El tiempo del Covid-19 es lamentable, no por la expansión de un virus mortal, sino por la imagen que muchos dan del significado de la fe. Hoy las redes sociales están llenas de ideas como “el coronavirus no tocará a los creyentes” o “el virus está condenado a desaparecer por atacar la iglesia”. Los de afuera perciben hoy en los cristianos una mera seguridad, casi mágica, de salud y bienestar físico.
No hay gente más feliz que el pueblo de Dios, y no hay quien en esta tierra esté destinado a un mayor bienestar que el creyente. Pero eso será en la Nueva Tierra, cuando, en palabras de Pablo, los hijos de Dios sean por fin revelados, y todos los sufrimientos de este tiempo presente se acaben. No se nos ha prometido en Cristo el ser liberados de un virus, sino algo infinitamente mejor: la vida eterna junto a Él en el tiempo de Su venida.
Hoy más que nunca es necesario recordar las meditaciones de los creyentes que en la historia hallaron su paz en Cristo en medio del dolor y la incertidumbre.
El teólogo sufriente
Hubo un hombre que a mediados del siglo XVI sufrió terribles migrañas, padeció de pleuritis (inflamación en los pulmones) y tuvo cálculos en el riñón. Siendo alguien que enseñaba varias veces a la semana, le costaba mucho pronunciar palabra sin antes toser y escupir sangre. Su nombre era Juan Calvino, y a pesar de la imagen que podamos tener de él como el gran predicador incansable, fue un ministro de Dios completamente rodeado de tribulaciones.
La historia de Calvino está saturada de persecución y lucha contra opositores a sus ideas de la Reforma, incluso al punto de ser acusado de crímenes en varios momentos de su vida y ser exiliado unos años de Ginebra. En su casa sufrió la muerte de su hijo poco tiempo después de su nacimiento, y su esposa murió tan solo en su noveno año de matrimonio. Además, en una oportunidad se halló que uno de sus siervos le robó y cometió adulterio con la esposa de su hermano.
En un video que publicamos en BITE el 3 de junio de 2019, explicamos con más detalle la vida y obra de Calvino, que lejos de ser perfectas, son las de un creyente notable que influenció muchos movimientos cristianos y tuvo un legado que hoy se mantiene.

Pero a pesar de cualquier controversia que hayan podido generar sus escritos o sus acciones, es innegable que Calvino fue un fiel ministro sufriente. De su boca jamás se escuchó que, por ser hijo de Dios, el mal no llegaría a su puerta. Por el contrario, cuando murió su hijo, dijo: “El Señor ciertamente ha infligido una herida severa y amarga en la muerte de nuestro hijo. Pero Él mismo es Padre, y sabe mejor lo que es bueno para sus hijos.”
El llamado teólogo de la Reforma, profundo conocedor de las escrituras y apasionado amante de Dios, jamás esperó de su Señor el ser escatimado del dolor. Aceptó con humildad la venida de muerte y sufrimiento.

La esperanza de Calvino
Su obra de la Institución de la religión cristiana, no solo contiene sus posiciones teológicas reformadas con argumentos escriturales, sino también es un espejo de las más profundas meditaciones de su corazón. En el capítulo 17 del primer libro, titulado “Determinación del fin de esta doctrina [la providencia de Dios] para que podamos aprovecharnos bien de ella”, escribe sobre la forma en la que el creyente debe concebir el absoluto gobierno de Dios sobre la creación.
Calvino dice sobre la fragilidad humana:
“Innumerables son las miserias que por todas partes tienen cercada esta vida presente, y cada una de ellas nos amenaza con un género de muerte. Sin ir más lejos, siendo nuestro cuerpo un receptáculo de mil especies de enfermedades, e incluso llevando él mismo en sí las causas de las mismas, doquiera que vaya el hombre no podrá prescindir de su compañía, y llevará en cierta manera su vida mezclada con la muerte. Pues, ¿qué otra cosa podemos decir, si no podemos enfriarnos ni sudar sin peligro? Asimismo, a cualquier parte que nos volvamos, todo cuanto nos rodea, no solamente es sospechoso, sino que casi abiertamente nos está amenazando y no parece sino que está intentando darnos muerte. Entremos en un barco; entre nosotros y la muerte no hay, por decirlo así, más que un paso. Subamos a un caballo; basta que tropiece, para poner en peligro nuestra vida. Si vamos por la calle, cuantas son las tejas de los tejados, otros tantos son los peligros que nos amenazan. Si tenemos en la mano una espada o la tiene otro que está a nuestro lado, basta cualquier descuido para herirnos. Todas las fieras que vemos están armadas contra nosotros. Y si nos encerramos en un jardín bien cercado donde no hay más que hermosura y placer, es posible que allí haya escondida una serpiente. Las casas en que habitamos, por estar expuestas a quemarse, durante el día nos amenazan con la pobreza, y por la noche con caer sobre nosotros. Nuestras posesiones, sometidas al granizo, las heladas, la sequía y las tormentas de toda clase, nos anuncian esterilidad y, por consiguiente, hambre. Y omito los venenos, las asechanzas, los latrocinios y las violencias, de las cuales algunas, aun estando en casa, andan tras nosotros, y otras nos siguen a dondequiera que vamos. Entre tales angustias, ¿no ha de sentirse el hombre miserable?; pues aun en vida, apenas vive, porque anda como si llevase de continuo un cuchillo a la garganta.”
Pero en medio de esa fragilidad, habla de la paz que siente el creyente que entiende la providencia de Dios:
“Por el contrario, tan pronto como la luz de la providencia de Dios se refleja en el alma fiel, no solamente se ve ésta libre y exenta de aquel temor que antes la atormentaba, sino incluso de todo cuidado. Porque si con razón temíamos a la fortuna, igualmente debemos sentir seguridad y valor al ponernos en las manos de Dios. Nuestro consuelo, pues, es comprender que el Padre celestial tiene todas las cosas sometidas a su poder de tal manera que las dirige como quiere y que las gobierna con su sabiduría de tal forma, que nada de cuanto existe sucede sino como Él lo ordena. E igualmente, comprender que Dios nos ha acogido bajo su amparo, que nos ha encomendado a los ángeles, para que cuiden de nosotros; y, por ello, que ni el agua, ni el fuego, ni la espada nos podrán dañar más que lo que el Señor, que gobierna todas las cosas, tuviere a bien. Porque así está escrito en el salmo: "Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora. Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro; escudo y adarga es su verdad. No temerás el terror nocturno, ni saeta que vuele de día", etc. (Sal. 91,3-6).”
La imagen de Cristo
Todo el pensamiento de Calvino, tanto en su Institución, como en las meditaciones que tuvo en momentos de dolor, está marcado por la promesa de Romanos 8. Pablo dice que todo lo que viva el creyente será para su bien, y que esto aplica a los que son llamados “conforme a su propósito”, el cual es “ser hechos conforme a la imagen de Cristo”.
Ese bien, el ser conformados a la imagen de Jesús, es lo que el creyente puede esperar en el tiempo del Covid-19. Como también dijo Calvino, “por encima de todo sufrimiento Él quiere que seamos conformados a la imagen de su Hijo, como corresponde que deba haber conformidad entre la cabeza y los miembros.” No hay tal cosa como una seguridad de no ser contagiados por un virus. Lo que hay para el pueblo de Dios es la certidumbre de ser hechos, en este tiempo de dolor, más parecidos a su Señor, y eso aun en medio de la muerte.

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En Cristo,
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