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El sábado 16 de julio de 1054, cuando estaban a punto de comenzar las oraciones de la tarde en la catedral de Santa Sofía, el cardenal Humberto —legado del obispo de Roma León IX— entró a grandes zancadas hasta el altar mayor y colocó sobre él un pergamino que declaraba excomulgado a Miguel Cerulario, el patriarca de Constantinopla. A continuación, salió de la iglesia, se sacudió el polvo de los pies y abandonó la ciudad. Una semana después, el patriarca condenó solemnemente al cardenal.
Siglos más tarde, se pensó que este dramático incidente había marcado el inicio del cisma entre las iglesias latina y griega, una división que todavía separa a los católicos romanos y a los ortodoxos orientales (griegos, rusos y otros). Sin embargo, hoy en día ningún estudioso serio sostiene que el cisma comenzó en 1054. El proceso que condujo a la ruptura definitiva fue mucho más complicado, y no puede decirse que una sola causa o acontecimiento lo haya precipitado.

Causas inmediatas de la ruptura
En 1048, el obispo francés Bruno de Egisheim-Dagsburg fue elegido obispo de Roma y escogió el nombre pontificio “León IX”. Él y los clérigos que le acompañaron a Roma se propusieron reformar el papado y toda la Iglesia. Cinco años antes, en Constantinopla, el rígido y ambicioso Miguel Cerulario había sido nombrado patriarca.
Los problemas surgieron en el sur del territorio que hoy conocemos como Italia —que estaba bajo dominio bizantino en ese entonces— en la década de 1040, cuando los guerreros normandos conquistaron la región y sustituyeron a los obispos griegos (orientales) por los latinos (occidentales). La gente estaba confundida y discutía sobre la forma adecuada de la liturgia y otros asuntos externos. Las diferencias sobre el matrimonio de los clérigos, el pan utilizado en la Eucaristía, los días de ayuno y otros usos adquirieron una importancia sin precedentes.

Cerulario se enteró de que los normandos prohibían las costumbres griegas en el sur y tomó represalias: en 1052, cerró las iglesias latinas de Constantinopla. A continuación, indujo al obispo León de Ácrida (también Ohrid) a componer un ataque contra el uso latino del pan ácimo y otras prácticas. En respuesta a este provocador tratado, León IX envió a Constantinopla a su principal consejero, Humberto, un clérigo de carácter inflexible, conocido por su firme defensa de la autoridad papal, para tratar el problema directamente.

Al llegar a la ciudad imperial, en abril de 1054, Humberto lanzó una crítica despiadada contra Cerulario y sus partidarios. Pero el patriarca ignoró el legado papal y Humberto, furioso, entró en Santa Sofía y colocó en el altar la bula de excomunión que mencionamos al principio. Regresó a Roma convencido de haber conseguido una victoria para la Santa Sede.
Por muy dramáticos que hayan sido esos acontecimientos, no fueron registrados por los cronistas de la época. Más bien, fueron olvidados rápidamente. Las negociaciones entre el obispo de Roma y el emperador bizantino continuaron, especialmente en las dos últimas décadas del siglo, ya que el Imperio bizantino buscó apoyo militar frente al avance de los invasores turcos. En 1095, para proporcionar dicha ayuda, el obispo de Roma Urbano II proclamó las Cruzadas. Ciertamente, en ese momento aún no se percibía una ruptura formal o irreversible entre las iglesias. A pesar de los episodios de tensión y conflicto, los cristianos orientales y occidentales vivían y rendían culto juntos.
Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XII, aumentaron las fricciones entre los grupos, no tanto por motivos religiosos, sino por diferencias políticas y culturales. En 1182, estallaron violentos disturbios antilatinos en Constantinopla, y en 1204 los caballeros occidentales la asaltaron brutalmente. La tensión se agudizó y, en 1234, cuando los eclesiásticos griegos y latinos se reunieron para discutir sus diferencias, era evidente que representaban a iglesias diferentes.

Causas subyacentes de la ruptura
¿Qué causó el cisma? No fueron las excomuniones de 1054, ni las diferencias teológicas, disciplinarias o litúrgicas, ni los conflictos políticos o militares. Estos pueden haber predispuesto a las dos Iglesias a separarse, al igual que los prejuicios, la incomprensión y la arrogancia. Pero quizás fue más fundamental la forma en que cada de ellas se percibió a sí misma.
La reforma del siglo XI exigía el fortalecimiento de la autoridad papal, lo que hizo que la Iglesia occidental se volviera más autocrática y centralizada. El obispo de Roma se basó en su creencia de ser “sucesor de Pedro” para afirmar su jurisdicción directa sobre toda la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente.
Los bizantinos, en cambio, consideraban a su Iglesia en el contexto del sistema imperial. Es decir, consideraban que sus fuentes de derecho y unidad eran los concilios ecuménicos y que Dios había puesto al emperador sobre todas las cosas, espirituales y temporales. Creían que las congregaciones orientales siempre habían gozado de autonomía de gobierno, y rechazaban las pretensiones papales de dominio absoluto. Pero ninguna de las partes escuchaba realmente a la otra.

Además, desde el siglo IX, la controversia teológica se centraba en la procesión del Espíritu Santo. En la vida de la Trinidad, ¿el Espíritu procede sólo del Padre, o del Padre y del Hijo (Filioque en latín)? La Iglesia occidental, preocupada por el resurgimiento del arrianismo, había añadido la palabra al Credo de Nicea, argumentando que simplemente estaba haciendo explícita una enseñanza ya contenida implícitamente en la confesión de fe original.
Los griegos se opusieron a tal adición unilateral y se mostraron muy en desacuerdo con la propuesta teológica en cuestión. Les parecía que disminuía las propiedades individuales de las tres Personas de la Trinidad. En 1439, los teólogos griegos y latinos presentes en el Concilio de Florencia, tras debatir la cuestión durante más de un año, llegaron a un compromiso que afirmaba que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio. Aunque buscaba conciliar ambas posturas, el acuerdo no fue plenamente aceptado en Oriente y no logró restaurar la unidad.

Tras la caída del Imperio Bizantino en 1453, la Iglesia de Oriente sobrevivió bajo el dominio turco y luego en varias naciones. Millones de cristianos ortodoxos en Rusia, Grecia, Ucrania, Bielorrusia, Bulgaria, Rumanía, Georgia, Chipre, Serbia, Montenegro, Moldavia, Macedonia del Norte y minorías en al menos 20 países más siguen separados de los millones de católicos adheridos a Roma. Hoy en día se hacen mayores esfuerzos para acercar ambas confesiones, pero ninguna de las partes parece dispuesta a hacer las concesiones necesarias para lograr una reunificación tras casi 1000 años de separación.
Este artículo fue escrito originalmente por el Dr. George T. Dennis en Christianity Today y ajustado por el equipo de BITE.
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