Aunque el término “republicanismo cristiano” es conocido por la mayoría de los historiadores de la primera república, muy pocos han intentado explicar su singular teología o identificar sus diversas permutaciones religiosas, morales e incluso raciales en la Iglesia. El republicanismo cristiano era mucho más que un solo conjunto de compromisos políticos o sociales. También era un sistema teológico poco definido. Este artículo ofrece una introducción al republicanismo cristiano, rastreando sus creencias, definiendo sus límites y haciendo una crónica de su vida en los primeros Estados Unidos, cuando floreció en la mente de los estadounidenses.
0. “¿Qué republicanismo es este?”
El 10 de diciembre de 1811, durante la decimosegunda sesión del Congreso, el representante de Virginia, John Randolph, lanzó un ataque verbal contra la Comisión de Asuntos Exteriores por su llamado a las tropas contra Inglaterra. Una resolución a favor de un ejército permanente, arengó, era una declaración de guerra y se oponía a los propios ideales del partido republicano. Como líder vocal de los “viejos republicanos”, Randolph era una especie de figura profética autoproclamada, que llamaba a su pueblo a volver a sus principios jeffersonianos originales.
Por lo tanto, cuando el episcopal definió lo que creía que era la esencia del republicanismo frente a sus herejías, lo que se produjo en el pleno de la Cámara fue una mezcla de teatro político y sermoneo religioso. Aferrándose al “arca de la Constitución” y sosteniendo firmemente la “doctrina de que las Repúblicas están desprovistas de ambición”, censuró a sus colegas republicanos por su “falta de moderación” y de honor. “¡Galantes cruzados en la santa causa del republicanismo!”, se burló. “Un republicanismo así, sin duda, significa todo o nada”. Para los supuestos “halcones de la guerra”, acusó, el republicanismo no era más que interés propio.
Sin embargo, en la mente de Randolph, el republicanismo tenía sus raíces en algo mucho más profundo y antiguo. “Si debemos tener una exposición de las doctrinas del republicanismo”, exclamó, “deberíamos recibirla de los padres de la Iglesia, y no de los aprendices de Derecho”. En última instancia, el republicanismo pertenecía a la religión, no a la filosofía jurídica ni a la ciencia política. Randolph se remontaba a los padres de la Iglesia, no a los padres fundadores.
Para Randolph, como para la mayoría de los estadounidenses, el concepto de republicanismo nació en las repúblicas griega y romana, pero se encarnó plenamente en el propio cristianismo. Los rasgos de carácter republicano como la prudencia, la moderación, la templanza, la fortaleza, la dignidad, el desinterés y la independencia eran virtudes cristianas. El cristianismo era una religión republicana. Con una fe republicanizada (o al menos su versión de ella), Randolph utilizó pasajes bíblicos para sus propósitos jeffersonianos de la vieja escuela, incluida la defensa de la esclavitud. Acusando a sus partidarios más jóvenes e interesados de dar un ejemplo peligroso a sus esclavos, Randolph recurrió al libro del Génesis:
Lo habéis privado de toda restricción moral, lo habéis tentado a comer del fruto del árbol del conocimiento, solo lo suficiente para perfeccionarlo en la maldad; le habéis abierto los ojos a su desnudez; habéis armado su naturaleza contra la mano que lo ha alimentado, que lo ha vestido, que lo ha cuidado en la enfermedad; esa mano, que antes de convertirse en alumno de vuestra escuela, había estado acostumbrado a apretar con respetuoso afecto.
En el tercer capítulo del Génesis, Adán y Eva comen del árbol de la ciencia del bien y del mal tras ser tentados por el diablo, descubriendo su desnudez y rebelándose contra el Todopoderoso. Irónicamente, en la versión de Randolph, es el esclavo quien desempeña el papel del Adán caído y el esclavista quien hace las veces tanto de Dios como del diablo. Según su interpretación, los esclavos se formaban a imagen de sus dueños, pero estos no siempre se ajustaban a la imagen republicana de su Creador.
Pero ¿existía realmente la esclavitud desinteresada? ¿Podía un esclavista sermonear a otro por su falta de “moderación”? ¿Y podía la generación de 1776 reprender a la de 1812 por su “espíritu bélico”? Con la autoridad de la Biblia, el cristianismo republicanizado permitió al Randolph esclavista reprender a sus homólogos más jóvenes por sus propios intereses, al tiempo que preservaba el derecho a buscar los suyos propios. Tras atacar a “los ejércitos permanentes, los préstamos, los impuestos, las armadas y la guerra”, concluyó su diatriba preguntando: “¿Qué republicanismo es éste?”. En la nueva república, al parecer, ni siquiera los republicanos estaban de acuerdo sobre la naturaleza del republicanismo. Fuera lo que fuese, estaba ligado a la propia definición del cristianismo.
Doscientos años después de la diatriba de Randolph ante la Cámara de Representantes, la omnipresente ideología conocida como republicanismo cristiano sigue siendo más descrita que definida. Aunque la terminología es conocida por la mayoría de los historiadores de la primera república, muy pocos han intentado explicar su singular teología o identificar sus diversas permutaciones religiosas, morales e incluso raciales en la Iglesia. En resumen, el republicanismo cristiano era mucho más que un solo conjunto de compromisos políticos o sociales.
Este artículo ofrece una introducción al republicanismo cristiano, trazando sus creencias, definiendo sus límites y describiendo su periodo de vida en la primera república, cuando floreció en la mente estadounidense.
1. “Nuestro experimento republicano”
Al ser el movimiento intelectual y moral más célebre de los primeros años de Estados Unidos, el republicanismo era, irónicamente, uno de los más difíciles de definir. Aunque Randolph lo había escrito con “R” mayúscula, por ejemplo, la mayoría de los estadounidenses no asociaban el republicanismo con un partido concreto. Incluso Timothy Dwight, el llamado “Papa” federalista de Nueva Inglaterra, se describió una vez a sí mismo ante George Washington como “un republicano tan independiente y un hombre tan honesto, como para ser incapaz de desear palmar en el mundo bajo el patrocinio de otro”. Dwight llegó a dedicar su poema épico Conquista de Canaán al primer presidente, “el salvador de su país”, al que retrató como un Josué moderno.
Pero republicanismo no era necesariamente sinónimo de patriotismo. El pastor presbiteriano de origen suizo John Joachim Zubly creía que los cristianos debían resistirse a los impuestos injustos e incluso publicó un sermón en vísperas de la Revolución titulado La ley de la libertad. Zubly fue elegido miembro del Segundo Congreso Continental por Georgia, pero se opuso a la independencia estadounidense y renunció a su escaño. Era de los llamados “Whig-Loyalists” (leales al partido Whig) a pesar de “haber nacido y crecido en una Mancomunidad” y esperaba que sus compatriotas americanos “no desconocieran el gobierno republicano”. Como han señalado los historiadores, el republicanismo no excluía la monarquía, aunque sí la transformaba. Sin embargo, para la mayoría del clero lealista, “anarquía” se convirtió en una palabra clave para referirse al republicanismo.
La republicanización del cristianismo estadounidense fue distinta de la llamada “democratización del cristianismo estadounidense”, tal como la esbozó Nathan O. Hatch. Aunque, como señalaban a menudo sus oponentes, el republicanismo conllevaba muchas fuerzas igualitarias, y la energía moral del republicanismo unió a los cristianos por diversas causas y los obligó tanto a centralizar la autoridad como a descentralizarla. La ética republicana animaba por igual a los altos calvinistas y a los bajos evangélicos.
Horace Bushnell, uno de los principales opositores al evangelicalismo y a los movimientos religiosos populares del Segundo Gran Despertar, repudiaba el “individualismo extremo” de su generación. Sin embargo, el padre del liberalismo religioso estadounidense también exhortó a los estudiantes del Seminario de Andover: “Seremos hombres del siglo XIX, no del primero: republicanos, hombres del ferrocarril y del comercio, astrónomos, químicos, geólogos e incluso racionalizadores en grado sumo”. Para algunos, el republicanismo significaba volver a una época más clásica. Para otros, significaba abrazar el presente.
Valores republicanos como la moral personal, la responsabilidad individual, la libertad y la igualdad fueron abrazados tan a fondo por los evangélicos estadounidenses ya que predicaban la importancia de la fe y el nuevo nacimiento, al punto de que el republicanismo se convirtió a menudo en un lema del evangelicalismo. Sin embargo, al igual que la propia tradición evangélica, el republicanismo no fue un movimiento homogéneo e influyó tanto en las iglesias establecidas como en las no establecidas. Por ejemplo, Devereux Jarrett era un ministro anglicano de Virginia que acogió bien e incluso imitó la emotiva predicación de los metodistas. Sin embargo, a pesar de sus simpatías evangélicas, Jarrett no aprobaba el espíritu populista y antiautoritario de la época, que identificaba con el republicanismo, lamentando en 1794: “en nuestros tiempos de alta república, hay más nivelación de la que debería haber”.
A medida que el espíritu de la época se apoderaba del pueblo estadounidense, los estratos más bajos de la sociedad ya no mostraban una devoción instintiva hacia la autoridad religiosa y la nobleza, como sucedía en la Inglaterra patriarcal. Por otra parte, los evangélicos de la Iglesia Episcopal (la Iglesia Anglicana en Estados Unidos reconfigurada en 1789) se identificaban más fuertemente con el republicanismo. En 1853, el clérigo episcopal Calvin Colton se jactaba de que el “genio de la Iglesia Episcopal estadounidense es republicano”. El reverendo John Alonzo Clark declaró: “Todo el mundo empieza a ver ahora que los principios de nuestra Iglesia [Episcopal] están en la más deliciosa armonía con el gobierno republicano”. El republicanismo estaba profundamente arraigado en el primer evangelicalismo estadounidense, extendiendo su alcance a las denominaciones más antiguas y formalistas.
Entre la era revolucionaria y de la Guerra Civil, el republicanismo se daba más por sentado que por definido, y no era propiedad intelectual exclusiva de los varones blancos. Los historiadores han demostrado cómo fundadores negros como el obispo Richard Allen de la Iglesia Metodista Episcopal Africana “se presentaban a menudo como los representantes consumados del republicanismo”. El congregacionalista Lemuel Haynes, el primer afroamericano ordenado en cualquier denominación, instaba al “verdadero republicanismo” a sus oyentes y reconocía “que la autoridad civil es, en cierto sentido, la base de la religión”. Como sugirió John Randolph en su diabriba a la Cámara, incluso los esclavistas blancos esperaban que sus valores republicanos se transmitieran de algún modo a sus esclavos, siempre y cuando el republicanismo negro no entrara en conflicto con la supremacía blanca.
Por otra parte, abolicionistas como el bautista David Barrow creían que el republicanismo prohibía la esclavitud. En una carta circular de 1798 en la que explicaba su marcha de Virginia a Kentucky, Barrow insistía: “Desearía que todos los amos o propietarios de esclavos considerasen cuán inconsecuentemente actúan con un gobierno republicano y si, en este particular, están haciendo lo que desearían que otros les hiciesen a ellos”. Según la lógica de Barrow, el republicanismo no era sino una extensión del segundo mandamiento de amar al prójimo. A pesar de carecer de una definición universal, el ideal republicano era tan poderoso que moldeó ambos lados del debate sobre la esclavitud, tomando forma cristiana. Incluso el bautista Basil Manly padre, que poseía cuarenta esclavos, confesó: “La esclavitud parece repugnar totalmente al espíritu de nuestras instituciones republicanas”. No obstante, Manly se opuso tanto a la emancipación como a la colonización y prácticamente a cualquier esfuerzo por limitar la esclavitud.
Con un espectro tan amplio de creencias políticas, teológicas, raciales y sociales bajo el mismo paraguas ideológico, a veces la mejor manera de describir el republicanismo era por su apariencia: lo reconocías cuando se veía. O, mejor dicho, cuando no se veía. Cuando la presbiteriana convertida en católica Fanny Calderón de la Barca, la esposa escocesa estadounidense de un embajador español, visitó el recinto legislativo de Ciudad de México en 1839, lo describió como “la asamblea de aspecto más antirrepublicano que jamás he visto”. De hecho, el republicanismo tenía incluso su propio sonido. Poco después de la Revolución, los funcionarios de la colonia de Sierra Leona creían que la predicación de disidentes negros estadounidenses como Moses Wilkinson y David George era demasiado “republicana” y, por tanto, subversiva para el orden público.
En última instancia, aunque el republicanismo se derivaba de las repúblicas griega y romana y cruzaba aguas internacionales, se entendía sobre todo como un fenómeno estadounidense. Benjamin Rush, delegado de última hora en el Congreso Continental y devoto presbiteriano evangélico, escribió a un amigo que la Declaración de Independencia inspiraba a la milicia de Filadelfia a “actuar con un espíritu más que romano”, lo que implicaba una especie de superioridad estadounidense. El pueblo de Estados Unidos no había inventado el republicanismo ni podía ponerse siempre de acuerdo sobre su significado, pero lo estaba perfeccionando con la ayuda de la Iglesia. Y cuando la gran mayoría de los estadounidenses hablaban del cristianismo americano o de la religión republicana, se referían a la Iglesia protestante. “No hay religión sobre la faz de la tierra, coherente con el republicanismo, salvo la protestante”, declaró el ministro William Cogswell. En Boston, en 1831, Lyman Beecher declaró inequívocamente: “El republicanismo y el catolicismo (...) son incompatibles entre sí”.
El republicanismo era, al igual que el cristianismo protestante, para ser visto y oído. En un sermón de 1844 a los ministros congregacionales de Massachusetts, Edwards Amasa Park anunció: “Esta conexión entre las cosas sagradas y la libertad civil es bien comprendida por los observadores transatlánticos de nuestro experimento republicano”. Solo que, así como los puritanos habían tratado de exhibir una religión pura y sin mácula ante los ojos de una Iglesia anglicana apóstata, el mundo fue invitado una vez más a presenciar cómo la religión libre tenía lugar en Estados Unidos. Pero esta vez tenía un nombre: republicanismo. En opinión de Park, no solo Estados Unidos, sino el propio cristianismo estadounidense era un “experimento republicano”. En el mismo sermón, Park ofreció su propia definición concisa:
Esto es el cristianismo estadounidense. Está en sintonía con la amplitud de nuestros lagos, la extensión de nuestras praderas, la longitud de nuestros ríos, la libertad de nuestro gobierno, el genio mismo de toda nuestra organización social. Un religioso de mente estrecha no es un verdadero compatriota nuestro.
Aunque distintos, el cristianismo y el republicanismo confluían en la mente estadounidense porque ambos ayudaban a explicar la experiencia norteamericana, desde sus lagos a sus ríos, pasando por su “organización social”. En cierto sentido, los ciudadanos de Estados Unidos estaban tan libres de reyes y tiranos como sus cristianos estaban libres del “papismo” y del pecado, y como sus colonos estaban libres de fronteras y barreras. Cada una de estas libertades reforzaba mutuamente la importancia de las demás.
Por esta razón, Mark A. Noll ha señalado “la inusual convergencia de republicanismo y cristianismo en la fundación estadounidense”, identificando un denominado “republicanismo cristiano” que dominó e incluso moldeó a la Iglesia. “Los cristianos estadounidenses”, insiste Noll, “a pesar del conflicto sustancial entre ellos, dieron por sentada una compatibilidad fundamental entre la religión protestante ortodoxa y los principios republicanos de gobierno. La mayoría de los protestantes de habla inglesa fuera de Estados Unidos no lo hacían”.
Noll no es ni mucho menos el único erudito que identifica el matrimonio del republicanismo con el cristianismo estadounidense en la nueva nación norteamericana. En The New England Soul, por ejemplo, Harry S. Stout concluyó que, durante la Revolución, “el pueblo estadounidense, estaba claro, estaba unido por lazos de ideología común, no por una fe religiosa común”. James P. Byrd ha argumentado: “Al final de la Revolución, los colonos habían dado forma no a una Biblia republicana, sino a muchas Biblias republicanas”.
Sin embargo, aunque la mayoría de los estudiosos han tratado de explicar los efectos del republicanismo en la iglesia y el estado y su relación con la Revolución, muy pocos han definido o expuesto la republicanización del cristianismo estadounidense en su fe y práctica cotidianas. El republicanismo tiñó algo más que la política y el patriotismo cristianos: impregnó la visión que los cristianos tenían de Dios, de la salvación e incluso de sí mismos. Moldeó su comprensión de la historia, su código ético, su calvinismo y arminianismo, y otros modos de pensar que no siempre podían detectarse en los sermones políticos. A su vez, estos cambios tuvieron un profundo efecto sobre la vida cristiana en América porque, como afirmó una vez el historiador Perry Miller, “la mente del hombre es el factor básico de la historia humana”. El republicanismo se impuso en la mente (y en la conciencia) de los estadounidenses con fuerza, tanto en la religión como en la política.
En las generaciones revolucionarias y posrevolucionarias, se entendía generalmente que los cristianos de la Ilustración eran un pueblo pensante y, si las últimas ideas y tendencias del mundo intelectual no podían sublimarse en el pensamiento cristiano, lo más probable es que no fueran lo suficientemente razonables o convincentes como para ser aceptadas y creídas. El presidente de la Universidad de Vermont, James Marsh, escribió al romántico inglés Samuel Coleridge en 1829: “En este país, el modo más práctico y eficaz de influir en el mundo pensante es empezar por los que piensan por principio y en serio; en otras palabras, por la comunidad religiosa”. En cierto modo, el diálogo entre cristianismo y republicanismo era inevitable. En The Founders and the Classics: Greece, Rome, and the American Enlightenment (Los fundadores y los clásicos: Grecia, Roma y la Ilustración estadounidense), publicado en 1994, Carl J. Richard afirma:
La estricta dicotomía entre republicanismo clásico y liberalismo que ha dominado la historiografía revolucionaria y republicana temprana durante la última generación menosprecia la complejidad de la relación entre ambos constructos intelectuales, subestima la propensión humana a la incoherencia e ignora la contribución del cristianismo al pensamiento de los fundadores.
Al menos en Estados Unidos, ni siquiera los más heréticos de los “infieles” eran ajenos a las creencias cristianas. Aunque el republicanismo encontró sus orígenes en las repúblicas clásicas de la antigua Grecia y Roma y fue defendido por no cristianos, no debería sorprendernos que un deísta como Thomas Jefferson siguiera considerándose cristiano de algún tipo (aunque de tipo naturalista). Richard añade: “Aunque muchos de los fundadores tenían opiniones religiosas poco ortodoxas, a veces interpretaban la virtud clásica bajo una luz cristiana”.
Asimismo, el cristianismo fue una fuerza intelectual y moral indomable en la vida estadounidense, independientemente de la creencia personal de cada uno en Jesús de Nazaret. Por tanto, las ideas clásicas no estaban simplemente moldeadas por las creencias cristianas; las creencias cristianas estaban impregnadas de ideas clásicas. Si Thomas Jefferson podía adaptar su republicanismo a alguna forma de cristianismo, los protestantes podían sin duda adaptar su cristianismo a alguna forma de republicanismo. Como John Adams le dijo a su rival Jefferson en 1815: “La Revolución estaba en las mentes del pueblo”. De hecho, el cristianismo estadounidense no pudo escapar a esa Revolución intelectual.
Más que una simple escuela de pensamiento político, el republicanismo era una filosofía moral que, en última instancia, trataba de responder a la pregunta: “¿cómo debe vivir un pueblo dentro de una república?”. Esta pregunta puede parecer hoy algo más sencilla de lo que parecía a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Después de todo, Estados Unidos era, en palabras de Edwards Amasa Park, un “experimento republicano”.
Aunque, como han señalado a menudo los historiadores, las colonias de Nueva Inglaterra formaban “cuasi repúblicas” bajo el dominio de la corona inglesa, Estados Unidos se convirtió en algo muy distinto una vez que se despojó de la autoridad monárquica y ratificó una Constitución. Que un pueblo pudiera elegir a sus propios representantes y presidentes y que el poder pudiera recaer en ciudadanos (hombres blancos) era una idea que muchos en Europa creían que no era práctica ni sostenible. En consecuencia, los pensadores cristianos y no cristianos respondieron con frecuencia a la acusación de que las repúblicas no podían durar sin alguna forma de monarquía u oligarquía. Desde el púlpito, la respuesta era la misma: el cristianismo era vital para la supervivencia de una república. Las repúblicas podían ir y venir, pero una república protestante era la voluntad de Dios y no podía ser sacudida.
Por ejemplo, cuando el afamado predicador congregacionalista convertido en presbiteriano Lyman Beecher predicaba contra la intemperancia (que a menudo asociaba con el catolicismo romano), subrayaba el hecho de que el cristianismo era “indispensable” para una república sana. “Se admite”, declaró, “que la inteligencia y la virtud son los pilares de las instituciones republicanas, y que la iluminación de las escuelas y el poder moral de las instituciones religiosas son indispensables para producir esta inteligencia y virtud. Pero ¿quiénes se encuentran tan uniformemente en las filas de la irreligión como los intemperantes?”. En otras palabras, sin inteligencia y virtud, la república fracasaría. Y sin el cristianismo, la inteligencia y la virtud desaparecerían. Para los cristianos estadounidenses, la respuesta a la cuestión de la virtud, y la única esperanza para Estados Unidos, era el cristianismo.
“El mejor lugar para empezar a entender los puntos de vista de la generación revolucionaria es dar un vistazo a la palabra ‘virtud’”, explica Thomas E. Ricks en su obra First Principles: What America's Founders Learned from the Greeks and Romans and How That Shaped Our Country (Primeros principios: lo que los fundadores de Estados Unidos aprendieron de griegos y romanos y cómo esto dio forma a nuestro país). “Esta palabra tenía un significado poderoso durante el siglo XVIII”. Según Ricks,
Los fundadores la utilizaban incesantemente en sus declaraciones públicas. La palabra “virtud” aparece unas seis mil veces en la correspondencia recopilada y otros escritos de la generación revolucionaria, compilados en la base de datos de los Archivos Nacionales de Estados Unidos, Founders Online (FO), que suman unos 120.000 documentos. Eso es más frecuente que “libertad”.
Los estadounidenses eran un pueblo aparentemente obsesionado con la virtud. Por tanto, una forma mejor de plantear la pregunta republicana sería: “¿Cómo debe vivir virtuosamente un pueblo dentro de una república?”.
Si los estadounidenses no pudieran ser un cierto tipo de pueblo, no serían un pueblo en absoluto. Como ha demostrado Gordon S. Wood, el republicanismo abarcaba todas las esferas de la vida de un individuo, incluidas las virtudes tanto privadas como públicas. Por un lado, aunque admirables y útiles para el bien común, las virtudes como la prudencia, la frugalidad y la industria permitían a la gente promover sus propios intereses. Por otro lado, “la virtud que el republicanismo clásico fomentaba era la virtud pública”. Wood explica: “La virtud pública era el sacrificio de los deseos e intereses privados por el interés público. Era la devoción al bien común (...). El republicanismo imponía así una enorme carga a los individuos. Se esperaba de ellos que suprimieran sus deseos e intereses privados y desarrollaran el desinterés, el término del siglo XVIII más utilizado como sinónimo de virtud cívica”.
Una república exigía a sus ciudadanos un nivel moral que no se exigía en una monarquía. En este sentido, ser estadounidense era a la vez un privilegio y una responsabilidad. La relación entre libertad y virtud era en cierto modo circular: la virtud era posible gracias a la libertad, y la libertad exigía virtud. En 1802, el pastor de Savannah, Henry Holcombe, señaló esta conexión vital en el Analytical Repository (Repositorio analítico) de Georgia cuando afirmó: “No necesito demostrar, porque es evidente, que sin religión no puede haber virtud; y es igualmente incontestable, que, sin virtud, no puede haber libertad”.
Los estadounidenses de esta época concebían a la persona virtuosa como el individuo que buscaba promover el bienestar de los demás por encima del suyo propio. De hecho, aparte de palabras sueltas como “libertad” y “virtud”, ninguna frase fue invocada más frecuentemente por los propios Revolucionarios que “el bien público”. Con la virtud como principio rector y el bienestar público como objetivo, el republicanismo no era tanto una lista codificada de creencias sobre la naturaleza política de una república, sino más bien un conjunto de ideales y valores morales que permeaban la mente estadounidense.
Entre la fundación de Estados Unidos en 1776 y su ruptura en la Guerra Civil, el republicanismo se convirtió de forma natural en la ética del cristianismo estadounidense. Las virtudes exaltadas de las repúblicas clásicas no cristianas se adoptaron como inherentemente cristianas, y las enseñanzas del cristianismo se plasmaron en un marco republicano. El republicanismo se cristianizó y el cristianismo se republicanizó. Este proceso dio origen a una fe claramente estadounidense.
2. Virtud y desinterés
“El principio de la igualdad universal de los derechos humanos, con una excepción lamentable, ha sido reconocido aquí en su totalidad”, presumió el presidente Francis Wayland a sus estudiantes en la Universidad de Brown, señalando el mal de la esclavitud. “Pero ¿cree alguien que nuestra Constitución puede permanecer, si buscara sustento en algo que no fuera el amor natural de la justicia en el seno del ser humano?”. Las repúblicas no progresaban solamente con las buenas intenciones, razonaba Wayland, uno de los principales filósofos morales de su generación. “No; si abstraemos de este pueblo las influencias difundidas por todos lados por la religión de Cristo; si abolimos la Biblia, el sábado, las instrucciones del santuario; si nos abandonan a todos a merced de las obras naturales del corazón humano, cualquiera podría preguntarse por cuánto tiempo podría existir un gobierno así”.
Perdonados de sus pecados y llamados a las buenas obras, los cristianos en los primeros años de república se adherían por completo a la idea de que el pueblo debía ser virtuoso para permanecer libre y debía ser religioso para mantenerse virtuoso. Después de todo, ¿qué esperanza había de entender la virtud sin la fe en Jesucristo, el servidor público por excelencia que se había sacrificado a sí mismo por el mundo? ¿Quién podría practicar la virtud pública, sino el pueblo al que se le había ordenado que fuera “siervo de todos” (Mr 10:44)? El destino de la nación infante y “la causa virtuosa de Estados Unidos” descansaba en la fe simple de los cristianos.
Por lo tanto, en muchos sentidos, la republicanización del cristianismo estadounidense comenzó con la sacralización de la virtud, un tema sobre el cual el presidente Wayland sermoneaba con frecuencia. A lo largo de su presidencia, Wayland predicó a sus estudiantes sobre los “principios de la virtud”, el “poder de la virtud inmaculada”, la “virtud abnegada”, la “virtud pública”, la “virtud de la comunidad” y, por supuesto, la “virtud del Salvador”.
En The Elements of Moral Science (Los elementos de la ciencia moral), su libro de texto de filosofía moral, publicado en 1841, Wayland dedicó un capítulo entero a “La naturaleza de la virtud”. Para demostrar que las enseñanzas bíblicas eran la base de una vida virtuosa y esencial para el bien público, el concepto de virtud se consagró como fundamentalmente cristiano. Los ministros hablaban de la “virtud santa” como el objetivo supremo de Dios para la humanidad. El ministro itinerante Charles Finney, siempre en busca de la perfección cristiana, simplemente concluyó: “La virtud es santidad”. Eran “términos sinónimos” en su mente, ambos relacionados con la “perfección moral” y la “conformidad con la ley de Dios”. El republicanismo no era una enseñanza nueva para la Iglesia, sino el mismo mandato de Dios de “sed santos como yo soy santo” (Lv 11:44). Ser virtuoso era simplemente creer y obedecer el evangelio de Jesucristo.
Mientras que el puritano Jonathan Edwards había adoptado un enfoque más metafísico en The Nature of True Virtue (La naturaleza de la verdadera virtud), definiendo la virtud como “benevolencia hacia el ser en general”, sus descendientes estaban mucho más preocupados por bautizar la virtud republicana, o al menos por demostrar que los valores republicanos clásicos encontraban su máxima expresión en la religión cristiana. Por ejemplo, cuando William Allen predicó en el servicio de ordenación de su nieto John Wheelock Allen en la Iglesia Evangélica Trinitaria de Wayland, Massachusetts, en 1841, comenzó recordando a la audiencia la verdadera fuente de la virtud: “El evangelio, sin duda, contiene el sistema más perfecto de la moral, ordenando todas las diversas virtudes, que son esenciales para el bienestar de los individuos y para el beneficio general de la sociedad”.
Pero las virtudes morales están representadas en el evangelio como el resultado de la fe en Jesucristo, o la consecuencia del amor a él, de modo que podemos decir, con la seriedad del poeta cristiano: “¿Hablas de moral? La gran moral es el amor a Ti”. Como graduado de Harvard (1802) y presidente del Dartmouth College (1817-1819) y del Bowdoin College (1820-1839), Allen conocía el valor de estudiar literatura griega y romana. Como biógrafo reconocido, también conocía la importancia de la historia.
Pero Allen hacía una distinción significativa entre la virtud clásica y la virtud cristiana. En su opinión, el cristianismo ofrecía “el sistema más perfecto de moral” y “virtudes morales” porque se basaba en el amor a Dios. Aunque los filósofos y poetas griegos y romanos conocían algo de la virtud y “hablaban de moral”, ésta estaba incompleta sin el “Amor sangrante” del evangelio. El texto del sermón de Allen revelaba la forma en que él veía la relación entre la virtud cristiana y la no cristiana: “Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos escándalo y para los griegos locura; pero para los llamados, judíos y griegos, Cristo poder de Dios y sabiduría de Dios” (1Co 1:23-24).
Durante los años que transcurrieron entre la Revolución y la Guerra Civil, la ética cristiana fue en gran medida una ética republicana, ya que el concepto de desinterés dio forma tanto a los fundadores más heterodoxos como a los clérigos más ortodoxos. Por ejemplo, el 5 de marzo de 1773, el unitario John Adams escribió en su diario que su defensa de los soldados británicos en la llamada Masacre de Boston fue “una de las acciones más galantes, generosas, varoniles y desinteresadas de toda mi vida”. Años más tarde, en 1791, el deísta Thomas Jefferson le dijo a George Washington que Adams era “uno de los hombres vivos más honestos y desinteresados”.
Curiosamente, los cristianos trinitarios hablaban de forma similar para describir la obra de Dios. En 1798, cuando el reverendo Samuel J. Mills informó de las “inusuales apariciones religiosas” en el pueblo de Torringford en el Connecticut Evangelical Magazine (Revista evangélica de Connecticut), señaló felizmente que Dios había despertado a docenas de pecadores a la soberanía de Dios y a “los deberes de la sumisión incondicional y el afecto desinteresado”. Y el énfasis en el desinterés no pareció desvanecerse en las primeras décadas de la república. Tan aficionado al desinterés era Charles Finney en el ocaso de su ministerio que estaba convencido de que no había “más amor verdadero que el desinteresado”.
En efecto, una de las principales razones por las que el principio del desinterés impregnó la mente evangélica en Estados Unidos se debe a la percepción de que el amor propio había empezado a impregnar el mundo que les rodeaba. En la década de 1830, Alexis de Tocqueville informó que buscar el interés personal se había convertido en algo “universalmente aceptado” en los Estados Unidos, a medida que el país se enfrentaba a una “revolución de mercado” en la costa, a una creciente economía de plantaciones de esclavos en el sur y a una creciente especulación con la tierra en el oeste. Para el bautista separado Isaac Backus, la Guerra de la Independencia tuvo sus raíces en el amor propio, en ambos bandos. Según Backus,
…el amor propio, bajo el nombre engañoso de gobierno y preocupación por el bien público, ha movido y mueve a los británicos a actuar con nosotros como demonios encarnados. Y el amor propio en este país, al hundir nuestro crédito público, nos ha expuesto a un peligro mayor que el que podrían hacer todas sus flotas y ejércitos.
De hecho, a finales del siglo XVIII, los teólogos estadounidenses tenían una letanía de razones para sospechar que el amor propio se había convertido en un concepto popular e incluso celebrado en su generación impulsada por el mercado. El año de 1776 fue en el que Adam Smith publicó su Wealth of Nations (Riqueza de las naciones), en el que sostenía que la ambición y la avaricia humanas eran en realidad un beneficio social. En 1788, incluso los redactores de la Constitución de Estados Unidos se enorgullecían de su capacidad para adaptar el nuevo gobierno al interés natural de los seres humanos.
En The Federalist (El federalista) nº 51, James Madison se preguntaba: “Pero ¿qué es el gobierno en sí, sino el mayor de todos los reflejos de la naturaleza humana? Si los hombres fueran ángeles, no sería necesario ningún gobierno”. Por lo tanto, los respectivos cargos deben diseñarse “de tal manera que cada uno pueda ser un control del otro, que el interés privado de cada individuo pueda ser un centinela sobre los derechos públicos”. Social, política y económicamente, los cristianos estadounidenses habitaban un mundo que parecía acoger el amor propio como un bien público.
Contra la idea de la ambición egoísta, las iglesias predicaban el sacrificio. Los cristianos, tanto del Norte como del Sur, respondieron a la codicia y la ambición que les rodeaban haciendo énfasis en la abnegación como característica clave que distinguía a los piadosos de los del mundo. En Charleston, el bautista Richard Furman instó a sus congregantes a ejercer un “amor por la virtud desinteresada, y una conducta generosa, excitada por todo motivo atractivo”. En Nueva York, el reverendo Seth Williston declaró: “Al decidir sobre el carácter de nuestra religión personal, la gran pregunta debe ser: ‘¿Es abnegada?’”.
El concepto eduardiano de “benevolencia desinteresada” de Samuel Hopkins fue tan popular en la cultura religiosa estadounidense, que cruzó casi todas las líneas confesionales e incluso fue utilizado por el llamado “padre del cristianismo unitario”, William Ellery Channing. Mientras que su mentor Jonathan Edwards había intentado equilibrar la benevolencia abnegada con el amor propio, Hopkins abandonó por completo el concepto de amor propio, insistiendo en que los cristianos debían estar dispuestos a ser maldecidos por la gloria de Dios. En la mente de Hopkins, la única manera de estar seguro de que alguien repudiaba su propio interés privado era si estaba dispuesto a perder su propia alma por amor a Cristo. Aunque Jonathan Edwards Jr. no adoptó el punto de vista extremo de su maestro, él también enfatizó la abnegación, afirmando que “la naturaleza de la verdadera religión [está] en un espíritu abnegado”. En la mentalidad estadounidense, ser religioso era ser virtuoso, y ser virtuoso era ser abnegado.
Pero la abnegación requería un poco de protagonismo. Buscando ser virtuosos por el bien de la nación naciente, los cristianos de la primera república expresaron a menudo su determinación de mantener un “espíritu público ampliado”, convencidos de que era su deber reformar sus comunidades de acuerdo con la Palabra de Dios. Tal como John Winthrop había exhortado a los colonos de la Bahía de Massachusetts en 1630 a ser una “ciudad sobre un monte”, los cristianos de los inicios de Estados Unidos creían que ellos también estaban llamados a vivir una fe visible y pública. Además del mandamiento bíblico de “amaos los unos a los otros” (Juan 15:12), y arraigados en la visión puritana de una comunidad cristiana, las sociedades voluntarias y los grupos de reforma moral surgieron del ideal republicano de una sociedad virtuosa y libre.
Junto con la pérdida del establecimiento federal y estatal de la religión, el llamado “imperio benévolo” que surgió en la nueva república se erigió sobre un cristianismo republicanizado que enfatizaba el libre ejercicio de la religión como la forma más elevada de virtud. A su vez, si ciertos cristianos no parecían promover el bien común, eran criticados por su interés propio y su falta de virtud. Por ejemplo, cuando el misionero John Mason Peck llegó a Liberty, Misuri, en septiembre de 1824, tachó a los colonos locales de incultos e impíos:
La gente que se ha asentado en este distrito es principalmente de Kentucky y Tennessee, tristemente desprovista de espíritu público, y manifiesta un gran nivel de apatía hacia las instituciones benévolas, incluso cuando están obviamente destinadas a su propio beneficio. Se cree que más de cien de estas familias están totalmente desprovistas de las Escrituras, y, sin embargo, cuando expliqué, después de predicar, el diseño de una sociedad bíblica auxiliar, la necesidad y los beneficios de la misma, y luego insté a su formación, nadie dio un paso adelante ni se ofreció a participar en ella. En los condados de Ray, Clay y Lillard, poco o nada se pudo lograr.
Peck correlacionaba el “espíritu público” con la voluntad de mejorar y educar a la sociedad. En la mente de Peck, los colonos de Kentucky y Tennessee no eran solo estadounidenses pobres; eran cristianos cuestionables que no tenían ni el deseo de servir a la comunidad ni la voluntad de promover el evangelio. Peck pasó la mayor parte de su vida luchando contra los bautistas antimisioneros, a los que asociaba con una falta de “espíritu público” y que, irónicamente, estaban habitados por un espíritu republicano propio.
Con el fin de ejercer la virtud cristiana, uno tenía que estar dispuesto a ser en cierto modo una figura pública, empezando por la asistencia a la iglesia. La observancia del día del Señor era otra exigencia de una sociedad republicana porque fortalecía el carácter y la disciplina del pueblo. Si el pueblo de Massachusetts dejaba de observar el día del Señor durante medio siglo, se preguntaba en 1818 el presidente del Williams College, Zephaniah Swift Moore, “¿cuál sería su carácter religioso y moral? Vayan a aquellos lugares dentro de los límites de los Estados Unidos, donde no ha habido el día del Señor durante solo la mitad de ese período, y ellos se los dirán”.
Al igual que Peck, Moore creía en el poder de la reforma social y de las sociedades voluntarias para calibrar la brújula moral de los Estados Unidos, especialmente en las regiones fronterizas. Si los estadounidenses no podían cultivar un “espíritu público” en la iglesia, no lo harían en la sociedad. En el sur, la conexión entre la iglesia y la sociedad no era menos fuerte, y exigía que el pastor exhibiera el republicanismo y la virtud pública en su forma más pura. Como ha demostrado E. Brooks Holifield, “el pastor debía convertirse en una persona pública. Debía ajustarse, sin hipocresía, a las expectativas de las clases mejoradas y elevadas. De hecho, debía identificarse, sin reservas, con su papel público”.
El rol de la virtud pública en una sociedad republicana arroja una luz aún mayor sobre el mal de la esclavitud en la república temprana y la contradicción que existía entre los ideales de la nación y sus instituciones. Sin su libertad, los esclavos no solo estaban privados de la dignidad humana básica y de los derechos civiles, sino que tampoco podían ejercer la virtud pública. Habitaban una sociedad republicana y eran instruidos en sus ideales, pero sin acceso a ellos. Por ejemplo, ¿cómo se podía practicar la abnegación sin la posibilidad del interés propio? El sacrificio parecía un concepto vacío para alguien que no poseía nada.
Incluso los teólogos favorables a la esclavitud se plantearon si la virtud era posible para los esclavos. En un sermón publicado en 1850, titulado The Rights and the Duties of Masters (Los derechos y los deberes de los amos), el presbiteriano sureño James Henley Thornwell concluía: “La cuestión no es si es el estado más favorable a los oficios de la piedad y la virtud, sino si es esencialmente incompatible con su ejercicio. Esta es la verdadera cuestión”. Thornwell, que consideraba el conflicto sobre la esclavitud como una guerra entre “el cristianismo y el ateísmo”, obviamente no creía que la virtud fuera inalcanzable para el esclavo. Sin embargo, independientemente de la postura de cada uno sobre la cuestión de la esclavitud, para muchos cristianos blancos y negros, la moralidad de la esclavitud dependía de hasta qué punto los esclavos podían ejercer la virtud. Privar a un ser humano de la virtud era, al menos en parte, negarle su fe.
Por esta razón, los afroamericanos eran mucho más propensos a hablar de “santa libertad” que de “santa virtud”. Aunque a los esclavos cristianos no se les prohibía cierto nivel de virtud privada (por ejemplo, templanza, frugalidad), incluso estas estaban limitadas aparte de la libertad. Como la mayoría de los grupos cristianos, el cristianismo afroamericano experimentó una republicanización a principios de la república que dio forma a la visión que tenía el afroamericano de la vida cristiana, pero con menos énfasis en la virtud como medio para sostener la república. Mientras los cristianos blancos hablaban del “bien público”, los cristianos afroamericanos aseguraban su propia existencia y el futuro de sus propias comunidades. Muchos esclavos creían que, si pudieran poseer el ideal republicano de libertad, podrían alcanzar la virtud en una sociedad libre.
Después que Abraham Lincoln firmara un proyecto de ley el 16 de abril de 1862 para abolir la esclavitud en el Distrito de Columbia, el discurso de bienvenida de Daniel Alexander Payne a sus compañeros de raza negra presentó los hermosos potenciales de una vida republicana:
Entrad en la gran familia de la santa libertad; no para holgar en la indolencia pecaminosa, ni para degradaros con el vicio, ni para corromper a la sociedad con el libertinaje, ni para ofender a las leyes con el crimen, sino para disfrutar de una libertad bien regulada, hija de leyes generosas; de la ley tan justa como generosa, tan recta como justa, una libertad que debe perpetuarse mediante la ley equitativa y sancionada por lo divino; porque la ley nunca es equitativa, recta ni justa hasta que armoniza con la voluntad de Aquel que es “Rey de reyes y Señor de señores”, y que ordenó a Israel tener una sola ley para el nativo y el extranjero.
Al haber asistido al Seminario Teológico Luterano de Gettysburg, Pensilvania, haber sido ordenado por un Sínodo Luterano y haberse unido a la Iglesia A.M.E. de Richard Allen en 1841, Payne creía que la libertad sin fe no era libertad en absoluto. Pero con su nueva “santa libertad”, los afroamericanos de Washington D.C. podían tomar sus propias decisiones y vivir sus propias vidas virtuosas. Al advertir a sus hermanos contra vicios como la “indolencia” y el “libertinaje” y la libertad no regulada, Payne ensalzaba los ideales republicanos de prudencia, restricción y moderación. Creía que todas estas virtudes “armonizaban” con la voluntad de Dios y las enseñanzas de la Biblia. Muchos afroamericanos creían que ahora tenían la oportunidad de ejercer al menos cierto grado de virtud en la sociedad estadounidense.
Si iban a recibir honor, el ideal republicano más elevado, era otro asunto. Los partidarios de la colonización, como John Hough, del Middlebury College, sostenían que, para los negros libres, “ningún puesto de honor o de autoridad es accesible”. Irónicamente, en la tierra de los libres, parecía que o bien se consideraba a los afroamericanos capaces de republicanismo y se los relegaba a las cadenas, o bien se los consideraba incapaces de republicanismo y, por tanto, los más indicados para ser enviados a África.
Los cristianos afroamericanos estaban “tan deseosos de libertad” como sus hermanos blancos. En consecuencia, sus aspiraciones republicanas eran a menudo igual de fuertes, y condenaban la esclavitud porque era a la vez antibíblica y antirrepublicana. Cuando los esclavos se emanciparon finalmente en el estado de Nueva York en 1827, tras la entrada en vigor de una ley de 1817, Nathaniel Paul, pastor de la Iglesia Bautista de Hamilton Street en Albany, celebró el histórico día alabando el “espíritu de republicanismo puro” que finalmente había brotado de las semillas de libertad plantadas en 1776. En opinión de Paul, la esclavitud despojaba de sus virtudes tanto a los esclavos como a los esclavistas. Explicando los ideales republicanos en un marco bíblico, Paul afirmó:
Después de la caída del hombre, parecería que Dios, previendo que el orgullo y la arrogancia serían las consecuencias necesarias de la apostasía, y que el hombre trataría de usurpar una autoridad indebida sobre sus semejantes, ordenó sabiamente que obtuviera el pan con el sudor de su frente; pero contrariamente a este sagrado mandato del cielo, se ha introducido la esclavitud, manteniendo a los unos en todos los lujos absurdos de la vida, a expensas de la libertad e independencia de los otros. Señaladme cualquier parte de la tierra donde exista la esclavitud en una extensión considerable, y os señalaré un pueblo cuya moral está corrompida; y cuando se permite que el orgullo, la vanidad y la profusión campen a sus anchas con todos sus efectos desoladores, y se fomentan así la ociosidad y el lujo, bajo la influencia del hombre, que se vuelve insensible a su deber para con su Dios y sus semejantes.
Según Paul, al prohibir a los esclavos el derecho a “obtener el pan con el sudor de su frente”, los esclavistas les negaban no solo la virtud de la “libertad y la independencia”, sino también la industria y el don divino del trabajo, instituido por Dios en el huerto del Edén. Por otro lado, al proporcionar a los hombres blancos tales “absurdos lujos de vida”, la esclavitud creó un pueblo “cuya moral está corrompida”, impugnando los ideales mismos de su religión. La republicanización del cristianismo estadounidense, ilustrada por Paul, tuvo lugar no solo en las iglesias blancas, sino también en las congregaciones afroamericanas, que igualmente trataban de cumplir “su deber para con su Dios y su prójimo”. Irónicamente, puede que los afroamericanos aún no fueran ciudadanos de Estados Unidos, pero muchos ya compartían una visión similar de una comunidad piadosa.
No es sorprendente que las virtudes que se ensalzaban entre los cristianos blancos y afroamericanos en el primer periodo nacional se aplicaran en última instancia al propio Cristo. Las virtudes republicanas se proyectaron teológicamente. En Grace Consistent with Atonement (La gracia consistente con la expiación), publicado por Jonathan Edwards Jr. En 1785, sostenía que la muerte de Cristo en la cruz satisfacía la justicia pública, la cual definía como aquella que comprendía toda bondad moral y “cualquier otra virtud, como la verdad, la fidelidad, la mansedumbre, el perdón, la paciencia, la prudencia, la templanza, la fortaleza, etc.”. Esta era la justicia republicana.
En la versión de Edwards de la expiación, Jesucristo se convierte en el clásico servidor público republicano, que busca el bien de la comunidad cósmica a costa de su propia vida. La cruz era, en cierto sentido, el republicanismo en acción. Aunque los historiadores han escrito mucho sobre la libertad por la que murió Cristo y sobre cómo los estadounidenses relacionaron fácilmente su libertad política con la libertad espiritual, casi nadie ha examinado la forma en que los cristianos de este periodo republicanizaron la forma en que murió Cristo.
El joven Edwards no fue en absoluto el único teólogo de Nueva Inglaterra que convirtió a Jesucristo en George Washington, por decirlo de algún modo. De hecho, los teólogos a menudo describían la expiación de Cristo como si fuera uno de sus funcionarios locales. En The Scripture Doctrine of Atonement, Proposed to Careful Examination (La doctrina bíblica de la expiación, propuesta para un examen cuidadoso), publicada en 1785, el pastor de Stockbridge, Stephen West, afirmaba que el propósito de la muerte de Cristo era mostrar “Su interés por el bien de la gran comunidad que preside”. En una analogía notablemente republicana, West explicó:
Siempre que el Magistrado supremo descuida la ejecución de las leyes, pierde la confianza del pueblo; y su consideración por el bienestar público se convierte en sospechosa. Nadie puede confiar en su espíritu público, cuando permite que los perturbadores de la paz queden impunes: porque las ideas de verdadera consideración por el bien público, tan necesariamente conectan los castigos con los crímenes, como las recompensas con la virtud.
Jesucristo, el siervo sufriente, fue un líder republicano. Los modelos de la expiación se extrajeron de una serie de imágenes republicanas y patrióticas de la época. El fundador y presidente de la Sociedad Misionera de Massachusetts, Nathanael Emmons, llegó a ilustrar la necesidad de la expiación con una anécdota del propio George Washington.
Durante la republicanización del cristianismo estadounidense, el concepto de virtud adquirió una nueva importancia, y para un pueblo que valoraba el sacrificio en aras de un bien mayor, Jesucristo se convirtió inevitablemente en el modelo republicano. A partir de esta idea seminal de la virtud piadosa, los cristianos estadounidenses revolucionarían la doctrina de Dios, del hombre y, aparentemente, de todo lo demás.
3. Antirrepublicanismo
Como zeitgeist (espíritu del tiempo) de la república naciente, el republicanismo era tan reconocible (si no más) para sus oponentes como para sus defensores. No es de extrañar que los detractores del cristianismo republicanizado procedieran a menudo de otros países o estuvieran instalados en tradiciones teológicas firmemente arraigadas en otros países. De uno u otro modo, debido a influencias como el anglicanismo fidelista o la teología mediadora alemana, estos grupos no compartían la ética que caracterizó al cristianismo estadounidense en el primer periodo nacional. Consideraban el republicanismo una amenaza para su modo de vida, una forma aberrante del cristianismo histórico, o ambas cosas.
Sin embargo, estas voces disidentes en la iglesia tuvieron el efecto de consolidar el cristianismo republicano como movimiento y de vincular aún más el republicanismo con el espíritu mismo de Estados Unidos. Quizá en ningún otro grupo fue esto más evidente que en el metodismo, una confesión con profundos lazos con la madre patria. Como ha demostrado Russell E. Richey, “antes de la Revolución, los metodistas podían, y en su mayor parte así lo hicieron, simplemente ignorar al Estado”. Durante la Guerra de la Independencia, los metodistas se mantuvieron tan “alejados” de la agenda republicana que a menudo fueron sospechosos de lealtad a Inglaterra, e incluso perseguidos por su “impronta Tory”, es decir, su apego al partido conservador británico. El obispo Francis Asbury, el único ministro metodista británico que permaneció en Estados Unidos durante la guerra, permaneció en relativa reclusión. Incluso Freeborn Garrettson, uno de los primeros predicadores metodistas nacidos en Estados Unidos, adoptó una postura pacifista.
Por lo tanto, los movimientos intelectuales y morales que se estaban produciendo en Estados Unidos no fueron absorbidos por la cosmovisión metodista, como ocurrió con la mayoría de los demás grupos cristianos. Por ejemplo, en 1784, cuando Asbury leyó Tyranny Exposed (La tiranía al descubierto), del bautista de Georgia Silas Mercer, se burló: “Lo suyo es republicanismo enloquecido. ¿Por qué [temer] a los establecimientos religiosos en estos días de libertad ilustrada?”.
No obstante, ni siquiera los metodistas anglificados y de raíces inglesas pudieron impedir que la corriente del republicanismo fluyera por la denominación, o al menos que se llevara parte de la denominación con ella. En 1794, James O'Kelly fundó la Iglesia Metodista Republicana, rompiendo con el metodismo británico de John Wesley, quien en 1790 se había burlado: “No somos republicanos, ni pretendemos serlo nunca”. Detrás de la fractura estaban los principios de la propia Revolución.
En The Author's Apology for Protesting Against the Methodist Episcopal Government (Apología del autor por protestar contra el gobierno episcopal metodista), O'Kelly atacó la naturaleza no republicana del episcopado, comparando la relación de los metodistas estadounidenses con Wesley con la relación de los estadounidenses con la corona británica. Rechazando el derecho canónico de la Iglesia Metodista, al que se refería como “las viejas reglas generales de Wesley”, O'Kelly declaró que “esas reglas, no son más las reglas de la Iglesia Metodista en Estados Unidos, de lo que el gobierno británico es el gobierno civil de Columbia”. Dado que los Estados Unidos habían obtenido la libertad de Inglaterra, argumentaba O'Kelly, ¿por qué iban a someterse sus iglesias a la autoridad eclesiástica de Inglaterra? La Revolución había creado una crisis confesional. O'Kelly sonaba notablemente como un panfletista estadounidense cuando razonaba:
Los gobernantes de la Iglesia Metodista Episcopal no solo llegan al cargo sin ser elegidos por el sufragio del pueblo, sino que continúan en el cargo, siempre y cuando les plazca caminar por las reglas que ellos mismos han hecho; y siempre que les plazca cambiar su conducta, pueden cambiar sus leyes.
O'Kelly acusó a los metodistas británicos esencialmente del mismo delito cometido por el Parlamento solo dos décadas antes: tiranía sin representación. Como explica Richey, en esta nueva versión de la religión metodista, O'Kelly “bautizaría el republicanismo. En ese sentido, la protesta de O'Kelly y su crítica pertenecían a este esfuerzo más amplio por adaptar la ideología de la Revolución al uso cristiano y dar una dirección cristiana a la nación”.
Pero el republicanismo de O'Kelly era algo más que un simple prejuicio estadounidense contra Gran Bretaña o contra la tiranía. Aunque su objetivo principal eran los derechos y las libertades, el ideal seminal de la virtud sigue presente en su protesta, como base de muchos de sus argumentos contra los metodistas británicos. O'Kelly creía que los republicanos tenían la sartén por el mango en el terreno moral:
En cuanto a mi conducta, se puede rastrear a través de la revolución estadounidense. Después que los predicadores itinerantes huyeran del sur, por temor al peligro, trabajé y viajé de circuito en circuito, en Carolina del Norte, para alimentar y consolar a esas pobres ovejas en apuros, abandonadas en el desierto.... Fui hecho prisionero por los Tory, y robado: fui rescatado antes del amanecer, por el capitán Peter Robertson, el gran y notable Whig. Después fui hecho prisionero por los británicos: El oficial en jefe me instó a someterme a mi rey. A pesar de que estaba en sus manos, no me rendí. Ofreció liberarme si prometía solemnemente no dejar que nadie supiera, preguntara o no, dónde estaba el ejército británico. Me negué a hacerlo. Entonces fui despreciado y estuve a punto de morir de hambre. En ese momento resolví, por gracia, mantener mi integridad hasta la muerte. ¡Mi honor, mi juramento, mi alma estaban en juego!
En cierto modo, O'Kelly había experimentado un bautismo espiritual y moral durante la Revolución. Como predicador itinerante solitario en el sur, había experimentado las debilidades de la política centralizada de los metodistas en Inglaterra. Como prisionero británico, se vio inmerso en una dura prueba que puso a prueba su integridad, su honor y, por supuesto, su cristianismo. En consecuencia, cuando salió de la guerra, O'Kelly se adhirió a un estilo de metodismo que fusionaba el episcopado y la tiranía como males gemelos y unía virtudes republicanas como la integridad y el honor con la fe.
Sin un inveterado sentido de la virtud, ministros como O'Kelly no habrían atacado tan duramente el antirrepublicanismo. Al amenazar la libertad, los líderes religiosos británicos estaban poniendo en peligro la capacidad de los estadounidenses para ejercer la virtud y, por tanto, impugnando los ideales del cristianismo en sí. Y, como pueblo virtuoso, era un deber estadounidense resistirse a la corrupción. Ante todo, el republicanismo era una filosofía moral, no la defensa de ningún documento escrito, política o credo.
Durante el “Segundo” Gran Despertar, un acontecimiento que se prolongó durante las primeras décadas de la nueva república, el abismo entre los que abrazaban el republicanismo y los que no, no dejó de crecer. Aunque no todos los antirrevolucionarios eran antirrepublicanos, muchos escépticos del avivamiento empezaron a asociar el estilo poco refinado, individualista y frenético de los avivadores con el cristianismo republicano. Nadie fue más crítico con el Segundo Gran Despertar que los defensores de la llamada Teología de Mercersburg, un movimiento dentro de la Iglesia reformada alemana que abrazaba el idealismo alemán, enfatizaba la centralidad de la doctrina de Cristo y sustituía la subjetividad del avivamiento evangélico por la objetividad de la liturgia eclesiástica.
Según John Williamson Nevin, profesor de Literatura Bíblica (1830-1840) en el recién fundado Western Theological Seminary de Pensilvania, “la idea que algunos tienen de un orden republicano o democrático en el cristianismo (...) está tan alejada de la verdad propia del evangelio como cualquier otra que pudiera aplicarse al tema”. Para Nevin, fue Cristo quien dio forma a la iglesia, no la iglesia quien dio forma a Cristo. En última instancia, la religión no fue inventada por seres humanos ni concebida por formas terrenales de pensamiento, sino transmitida por el ministerio de Cristo y los apóstoles. “La base del cristianismo, tal como se nos presenta en el Nuevo Testamento”, objetó, “no es la mente ni la voluntad populares como tales en ninguna forma”. Como idealista filosófico, Nevin era tan hostil al realismo escocés del sentido común, al que también asociaba con la religión republicana.
Philip Schaff, discípulo de Nevin, que se formó en Alemania con personajes como Baur, Tholuck, Hengstenberg y Neander, llegó a considerar el catolicismo romano como un freno a la marea republicana del evangelicalismo estadounidense, que él veía lleno de extremos teológicos y sociales. Schaff, que fue criticado por sus simpatías con el Movimiento de Oxford, creía que un espíritu republicano desenfrenado había conducido al sectarismo y a la atomización de la sociedad estadounidense. En America: A Sketch of Its Political, Social, and Religious Character (Estados Unidos: un esbozo de su carácter político, social y religioso), publicado en 1855, Schaff observó:
En el libre suelo republicano y puritano de Norteamérica, la Iglesia católica romana, con sus tradiciones medievales, su gobierno sacerdotal centralizado y su conservadurismo extremo, parece casi una anomalía, pero quizá solo por ello sea necesaria y útil como freno y correctivo de los extremos del protestantismo y el radicalismo religioso.
Schaff creía que la esclavitud humana en el “país más libre del mundo” era igualmente una “anomalía”, pero sus opiniones antiesclavistas no eran tanto producto del republicanismo como de su visión hegeliana de la historia y su creencia en el progreso humano, ambas imbuidas de sus maestros en Alemania. Schaff no era abolicionista, pero creía que “la esclavitud se extinguirá gradualmente por sí misma” y que la iglesia debía colaborar con el estado “para procurar una emancipación gradual de los esclavos, adiestrándolos en el uso racional de la libertad, y mediante leyes para la liberación de la nueva generación a cierta edad”. Tras una visita a la Madre Patria, Schaff explicó el significado de la Guerra Civil en términos de castigo divino: Dios había juzgado a Estados Unidos por su complicidad de siglos con el mal de la esclavitud.
Sin embargo, a pesar de todas las críticas de Schaff a la sociedad estadounidense y al cristianismo republicanizado, él también se adhirió a ciertos ideales republicanos en su fe. Al fin y al cabo, procedía de una república. Schaff “sostenía que del aire libre de Suiza se impregnó de una predilección republicana, si no del todo democrática, y por eso podía ver a Estados Unidos como una especie de Suiza ampliada”. En su prefacio a la primera edición de Estados Unidos, Schaff afirmaba sin rodeos: “Porque la religión es el interés más profundo y sagrado del hombre, y prospera mejor en la atmósfera de la libertad. Es, de hecho, en sí misma la más alta libertad”. En la versión norteamericana impresa en 1855, concluía el prefacio con la máxima: “No hay libertad sin virtud; no hay virtud sin religión; no hay religión sin cristianismo; el cristianismo, salvaguardia de nuestra república y esperanza del mundo”. Schaff se había imbuido en buena medida del cristianismo republicano, aunque desde un punto de vista europeo. Como transmitiría a sus colegas en Berlín después de permanecer diez años en Estados Unidos, a pesar de los muchos males que aquejaban a la nación norteamericana en su infancia, Estados Unidos era de hecho el “mundo del futuro”.
4. Conclusión
En A Shopkeeper's Millennium: Society and Revivals in Rochester, New York 1815-1837 (El milenio de un comerciante: sociedad y avivamientos en Rochester, Nueva York 1815-1837), Paul E. Johnson se refiere a la época entre Thomas Jefferson y Andrew Jackson como “una generación de cambio”. El cristianismo estadounidense durante este periodo podría caracterizarse de forma muy parecida, ya que el espíritu que impregnó la política y la cultura del país también transformó su religión. Ese espíritu era el republicanismo, y reforzó el ya estrecho vínculo entre el púlpito y la plaza pública.
En The Loving Kindness of God Displayed in the Triumph of Republicanism in America (La bondad amorosa de Dios demostrada en el triunfo del republicanismo en Estados Unidos), publicado en 1809, el evangelista Elias Smith exhortaba a sus oyentes: “Aventúrense a ser tan independientes en las cosas de religión como los que respetan el gobierno en el que viven”. En la mente de Smith, ser ciudadano estadounidense y ser cristiano eran conceptos distintos, aunque superpuestos. Así, cuando Smith ordenó a la congregación que “fueran republicanos de verdad”, no estaba siendo simplemente patriótico; estaba hablando el lenguaje dominante del cristianismo estadounidense.
Este proceso de republicanización comenzó antes de la Revolución y duró al menos hasta la Guerra Civil, cuando una nación predominantemente cristiana se vio destrozada por cuestiones como la libertad, la justicia, el honor, la integridad y tantos otros ideales republicanos que habían animado a su naciente república en el periodo anterior a la Guerra Civil. De hecho, los vestigios del republicanismo cristiano aún podían encontrarse después de la guerra, guiando al pueblo estadounidense en medio de la tragedia.
Una semana después del asesinato del presidente Abraham Lincoln, el pastor de Brooklyn, Henry Ward Beecher, dirigió a sus congregantes de la iglesia de Plymouth unas palabras de aliento que habrían enorgullecido a su padre Lyman:
Las instituciones republicanas han sido reivindicadas en esta experiencia como nunca antes; y toda la historia de los últimos cuatro años, redondeada por este cruel golpe, parece ahora, en la providencia de Dios, haber sido revestida con una ilustración, con una simpatía, con una aptitud y con un significado, como nunca podríamos haber esperado o imaginado. Dios, en mi opinión, ha dicho, por la voz de este acontecimiento, a todas las naciones de la tierra: “La libertad republicana que se basa en el verdadero cristianismo es firme como los cimientos del globo”.
A finales del siglo XIX, el republicanismo cristiano había sobrevivido en Estados Unidos, si bien de forma enervada, ofreciendo a unos estadounidenses cansados de la guerra las mismas creencias e ideales que habían llevado a la república durante sus inicios.
Pero muchas cosas habían cambiado. De muchas maneras, el republicanismo dio paso a la Reconstrucción, a medida que una nación dividida y menos optimista replanteaba conceptos largamente acariciados como la libertad y el bien común. Al aclarar la ideología dominante del republicanismo cristiano que floreció en los inicios de la república, los cristianos de hoy pueden comprender mejor cómo los primeros estadounidenses conciliaron sus valores religiosos, sociales y políticos, y por qué muchos de esos valores siguen persistiendo en la cultura estadounidense actual.
Este artículo fue traducido y ajustado por María del Cármen Atiaga. El original fue publicado por Obbie Tyler Todd en The Gospel Coalition. Allí se encuentran las citas y notas al pie.
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