Esta historia fue contada más de 280 veces por Charles Spurgeon, tan solo en sus sermones.
“Estuve años y años sintiendo que estaba al borde del infierno. Estaba descontento, desanimado, desesperado. Soñé con el infierno. Mi vida estaba llena de dolor y miseria, creyendo que estaba perdido.”
Charles Spurgeon usó estas palabras fuertes para describir sus años de adolescencia. A pesar de su educación cristiana, pues su padre y su abuelo eran ministros, y a pesar de que fue bautizado siendo un bebé y criado en una iglesia congregacional, Spurgeon se despertó un domingo de enero de 1850 con un profundo deseo de ser libre. Sus propios esfuerzos de buscar a Dios, leer la Biblia y orar a diario no fueron suficientes.
Un día decidió ir a la iglesia. Debido a una tormenta de nieve, el camino estaba bloqueado, así que dobló por una calle lateral y llegó a una pequeña iglesia metodista. En ella habían alrededor de una docena de personas, quizá quince personas máximo. El ministro que predicaría esa mañana no llegó a la iglesia, al parecer por la tormenta. Por lo que subió a la plataforma un hombre delgado para predicar. Al parecer el hombre contaba con poco conocimiento de las Escrituras, lo que lo obligó a mantener su mirada sobre un solo texto: Isaías 45:22.
Spurgeon contaba que el predicador comenzó así:
“De hecho, este es un texto muy simple. Dice 'Mirad'. Ahora, miren, no sufran mucho dolor. No se trata de levantar el pie o el dedo, es solo ‘mirar’. Bueno, un hombre no necesita ir a la universidad para aprender a mirar. Puede que seas el tonto más grande y, sin embargo, puedes mirar... cualquiera puede mirar, incluso un niño puede mirar. Mira. Pero luego el texto dice: 'Mirad a mí'. ¡Sí! Muchos de ustedes se están mirando a sí mismos, pero no sirve de nada. Nunca encontrarán ningún consuelo en ustedes mismos. Algunos dicen que miran a Dios el Padre. No, mírenlo a Él porque Jesucristo, dice: 'Mírenme'.”
Entonces el hombre continuó con su texto de esta manera:
“Mírame a Mí, estoy sudando grandes gotas de sangre. Mírame, estoy colgado en la cruz. Mírame, estoy muerto y sepultado. Yo: me levanto de nuevo. Mírame a mí, yo asciendo al cielo. Mírame a mí, estoy sentado a la diestra del padre. ¡Oh, pobre pecador, mírame! ¡Mírame!”
Luego de hablar sobre este tema durante un poco más de 10 minutos, el hombre dirigió su vista hacia abajo y vio a aquel joven que venía a la iglesia por primera vez. Solo fijando sus ojos en él dijo:
“Joven, te ves muy miserable. Y siempre serás miserable, miserable en la vida y miserable en la muerte, si no obedeces mi texto, pero si obedeces ahora, en este momento, serás salvo.”
Luego, levantando las manos, gritó:
“Joven, mira a Jesucristo. ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira! ¡No tienes nada más que hacer sino mirar y vivir!”
Luego, el propio Spurgeon dijo al respecto:
“Vi de inmediato el camino de la salvación. No sé qué más dijo, no me fijé mucho en ello. Estaba tan poseído con ese único pensamiento... había estado esperando hacer cincuenta cosas, pero cuando escuché esa palabra, ‘¡Mirad!’, me pareció encantadora.
“Allí mismo la nube desapareció, la oscuridad se disipó, y en ese momento vi el sol; y podría haber resucitado en ese instante, y cantado con el más entusiasta de ellos, de la preciosa sangre de Cristo.
“Ese día feliz en que encontré al Salvador aprendí a aferrarme a sus amados pies, fue un día que nunca olvidaré... escuché la Palabra de Dios y ese precioso texto me llevó a la cruz de Cristo. Puedo testificar que la alegría de ese día fue completamente indescriptible. Pude haber saltado, podría haber bailado; no había expresión, por fanática que fuera, que hubiera estado fuera de la alegría de esa hora. Han pasado muchos días desde entonces, pero nunca ha habido un momento en que haya tenido la euforia plena, el deleite chispeante que tuve ese primer día.
Pensé que podría haber saltado de la silla en la que me senté, y haber gritado con el más salvaje de los hermanos metodistas... ‘¡Soy perdonado! ¡Soy perdonado! ¡Un monumento de gracia! ¡Un pecador comprado por sangre!’ Mi espíritu vio sus cadenas rotas. Sentí que era un alma emancipada, heredera del cielo, una perdonada, aceptada en Jesucristo, arrancada del barro y del abismo, con los pies sobre la roca.
“Entre las diez y media, cuando entré en la capilla, y las doce y media, cuando volví a casa, ¡el cambio más grande había tenido lugar en mí! Simplemente, al mirar a Jesús, había sido liberado de la desesperación, y fui llevado a un estado de ánimo tan feliz que, cuando me vieron en casa, me dijeron: ‘Te ha sucedido algo maravilloso’, y yo estaba ansioso de contarles todo. ¡Oh! Hubo alegría en la casa ese día, cuando todos escucharon que su hijo había encontrado al Salvador.”
En los meses siguientes a su conversión, el joven Spurgeon escudriñó las Escrituras con hambre y sed del conocimiento del Señor. Tan solo cuatro meses después fue bautizado en el río Lark por una iglesia bautista a la que se unió. Este sería el principio de la fructífera carrera ministerial del gran Charles Spurgeon.
¿Y tú? ¿Qué piensas? ¿Ya viste a Jesucristo a través de las páginas de la Palabra de Dios? ¿De qué forma la conversión de Spurgeon nos puede ayudar a distinguir una verdadera conversión de un simple asentimiento intelectual hacia el cristianismo?
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