En el mundo post-pandemia, una de las conversaciones más importantes que se ha abierto dentro del mundo cristiano evangélico es acerca de la naturaleza de la iglesia, sobre todo en lo que respecta a la iglesia local.
Algo de historia de la iglesia evangélica latinoamericana
La iglesia evangélica en América Latina ha tenido una interesante evolución, especialmente a partir de las revoluciones liberales de la segunda mitad del siglo XIX para nuestros días.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, América Latina sufrió cambios importantes producto de sus procesos de independencia de España. Estos cambios impulsaron el espíritu liberal que empezó a erosionar el poder de la Iglesia católica romana, y dio pie al ingreso con libertad de las denominaciones “históricas” de la fe protestante (presbiterianos, luteranos, bautistas, metodistas, etc).
Después del Concilio Vaticano II en 1965, se abrieron más las puertas del diálogo entre protestantes y católicos, lo que de alguna forma promovió el intercambio de ideas y empezó a fortalecer los esfuerzos evangelísticos protestantes, sobre todo también, con una importante influencia norteamericana como salvaguarda y respuesta a lo que la “teología de la liberación” de corte marxista representaba como amenaza en el continente americano.
La Conferencia de Lausana de 1974 fortaleció el compromiso distintivamente “evangélico” en EE.UU. y América Latina, y junto con la consolidación de la “mayoría moral” y la “derecha cristiana”, sentaron los cimientos para la gran transformación evangélica del movimiento protestante en la región.
En países como Guatemala, desastres naturales como el terremoto de febrero de 1976, fueron los grandes catalizadores para la entrada de movimientos evangélicos conservadores más organizados, utilizando como cabeza de lanza a personalidades como Billy Graham, Luis Palau y el ministerio Gospel Outreach, que fundaría Ministerios Verbo en Guatemala, un ministerio que tendría en la década de los 80’s una importante influencia en toda la región a través de la plantación de iglesias y nuevas formas de alabanza y adoración.
El surgimiento de la “renovación carismática” dentro de la iglesia católica en 1967 también abrió las puertas a una interesante conexión entre el pentecostalismo en América Latina y personas católicas que, a partir de estas experiencias, comenzaron a migrar hacia iglesias con estas expresiones.
A partir de la segunda mitad de los años 70’s, empiezan entonces a surgir grandes “cadenas” o “franquicias” de iglesias que, bajo un mismo nombre, pero con gobernanza local autónoma, empezaron a transformar los modelos eclesiológicos de iglesias de denominaciones más tradicionales por métodos más carismáticos, música moderna, grupos de jóvenes, evangelismo en las calles y otro tipo de iniciativas que buscaban ir haciendo más relevante a la sociedad la fe evangélica que hasta entonces sufría de un estigma negativo: “una religión para indígenas, pobres y analfabetas”. Este modelo floreció a lo largo de los 80’s, con el apoyo fuerte desde EE.UU. a través de entidades como Club 700, Christian Coalition, Operation Blessing y otros ministerios de alcance global que buscaban establecer en la región cabezas de playa importantes que ayudaran a frenar el avance del comunismo en estos países.
Los 90’s vio alcanzar la madurez de este modelo y empezaron a surgir nuevos ministerios bajo el paradigma de “mega iglesias”. Estos ministerios ya no solo buscaban plantar “franquicias” en otras ciudades o países, sino también empezaron a establecer grandes “hubs” (los “mega templos”) en las ciudades principales de cada nación, y estos estaban apoyados ahora por instituciones educativas (colegios y algunos hasta universidades) y con incursiones más agresivas en medios de televisión. El surgimiento del brazo hispano de TBN, Enlace, empezó a dar una plataforma nunca antes vista a predicadores latinoamericanos que también empezaron a fundar estaciones de radio y medios impresos. Estas iglesias no sólo transformaron el “modelo”, sino también el “mensaje”.
Los 90’s vio surgir en América Latina la “teología de la prosperidad” y las doctrinas relacionadas con la “guerra espiritual” a través de congresos, conferencias y la influencia de fuertes líderes norteamericanos como Oral Roberts, John Osteen, T.L. Osborne, Cindy Jacobs, Benny Hinn, C. Peter Wagner, entre otros.
Emulando prácticas como las del “Toronto Blessing”, estas nuevas expresiones carismáticas trajeron nuevas expectativas y formas de interacción entre los creyentes que dieron pie a un nuevo imaginario que abrió posibilidades nuevas para el liderazgo eclesiástico de “controlar” a sus miembros.
Una clave importante del crecimiento de las iglesias de los 90’s descansaba sobre su estructura de grupos pequeños. Desde esquemas muy libres con grupos formándose de manera espontánea, hasta esquemas más organizados y controladores que exigían proceso de formación en “la visión de la iglesia (o del pastor)” e integrarse a una jerarquía de liderazgo como la propuesta por el modelo de células de doce discípulos que trajeran a otros doce. Los grupos servían para consolidar miembros, atraer nuevos y sobre todo, integrarlos a la estructura movilizadora de la iglesia, algo fundamental para financiar ministerios cimentados sobre la “teología de la prosperidad”.
El cambio de siglo trajo nuevos paradigmas. El modelo de la “teología de la prosperidad dura”, empezó a dar pie a modelos de una “teología de la prosperidad” más “afectiva” que ayudaran a eliminar estigmas causados por los excesos del pasado, y permitieran conectar con una generación más enfocada en sí mismos y en su felicidad. De aquí vemos como iglesias en América Latina empiezan a emular algunos ministerios “exitosos” e “innovadores” de Norteamérica.
Siempre anclados al modelo de la mega iglesia y los grupos pequeños, estos nuevos ministerios empezaron a experimentar con nuevas formas de expandirse. Alterando el modelo de “franquicias” autónomas, el nuevo modelo se convirtió en el modelo “multi sitio”, que utiliza espacios nuevos como salas de cine y teatros, y el mensaje se transmite desde un sitio central y es compartido a todos los satélites en distintas ciudades y países. En cada sitio hay liderazgo local, que no necesariamente cumple una función pastoral o litúrgica, más bien su función es administrativa. Este modelo permitía una rápida expansión, la transmisión de un solo mensaje con un solo predicador (y así crear una sensación de comunidad y unidad). Este modelo, acompañado del uso de la radio y espacios comprados en televisión secular (ya no tanto la religiosa por los estigmas que le acompaña), además del incipiente uso de internet y redes sociales, abrieron la posibilidad de soñar con “comunidades virtuales” unidas bajo una misma “visión”.
Es de mencionar que el modelo de los 90’s de “mega iglesia” está ya cobrando sus primeras víctimas. La imagen ya muy fracturada de ministerios muy mediáticos que atraían especialmente con su estilo de alabanza, los fracasos de líderes y divulgadores notables y los serios cuestionamientos doctrinales hacia personalidades muy reconocidas, especialmente de iglesias neopentecostales, están evidenciando serios problemas que incluso han acarreado consecuencias legales, más allá del detrimento de muchos ministerios o de la pérdida de seguidores. Pareciera que cada mes surgen nuevas denuncias de abusos, malas prácticas y otras acusaciones que ponen en tela de juicio qué tan sostenible será el movimiento a futuro. América Latina aún está a la espera de sus propios casos.
¿“Ir” a la iglesia o “hacer” iglesia?
Marzo de 2020 llevó este modelo a su máxima expresión. Para bien o para mal, los encierros obligados forzaron a muchas iglesias a adoptar, de la mejor forma posible y de acuerdo a sus recursos técnicos, financieros y humanos, el uso de tecnologías de la información para mantener contacto con sus miembros, continuar sirviéndoles, comunicando sus mensajes y programas, intentando mantener un sentido de “comunidad” y captando los fondos necesarios para su supervivencia. Este modelo también exacerbó el mensaje de la “teología de la prosperidad afectiva” con su doctrina central de corte “deísta”, “moralista” y “terapeútico”, acentuando una vida de fe individualista, desconectada de la comunidad y enfocada en la felicidad personal, utilizando a Dios como medio para alcanzar “mi promesa”.
Estos cambios en nuestra eclesiología han motivado olas de apoyo, pero también olas de crítica. Quienes abogan por un modelo más “genuino” o “humano” de iglesia que responda a los tiempos y circunstancias culturales, han hecho un llamado a repensar por completo la idea de “iglesia”, apelando a que no estamos tanto llamados a “ir a la iglesia” (o a congregarnos) como sí estamos llamados a “hacer” iglesia. Este eufemismo (“hacer iglesia”) es una invitación a que los cristianos se involucren más en proyectos benéficos, a que más que dar su dinero a una congregación local, lo hagan a causas sociales, y a que si se reúnen, lo hagan en un café, un bar o una casa, con grupos de amigos de pensamiento similar para que cuando abran la Biblia puedan responder a la pregunta más importante que apremia al cristianismo evangélico posmoderno, “¿qué significa este texto PARA MI?”
Para una cultura evangélica que ha cambiado la doctrina por “principios y valores”, que está cansada de las guerras culturales e ideológicas, motivada por el activismo social y político y que ha aprendido una cristología semipelagiana (ver a Jesús como “el máximo líder de la historia” y “mi ejemplo”) cuyo objetivo es “mi felicidad”, la idea de desechar la iglesia como institución y la iglesia local como punto de reunión, adoración y discipulado en comunidad, a cambio de “hacer iglesia” dondequiera, con quien quiera y cómo quiera, es sumamente atractivo. El mensaje se convierte en terapéutico, el discipulado en coaching motivacional y el evangelismo en activismo social. La homogeneidad que persigue la cultura de la autovalidación ha permeado a la iglesia, y ahora buscamos alcanzar “grupos objetivos” que cumplan con estándares humanos alineados al tipo de imagen que queremos proyectar. Las expresiones de este fenómeno en las nuevas generaciones facilitan el desprecio por la iglesia como comunidad heterogénea que “no sale de las cuatro paredes” y falla en reconocer que la iglesia “es el lugar” donde como cristianos somos entrenados para salir a construir el reino de Dios.
Continuar bajo esta tendencia solo nos presenta un futuro gris. Por un lado, nos pondría en una ruta cada vez más acelerada a la secularización, donde el evangelio es cambiado por activismo y la privatización de la fe saque por completo la posibilidad de una participación distintivamente cristiana en la vida de nuestras comunidades. Por el otro lado, la espiritualidad cristiana apartada de la comunidad de la iglesia y fuera del alcance de la “gran nube de testigos” nos llevará a una heterodoxia cada vez más atomizada y con menos capacidad de conversación entre cristianos y diálogo cristiano con el mundo a nuestro alrededor. Y quizás el peligro más grande de la idea de “hacer iglesia” sea reducir el evangelio a obras, a Jesús como “líder” y a la comunidad de fe no como aquella comunidad heterogénea que, a través de las mismas dificultades inherentes a la diversidad de edades, lugares de residencia, condición socioeconómica, formación académica y demás, nos meten al proceso santificador que es aprender a amarnos los unos a los otros como Cristo nos amó. Sin comunidad no hay gracia, no hay espacio para crecer en amor, para aprender tolerancia, para llorar juntos, para reír juntos, para celebrar o para lamentarnos. “Ser” iglesia es precisamente ser esa familia, espacio, cuerpo y comunidad que permite esto bajo la cobija del evangelio y la gracia de Dios.
Ante esta realidad, donde la idea de “iglesia” se asocia ahora más con una acción… un verbo, hemos de revisar qué nos dicen las Escrituras acerca de la iglesia y las iglesias.
- La iglesia somos nosotros, los creyentes, a través de toda la historia, todas las culturas y todas las naciones del mundo.(Hebreos 11 y 12, Apocalipsis 7:9-10, Mateo 28:18-20).
- La iglesia es columna y baluarte de la verdad. (1 Timoteo 3:14-15).
- La iglesia es una ciudad y una familia edificada sobre el fundamento establecido por Cristo, los apóstoles y los profetas, para venir a ser morada de Dios en el Espíritu. (Efesios 2:19-22).
- Es la congregación de los santos donde alabamos a Dios y proclamamos Su Nombre. (Salmo 22:2, 22:25, 35:18, 107:32, 149:1, 40:9-10).
- La iglesia es la comunidad que se reúne con regularidad y frecuencia para alabar a Dios, escuchar Su Palabra y compartir juntos los sacramentos del bautismo y la comunión. (Hechos 2:46-47, Hechos 5:12, Hechos 11:26, Hechos 20:7, Hebreos 10:23-25).
Los anteriores son apenas ejemplos, pero de ellos podemos claramente derivar algo fundamental: la iglesia es. O sea, la iglesia y nuestras iglesias (y por consiguiente nosotros como cristianos), estamos llamados primeramente a ser algo. Algo definido por el evangelio, por las Escrituras, por el sello del Espíritu Santo en cada uno de nosotros.
Es a partir de eso que la iglesia que se derivan las cosas que la iglesia hace. Quizás sea por eso que es más correcto empezar a pensar en la iglesia cómo sustantivo y no como verbo. La pregunta correcta es: ¿qué hace la iglesia? que es muy distinto de pensar en hacer iglesia, y caer nuevamente en la trampa del “activismo cristiano” desconectado de la vida en comunidad, de la adoración y sumisión a la autoridad de Dios y las Escrituras y de la unidad que constantemente recordamos a través de los sacramentos.
Seamos pues iglesia. Reunámonos con frecuencia y regularidad. Alabemos, compartamos las Escrituras y partamos el pan. Esto tan antiguo, tan opuesto a nuestra cultura individualista obsesionada con la felicidad personal, es quizás uno de los últimos refugios de esperanza que nos quedan.
Hay esperanza en medio de la crisis. Hay un futuro al que podemos apuntar, distinto al de las grandes “visiones proféticas” de los últimos 30 años, pero más profundo, más humano y que nos apunta a nuestra Cabeza.
Quizás como evangélicos podamos apropiarnos de esta visión y atrevernos a ser nuevamente iglesia a través de nuestras distintas comunidades locales y expresiones denominacionales. Que regrese el día en el que podamos nuevamente cantar con gozo y esperanza lo que el salmista nos dejó escrito:
Yo me alegré cuando me dijeron:
‘Vamos a la casa del Señor’.
(Salmo 122:1)
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