que hacen imposible la obediencia, y estos ya han sido eliminados.
Carey vio que el triunfo de la resurrección significaba que las buenas nuevas del evangelio no podían detenerse. Todas las cosas estaban ahora sometidas a Jesús y, por su Espíritu y a través de su Iglesia, estaba saqueando la casa del hombre fuerte (Marcos 3:24-27). Nada podía hacer retroceder la marea de la victoria de Cristo.
Esta revelación me abrió el mundo. En los primeros años de mi camino con Jesús, temía encontrarme con algún obstáculo intelectual insuperable sobre el evangelio. Asimismo, tenía miedo de no poder explicarlo adecuadamente al compartir mi fe con alguna persona. Esto aumentó al enfrentarme a los desafíos de la evangelización transcultural. Pero comprender las implicaciones de la gloria y la autoridad de la resurrección de Jesús derrotó decisivamente esos temores.
No sólo debo reorientar las prioridades de mi vida para poner las preocupaciones de Cristo en el centro mismo, sino que puedo arriesgarlo todo al seguirle dondequiera que me guíe.
De hecho, porque Jesús vive puedo esperar grandes cosas e intentar grandes cosas.
Seis palabras que cambiaron el mundo
La visión plasmada en esas seis palabras también cambió para siempre la historia de las misiones cristianas. Al concluir el sermón de Carey, los pastores de la asociación de Northamptonshire planearon la creación de una “sociedad para predicar el evangelio” entre los no alcanzados. Cuatro meses después, el 2 de octubre de 1792, adoptaron ese plan, formando la Sociedad Misionera Bautista (BMS por sus siglas en inglés).
Un año más tarde, la Sociedad envió a William Carey, a su familia y a varias personas más a la India como los primeros de lo que hoy son miles de misioneros de la BMS. “Esperar grandes cosas, intentar grandes cosas” se convirtió en el lema de la Sociedad Misionera Bautista y captó la visión bíblica de la proclamación del evangelio entre los no alcanzados.
La recuperación de la visión transcultural de las Escrituras reverberó en todo el naciente movimiento evangélico. El amigo de Carey y pastor John Ryland Jr. ayudó a los congregacionalistas londinenses a fundar la Sociedad Misionera de Londres (1795), y a la Iglesia Anglicana a constituir la Sociedad Misionera de la Iglesia (1799).
En 1806, cinco estudiantes de segundo año del Williams College de Williamsburg, Massachusetts, leyeron An Enquiry de Carey y se dedicaron a orar por el lanzamiento de una sociedad misionera en Estados Unidos. Cuatro años más tarde, ayudaron a formar la Junta Americana de Comisionados para Misiones Extranjeras (1810) con el objetivo de enviar a dos de los suyos, Adoniram Judson y su esposa Anne Hasseltine, al ministerio evangélico en Birmania.
Luther Rice, otro de los cinco del Williams College, unió a los bautistas de América para apoyar la obra de las misiones extranjeras. Cuatro años más tarde, lanzó la Convención Misionera General de la Denominación Bautista, precursora de la Junta de Misiones Internacionales de la Convención Bautista del Sur, que hoy es la mayor organización de envío de misioneros del mundo.
¿Qué se complacerá Dios en hacer en nuestros días si, confiados en la victoria de nuestro Cristo reinante, esperamos grandes cosas e intentamos grandes cosas?
- William Carey, An Enquiry into the Obligations of Christians to Use Means for the Conversion of the Heathens (Leicester: Ann Ireland, 1792), pp. 8, 10-11, 87.
- Andrew Fuller y John Sutcliff, “Jealousy for the Lord of Hosts” and the “Pernicious Influence of the Delay in Religious Concerns”: Two Discourses Delivered at a Meeting of Ministers at Clipstone in Northamptonshire, April 27, 1791 (Londres: Vernor, 1791).
- J.W. Morris, “Narrative of the First Establishment of This Society”, en Periodical Accounts Relative to the Baptist Missionary Society, vol. 1 (Londres: J.W. Morris, 1800), pp. 2-3.
- Eustace Carey y William Yates, Vindicación de los misioneros bautistas de Calcuta: In Answer to “A Statement Relative to Serampore, by J. Marshman, D.D. with Introductory Observations by John Foster” (Londres: Wightman & Co., s.f.), 35.
Redacción BITE
Este artículo fue traducido y ajustado por el equipo de redacción de BITE. El original fue publicado por Ryan Griffith en Desiring God bajo el título Expect Great Things, Attempt Great Things.
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