Jonathan, el segundo hijo varón y noveno de Jonathan y Sarah Edwards, nació en Northampton, Massachusetts, el 26 de mayo de 1745. De su infancia ahora se sabe poco, excepto que muy temprano dio evidencia de tener facultades mentales por encima de las ordinarias. Era decidido y perseverante. También tenía un deliberado pero ferviente deseo de conocimiento y excelencia.
Sin embargo, su ambición de sobresalir se vio frenada durante una temporada por una enfermedad inflamatoria en sus ojos, que le impidió aprender a leer hasta un período mucho más tardío de lo que era común en Nueva Inglaterra. Además, sufrió los inconvenientes resultantes de la dificultad entre su padre, la iglesia y la sociedad en Northampton, que terminó con la destitución del Sr. Edwards y el traslado con su familia a Stockbridge. Esto sucedió en 1751, cuando Jonatan Jr. tenía solo seis años. Con las circunstancias que lo acompañaron, este fue quizás el mayor obstáculo para su educación inicial.
En contraste, su estancia en Stockbridge le permitió adquirir fluidez desde su infancia en la lengua de los indígenas Muhhekaneew [más conocidos hoy como mohegan]. Él mismo expuso aquellas circunstancias en el prefacio de sus observaciones sobre el lenguaje de aquellos indios, publicado en 1788:
…en esa época [Stockbridge] estaba habitada casi exclusivamente por indios, ya que en el pueblo no había más que doce familias de blancos o angloamericanos, y quizás 150 familias de indios. Siendo los vecinos más cercanos, me asociaba constantemente con ellos; sus hijos eran mis compañeros de escuela y de juego cotidiano. Fuera de la casa de mi padre, rara vez oía hablar otro idioma además del indio. Así, adquirí una gran facilidad para hablarlo, creo que más que mi lengua materna.
Sabía los nombres de algunas cosas en indio que no sabía en inglés. Incluso, todos mis pensamientos corrían en indio y, aunque la pronunciación del idioma es extremadamente difícil de entender, ellos mismos reconocieron que lo había adquirido perfectamente, lo que –decían– nunca antes había hecho ningún angloamericano. Debido a mi habilidad con su idioma, que conservo en buena medida hasta hoy, recibí de ellos muchos elogios y aplausos por mi sabiduría superior.
[Puedes leer la biografía de Jonathan Edwards padre aquí]
Misionero entre los indios a los 10 años
Su padre lo había consagrado a temprana edad al servicio de Dios. Sin duda, se sintió animado a dar el paso por su rápido progreso en el idioma. Entonces, cuando tenía 10 años, lo envió a las “Seis Naciones” –la Confederación Iroquesa, una liga de seis tribus indígenas– para que también aprendiera sus idiomas y así se capacitara para ser misionero entre ellos.
Así que fue al pueblo Oughquauga, en el río Susquehanna, con el Rev. Gideon Hawley para adquirir el idioma del pueblo Oneida. El punto a ser alcanzado estaba a más de cien millas de cualquier asentamiento inglés y había que atravesar un desierto. Sin embargo, aunque todavía era un niño, no retrocedió ante la empresa, ni ante la perspectiva de cambiar las comodidades de la casa de sus padres por las moradas de los nativos.
El señor Hawley y el joven a su cargo emprendieron su viaje en abril de 1755. De camino, pasaron por Canajoharie, donde visitaron el castillo de Hendrick, el famoso jefe de los mohawks, y de allí prosiguieron a través del desierto hasta su destino. Su alumno permaneció allí hasta agosto, mes en el que regresó a Stockbridge en agosto, y volvió a Oughquauga en octubre del año siguiente.
Mientras estaba con los oneidas, progresó rápidamente en el aprendizaje de su idioma, por lo cual, y por su comportamiento en general, se ganó sus afectos y se convirtió en un gran favorito. A causa de la guerra con Francia que entonces estaba en curso, solamente permaneció con esa tribu unos seis meses en total. Durante la última visita que les hizo, y cuando los hombres de la tribu estaban en su expedición de caza de otoño, los tiogas –instigados por los franceses– se acercaron varias veces al asentamiento debido a su amistad con los ingleses. Los oneidas se inquietaron con la expectativa de un ataque.
Estas alarmas, que con frecuencia los despertaban en la oscuridad de la noche, finalmente hicieron inseguro que su misionero permaneciera más tiempo entre ellos. Los guerreros fueron llamados de la cacería a defender a la comunidad y, cuando el señor Hawley había decidido dejarlos, algunos de ellos tomaron a su joven alumno sobre sus hombros y lo llevaron varias millas a través del bosque hasta un lugar seguro. El señor Hawley y Jonathan Jr. se vieron obligados a regresar a Massachusetts en pleno invierno.
En el camino de regreso, tuvieron que dormir varias veces en el suelo, al aire libre, y soportar muchas otras privaciones que probaron la entereza de ambos. Sin embargo, por fin llegaron a Stockbridge a salvo en enero de 1756. Durante los siguientes dos años, el joven Edwards disfrutó de la compañía de su familia y de las instrucciones y ejemplo de sus padres.
Estudios superiores de Jonathan Edwards Jr.
Pero estos privilegios no continuaron por mucho tiempo. La mudanza de su padre al Colegio de Nueva Jersey –después Princeton– en enero de 1758, para asumir la presidencia, y su repentina muerte en marzo de ese mismo año, cortaron de inmediato la dependencia terrenal de la familia y nublaron las perspectivas de este hijo que, para entonces, solo contaba con 13 años de edad. Su madre, que respecto a supervisar la educación de sus hijos era más calculadora que la mayoría de las mujeres de entonces, también falleció en octubre.
En ese momento, su educación apenas había comenzado, y la pequeña propiedad que le quedaba como herencia era inadecuada para brindarle todos los beneficios de una educación liberal que había esperado recibir rodeado del amor familiar. Aun así, con su acostumbrada firmeza, decidió perseverar en sus planes propuestos y, ayudado por amigos de los Edwards, ingresó en la escuela primaria de Princeton en febrero de 1760, donde comenzó el estudio de la lengua latina. Su avance en los estudios fue tan rápido, que en septiembre del año siguiente fue admitido como miembro de aquel colegio, de donde se graduó en 1765 con el título habitual de Bachiller en Artes (BA).
Conversión de Jonathan Edwards Jr.
En el verano de 1763, mientras estaba en la universidad, hubo una temporada de avivamiento y dedicación a la religión en Princeton. En ese momento, Jonathan quedó profundamente impresionado con su condición perdida como pecador y su necesidad de salvación a través de un Redentor crucificado. Allí obtuvo la esperanza de su reconciliación con Dios a través de Jesucristo.
Esto fue durante la presidencia y bajo la impresionante predicación del Rev. Dr. Finley. En ese momento, Jonathan Jr. comenzó –y continuó durante algunos años– un diario de su estado espiritual, que muestra su constante vigilancia contra todo pecado, y su ferviente deseo de ser santo y de avanzar siempre en la vida cristiana. En septiembre de ese año hizo una profesión pública de su fe en Cristo y se postuló como candidato al ministerio, aunque no se sabe en qué lugar.
Jonathan Edwards Jr. el tutor y catedrático de Princeton
En 1767, fue designado para el oficio de tutor en el colegio del cual se había graduado. Aceptó el cargo y continuó en el desempeño de sus funciones durante los dos años siguientes. Unos meses después, fue elegido Catedrático de Idiomas y Lógica en la misma institución, pero por algún motivo consideró oportuno declinar el nombramiento. El Rev. Dr. Andrew Yates, profesor en Union College durante la presidencia del Dr. Edwards, lo conocía bien y escribió en referencia a este período de su vida:
El nombre de Jonathan Edwards se asoció con grandes logros literarios y religiosos en la estimación de aquellos que en su época habían estado conectados con la universidad en Nueva Jersey, ya sea como estudiantes o administradores de sus intereses. Su diligencia y competencia mientras era alumno en la institución, su laboriosidad y fidelidad cuando se le llamaba a participar en sus instrucciones y gobierno, le aseguraron la estima y el cariño de sus contemporáneos.
Ordenación al sagrado ministerio en White Haven
Mientras era tutor en Princeton, ocasionalmente predicaba a la comunidad de White Haven, en la ciudad de New Haven, Connecticut. Después de ocupar su púlpito durante una temporada, fue invitado a establecerse con ellos como su pastor. Aceptó la invitación y el 5 de enero de 1769 fue ordenado al cargo pastoral de esa iglesia y sociedad, donde continuó hasta el 19 de mayo de 1795.
Relacionado con este evento se conoce un incidente de interés ilustrativo de la época en que ocurrió y del pastor electo. Llegó el día de la ordenación, se fijaron las horas de sus servicios públicos y el consejo se reunió para el examen del candidato, que normalmente era un trabajo breve y algo formal. Pero, a medida que avanzaba el interrogatorio del Sr. Edwards, se interesaron y beneficiaron tanto al escuchar sus respuestas tan prontas, pertinentes e instructivas, que sintieron el deber de continuar con las preguntas mucho después de la hora señalada para la asamblea en la iglesia.
En consecuencia, aplazaron la ordenación. Aquello mostró el respeto y la deferencia que le dieron a tal hombre, y la influencia práctica del clero sobre el pueblo, pues difirieron el Servicio Divino desde las diez de la mañana hasta bien entrada la tarde o la noche.
Ministrando en circunstancias tumultuosas
Es impresionante el parecido entre las circunstancias del Dr. Jonathan Edwards y las de su padre. Cualquiera pensaría que está leyendo el relato del uno en el otro.
El momento y las circunstancias del acuerdo del Dr. Edwards fueron desfavorables en varios aspectos. La época fue adversa a la prosperidad de la religión. Edwards la llamó la “conmoción religiosa”. Después de la extravagancia de acción y opinión propia del gran resurgimiento de su época, causado por el desenfreno de Davenport y otros lugares, hubo una reacción lamentable y un declive de la piedad vital.
También fue el período de la Revolución. Las guerras y los rumores de guerras eran el tema absorbente. La prolongada excitación, la ansiedad y la alarma llenaron los pensamientos y corazones de todos los hombres, de modo que nadie que conozca la naturaleza del hombre y los métodos en los que Dios normalmente dispensa su gracia, podría esperar que la religión fuera próspera.
Como consecuencia de la destitución de su expastor (el Rev. Sr. Bird), la iglesia a la que ministraba se había dividido algún tiempo antes, en circunstancias no muy agradables, de la primera comunidad eclesiástica de la ciudad. El acuerdo del Sr. Edwards, según los Discursos históricos del Rev. Leonard Bacon:
…en lugar de poner fin a las disputas previamente existentes, dio lugar a una nueva división. Una minoría muy considerable protestó contra su ordenación; pero sus objeciones fueron anuladas por el Consejo, esperando que los grandes talentos del pastor unieran a la congregación. Sin embargo, en vez de disminuir, la oposición aumentó y, aproximadamente dos años después de la ordenación del Dr. Edwards, se formó otra iglesia por división de la suya.
Una gran causa de esta oposición y secesión fue que muchos en la sociedad eran firmes defensores de lo que se conocía como “el pacto de medio camino”, mientras que el Dr. Edwards se oponía decidida y firmemente a ello. En el momento de su establecimiento como pastor, a sugerencia suya, la iglesia votó “que los requisitos para el bautismo y para presentar niños para el bautismo son y serán con esta iglesia, los mismos que los requisitos para la comunión plena”.
Un memorando hecho en ese momento nos informa que, como consecuencia de esta acción,
una forma de pacto que antes solía pertenecer a personas que traían a sus hijos para el bautismo, y que contenía una promesa de cierta moralidad externa, pero estuvo muy lejos del pacto de gracia, fue dejada de lado. En este voto, y en la predicación de su pastor, varios miembros de la iglesia se han sentido tan insatisfechos, que desde entonces se han ausentado de nuestra comunión y culto, y han enviado la solicitud de que sean despedidos como es la regla y sean recomendados a las iglesias en general.
La iglesia, certificando los hechos como están, declara que no puede aprobar la conducta de estas personas, tampoco puede considerarla regular o propicia para el buen orden y el bienestar de las congregaciones. También declara que no tiene nada más que alegar contra los miembros antes mencionados y que, en cuanto a cualquier otra ofensa, por lo que se sabe, queda solucionada. Siendo este el estado de cosas, a petición propia, y con este certificado de hechos, son destituidos de esta comunidad”.
La fuente de tales dificultades, sin embargo, pronto se extinguió, y durante años el Sr. Edwards continuó su labor con incansable diligencia y mucho éxito.
Después de un tiempo, sin embargo, y durante varios años antes de su destitución, había surgido en la comunidad un malestar por otra causa. Varios miembros de la iglesia, de considerable influencia, habían adoptado ciertos principios (considerados liberales por sí mismos, pero ahora se sabe que eran de la escuela del Dr. Priestley) sobre algunas de las doctrinas más importantes de la religión. Estos puntos de vista eran muy diferentes a los del Dr. Edwards y de la congregación en el momento de su ordenación, también diferían mucho de los que habían profesado las mismas personas que mantenían su pacto original con la comunidad.
Esta diversidad de opiniones fue, sin duda, la principal causa de la separación entre él y sus feligreses, aunque también influyeron otras de menor envergadura que se derivaron de esta. Sin embargo, la razón aparente asignada por la sociedad fue que no pudieron mantener a su ministro. En consecuencia, fue destituido por un consejo eclesiástico, a petición mutua tanto de la sociedad como de él mismo. Sin embargo, todas las partes –la iglesia, la sociedad y el concilio– se unieron en los más amplios testimonios de su fidelidad y sus habilidades. Los dejó después de estar allí más de veinticinco años y, en su discurso de despedida, los recomendó sincera y tiernamente “a Dios y a la palabra de su gracia”.
[Puedes leer: Así predicó Jonathan Edwards (padre) su sermón más famoso e influyente]
Presidente de la Union College
En enero del año siguiente (1796), se estableció nuevamente en Colebrook, Connecticut, donde continuó predicando a un pueblo muy afectuoso y unido, hasta que fue llamado a la presidencia de la Union College. Sus numerosos deberes parroquiales, llamados y servicios públicos, y su estrecha solicitud para estudiar en New Haven, habían perjudicado mucho su salud y hacían que la relajación y el descanso fueran indispensables para él.
En Colebrook, sus labores eran menos arduas y su residencia resultaba sumamente agradable por la ininterrumpida armonía y el afecto que subsistía entre él y la gente. Como consecuencia de ambos, su salud se afianzó más firmemente de lo que había estado durante años. Como de costumbre, dedicó su tiempo a sus estudios favoritos, a una correspondencia un tanto extensa que había mantenido durante mucho tiempo con eruditos tanto en Estados Unidos como en Europa, y a sus deberes ministeriales.
Su recreación fue la superintendencia de una pequeña finca. Allí esperaba y tenía la intención de pasar el resto de sus días, pero un llamado inesperado de la Providencia interrumpió sus planes, y lo condujo lejos de su morada favorita hacia nuevos escenarios de deber y utilidad.
En mayo de 1799, fue elegido presidente de la Union College, en Schenectady, New York. Esta institución, para entonces recién fundada, había sido ampliamente dotada de fondos por la Legislatura del Estado. John Blair Smith, quien había sido llamado a su presidencia y la había aceptado con la esperanza de beneficiar su salud, habiendo descubierto que esa expectativa era vana, ahora estaba a punto de regresar a su anterior cargo en Filadelfia.
Al buscar a alguien a quien recomendar a los fideicomisarios como su sucesor, se fijó en el Dr. Edwards, de quien el Dr. Yates dijo:
…sus extensas lecturas e investigaciones de la verdad, sus estudios críticos y su mente comprensiva, le dieron una posición prominente entre los primeros teólogos en la ciencia de la teología. Tal eminencia no podía escapar a la atención del presidente Smith, quien estaba a punto de renunciar a su cargo y también estaba buscando un caballero a quien recomendar como sucesor.
El reverendo Dr. Theodorick Romeyn, que había sido compañero de clase del Dr. Edwards en Princeton, y tenía un gran respeto por él como erudito y como divinista, pronunció y calurosamente defendió su llamado de acuerdo con la recomendación del Dr. Smith. Éste se hizo con gran unanimidad y grandes expectativas.
Cuando se le dio a conocer la convocatoria al Dr. Edwards, la recibió con no poca perplejidad. Dudaba del desempeño de su deber, de la conveniencia de aceptarla y de dejar a su pueblo. El asunto fue remitido a un concilio eclesiástico, que, después de mucho deliberar y orar, lo destituyó de su cargo pastoral, aunque con un profundo pesar de su cálido pueblo.
Tanto estudiantes como ciudadanos celebraron su aceptación de la presidencia y su llegada a Schenectady, en julio de 1799, con inusuales expresiones de alegría. Entró en su nuevo cargo con un profundo sentido de responsabilidad, una visión clara y comprensiva de la naturaleza y el alcance de sus deberes, y fervientes deseos de ser fiel a ambos. Su discurso inaugural sobre la “Necesidad y ventajas de la educación” estaba lleno de pensamientos sólidos y admirables. Sus puntos de vista de los “estudios clásicos”, de la “proporción de carácter intelectual” y de “los aspectos de la educación colegiada en la educación popular” fueron excelentes y justos.
Con base en el principio de que “la educación es un trabajo arduo”, se entregó con incansable diligencia a la instrucción de los estudiantes, y a todo lo que se refería a la prosperidad y bienestar de este seminario de aprendizaje recién iniciado. Predicó ocasionalmente en lugares desamparados y cuando sus servicios eran solicitados.
Sin embargo, su presidencia fue corta. En julio de 1801, después de mucha fatiga por la predicación y sus otras labores, le sobrevino una fiebre intermitente que entonces prevalecía en el lugar. Al principio no parecía haber peligro en el ataque, pero unos ocho días antes de su muerte aparecieron síntomas nerviosos que pronto le privaron del habla, a intervalos de la razón y finalmente de la vida el 1 de agosto de 1801.
Los efectos de su enfermedad fueron tan fuertes que le impidieron expresar sus sentimientos ante la perspectiva cercana de la eternidad, pero desde el inicio se mostró lleno de serenidad y paz, y expresó su más completa y alegre resignación a la voluntad de Dios. De lo poco que brotaba ocasionalmente de sus labios, era fácil reconocer el tema principal de sus pensamientos: la gran carga de su alma, la eternidad, la sangre de Cristo, la sumisión a la voluntad de Dios. Solo unos pocos días antes de su muerte dijo:
De mis sentimientos incómodos en esta fiebre ardiente durante la última noche, mi mente ha sido llevada a reflexionar sobre las miserias de esas almas que están condenadas para siempre al fuego devorador y las quemaduras eternas: si me siento tan inquieto bajo esta enfermedad del cuerpo, ¡cuáles deben ser sus sufrimientos!
Al insinuársele que, sin duda, disfrutaba de los apoyos de esa religión que había amado y profesado durante mucho tiempo, él replicó: “sí, la sangre de Cristo es mi único motivo de esperanza”. En otro momento, con la resignación representada en su rostro y con una voz casi perdida en la muerte, dijo: “nos conviene someternos alegremente a la voluntad de Dios. Él es sabio y bondadoso. Él ordena todo lo mejor”.
Tal fue el final de este gran hombre. Su paz se hizo con Dios por medio de Jesucristo, y cuando su Padre celestial lo llamó a casa, no tuvo nada que hacer más que obedecer alegremente el llamado. Él había hecho del gran negocio de la vida prepararse para el mundo futuro; y entonces, cuando llegó el Rey de los Terrores, se durmió en Jesús, para despertar a la visión plena, despejada y gloriosa de Dios. Al respecto, el Dr. Yates dijo:
Murió en el goce de la alta estima y el gran respeto de la gente en general, no solo en Schenectady y las ciudades vecinas, sino en toda la extensión de su conocimiento. Tenía la confianza y el afecto de los eruditos, y la más cálida amistad de aquellos que eran admitidos en las mayores intimidades de amigos y consejeros. Su pérdida se sintió gravemente en la ciudad de Schenectady y ello sembró el pesimismo sobre la institución que había estado bajo su cuidado.
El período de sus labores fue breve y apenas le ofreció la oportunidad de asumir los deberes de su cargo y de demostrar sus capacidades para la vocación que había aceptado emprender. Sin embargo, se evidenció lo suficiente de su carácter intelectual y religioso, de su capacidad para enseñar y presidir los intereses del colegio, para complacer a los fideicomisarios con pruebas razonables de su feliz selección y para prometer a sus alumnos las más valiosas oportunidades de obtener una robusta y sólida experiencia.
Sus restos fueron enterrados en el patio de la iglesia escocesa presbiteriana en Schenectady. Su funeral, de acuerdo con su propio deseo, se llevó a cabo de forma decente pero con poco desfile y gasto, y el dinero que habría sido requerido por la costumbre de entonces, fue dado a los pobres.
La vida familiar de Jonathan Edwards Jr.
Un año después de que el Dr. Edwards se estableciera en New Haven, se casó con la señorita Mary Porter, hija de Eleazar y Sarah Porter de Hadley, Massachusetts. Era una dama digna en todos los sentidos, de su más alta confianza y amistad, y de su más cálido afecto. Con ella tuvo cuatro hijos, tres de los cuales le sobrevivieron.
La Sra. Edwards se ahogó en junio de 1782. Estaba con su esposo en un carro tirado por caballos a varias millas de su casa. Él la dejó para dar instrucciones a algunos trabajadores suyos a poca distancia y ella siguió cabalgando hacia adelante sola y con la intención de volver a llamarlo. Al regresar, dejó que el caballo bebiera agua en un abrevadero al lado del camino, a la orilla de un río. Éste, yendo hacia las aguas profundas, de repente tiró la carroza por un precipicio empinado.
La Sra. Edwards fue arrojada fuera del carruaje y permaneció bajo el agua más de una hora antes de ser descubierta. Se hizo todo lo posible por resucitarla, pero no hubo éxito. Ella fue totalmente amada en vida, y todos sus conocidos lamentaron su muerte. La segunda esposa del Dr. Edwards fue la señorita Mercy Sabin, hija del señor Hezekiah y la señora Mercy Sabin de New Haven, con quien se casó el 18 de diciembre de 1783. Ella le sobrevivió varios años.
En las relaciones privadas y domésticas de la vida, Edwards fue fiel y ejemplar. Como hijo, fue digno de sus padres. Como hermano, mereció y recibió gran respeto y afecto cálido. Como esposo y padre, fue muy amable, fiel y cariñoso. Quería mucho a sus hijos, era estricto en su vigilancia y diligente al instruirlos, muy atento a sus modales y cuidadoso de corregir sus errores antes de que se convirtieran en hábitos confirmados.
De hecho, rara vez recurría a castigos corporales. Más bien señalaba las peligrosas consecuencias de sus errores de una manera que no podía dejar de convencerlos de que estaba buscando su bien. No lo hacía simplemente con el objetivo de establecer su propia autoridad. Por precepto y ejemplo, y a través de la fuerte e incesante influencia de una religión familiar constante, se esforzó por preparar a su familia para el cielo, para “atraer a mundos más brillantes y liderar el camino”.
Características personales del Dr. Jonathan Edwards
En persona, el Dr. Edwards era delgado, erguido y algo por encima de la estatura normal. Su tez era bastante oscura; sus rasgos audaces y prominentes; su cabello negro azabache; su mirada aguda, penetrante e inteligente en un grado notable. Un individuo lo recordó así: “parecía que lo miraba a uno de cabo a rabo, como si pudiera leer absolutamente sus pensamientos”. Otro, “que después de que lo vio por primera vez, su calma y una mirada intensamente penetrante lo persiguió durante semanas”.
Su expresión era usualmente pensativa y seria; su semblante y apariencia despertaban el mayor respeto de todos. Por naturaleza, tenía una constitución firme, pero la aplicación habitual y cercana al estudio hizo que su cuerpo fuera menos robusto que su mente, la cual se volvía cada vez más vigorosa mediante la disciplina y el esfuerzo constantes. Era templado en su dieta, regular y sistemático en todos sus hábitos, y sus apetitos y pasiones, que eran naturalmente muy fuertes, se mantenían en perfecta sujeción.
Aunque era muy sensible a las heridas, nunca se permitió el resentimiento y siempre estuvo dispuesto a perdonar. Era extremadamente exacto en todas sus transacciones comerciales; discreto en su trato con la humanidad; puntual en el cumplimiento de sus promesas y prudente. En la prosperidad era poco eufórico, y en la adversidad no se abatía mucho; era deliberado en la elaboración de planes de conducta, pronto para ejecutarlos, y decidido e incansable en superar todos los obstáculos hasta su realización.
De niño era singularmente afectuoso, obediente y concienzudo; y el mismo espíritu fue discernible en toda su vida posterior. Criado en medio de la alta inteligencia, el refinamiento y la piedad de la casa de su padre, estuvo rodeado de ventajas inusuales en estos y en todos los aspectos. Además, parece haberse esforzado fielmente por mejorarlas.
Desde su juventud, fue notablemente inteligente y le gustaba adquirir conocimientos. Sus poderes para conversar eran grandiosos. A veces parecía poco sociable y reservado debido a los hábitos de estudio minucioso y profunda reflexión, pero cuando estaba animado por un tema o elegía esforzarse, resultaba un compañero muy interesante e instructivo.
El Rev. Dr. Spring, de Newburyport, que lo conocía bien, dijo: “En un debate conversacional era, decididamente y sin excepción, el hombre más capaz y abrumador que he conocido”. Su habilidad y éxito respecto a esto se debía a que hacía que su oponente definiera uniformemente sus términos, y luego cumpliera con sus propias definiciones. Así, de manera uniforme, evitaba o terminaba rápidamente con muchas discusiones largas. Nadie sabía mejor cómo hacer una pregunta, mediante la cual revocaba un argumento o finalizaba un debate. En la narración, se adhirió exactamente a la verdad, sin la menor exageración.
La vida de piedad del Dr. Edwards
De su diario se desprende que desde muy temprano decidió constantemente luchar contra el pecado y la tentación, vivir de una manera que se convirtiera en su santa profesión, y dedicarse por completo al servicio de Dios. Por naturaleza, tenía un carácter ardiente e irritable; siendo consciente de esta propensión, formó muy pronto la resolución de velar y resistir. Lo hizo fielmente y el resultado de su vigilancia, firmeza y oración fue que adquirió un dominio inusual sobre sus pasiones y sentimientos, para pasar por algunas de las circunstancias más difíciles con paciencia y ecuanimidad poco comunes.
Como Pablo, sabía lo que era ser humillado y qué era la abundancia; en la prosperidad y la adversidad fue el mismo. Su fortaleza bajo las pruebas fue grande: no se basaba en la insensibilidad e indiferencia del estoico, sino en el reconocimiento constante de la providencia de Dios, en el hábito de la confianza y en la sumisa e inquebrantable confianza en Él.
Fue diligentemente fiel a los deberes más privados de la religión, a su estantería de libros y a la Palabra de la Verdad Divina. Esta última la estudió como si buscara tesoros escondidos. Lo hizo en sus lenguas originales, laboriosamente y con oración. De hecho, la convirtió en su consejero y la guía de su vida, y el bendito resultado fue que su camino brilló cada vez más y más hacia el día perfecto.
Su conducta y conversación estuvieron marcadas por una reverencia sagrada por Dios, Su verdad y todas Sus instituciones. En ambos, se mostró con gracia y seriedad, evitando hasta el más mínimo grado de frivolidad e insignificancia, y desestimándolo en los demás. Era serio, pero al mismo tiempo afable y alegre. Su religión no tenía nada de esa austeridad o tristeza que a veces no es adecuada para una relación aceptable y provechosa con el mundo. Su carácter cristiano estuvo marcado por la humildad y la sencillez.
El lenguaje de la pasión o la calumnia nunca salió de sus labios y nunca fue pronunciado en su presencia irreprochable. Su conversación fue generalmente sobre algún tema de religión, alguna cuestión dudosa de teología o algún tema de ciencia. Con los miembros de su familia y consigo mismo habló frecuentemente de su muerte y del estado futuro. Con los pobres y los desafortunados, siempre fue amable, benevolente y caritativo, de una forma real aunque no ostentosa.
Su simpatía por los afligidos y los que sufrían era fuerte y, en ocasiones, profundamente emocionada. En Schenectady había muchos africanos, esclavos y hombres libres. En un tiempo de comunión, en la iglesia pastoreada por Edwards, ellos fueron a la mesa del Señor después de los otros miembros. Él, que estaba a favor de la raza de color, lo sintió mucho por ellos, y sus sentimientos solo encontraron alivio en sus lágrimas.
Su experiencia cristiana fue profunda, clara y evangélica, y su consistencia uniforme, como siervo de Cristo, de tal manera que inspiraba el mayor respeto y confianza. De hecho, su luz brilló. Su ejemplo fue saludable en todas las cosas; su influencia para el bien se sintió profunda e incesantemente por todos lados, hasta el final de su vida.
En el círculo de la Union College, encontró algunas costumbres que no solo eran nuevas, sino que pensaba que estaban equivocadas. Expresó su opinión con gran amabilidad y prudencia cuando la ocasión lo requería, pero con decisión, sin vacilaciones. Por el bienestar de la comunidad que lo rodeaba, sentía una gran solicitud y de diversas maneras estaba siempre activo para ser útil a todos.
El estudio riguroso y el intelecto del Dr. Edwards
Tenía la costumbre de levantarse muy temprano, generalmente a las cuatro, para comenzar sus estudios, y de retirarse bastante temprano en la noche. Sus primeras y últimas horas del día las dedicaba siempre a la comunión con su propia alma y con Dios. No desperdiciaba tiempo en la ociosidad, sino que mejoraba en el estudio cada momento que no era necesario para algún deber o negocio necesario. Continuó con estos hábitos con gran uniformidad a lo largo de la vida.
Diligente, paciente y minuciosamente estudió a profundidad diferentes temas. Le gustaba mucho la investigación y buscaba honestamente la verdad, tanto por sí misma como para poder ampliarla. En pensamiento exacto, paciente, vigoroso e independiente, era casi un modelo. “En este sentido”, dijo alguien, “además de en su carácter de teólogo, no era ni un ápice inferior a su padre; tenía toda su perspicacia y más que su literatura”.
Caminar, montar a caballo, conversar y leer eran las únicas diversiones que se permitía. Se esforzaba en la medida de lo posible para que su negocio le sirviera de esparcimiento del estudio. El autor de un antiguo bosquejo biográfico dijo: “Dotado por la naturaleza con fuertes facultades mentales, las había cultivado y mejorado mediante el ejercicio y el estudio constantes. No tenía brillantez de ingenio ni rapidez en las réplicas, pero sí una mente clara, discriminatoria, adaptada a la investigación, profunda y paciente, y de recursos casi inexhaustible.
Sus concepciones de las cosas eran sólidas. Consideró y estudió todos los temas a los que dirigía su atención en todas sus relaciones y orientaciones, examinándolos por todos lados y analizándolos en todas las divisiones posibles, hasta que se convertía completamente en maestro de un asunto. Como metafísico, era profundamente experto en la filosofía de la mente humana. Como lógico y razonador, las premisas que asumía eran siempre claras y, en general, evidentes por sí mismas, y sus conclusiones irresistibles. Cada objeción fue anticipada, justamente enunciada y plenamente reunida, de modo que la fortaleza que defendía era inexpugnable.
Fue cauteloso en admitir las premisas de sus oponentes, y agudo en detectar sus sofismas; era un campeón con el que pocos podían competir. Como no luchaba por la victoria sino por la verdad, estaba siempre dispuesto a seguir adonde la verdad le condujera, a detectar los errores que pudiera haber en su propio razonamiento y a abandonar la conclusión, a menos que pudiera apoyarse en otros argumentos sustanciales”.
El intelecto del Dr. Edwards se caracterizó por una gran fuerza, claridad y penetración. El Dr. Yates dijo:
Se distinguió por una discriminación precisa y una gran comprensión. Esto fue tan entendido y reconocido en el círculo de su relación literaria y especialmente teológica, que cuando había estudiado un tema y profesado comprenderlo, su exposición era leída con entusiasmo, más con el deseo de conocer y recibir su opinión que de cuestionar, o incluso examinar con sospecha su corrección.
Tenía una fuerte predilección por la filosofía de la mente, y por la metafísica en general. Esta rama de la educación en la Union College pertenecía al departamento del presidente, y aunque solo tenía una segunda clase para la instrucción, las notas críticas que había tomado y dado a sus alumnos, y sus observaciones durante la recitación, proporcionaron ricos tesoros de conocimiento. Estas fueron altamente estimadas por los estudiantes por la ayuda y el aliento que brindaron; y aunque necesariamente imperfectas, porque se hicieron solo ocasionalmente y en partes separadas de la ciencia, se conservaron debido a su valor.
La ciencia de las matemáticas parecía adecuarse peculiarmente a su gusto. No se sabe si por el bien de la disciplina mental se había entregado a su estudio, pero su familiaridad con ellas y su mente bien disciplinada hacen probable que así fuera. En las lenguas latina, griega y hebrea, fue más un erudito crítico y capaz que un hombre de gusto y refinamiento. Su conocimiento de estos fue más bien el resultado de un esfuerzo intelectual, que de esa lectura que es impulsada por una apreciada afición por la buena escritura.
Estaba preparado para la investigación de la verdad y para el pensamiento, más que para la complacencia de la imaginación. Como presidente del colegio, su atención se dirigió al curso de la educación con gran solicitud, para que su plan fuera minucioso y justo en su conducta. Sobre este principio, insistió en que las obras de un autor sobre cualquier tema debían leerse íntegramente si era posible, y que todos los exámenes debían realizarse de manera que se mostrara justamente la competencia o el nivel académico del erudito.
La inteligencia, la extensión de su conocimiento, el aumento de su utilidad y, por lo tanto, de la felicidad para él mismo y para los demás, parecía influir en cada esfuerzo que hacía, tanto mental como físico. Laboriosa y exitosamente se había convertido en erudito con fines de la más alta utilidad.
En la dirección de la universidad, sus requisitos eran razonables y su disciplina era suave, afectuosa y paternal. Tal carácter en el gobierno algunos casi no lo esperaban de él, ya que, para los extraños, había una aparente austeridad y reserva en sus modales, derivada del retiro del estudio y los hábitos de pensamiento atento. Pero en sus relaciones con sus amigos, aunque era estricto y rápido en sus deberes y siempre actuaba con decisión, era apacible y afectuoso. El mismo espíritu caracterizó su gobierno del colegio; y como consecuencia, sus alumnos, como una familia bien organizada bajo una disciplina amable y fiel, le tenían cariño y respeto.
El Dr. Edwards como pastor, expositor y escritor
Como pastor, visitaba muy poco, excepto a los enfermos y pobres de su rebaño, y a los que podían enviarlo a buscar. Para estos, sus visitas fueron de lo más aceptables y útiles. Como predicador, su discurso fue muy rápido, pero perfectamente claro y distinto. Su manera era audaz, digna, solemne, seria, siempre impresionante, y cuando estaba despierto, poderosamente elocuente.
La mayoría de sus sermones fueron predicados de notas breves, que en gran parte fueron preparadas en los primeros años de su ministerio o para ocasiones públicas y especiales. Eran sencillas, directas, peculiarmente apropiadas a las circunstancias de su pueblo. Como su mirada clara y escrutadora se fijó en las diversas partes de su audiencia, sus presentaciones siempre fueron escuchadas con profunda atención. Se dirigió más al entendimiento y la conciencia que a las pasiones; y, sin embargo, todos los que lo escucharon reconocen que, a su modo, rara vez o nunca sobresalió.
En cuanto a los temas teológicos, se detuvo en gran medida en las doctrinas de la gracia, las grandes verdades del evangelio, y su relación con el corazón y la vida. El deber siempre se basó en la doctrina, y la doctrina siempre la aplicó al deber. Una gran proporción de sus sermones trata sobre la depravación total del corazón humano, la justificación por la fe, la regeneración por el Espíritu Santo y temas afines. Muchos de ellos tratan sobre los puntos controvertidos del sistema cristiano y sobre las cuestiones y objeciones del deísmo; y sobre estos, como en varios de sus trabajos publicados, sus razonamientos son fuertes, originales, concluyentes, estrechamente confinados al tema y, a menudo, casi tan rígidos en sus demostraciones como las matemáticas puras.
Tanto en su predicación, como en sus conversaciones y escritos, se destacó por expresar siempre con precisión lo que pretendía y deseaba. Sus servicios como predicador fueron tan apreciados que probablemente ningún hombre de su época fue llamado más en ocasiones públicas que él. Pero lejos de aspirar a exhibirse en esos momentos, su gran objetivo, como en todo su ministerio, fue hacer el bien. Un corresponsal escribió:
…una vez que el Dr. Edwards iba a predicar era la noche del inicio del año en la Universidad de Yale, todos esperaban una profunda discusión metafísica. Les dio, sin embargo, un discurso práctico muy sencillo y excelente; evidenciando así su buen sentido en no fatigar a una audiencia ya agotada por los ejercicios de graduación, y también su piedad en el verdadero espíritu de su oficio al predicar un mensaje sencillo a una audiencia que esperaba una discusión profunda del primer teólogo en América.
Muchos de sus sermones predicados durante la Revolución muestran el interés inteligente y cálido que él, al igual que el gran cuerpo de ministros de Nueva Inglaterra, sentía por el bienestar de su país y por su éxito en esa lucha agitada. En los últimos períodos de su ministerio y, especialmente después de que dejó New Haven, su predicación se volvió menos metafísica y argumentativa, y más experimental y tierna.
Como una de varias ilustraciones de esto, poco después de ir a Schenectady fue escuchado por una dama muy inteligente y piadosa con una experiencia mucho más que ordinaria como cristiana. Al regresar a casa, le comentó a un amigo: “Bueno, he estado para escuchar al gran Dr. Edwards predicar, y esperaba escuchar algo muy profundo, y no poco que no pudiera entender; pero él predicó sobre mi propia experiencia tan claramente, y con una sencillez tan infantil, que se trataba simplemente del mismo idioma de Canaán”.
El Dr. Yates dijo:
Los puntos de vista de la verdad sostenidos por el Dr. Edwards fueron estrictamente calvinistas y, según los sostenía, eran preeminentes por sus principios correctos, extensos y bien digeridos, y por su rigor y coherencia. En su predicación, como en su conversación, su exhibición de la verdad estaba desprovista de adornos. Obviamente, no buscaba nada más que la verdad misma sin disfraz, y la presentaba a las mentes de los demás con luminosidad y gran sencillez.
Aunque siempre consideró las opiniones de sus semejantes con el debido respeto, sin embargo, investigó por sí mismo y no cedió en última instancia e implícitamente a nadie más que al Padre de los espíritus, hablando en su Palabra Escrita. En sus opiniones tenía una gran decisión y firmeza, porque fueron deliberadamente formadas luego de pacientes y minuciosas investigaciones.
La inquebrantable tenacidad con la que él sostuvo y defendió lo que en su opinión era la verdad revelada, pudo haber dejado la impresión de obstinación en las mentes de los erróneos jueces superficiales. Los hombres sinceros y observadores siempre descubrirían en sus escritos motivo suficiente para una firmeza inquebrantable; así de claras, comprensivas e incontestables eran sus exhibiciones de verdad. En teología, como en todo lo demás que se comprometió a hacer, Jonathan lo hizo a fondo y con perspicacia.
Un escritor del American Review and Literary Journal de 1801 dijo sobre él:
Pocos hombres estaban más preparados o dispuestos a ser útiles que el Dr. Edwards. Dotado de una mente activa y penetrante, consagró sus poderes a la promoción de la felicidad humana. Y al hacer una retrospectiva de su carácter y comportamiento, es difícil decir si se distinguió más por sus talentos, su saber, su piedad o esa modestia sin pretensiones que no siempre es concomitante de genio y erudición. En su púlpito y en sus presentaciones nunca dejó de descubrir ese buen sentido, la agudeza y la piedad no afectada que interesan e instruyen a la clase más ilustrada de oyentes.
Mientras fue ministro en Connecticut, supervisó los estudios teológicos de varios jóvenes. Fueron instruidos y guiados minuciosamente por un sistema de verdad, claro y bien digerido. Algunos alcanzaron después el más alto nivel en el servicio de su Maestro, y por todos ellos el Dr. Edwards siempre fue considerado y mencionado con el mayor respeto y afecto. También merecía y poseía la estima y el afecto de un extenso y conocido ministerio literario, que lo consideraba, bajo Dios, como uno de los pilares más firmes y más sólidos defensores de la iglesia en días de decadencia e infidelidad, y como uno de los más importantes y de los más capaces expositores de la verdad evangélica.
Las obras del Dr. Edwards
Los textos que fueron escritos por Jonathan Edwards Jr. y que se publicaron en su vida son los siguientes:
1. The Salvation of All Men Strictly Examined [La salvación de todos los hombres estrictamente examinada]. Este trabajo fue en respuesta al Dr. Chauncy. Un distinguido teólogo vivo ha señalado a menudo “que es una respuesta perfecta al universalismo, como fue, es o será”. Otro lo ha llamado “el gran almacén de argumentos para todos los que han escrito sobre este tema desde entonces”. De esta obra y de la siguiente mencionada, un escritor de la American Review dice: “Ambos harán un honor duradero a la memoria del Dr. Edwards, como divino y como filósofo”. Se publicó por primera vez en 1789.
2. A Dissertation on Liberty and Necessity [Una disertación sobre libertad y necesidad], en respuesta al Rev. Dr. Samuel West. Está dividida en ocho capítulos. Fue escrita y publicada mientras estaba en Colebrook.
De esta obra, alguien cuenta la siguiente anécdota: después de la publicación de su trabajo, el Dr. West a menudo comentaba, algo jactanciosamente, que nadie lo había respondido. Poco después de que apareciera el trabajo del Dr. Edwards, el Dr. West estaba en una reunión de ministros, cuando uno de ellos le dijo: “Bueno, lo felicito”. “¿Me felicita?” dijo el Dr. West, “¿por qué?” “Vaya, le felicito porque por fin ha recibido una respuesta a su libro; y le doy el pésame porque es una respuesta que no puede ser respondida”.
Un hábil escritor de la New York Theological Magazine, comentó:
Desde la alta reputación del Dr. Edwards, como un estudiante infatigable y un razonador cercano sobre temas de naturaleza abstrusa y metafísica, me vi inducido a entrar en la lectura de este libro con una avidez poco común. Mi curiosidad se intensificó por las frecuentes insinuaciones que había recibido, que las actuaciones del Dr. West fueron vistas por sus amigos como una reivindicación incontestable del esquema arminiano de autodeterminación y contingencia, en oposición al esquema de la necesidad moral sostenida por el presidente Edwards.
La lectura terminó sin la menor decepción. Pocas producciones, creo, en temas de esta naturaleza, contienen en un compás tan pequeño, más instrucción o materia menos superflua. Las distinciones que se hacen son claras y los argumentos, convincentes. Me parece que no solo los trabajos externos, sino el fuerte dominio del Dr. West está completamente demolido.
3. Observations on the Language of the Muhhekaneew Indians [Observaciones sobre el idioma de los indios Muhhekaneew]. Se comunicó a la Sociedad de Artes y Ciencias de Connecticut y se publicó por primera vez a petición suya en 1788. Desde entonces, se ha vuelto a publicar varias veces, tanto en EE.UU. como en Europa. De este tratado, el Hble. John Pickering, que editó una de las ediciones, comentó lo siguiente:
La obra es desde hace algún tiempo muy conocida en Europa, donde sin duda ha contribuido a la difusión de ideas más justas que las que antes prevalecieron, respetando la estructura de los idiomas indios, y ha servido para corregir algunos de los errores en los que habían sido inducidos los eruditos al depositar una confianza demasiado implícita en los relatos de viajeros apresurados e intérpretes torpes.
En el Mitrídates, ese monumento inmortal de la investigación filológica, el profesor Vater se refiere a él para la información que ha dado sobre el idioma mohegan, y ha publicado grandes extractos de él. Para una perfecta familiaridad con el dialecto Muhhekaneew, el Dr. Edwards unió un acervo de aprendizaje gramatical y de otro tipo, que lo calificó bien para la tarea de reducir un lenguaje no escrito a las reglas de la gramática.
4. A Brief Enquiry Concerning the Doctrine of Universal Salvation [Breves comentarios sobre la doctrina de la salvación universal]. Se publicó por primera vez en New Haven y se supone que hacía referencia a las declaraciones públicas de un célebre predicador del universalismo que estaba entonces en el lugar y con quien el Dr. Edwards había mantenido una discusión pública.
5. Varios sermones ocasionales; entre los cuales se encuentran los sermones muy hábiles sobre la expiación, de los que quizás se puede decir que sentaron las bases de las opiniones sobre ese tema, ahora generalmente sostenidas por los teólogos evangélicos de Nueva Inglaterra.
6. Un gran número de artículos en la New York Theological Magazine, sobre las firmas I, O, IOTA, EPSILON.
7. Editó, a partir del manuscrito de su padre, A history of the work of redemption [Historia de la obra de la redención], más dos volúmenes de sermones y dos volúmenes de Observaciones sobre importantes temas teológicos. También escribió una declaración de lo que consideró las “mejoras en teología, hechas por el presidente Edwards, y los que han seguido su curso de pensamiento”.
El Dr. Jonathan Edwards tuvo un solo hijo, Jonathan Walter Edwards, a quien tuvo con su primera esposa Mary (Porter) Edwards. Walter nació el 5 de enero de 1772, 10 años antes que su madre trágicamente falleciera el 10 de enero de 1782. Ese Jonathan Walter Edwards se graduó de Yale en 1789 y se distinguió por su alto nivel académico.
Después de graduarse, Walter Edwards permaneció en Yale como tutor durante dos años. Luego asistió a la Facultad de Derecho de Litchfield y luego se mudó a Hartford, Connecticut, para ejercer la abogacía. Se enfermó, pero siguió trabajando como abogado. Se casó con Elizabeth ‘Betsey’ Tryon, la hija del Capitán Moses y Mercy Turner Tryon. Tuvieron seis hijos y cuatro hijas; de sus hijos varones, dos fueron ministros, el Rev. John Erskine Edwards y el Rev. Tryon Ed wards. Este último escribió las memorias sobre su abuelo Jonathan Edwards hijo −plasmadas arriba−, y es el mismo reverendo que hemos citado a través de todo este tratado. Tryon fue un prolijo escritor, bastante conocido hasta hoy.
[¿Qué legado le dejarás al mundo a través de tus generaciones?]
*Los datos de esta biografía han sido tomados de “The Works of Jonathan Edwards D. D.” Vol. I. Pp. Xii – lx. Por Tryon Edwards.
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