En la ciudad de Lyon, Francia, Sebastián Castellio, un joven francés de veintitantos años, se encuentra estudiando en la universidad de la misma ciudad, enriqueciéndose con las ideas del humanismo renacentista y educándose en hebreo, griego y latín como filólogo. Pero en medio de aquellos nuevos aires de modernismo y progreso aún permanecen leyes retrógradas: la libertad de conciencia no es permitida para cristianos disidentes y el castigo por ser “hereje” es la pena capital.
Un día, por curiosidad, el chico Castellio decide asistir a la quema pública de unos “herejes”: en realidad unas pobres víctimas protestantes de la inquisición francesa. Este observó con horror aquella despreciable escena, la cual causó una gran impresión en su persona, moviéndolo a abrazar la “religión hugonota”, que le parecía más conforme con la doctrina de la libertad de conciencia, la cual se volvería como su propósito de vida después de la traducción de la Biblia.
Siendo ahora protestante, y no pudiendo permanecer más en Francia a causa del entorno represivo, en 1540 emprende un viaje hacia Estrasburgo, una ciudad religiosamente reformada en la que entonces residía Juan Calvino, quien era admirado por Castellio como un defensor de la tolerancia religiosa (según lo que había leído de él en la Institución). Los dos hombres convivieron por un tiempo en la misma casa en la que Calvino solía hospedar exiliados. Allí se oficializa como miembro de la religión reformada y es pronto nombrado profesor en la academia de la ciudad estrasburguesa.
Cuando Calvino regresó a Ginebra del exilio en Estrasburgo, se llevó con él a Castellio, a quien entonces apreciaba, y se aseguró de que este obtuviera un cargo como profesor y rector en el Collège de Rive, una nueva escuela ginebrina con un enfoque humanista. Castellio era ya un hábil filólogo y se destacaba en el latín como orador y poeta. Su trabajo consistía en enseñar latín clásico a los jóvenes estudiantes con la misma Biblia, para lo que inicialmente tradujo al latín algunas porciones del Antiguo y Nuevo Testamento, lo que luego compiló en lo que fue un muy exitoso libro, Diálogos sacros, entre los latinistas europeos.
Todo esto motivó a Castellio a empezar un proyecto más grande: la traducción entera de la Biblia al latín. Este se volvió un trabajo importante en su vida al que dedicó muchas noches después de jornadas largas de trabajo por casi 10 años. Igualmente planeaba traducirla al francés para el pueblo francófono. Pero pronto se topó con un gran obstáculo: ninguna imprenta en Ginebra quería publicar su traducción. La razón: Calvino se oponía a ello, y difícilmente un libro se podía imprimir si no era del agrado del reformador.
Castellio fue en persona a ver a Calvino para convencerlo de que le concediera el permiso, pero el indiferente reformador se lo negó. El lenguaje de la traducción latina de Castellio era muy clásico/ciceroniano, alejándose de la simplicidad bíblica, cosa que desagradó a Calvino (por su exegetismo); y el lenguaje de la traducción francesa era muy popular/común, alejándose de la elegancia bíblica, cosa que ofendió a Teodoro de Beza (por su literarialismo). Además, ya había una traducción en proceso de la Biblia que el mismo Calvino había aprobado, la cual sería la “versión autorizada” para la gente común y las iglesias.
Ante la insistencia de Castellio, Calvino le dijo que la permitiría sólo si él antes podía leerla y corregirla. Esto disgustó a Castellio, quien no veía necesario el tener que sentarse con el reformador para hacer una revisión, y esta “rebelión”, a su vez, molestó a Calvino, quien quería inspeccionar todo trabajo intelectual. Aquí empezó la tensión entre aquellos hombres, la cual fue incrementándose en la medida en que fueron surgiendo nuevas discrepancias, especialmente doctrinales.
Por ejemplo, Castellio no aceptaba como libro canónico el Cantar de los Cantares, sino que lo veía simplemente como un poema romántico y erótico (sin referencia a Cristo y la Iglesia), lo que Calvino obviamente rechazaba. También Castellio cuestionaba la doctrina de la predestinación de Calvino, así como su interpretación figurativa del “descendió a los infiernos” en el Credo Apostólico. Diferencias todas, en realidad, de un orden teológico-secundario.
Empero, a causa de estas diferencias doctrinales, Calvino se opuso a la ordenación de Castellio en la iglesia de Vandoeuvres, una pequeña comuna de Ginebra. Este se había postulado como predicador/pastor para esta iglesia (necesitaba más dinero para mantener a su familia de ocho hijos), y ya había sido escogido por el Consejo de Ginebra (sin ninguna queja formal), pero la oposición del reformador fue suficiente para poner fin al proceso de ordenación.
No obstante, Calvino pidió al Consejo que Castellio siguiera como profesor de la escuela y que se le aumentara el salario, pero esto no fue visto por Castellio como un buen gesto por parte del reformador, sino como una falsa modestia. Su desconfianza y sospecha hacia Calvino se hicieron más fuertes, y lo veía ahora como un autócrata con ansias de poder y control. Hacia el Consistorio ginebrino también expresó su rechazo, acusando públicamente de indecencia y libertinaje a varios ministros. El Consejo, entonces, tras una denuncia del mismo Calvino, lo condenó por calumnia y lo suspendió definitivamente como predicador.
Castellio no se siente cómodo con la situación, por lo que decide renunciar a su cargo en la escuela y buscar nuevos rumbos. Pide al Consejo que se aclare públicamente la decisión de su renuncia: que él solo sostiene posturas teológicas diferentes a las del Consejo y Calvino. Quizá por un llamado de conciencia, Calvino escribe cartas de recomendación a amigos de otros lugares de Suiza, pidiendo ayudas de trabajo para Castellio, quien ahora se encontraba sin trabajo y casi en la indigencia junto con su familia.
Pero este no se fía de Calvino; a donde va en Suiza lo presenta tal como lo veía: como un tirano que lo sacó de su cargo para eliminar una competencia intelectual. Al enterarse Calvino se indignó. Ahora en cartas a los mismos amigos habla de Castellio como un “perro” y una “bestia” que lo quiere calumniar. Esto lleva a que se le cierren todas las puertas de trabajo, ya sea en escuelas, universidades o iglesias, dejándolo en la mendicidad de puerta en puerta. Finalmente, consigue un trabajo en Basilea (como corrector de textos en una imprenta), pero con el que a duras penas sobreviviría por ocho años en pobreza extrema hasta que la Universidad de Basilea lo contratara como profesor de griego.
Sin embargo, el conflicto entre Castellio y Calvino no había terminado. En 1553 Miguel Serveto fue ejecutado en Ginebra. Este terrible suceso motivó a Castellio a escribir el tratado De los herejes, aunque de forma anónima. Dicho tratado era una compilación de diferentes citas jurídico-teológicas de Padres de la Iglesia y de algunos autores modernos sobre los herejes (sobre si deben ser perseguidos y cuál es el proceder con ellos), tales como Agustín, Crisóstomo, Jerónimo, Martín Lutero, Sebastián Frank y Erasmo de Rotterdam. Pero las citas de un autor sorprenden en el escrito: Calvino, quien años atrás se había expresado a favor de ideas de tolerancia religiosa. En cualquier caso, este tratado de Castellio es el primer escrito formal-protestante magisterial a favor de la libertad de conciencia.
En este se hallan las siguientes palabras, que expresan la indignación de Castellio ante la persecución entre cristianos por el tropiezo que esta implica para los no-cristianos:
¿Quién desearía ser cristiano, cuando ve que los que confesaron el nombre de Cristo fueron destruidos por los propios cristianos con el fuego, el agua y la espada sin piedad y fueron tratados con más crueldad que los bandidos y los asesinos? ¿Quién no pensaría que Cristo es un Moloc, o algún dios semejante, si él deseara que los hombres fueran inmolados ante él y quemados vivos? ¿Quién desearía servir a Cristo a condición de que una diferencia de opinión sobre un punto controvertido con aquellos en autoridad fuera castigada quemándolo vivo en nombre del propio Cristo con más crueldad que en el Toro de Falaris, aunque desde en medio de las llamas invocara a Cristo a viva voz y gritara que creía en él?
La respuesta de Calvino no tardó en llegar, pero esta vez mediante su pupilo Teodoro de Beza, quien escribió un tratado justificando la ejecución de Serveto por parte del magistrado, el cual también se titulaba De los herejes. Allí llama a la idea de la libertad de conciencia “un dogma diabólico”, que le parecía que ponía en peligro la estabilidad religiosa de la sociedad. Los herejes obstinados son monstruos, sin ningún derecho, que deben ser exterminados por la espada del magistrado, ya que son un mal para la iglesia cristiana.
Castellio pronto respondió con otro tratado llamado Contra el libro de Calvino, también anónimo, en el que vuelve a defender la libertad de conciencia y condena la ejecución de Serveto. Allí expresa estas famosas e inmortales palabras:
Matar a un hombre no es proteger una doctrina, sino que es matar a un hombre. Cuando los ginebrinos mataron a Miguel Serveto, no defendieron una doctrina, sino que mataron a un hombre. Proteger una doctrina no es trabajo del magistrado (¿qué tiene que ver la espada con la doctrina?), sino del maestro. Pero es trabajo del magistrado proteger al maestro, como lo es proteger al agricultor y al herrero, y al médico y a otros contra los daños. Así, si Serveto hubiera querido matar a Calvino, el magistrado habría defendido a Calvino como es debido. Pero cuando Serveto luchó con razones y escritos, debería haber sido repelido por razones y escritos.
Castellio no defendía las doctrinas de Serveto, sino el derecho de este de pensar y opinar con toda libertad en asuntos de religión (aunque estuviese equivocado), ya que creía que sus errores no eran tan graves. Pero todavía, como hijo de su tiempo, y de forma algo contradictoria, pensaba que en algunos casos graves el magistrado podía castigar a las personas, como en el caso del ateísmo, la apostasía o el paganismo; la libertad de conciencia, entonces, era solo para los cristianos, los que creen en un Dios y su Hijo Jesucristo, ya fuesen “papistas, zuinglianos, luteranos o anabautistas”.
De este modo, para Castellio la libertad de conciencia se trataba más de una tolerancia religiosa-cristiana. Él no podía entender que los seguidores de Cristo carecieran tanto de amor fraternal y se persiguieran entre sí; esa obra violenta, decía, es de Satanás, y de ningún modo hubiese sido aprobada por Cristo. El mismo Cristo que fue crucificado por los romanos y judíos no encendería una antorcha para quemar un “hereje” cristiano.
Luego de sus tratados “anti-Calvino”, Castellio escribió el Consejo a la Francia desolada, donde exhortaba a su nación a poner fin a las guerras religiosas entre católicos romanos y protestantes hugonotes; cada hombre, dice él, debe ser libre de elegir entre la religión que quiera. Y durante sus últimos años en Basilea, lejos del “tirano” Calvino, terminó y publicó su traducción de la Biblia al francés popular. Finalmente, murió en el año 1563 con 48 años de edad y con una salud muy desgastada por las vicisitudes que sufrió. Al año siguiente, solo unos meses después, murió también Calvino, el más férreo adversario de Castellio.
Él, pues, es considerado uno de los padres de la doctrina de la libertad de conciencia, en el sentido de que estableció los primeros principios que luego serían desarrollados y ampliados por los pensadores de la Ilustración francesa como Pierre Bayle y Voltaire, que, por cierto, vieron en Castellio un defensor y sufriente de la libertad, y en Calvino una figura “totalitaria” de una época oscura. Pero más allá de Francia, Castellio también ayudó a originar nuevos movimientos de libertad de conciencia en países protestantes como Holanda, Inglaterra, Escocia, Polonia y la misma Suiza de Calvino, en los que entre los siglos XVII y XVIII se prohibió la pena capital a los herejes.
Bibliografía: redactado con información de Philip Schaff, History of the Christian Church, § 126. Calvin and Castellio en ccel.org; Sébastien Castellion (1515-1563) en museeprotestant.org; Stefan Zweig, Castellio contra Calvino (Barcelona: Acantilado, 2013); Marian Hillar, Sebastian Castello and the Struggle for Freedom of Conscience en web.archive.org.
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