Los congregacionalistas ingleses y americanos como John Cotton, John Owen y Jonathan Edwards llegaron a conclusiones algo bautistas con respecto a la naturaleza regenerada de la iglesia y a su distinción del Estado. Sin embargo, como también creían en el bautismo infantil y en la religión patrocinada por el Estado, se enfrentaron a un dilema. El fuerte declive del congregacionalismo desde los siglos XVII y XVIII habla claramente de su incapacidad para lograr su visión de una iglesia que bautizara niños, estuviera vinculada al Estado, fuera congregacionalista y visiblemente regenerada.
Lo anterior sugiere que, en la historia de la iglesia, el “Camino congregacionalista” fue una especie de posición intermedia entre el gobierno eclesial anglicano y presbiteriano propio del Viejo Mundo y los bautistas que llegaron a dominar el Nuevo Mundo. Los bautistas ciertamente se veían a sí mismos como los descendientes espirituales de estos teólogos puritanos, principalmente porque, en cuanto a lógica, los argumentos congregacionalistas a favor de la pureza de la iglesia eran muy similares a los de sus sucesores bautistas. En este artículo, examino las inclinaciones bautistas de los congregacionalistas en los siglos XVII y XVIII.
Pacto a mitad de camino
Cuando el puritano John Cotton (1585–1652) cruzó el Atlántico rumbo a Boston en 1633, se estaba alejando de las corrupciones de la Iglesia de Inglaterra, no de la iglesia en sí misma. A diferencia de Plymouth, que se había establecido en 1620, la Bahía de Massachusetts, asentada 10 años después, no era una colonia separatista. De hecho, Cotton desconfiaba más de los separatistas que se separaban de la iglesia estatal que de los obispos que imitaban la “papalidad” del catolicismo. Como puritano, creía en “purificar” la Iglesia de Inglaterra, no en abandonarla por completo.
Sin embargo, Cotton era un tipo específico de puritano: era congregacionalista, un término que él mismo inventó unos años después de llegar a Boston. Junto con su amigo Thomas Hooker, quien también estaba a bordo del Griffin en 1633, creía que solo las congregaciones autónomas e individuales eran verdaderas iglesias. Ningún poder eclesiástico superior podía ejercer autoridad legítima sobre la iglesia local. Por lo tanto, no existía tal cosa como la Iglesia de Inglaterra en su conjunto. En su viaje hacia el Nuevo Mundo, Cotton también se estaba inclinando en cierta medida a una dirección bautista.
En muchos aspectos, mientras cruzaba el Atlántico en un barco inglés rumbo a América, este hombre estaba navegando entre dos mundos teológicos. Aunque mantenía la comunión con las parroquias de la Iglesia de Inglaterra, no reconocía su autoridad tradicional. Por un lado, para el arzobispo William Laud en Londres, Cotton apestaba a inconformidad. Por otro lado, a los ojos de Roger Williams en Massachusetts, Cotton era un compañero del anticristo.
Al igual que los reformadores antes que ellos, los congregacionalistas eran un reflejo de la misma iglesia que pretendían reformar. Como resultado, especialmente para aquellos en América, los congregacionalistas recorrían continuamente una especie de camino intermedio entre las sensibilidades más conservadoras de la Iglesia Alta del anglicanismo, y las creencias más locales y democráticas de los ingleses que se oponían. Con el tiempo, este camino intermedio llegó a llamarse un “pacto a mitad de camino”.
John Cotton y “El dilema puritano”
Las creencias de John Cotton sobre la naturaleza de la iglesia fueron puestas a prueba incluso antes de que pusiera un pie en el Nuevo Mundo. Mientras viajaba hacia Boston, su esposa Sarah dio a luz a un hijo llamado Seaborn. Sin embargo, dado que Cotton sostenía que la autoridad para administrar los sacramentos era conferida por iglesias particulares y no por una iglesia nacional, no podía, según su conciencia, bautizar a su hijo recién nacido. En efecto, era un congregacionalista sin congregación.
Entonces, en lugar de reconocer retroactivamente la validez del bautismo una vez que fue nombrado ministro de la Primera Iglesia de Boston, Cotton eligió no bautizar a Seaborn hasta que fuera recibido en la comunión. Solo una iglesia local podía admitir miembros e instalar ministros, porque esa autoridad había sido dada exclusivamente a los elegidos de Dios.
Antes de partir hacia América, Cotton había comenzado a ver la iglesia como un cuerpo regenerado. Sin embargo, en lugar de retirarse de su iglesia parroquial local en Inglaterra, se reunía rutinariamente con un círculo más cerrado de creyentes que estaban calificados para recibir el sacramento y que deseaban evitar las ceremonias más ofensivas de la Iglesia de Inglaterra. Como señaló el historiador Larzer Ziff, “Se convirtieron, en efecto, en una congregación dentro de la congregación”. Entre los límites aceptados de su contexto inglés del siglo XVII, Cotton estaba reuniendo una iglesia de creyentes.
A medida que abrazaba el congregacionalismo, su doctrina de la iglesia mostraba una especie de lógica bautista. La iglesia no debía estar “mezclada (...) con impíos notorios: la Iglesia puede ser el amor de Cristo, sí, y una flor fragante y pura a su vista y en sus narices, y aun así vivir entre espinos y zarzas”. Si bien esta búsqueda de la santidad en la iglesia no era inédita, Cotton le dio una forma más sistemática a puntos de vista que eran relativamente novedosos para su época y lugar. Aunque se consideraba un miembro activo de la Iglesia de Inglaterra con cierta obligación hacia ella, también imaginaba una iglesia (1) centrada localmente, (2) orientada hacia los creyentes, (3) gobernada congregacionalmente, (4) que bautizaba a los infantes y (5) estaba ligada al Estado.
La discordancia entre los primeros tres componentes de la visión de Cotton y los últimos dos demuestra lo que el historiador Allen Guelzo y otros han llamado “el dilema puritano”: “desear una iglesia purificada, disciplinada para incluir solo a los elegidos, que al mismo tiempo logre ser una iglesia en la sociedad que abrace y dirija la vida de todos los miembros de una comunidad”. En cierto sentido, los congregacionalistas querían tener su pastel eclesiológico y comérselo también.
Mientras perseguían el ideal de una comunidad cristiana donde todos los ciudadanos fueran virtuosos, los congregacionalistas (o “independientes”, como los llamaban sus oponentes) también creían que cada iglesia debía ser “particular”, fundada en un pacto formalmente suscrito por sus miembros “piadosos” y que debía estar compuesta solo por “santos visibles”. Cuando la casi apóstata Iglesia de Inglaterra viera a las iglesias congregacionalistas de Nueva Inglaterra, debía ver creyentes auténticos, no cristianos nominales.
La misión puritana a América no se basaba tanto en la separación geográfica como en la espiritual y moral: su justa peregrinación en el desierto sería un ejemplo visible para sus hermanos y hermanas descarriados en casa. Como se jactaba el gobernador John Winthrop en 1630, la Bahía de Massachusetts debía ser una “ciudad asentada sobre un monte” (Mt 5:14).
Como lo evidenció el excongregacionalista Roger Williams, fundador de la primera iglesia bautista en América (establecida en 1638), el bautismo de creyentes parecía ser para muchos la conclusión lógica de una iglesia de creyentes. Cuando el primer presidente de Harvard, Henry Dunster, se negó a bautizar a su hijo recién nacido en la Iglesia de Cambridge en 1653, su argumento básico era inequívocamente bautista en lógica: Soli visibiliter fideles sunt baptizendi (en español, “Solo los creyentes visibles deben ser bautizados”). Casi desde el comienzo del experimento estadounidense, el congregacionalismo llevaba dentro de sí las semillas de un despertar bautista.
Isaac Backus, bautista separatista
No es de extrañar que, con este ADN teológico en la doctrina congregacionalista de la iglesia, los descendientes de la Nueva Luz se conocieran como “separatistas” un siglo más tarde, durante el Gran Despertar. Al igual que John Cotton, quien anhelaba una Iglesia de Inglaterra purificada, estos evangélicos radicales anhelaban congregaciones “separatistas”, que practicaran una religión pura e incontaminada dentro de la iglesia congregacionalista. Este impulso de purificación continuó hasta que inevitablemente tomó forma bautista. Una generación después, luchando por una congregación más devota y piadosa, distinta de la moribunda iglesia estatal, Isaac Backus (1724–1806) encarnó la evolución bautista del congregacionalismo: fue un congregacionalista que se convirtió en separatista y luego en bautista separatista.
Para apoyar sus puntos de vista, Backus invocó a sus predecesores congregacionalistas: “Dado que la venida de Cristo es solo congregacional, por lo tanto, no es ni nacional, ni provincial, ni clásica”. Históricamente hablando, fue pequeño el salto del sistema congregacional al bautismo de creyentes. Citando la Plataforma de Cambridge de 1648, que registró el gobierno congregacional en las colonias en respuesta al presbiterianismo de la Asamblea de Westminster (1643–1652), Backus declaró: “La materia de una iglesia visible son los santos por vocación”.
En menor grado, incluso Backus llevaba en su pensamiento las mismas tensiones entre Iglesia y Estado que atormentaban a sus ancestros congregacionalistas. Si bien denunciaba la idea de una iglesia estatal en Massachusetts, Backus insistía en que “ningún hombre puede ocupar un escaño en nuestra legislatura hasta que declare solemnemente: ‘Creo en la religión cristiana y tengo una firme convicción de su verdad’”.
Siempre hubo un poco del dilema puritano en los primeros bautistas estadounidenses (uno podría argumentar que este dilema continúa hasta hoy). Sin embargo, los argumentos más sólidos de Backus a favor de la distinción entre Iglesia y Estado, y de la naturaleza de la iglesia como nacida de nuevo, no fueron tomados de otros bautistas, sino de congregacionalistas.
La visión de John Owen sobre el Nuevo Pacto
Increíblemente, cuando en 1768 Isaac Backus argumentó a favor de los bautistas separatistas en A Fish Caught in His Own Net (en español, Un pez atrapado en su propia red), no mencionó a Roger Williams. De hecho, hubo más referencias a los congregacionalistas John Cotton, Increase Mather y Cotton Mather que al estimado teólogo bautista John Gill, contemporáneo y cercano a él. Después de todo, ¿qué podría ilustrar mejor la separación de la iglesia que la tradición teológica de aquellos comprometidos a ser “santos visibles”?
En su tratado, Backus citó varias obras del teólogo congregacionalista Jonathan Edwards: Some Thoughts Concerning the Present Revival of Religion in New England (en español, Algunas reflexiones sobre el actual avivamiento de la religión en Nueva Inglaterra), publicado en 1742; su sermón de despedida en Northampton (1750) y su Libertad de la voluntad (1754), calificado por Backus como “irrefutable” en su argumentación. Aun así, a pesar de su admiración por “nuestro excelente Edwards”, obtuvo la mayoría de sus textos de apoyo de una eminencia congregacionalista aún más reconocida: John Owen (1616–1683). Habiendo citado a este “erudito y renombrado autor” más de una docena de veces, Backus creía que Owen, el teólogo congregacionalista más destacado de su siglo, había presentado la defensa más convincente para una iglesia bautista.
En Nueva Inglaterra, el nombre de John Owen tenía un peso considerable (Cotton Mather una vez llamó al erudito inglés “nuestro gran Owen”). Con la ayuda de hombres como Thomas Goodwin, Owen fue el principal autor de la declaración de fe congregacionalista conocida como la Declaración de Saboya (1658), una revisión ligera de la Confesión de Westminster presbiteriana (1647). Era una autoridad teológica en ambos lados del Atlántico. Según Backus, había rastreado las corrupciones de la Iglesia de Inglaterra hasta los incrédulos que habían sido admitidos en su comunión, y “el abandono de este principio, de que las iglesias particulares deben consistir en personas regeneradas, trajo la gran apostasía de la Iglesia cristiana”.
El punto de Backus era simple: ¿Nueva Inglaterra repetiría la decadencia de la Iglesia de Inglaterra? Una vez que la iglesia se llenaba de incrédulos, sin duda le seguiría la aparición de clérigos incrédulos. Al citar A Guide to Church-fellowship and Order (en español, Guía para la comunión y el orden en la iglesia) de Owen, Backus reiteró lo que este había establecido sin aparente controversia: “Sobre el deber de los creyentes, o de la iglesia, que es elegir, llamar y solemnemente apartar para el oficio del ministerio a aquellos que el Señor Cristo por Su Espíritu ha hecho aptos para ello conforme a la regla de Su palabra”. En otras palabras, los ministros eran llamados a sus iglesias por verdaderos cristianos, no por quienes son medio cristianos o por supuestos dirigentes estatales cristianos.
A veces, la teología de Owen ciertamente tenía un tono bautista. Después de todo, ¿acaso no permitía la Declaración de Saboya que los miembros de las iglesias “menos puras” participaran de los sacramentos siempre que “se diera testimonio creíble de que eran piadosos”? Aunque Owen no estaba de acuerdo con el bautismo de creyentes, creía que la verdadera fe debía ser verificada, no asumida. Él no estaba solo en esta creencia. Ya en 1636, para confirmar si alguien era en efecto un “santo visible”, las iglesias congregacionalistas requerían una “narrativa de conversión”, un testimonio público de cómo alguien había llegado a la fe salvadora en Jesucristo.
En algunos aspectos, esa declaración pública de fe ante la iglesia era lo más parecido que los congregacionalistas tenían al bautismo de creyentes. Como explica el historiador Sydney Ahlstrom: “Por primera vez en siglos (si no la primera de todas las veces), la experiencia de conversión se hizo normativa para la membresía en la iglesia a una escala amplia y comprensiva”. Con una defensa tan celosa de los límites espirituales de la iglesia, no es de extrañar que muchos de los descendientes de congregacionalistas se convirtieran en bautistas.
Como han señalado varios historiadores, la visión de Owen sobre el nuevo pacto iba un paso más allá que la mayoría de los teólogos puritanos de su época y era notablemente similar a la de los bautistas. Los estudiosos no bautistas Joel R. Beeke y Mark Jones reconocen:
Owen afirma que el antiguo y el nuevo pacto son diferentes en tipo, no en grado, a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos ortodoxos reformados. Ambas posiciones caben dentro de los contornos más amplios de la teología del pacto reformada, pero la posición de Owen ciertamente no es la visión de la mayoría.
Como resultado, al igual que Isaac Backus, los bautistas hoy en día han citado a Owen para explicar una teología bíblica del ‘credobautismo’. En su exposición de Hebreos 8:6–13, por ejemplo, Owen escribe:
El nuevo pacto se hace solo con aquellos que efectiva y finalmente son hechos partícipes de la gracia del mismo. “Este es el pacto que haré con ellos (…) Seré misericordioso con sus injusticias”, etc. Aquellos con quienes se hizo el antiguo pacto fueron todos partícipes reales de sus beneficios; y si no lo son aquellos con quienes se hace el nuevo, entonces este queda corto en eficacia en comparación con el antiguo y puede quedar completamente frustrado. La propuesta indefinida de los términos del pacto no prueba que el pacto se haga con aquellos, o con alguno de aquellos que no disfrutan de sus beneficios. De hecho, esta es la excelencia de este pacto, y así se declara aquí, que comunica efectivamente toda la gracia y misericordia contenida en él a todos y cada uno con quienes se hace; con quienquiera que se haga, sus pecados son perdonados.
Reflexionando sobre este extracto de Owen, el teólogo bautista reformado Pascal Denault concluye: “Al leer estas líneas, uno se pregunta sobre qué base Owen practicaba el bautismo infantil”. Según Denault, los bautistas tienen “el mismo entendimiento” de los pactos que Owen. Su visión era bautista en su lógica debido a su énfasis en la naturaleza completamente nueva del nuevo pacto y no en su continuidad con el antiguo. Los bautistas usaron el mismo razonamiento para argumentar a favor de un bautismo basado en la fe en Cristo y no por el linaje o la ascendencia. Con Owen, los bautistas de todas las generaciones han afirmado que el pacto de gracia es “un nuevo, real y absoluto pacto, y no una reforma de la dispensación del antiguo”. Ante la pregunta recurrente de si los bautistas son verdaderamente reformados, John Owen obligó a muchos a, en cambio, preguntarse: “¿Los reformados son bautistas?”.
Jonathan Edwards y el “pacto a mitad de camino”
Sin embargo, a finales del siglo XVII, el dilema puritano había introducido una contradicción en las iglesias congregacionalistas de Nueva Inglaterra. Tradicionalmente, la membresía en la iglesia y el acceso a la Cena del Señor estaban reservados para aquellos que habían pasado por una experiencia genuina de conversión, y solo se permitía bautizar a los hijos de los miembros de la iglesia. Sin embargo, con el tiempo, a medida que el bautismo infantil se convertía cada vez más en sinónimo de ciudadanía en un estado religioso, la membresía en la iglesia se degradó hasta convertirse en una especie de derecho hereditario.
Por el hecho de haber nacido en la parroquia local, los congregacionalistas de segunda y tercera generación esperaban disfrutar de los privilegios de la membresía sin haberse convertido. Eventualmente, se permitió que los individuos bautizados que no habían nacido de nuevo bautizaran a sus propios hijos. La doctrina puritana de la “santidad visible” estaba siendo comprometida por la doctrina puritana de una comunidad cristiana. Aunque fue rechazada por Increase Mather y otros líderes puritanos, este “pacto a mitad de camino” —o “congregacionalismo amplio”, como se llamó inicialmente— fue aprobado por las iglesias de Nueva Inglaterra en 1662.
En Northampton, Massachusetts, el reverendo Solomon Stoddard (1643–1729) aceptó completamente este nuevo pacto a mitad de camino. No mucho después de asumir allí el pastorado, a medida que su iglesia se poblaba de más miembros no convertidos que convertidos, Stoddard, el sucesor de Eleazar Mather (hermano de Increase Mather), dio un paso más allá en la innovación de su política sobre la Cena del Señor. Según él, la Mesa debía estar abierta a todos los miembros, regenerados y no regenerados, excepto a aquellos que vivieran vidas públicamente escandalosas. Para 1700, esta práctica estaba establecida en la iglesia.
En resumen, el nacimiento natural, en lugar del segundo nacimiento, se había convertido en el requisito previo para participar de la Comunión del Señor. La Cena había sido transformada en un medio de conversión. Como el así llamado “Papa del Valle del Connecticut”, Stoddard solo extendió su influencia a través de esta nueva política, incluso entre los no regenerados.
El sucesor de Stoddard en Northampton fue también su nieto, Jonathan Edwards (1703–1758). A pesar del vínculo familiar, a lo largo de las décadas de 1730 y 1740, Edwards llegó a despreciar el pacto a mitad de camino (o “stoddardeanismo”). Creía que los feligreses habían comenzado a confundir la ley y el evangelio, ignorando el hecho de que la fe sincera en Cristo debía ser “visible” en la vida de una persona.
Después de experimentar e interpretar el avivamiento religioso en Northampton durante el Gran Despertar, Edwards estaba más convencido que nunca del poder de un corazón habitado por el Espíritu para manifestarse en la vida cotidiana. En Las señales distintivas de la obra del Espíritu de Dios (1741), Edwards da cinco señales positivas de un avivamiento genuino: (1) eleva la estima de las personas por Jesucristo como Hijo de Dios y Salvador, (2) lleva al arrepentimiento de corrupciones y lujurias y a la justicia, (3) exalta la visión que se tiene de la Escritura, (4) convence a las personas de las verdades reveladas en la Escritura y (5) las impulsa a amar verdaderamente a Dios y al prójimo.
No sorprende que la religión del corazón de Edwards influyera en su doctrina de la iglesia. En diciembre de 1748, Edwards finalmente le dijo a uno de sus feligreses que debía profesar el cristianismo antes de poder tomar la Cena del Señor. Dado que Edwards estaba reformando la práctica de larga data de su abuelo y que muchos de sus parientes se beneficiaban del imperio de Stoddard, esta decisión no fue bien recibida. Como Edwards confió a su amigo John Erskine en 1749: “Ya no me atreví a proceder de la manera anterior, lo que ha ocasionado gran inquietud entre mi gente y ha llenado todo el país de rumores”.
Edwards articuló su visión en A Humble Inquiry (1749) (en español, Una humilde indagación): “Nadie debe ser admitido a la comunión y a los privilegios de los miembros de la iglesia visible de Cristo en plena membresía, sino aquellos que en profesión y a los ojos del juicio cristiano de la iglesia son personas piadosas o llenas de gracia”. La reputación de Edwards sufrió un daño adicional en una controversia que involucraba la disciplina de los niños por un libro inapropiado. Sin embargo, incluso teniendo en cuenta esa controversia, no es exagerado sugerir que Edwards perdió su pastorado en 1750 porque creía que la iglesia era para cristianos.
Los bautistas conocían bien la historia del despido de Edwards y parecían abrazarlo como uno de los suyos. En su obra sobre el gobierno bautista, James L. Reynolds, profesor de teología en la Academia Furman, escribió un siglo después:
En la famosa controversia entre el presidente Edwards y Solomon Williams sobre el pacto a mitad de camino, el primero tomó la amplia base bíblica de que solo aquellos que daban evidencia creíble de su fe en Cristo debían ser admitidos a la Cena del Señor. Pero, como paidobautista, se vio obligado a admitir que aquellos que habían sido bautizados en la infancia eran “en cierto modo miembros de la iglesia”. En esto, ambos estaban de acuerdo. Aquí Williams erigió su fuerte artillería y la manejó con gran efecto. Demostró que la posición de su oponente, si se mantenía, aniquilaría el bautismo infantil. O se debía renunciar a esa ordenanza, o Edwards debía rendirse. Él no eligió abandonar el bautismo infantil, así que fue derrotado, no por la verdad de su oponente, sino por su propio error.
Alabando el “espíritu celestial” de Edwards, Reynolds concluyó que este simplemente no había seguido las conclusiones lógicas de su propia teología sublime. En su obra Terms of Communion (1844) (en español, Condiciones para la comunión), R.B.C. Howell, pastor de la Primera Iglesia Bautista de Nashville, también alabó a Edwards por oponerse “al sistema del Sr. Stoddard” y, por lo tanto, llevar a su iglesia “a un notable avivamiento”.
Desde el Noreste hasta el Sur y el Oeste, los bautistas se jactaban de Edwards como una especie de protobautista que nunca se deshizo completamente de su contexto congregacionalista. Pero mientras Edwards falló en resolver el dilema puritano, los bautistas tenían una solución bíblica: para mantener una iglesia de creyentes, había que practicar el bautismo de creyentes.
Bautistas nacidos a destiempo
Aunque es cierto que Jonathan Edwards terminó su carrera en la denominación presbiteriana y ya no consideraba que las iglesias fueran completamente autónomas, los académicos Michael J. McClymond y Gerald R. McDermott señalan que “probablemente no consideraba que los asuntos de gobierno eclesiástico tuvieran la importancia que sí tenían otras doctrinas”. Lo que le importaba aún más a Edwards que el gobierno exacto de la iglesia, era su naturaleza regenerada. Después de todo, esta convicción fue tan importante que le costó el púlpito en el que había predicado por veinte años.
Como explica George Marsden, Edwards “estaba dispuesto a renunciar a su propia seguridad y a la de su familia por la causa de proteger almas eternas. Siguió ese camino personalmente desastroso porque estaba convencido de que la lógica de su teología conversionista lo exigía”. La lógica de Edwards era, sin quererlo, sorprendentemente bautista.
Ante la pregunta de si Edwards y sus hermanos congregacionalistas del siglo XVII y XVIII serían presbiterianos o bautistas si vivieran en el siglo XXI, solo se puede especular. Al igual que la iglesia congregacionalista produjo su cuota de bautistas separatistas en el siglo XVIII, también generó un número de presbiterianos de la Nueva Escuela en el siglo XIX. Sin embargo, lo que es innegable es que, con la caída de la última iglesia estatal congregacionalista en 1833, el dilema puritano se veía muy diferente de lo que era en 1633. Ya habían pasado los días de la llamada comunidad cristiana, pero el ideal de una iglesia compuesta por “santos visibles” permanecía.
A medida que el número de iglesias congregacionalistas disminuía drásticamente en el siglo XIX, una comunidad de personas creció rápidamente; muchos de ellos eran excongregacionalistas que habían rechazado desde hacía tiempo los gobiernos patrocinados por el Estado y que aún creían en una iglesia (1) centrada localmente, (2) orientada hacia los creyentes, (3) gobernada congregacionalmente. Eran bautistas. Su solución al dilema puritano era simple y, curiosamente, familiar para los oídos congregacionalistas: “Solo los creyentes visibles deben ser bautizados”.
Este artículo fue traducido y ajustado por María Paula Hernández. El original fue publicado por Obbie Tyler Todd en Desiring God. Allí se encuentran las notas y referencias.