La historia del pensamiento cristiano es, en gran medida, una historia de sus crisis. Periódicamente surgen tensiones que obligan a cada generación a reexaminar y reafirmar la esencia de su fe. Los debates contemporáneos sobre la autoridad de las Escrituras, la naturaleza de la misión de la Iglesia y la relación del cristianismo con la cultura circundante no son fenómenos exclusivos del siglo XXI. De hecho, encuentran un poderoso precedente en una de las controversias teológicas más determinantes de la era moderna: el conflicto fundamentalista-modernista que sacudió al protestantismo norteamericano a principios del siglo XX.
Para comprender la anatomía de esta crisis y su profundo y duradero legado, es necesario viajar a una época de optimismo y agitación. Los años 20 y 30 en Estados Unidos fueron un período de fe inquebrantable en el progreso científico y de profundos cambios culturales. En este escenario, la fe cristiana histórica se enfrentó a un desafío existencial. La historia de un pastor, Charles J. Woodbridge, sirve como un estudio de caso excepcional: es un microcosmos que revela la naturaleza del conflicto, las ideas en juego, el drama humano involucrado y las consecuencias de esta batalla. Analizar su trayectoria no es un mero ejercicio de ir a un anticuario; es diseccionar un patrón de conflicto que se ha repetido y sigue manifestándose en la Iglesia global.
El campo de batalla intelectual: dos “cristianismos” irreconciliables
En su núcleo, la controversia entre el fundamentalismo y el modernismo no fue una disputa sobre asuntos secundarios, sino una colisión entre dos visiones del mundo opuestas que competían por el derecho a definirse como “cristianismo”.
Por un lado, el modernismo teológico, conocido también como teología liberal, se consolidó. Este movimiento no surgió de la nada; fue la culminación de tendencias intelectuales gestadas en Europa desde la Ilustración. Su objetivo era reconciliar el cristianismo con el espíritu de la modernidad, que estaba marcado por el racionalismo, el empirismo científico y una nueva disciplina conocida como la “alta crítica”.
La alta crítica abordaba la Biblia como un mero documento histórico humano, sujeto a errores y contradicciones. Para sus proponentes —muchos de ellos académicos de renombre en las universidades más prestigiosas— los elementos sobrenaturales de la fe (el nacimiento virginal, los milagros de Cristo, Su deidad y, crucialmente, Su resurrección corporal) eran una “cáscara” mitológica que debía ser desechada para preservar el “núcleo” ético y atemporal.

La figura más influyente en la popularización de la teología liberal fue el teólogo e historiador eclesiástico alemán Adolph von Harnack. Su obra ¿Qué es el cristianismo? (1900) tuvo un impacto masivo. Harnack argumentaba que la esencia del mensaje de Jesús se reducía a tres principios universales: la paternidad de Dios, el valor infinito del alma humana y el mandamiento del amor. En esta reinterpretación, Jesús dejaba de ser el objeto de la fe —el Dios-Hombre que muere como sustituto por los pecadores— para convertirse en el modelo supremo de la fe, el maestro que reveló estas verdades morales.

Así pues, el Evangelio ya no era la proclamación de un acto redentor de Dios en la historia, sino un conjunto de buenos consejos para la automejora y el progreso social. Era una visión optimista, intelectualmente sofisticada y culturalmente aceptable, pero implicaba una ruptura radical con el cristianismo histórico.
En el polo opuesto se encontraba la postura ortodoxa, a menudo denominada fundamentalismo en este contexto, un término que originalmente designaba la defensa de los “fundamentos” de la fe. Esta defensa no fue —como a veces se caricaturiza— una reacción antiintelectual o ignorante. Por el contrario, fue liderada por eruditos de talla mundial. El más formidable de ellos fue J. Gresham Machen, profesor de Nuevo Testamento en el Seminario de Princeton.

Con una precisión lógica y una profunda erudición, Machen analizó el modernismo y llegó a una conclusión devastadora, plasmada en su libro Cristianismo y liberalismo (1923). El liberalismo, argumentaba, no era simplemente una versión diferente del cristianismo. Su argumento central era que el cristianismo es una religión basada en eventos históricos (la vida, muerte y resurrección de Jesucristo) que son la base de su doctrina. El liberalismo, en cambio, era una religión de idealismo ético que simplemente tomaba prestada la terminología cristiana.
Por lo tanto, escribió Machen en la que se convertiría en la frase que definiría el conflicto, el liberalismo “no es una herejía ni una aberración del cristianismo, sino una religión completamente diferente”. Para él y los defensores de la ortodoxia, negar la inspiración plenaria de las Escrituras, la deidad de Cristo, Su nacimiento virginal, Su muerte expiatoria y Su resurrección corporal no era “actualizar” la fe, sino abandonarla. Era cambiar el cristianismo por otra religión.

La tensión entre estas dos visiones irreconciliables alcanzó un punto crítico dentro de la Iglesia Presbiteriana de EE. UU. (PCUSA), una de las denominaciones más grandes y respetadas del país. En 1924, casi 1300 de sus ministros firmaron la “Afirmación de Auburn”, un documento que, si bien se presentaba como un llamado a la paz y la tolerancia, en la práctica socavaba los fundamentos confesionales de la Iglesia. Argumentaba que las cinco doctrinas fundamentales no debían ser consideradas pruebas obligatorias para la ordenación ministerial.
Esto representó un cambio oficial de una fidelidad doctrinal estricta a una latitud teológica que abría las puertas al liberalismo. El conflicto ya no era solo teórico; se había convertido en una lucha por el control institucional.
Un pastor en las trincheras: la anatomía de una decisión
En medio de este choque de paradigmas teológicos se encontraba Charles J. Woodbridge. Su historia personal encarna el drama de quienes tuvieron que navegar la crisis no desde la distancia académica, sino desde la vida pastoral y misionera. Habiendo servido como misionero en África y pastoreado iglesias, Woodbridge tenía una perspectiva práctica sobre la importancia de la claridad doctrinal para la salud espiritual del creyente común. Su formación en Princeton bajo la tutela de Machen le proporcionó las herramientas intelectuales para comprender la magnitud de la amenaza.
La crisis llegó a su clímax institucional en 1929. Mediante maniobras políticas, los líderes de tendencia liberal lograron reorganizar el consejo directivo del Seminario de Princeton. El objetivo era diluir su histórica postura confesional y transformarlo en una institución más “inclusiva” y representativa de las diversas corrientes teológicas de la denominación.

Para Machen y otros profesores como Cornelius Van Til y Oswald T. Allis, este acto representaba una traición a la carta fundacional del seminario. Servir en una institución que había comprometido su lealtad a la plena autoridad de las Escrituras se volvió insostenible. En un acto de notable sacrificio profesional, renunciaron a sus prestigiosas posiciones y, con recursos limitados pero una convicción férrea, fundaron ese mismo año el Seminario Teológico de Westminster en Filadelfia. No fue simplemente una reacción, sino un acto constructivo para preservar y propagar una tradición de erudición reformada sin concesiones.
Woodbridge observó estos eventos con creciente alarma. Durante varios años, permaneció dentro de la PCUSA, con la esperanza de que la tendencia pudiera revertirse. Sin embargo, la facción liberal tenía demasiada influencia. Predicar la exclusividad de Cristo para la salvación, la realidad del juicio divino y la necesidad del nuevo nacimiento se estaba convirtiendo en una postura controversial dentro de su propia denominación.

La decisión final se convirtió en una agonía personal y profesional. Permanecer en la denominación ofrecía seguridad, estatus y, de manera muy concreta, una pensión que garantizaría su futuro financiero. Abandonarla significaba un futuro incierto, el estigma de ser considerado un “divisor” y un “extremista”, y la ruptura de lazos ministeriales y personales forjados a lo largo de toda una vida.
Finalmente, con su conciencia cautiva a lo que entendía como la clara enseñanza de la Palabra de Dios, Woodbridge siguió el camino trazado por su mentor. Tomó la dolorosa decisión de separarse de la PCUSA, convencido de que la unidad organizacional a expensas de la verdad del Evangelio es una falsa unidad. Su lealtad última no pertenecía a una institución humana, sino al Rey y Cabeza de la Iglesia, Jesucristo.
Una división con consecuencias duraderas
El cisma no quedó contenido dentro de las fronteras de Estados Unidos. Sus ondas de choque se propagaron, redefiniendo el esfuerzo misionero protestante para las siguientes generaciones. La controversia dio origen a dos modelos de misión fundamentalmente distintos.
El aparato misionero de las denominaciones ahora dominadas por el liberalismo continuó su labor, pero su mensaje y su enfoque se transformaron. El mensaje que exportaban era, en gran medida, el llamado “evangelio social” de Harnack. El énfasis se desplazó de la proclamación de la redención del pecado a la erradicación de los problemas sociales. Se construyeron hospitales, se fundaron escuelas y se implementaron programas de desarrollo agrícola. Estas obras, valiosas en sí mismas, se convirtieron en el fin principal de la misión, no en una consecuencia de la transformación espiritual. Con el tiempo, muchas de estas iniciativas perdieron su identidad cristiana distintiva.

Esta situación forzó a los conservadores a una acción drástica. Convencidos de que el mandato de Cristo seguía siendo hacer discípulos de todas las naciones, bautizándolos y enseñándoles todo lo que Él había mandado, vieron la necesidad de crear nuevos vehículos para la misión. Si las juntas oficiales ya no promovían el Evangelio bíblico, se debían formar otras que sí lo hicieran. Este impulso llevó a Machen a liderar la fundación de la Junta Independiente para las Misiones Presbiterianas en el Extranjero (IBPFM) en 1933. Fue un acto de desafío directo a la estructura de la PCUSA, que exigía que todo el apoyo misionero se canalizara a través de su junta oficial.
Por esta acción, considerada un acto de insubordinación, J. Gresham Machen fue juzgado y expulsado de la Iglesia a la que había servido toda su vida, un testimonio del nivel de hostilidad que la defensa de la ortodoxia provocaba.

El legado de una crisis: perspectivas para el presente
Analizar la controversia fundamentalista-modernista es más que una lección de historia; es un ejercicio de discernimiento. La historia de Charles Woodbridge y sus contemporáneos revela patrones recurrentes en los desafíos que enfrenta la fe. Expone la persistente presión hacia la acomodación cultural, la sutileza con la que se pueden redefinir términos cristianos centrales hasta vaciarlos de su significado histórico, y la dolorosa tensión que a menudo surge entre la lealtad a una institución y la fidelidad a la verdad del Evangelio.
Este conflicto demuestra que las ideas teológicas tienen consecuencias prácticas de largo alcance, moldeando no solo la vida de las iglesias locales, sino también la naturaleza misma de su misión en el mundo. El legado de hombres como Woodbridge y Machen no reside en una victoria institucional, sino en su testimonio de que hay verdades no negociables en el corazón de la fe. Su disposición a pagar un alto precio por la fidelidad doctrinal nos sirve como un poderoso recordatorio de que la verdad del Evangelio exige fidelidad a pesar de su costo.
La historia no dicta de manera simplista las respuestas para el presente, pero sí nos ofrece un espejo para poder responder a las preguntas que cada generación de creyentes debe enfrentar.
Esta publicación es un resumen realizado por el equipo de redacción BITE del artículo Charles Woodbridge and the Fundamentalist-Modernist Controversy (Charles Woodbridge y la controversia fundamentalista-modernista), escrito por John Woodbridge. Para consultarlo en su totalidad o acceder a las notas y referencias, puedes visitar The Gospel Coalition.
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