John Randolph de Roanoke (1773-1833) [político estadounidense y representante a la Cámara de Virginia] no confiaba en que Estados Unidos fuera, o hubiera sido alguna vez, una república cristiana.
Seis meses después del final de la Guerra de 1812, a la que se había opuesto violentamente, Randolph le escribió a Henry Middleton Rutledge que Virginia era “la región más impía sobre la faz de la tierra donde jamás se ha predicado el Evangelio”. Y, según él, “lo mismo ocurría en el resto de Estados Unidos”. La culpa de esto podía atribuirse fácilmente a la influencia y la “infidelidad” de la Ilustración. La suya había sido “una generación de librepensadores, discípulos de Hume, Voltaire, Bolingbroke, y había muy pocas personas, mi querido Rutledge, de nuestros años que no hayan recibido sus primeras impresiones del mismo troquel”.
La infelicidad de Randolph sorprenderá a muchos cristianos que han asumido que Estados Unidos se fundó como una “nación cristiana”, o que los valores judeocristianos desempeñaron un papel destacado en su vida primitiva, o que –explícita o implícitamente– el cristianismo merece que se le reconozca un estatus especial en los fundamentos de la vida y el derecho estadounidenses.

¿En dónde nació la idea de “una nación cristiana”?
La convicción de que existe una religión civil en ese país, y de que se fundamenta en el cristianismo, ha sido alimentada por las imágenes de Washington arrodillado en la nieve en Valley Forge para rezar por el llamado “regimiento de togas negras” de capellanes, que exhortaba a los soldados revolucionarios a luchar contra los ejércitos impíos del rey Jorge. También ha sido nutrida por la apelación de la Declaración de Independencia a “la Naturaleza y al Dios de la Naturaleza” y al “Creador” que ha dotado a todos de los derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
Pero Rutledge no era simplemente un cascarrabias. Lyman Beecher (1775-1863), quien ingresó al Yale College en la década de 1790, descubrió, en el corazón del viejo Connecticut puritano, que:
…la iglesia universitaria estaba casi extinguida. La mayoría de los estudiantes eran escépticos y abundaban los camorristas. El vino y los licores se guardaban en muchas habitaciones; la intemperancia, la blasfemia, el juego y el libertinaje eran comunes (...) La mayoría de la clase anterior a la mía eran infieles, y se llamaban unos a otros Voltaire, Rousseau, D’Alembert, etc.
Ashbel Green, quien asistió a Princeton en la década de 1780, también descubrió que “la infidelidad abierta y declarada” estaba a la orden del día, y “produjo un daño incalculable a la religión y la moral en todo nuestro país; y su efecto en las mentes de los jóvenes que se valoraban a sí mismos por su genio y eran aficionados a las especulaciones novedosas, fue el mayor de todos”.

Pero algo más que la Ilustración alteró las prioridades estadounidenses en el nacimiento de la república: la propia idea de república. En la medida en que la Ilustración desterró todas las nociones de jerarquía del universo físico, lo hizo igualmente con todas las ideas de gobierno jerárquico, y con ellas todo el aparato asociado a dicho gobierno, incluida la religión. Sin necesidad de una monarquía, una república se basaba enteramente en los anhelos humanos, la moral humana y el consentimiento humano, no divino.
Fisher Ames, un congresista de Massachusetts, estaba disgustado por el optimismo secular de las ideas republicanas, ya que alentaban “los sueños de todos los filósofos que piensan que el pueblo es un ángel y los gobernantes un demonio”, y que “el hombre es un animal perfectible, y todos los gobiernos son obstáculos para su apoteosis. Este disparate se inhala con cada aliento”.

Tampoco hay pruebas fidedignas de que Washington se arrodillara en las nieves de Valley Forge para rezar. Por el contrario, él no mencionó el nombre de Jesucristo ni una sola vez en toda su voluminosa correspondencia, y se refirió a Dios como una fuerza más o menos providencial que más o menos hacía que los acontecimientos sucedieran desde la distancia.
John Adams se burló de la doctrina cristiana de la Trinidad por considerarla una afrenta a la razón republicana y caricaturizó la encarnación como la creencia de que “ese gran principio, que ha producido este Universo sin límites... bajó a esta pequeña bola, para ser escupido por los judíos; y hasta que no se elimine esta horrible blasfemia, nunca habrá ninguna ciencia liberal en el mundo”. Y aunque Thomas Jefferson apeló a un “Creador” en la Declaración de Independencia, el término que usó fue lo más específico que quiso ser sobre el tema.
Más significativo aun, la Constitución federal prohibía la imposición de cualquier “test religioso” para ocupar cargos nacionales (artículo 6), y no hacía referencia alguna a Dios o al Creador. “Esa misma Constitución que la singular bondad de Dios nos permitió establecer”, se quejó John Monck Mason, pastor presbiteriano y preboste del Columbia College, “¡ni siquiera reconoce su existencia! (...) Incluso los salvajes a los que despreciamos” dieron “mejor ejemplo”.
Cuando a Alexander Hamilton se le preguntó por esta omisión años más tarde, su respuesta fue el eco perfecto de la estimación de John Randolph sobre Virginia: “Declaro”, le dijo a Samuel Miller de Princeton, “que lo olvidamos”. O quizá algo peor. Cuando el anciano Benjamin Franklin exhortó a la Convención Constitucional a abrir sus sesiones con una oración, su moción fue recibida con una cortés negativa, ya que el público podría concluir que la Convención estaba en tal peligro, que no tenía ninguna esperanza aparte de la intervención divina, y “la alarma” que tal sugerencia suscitaría “sería tan probable que hiciera bien como que hiciera mal”.

Los Estados Unidos no evangélicos
Quizá nuestro problema al cristianizar los orígenes del país norteamericano resida en una definición demasiado estricta del cristianismo. Aunque los fundadores no sancionaran directamente las creencias religiosas, el hecho de que muchas de las colonias británicas que se convirtieron en Estados Unidos tuvieran iglesias cristianas legalmente establecidas, y que muchas de ellas fueran concebidas por sus fundadores como sociedades y refugios religiosos, significa que existía un cristianismo profundo y latente de tipo general en la época de la fundación.
Pero un cristianismo latente no siempre es profundo, y no es difícil encontrar lugares en el Estados Unidos primitivo donde esta fe fuera extremadamente escasa. Charles Woodmason, un misionero de la Iglesia de Inglaterra en Carolina del Sur, estaba horrorizado en la década de 1760 por la “profanación abierta del Día del Señor en esta provincia (...) Entre la clase baja, se abusa de la caza, la pesca, la caza de aves y las carreras. Incluso en Charlestown y sus alrededores, las tabernas tienen más visitantes que las iglesias”.
Woodmason encontró que “no hay clero en Carolina del Norte”, lo que (según descubrió) significaba que “por falta de ministros para casarse y por el libertinaje de la gente, muchos cientos viven en concubinato, intercambiando a sus esposas como ganado, y viviendo en un “estado de naturaleza”, de forma más irregular e impúdica que los indios”. Incluso en la atmósfera más recatada de Pensilvania, el misionero luterano alemán Henry Melchior Muhlenberg se sorprendió de lo rápido que sus compañeros emigrantes alemanes perdieron cualquier sentido de identidad cristiana en el aire libre del Nuevo Mundo:
Durante este último otoño (1749) han vuelto a llegar muchos barcos con alemanes que se dispersan en multitudes por todo el país. Es casi imposible describir cuán pocas personas buenas y cuántas excepcionalmente impías y malvadas han llegado a este país cada año. Todo el país está siendo inundado de maldad y crímenes ordinarios, extraordinarios y sin precedentes.
Gran parte de esta indiferencia religiosa se vio sacudida por el estallido, en la década de 1740, de lo que se conoció en Norteamérica como el Gran Despertar, un tremendo renacimiento de la religión centrado sobre todo en Nueva Inglaterra, Pensilvania y Nueva Jersey. Pero el Despertar fue también comparativamente limitado en el tiempo y en el espacio: duró solo desde 1740 hasta 1742, y pasó casi completamente por Maryland, Nueva York, las Carolinas, Georgia e incluso partes de Nueva Inglaterra.
De hecho, es posible que no hubiera creado un efecto permanente si no hubiera encontrado un portavoz ingenioso y de enorme talento en la persona de Jonathan Edwards (1703-1758). Luego, en 1775, llegó la Revolución Americana y otra oportunidad para que el cristianismo se afirmara. Muchos de los clérigos presbiterianos y congregacionales que habían apoyado el Despertar se sumaron con entusiasmo a los revolucionarios.

John Witherspoon, presidente presbiteriano del Princeton College y firmante de la Declaración de Independencia, anunció que “la separación de este país de Gran Bretaña ha sido obra de Dios” y pidió al “cuerpo presbiteriano” que se uniera a “la causa de la justicia, de la libertad y de la naturaleza humana”. “Llamad a esta guerra (...) con el nombre que queráis”, añadió un capitán ‘hessiano’ del ejército británico en 1778, “pero no la llaméis una rebelión americana, no es ni más ni menos que una rebelión presbiteriana irlandesa-escocesa”.
Pero la guerra cobró una cuota en la vida eclesiástica más severa de lo que nadie esperaba, y lo que hizo que su coste fuera más difícil de soportar fue el escaso reconocimiento que la nueva república les otorgó a los párrocos y a las iglesias que la habían apoyado. Los líderes políticos de la Revolución –Washington, Jefferson, Adams– marcharon al ritmo de la Ilustración, dejando muy atrás a sus defensores cristianos. “La última contienda con Gran Bretaña, por gloriosa que haya sido para su país, ha sido especialmente desafortunada para el clero”, escribió Peter Thacher, párroco de Massachusetts, en 1783. “Tal vez ningún grupo de hombres, cuyos corazones estuvieran tan comprometidos o que contribuyeran en tan alto grado a su éxito, haya sufrido más por ella”.
En todas partes, las viejas formas del cristianismo tradicional parecían estar a la defensiva. Nueva Jersey eliminó todos los fondos estatales para las iglesias en 1776, y Nueva York hizo lo mismo en 1777. En Massachusetts, la nueva constitución republicana de 1780 mantuvo los impuestos públicos para fines eclesiásticos, pero ahora permitía a los contribuyentes elegir a qué iglesia querían apoyar.

Construyendo un muro entre la Iglesia y el Estado
Virginia se convirtió en la prueba de fuego del poco reconocimiento público que iba a tener el cristianismo en la nueva república, el cual sería escaso la mayoría de veces. A instancias del gran orador revolucionario Patrick Henry, ese estado lideró la lucha para despojar a la Iglesia de Inglaterra de su estatus legal como la estatal de la colonia, pero, aún así, después dispuso la recaudación de impuestos eclesiásticos y su distribución entre las diversas iglesias de Virginia.
Esta medida hecha a medias no satisfizo ni a Thomas Jefferson ni a James Madison. En 1779, como gobernador de la Virginia revolucionaria, Jefferson retiró la financiación estatal a las dos cátedras de divinidad del College of William & Mary, y en 1785, Madison persuadió a la legislatura de Virginia para que suprimiera toda financiación pública para la religión. Esto, a su vez, sentó las bases de las actitudes de ambos hacia la religión pública a nivel federal. Madison, que representaba a Virginia en el primer Congreso federal de 1789, fue el responsable de redactar la disposición de la primera enmienda que comprometía al Congreso a no promulgar “ninguna ley que respete el establecimiento de una religión o que prohíba su libre ejercicio”.
Aunque a primera vista esto no parece describir más que una actitud de no intervención hacia la religión pública, un miembro de la Cámara de Representantes temía que encubriera “una tendencia a abolir la religión por completo”. El uso posterior que Madison hizo de la enmienda deja claro que pretendía que fuera una importante privación de derechos del cristianismo en la república estadounidense. En 1790, él se opuso a contar a los ministros como tales en el censo federal, y a la contratación de capellanes para el Congreso y para el ejército estadounidense como “una especie de alianza o coalición entre Gobierno y Religión”.

Jefferson, actuando de acuerdo con los mismos principios, creía que, en lugar de “poner la Biblia y el Testamento en manos de los niños”, sería mejor que los educadores de Virginia enseñaran con el fin de que la “memoria de los niños pudiera almacenar los hechos más útiles de la historia griega, romana, europea y americana”. Ya en 1818 intentaba impedir que la nueva Universidad de Virginia permitiera siquiera que se utilizara un aula para el culto dominical.
Jefferson resumió muy sucintamente su actitud hacia la religión pública en 1802, respondiendo a una carta de la Asociación Bautista de Danbury (Connecticut): “Contemplo con soberana reverencia ese acto de todo el pueblo americano que declaró que su asamblea legislativa no debería ‘promulgar ninguna ley que respete el establecimiento de una religión’ (...) construyendo así un muro de separación entre la Iglesia y el Estado”. La imagen de un “muro de separación” no pretendía ser un cumplido: quería transmitir el cierre de la religión al discurso público.
Deístas, unitarios y masones
Si alguna religión parecía estar en auge en la nueva república, no era el cristianismo, sino el deísmo, la creencia simplista de un Dios relojero que daba cuerda al universo y lo dejaba funcionar por sí solo, sin ninguna intervención personal. El veterano de la Revolución y republicano de Vermont, Ethan Allen, introdujo el deísmo en el debate público imprimiendo un tratado tosco pero muy eficaz, Reason the Only Oracle of Mankind (1785) [en español, La razón, único oráculo de la humanidad], en el que atacaba libremente la confianza en la Biblia y las “supersticiones” de la oración y los milagros.
A Allen le siguió un veterano de la Revolución aún más conocido: Thomas Paine, quien se había convertido en un héroe republicano en 1776 con su famoso panfleto antimonárquico titulado Sentido común. Él estaba en un incesante fermento revolucionario, y unió filas con el deísmo publicando The Age of Reason [La edad de la razón] en 1794 (le siguió una segunda parte en 1796). Fue aún más crudo que Allen e incluso más efectivo: “¿Qué es lo que hemos aprendido de esta pretendida cosa llamada religión revelada? Nada que sea útil para el hombre y todo lo que es deshonroso para su Creador”, gritó Paine. “¿Qué es lo que nos enseña la Biblia? La rapiña, la crueldad y el asesinato”.

Una versión más complaciente y elitista del deísmo era el unitarismo. Al igual que el deísmo, surgió en Inglaterra, pero se impuso con fuerza en Estados Unidos tras el Gran Despertar como religión alternativa para los habitantes de Nueva Inglaterra que no soportaban a Jonathan Edwards y a los “despertadores”.
William Ellery Channing declaró en su famoso sermón de Baltimore de 1819, Cristianismo unitario, que: “creemos que Jesús es una mente, un alma, un ser, tan verdaderamente uno como nosotros, e igualmente distinto del único Dios”. Por lo tanto, Jesucristo no era Dios, y no compartía ningún atributo divino con Dios. Channing inmediatamente se escudó añadiendo que los unitarios seguían creyendo que Jesús era, no obstante, “el Hijo de Dios (…) el resplandor de la misericordia divina”, cuya muerte proporciona expiación y salvación. Pero rechazó firmemente la idea de que Jesús fuera también divino. Dios era una “unidad” y no compartía ninguno de sus atributos con Cristo (de ahí el término Unitario).
Los propósitos a los que sirvió el unitarismo en Nueva Inglaterra fueron cumplidos en otros lugares de la nueva república por la francmasonería. Esta tuvo sus orígenes en el hambre peculiar de la Ilustración por un ritualismo religioso que pudiera cuadrar con la glorificación de la razón. Aunque se desarrolló a partir de las fraternidades, gremios y logias de canteros escoceses e ingleses en los años 1600, en el siglo XVIII se había convertido en una orden secreta para las élites masculinas ricas y aristocráticas de habla inglesa. Además, creó rituales y una cuasiteología, los cuales le permitieron ofrecer a los angloamericanos de clase alta una versión moderna y restrictiva de la religión republicana.
El secretismo que envolvía a las logias masónicas norteamericanas hace casi imposible calcular el número de masones estadounidenses. Además, le dio un atractivo sentido de ritual esotérico y misterioso, de hermandad republicana. Destacados estadounidenses, desde Washington y Franklin hasta Henry Clay y Andrew Jackson, se sintieron atraídos por los masones.
Masones, deístas y unitarios pensaban que eran la ola del futuro. Thomas Jefferson, observando la escena en 1822, se regocijó de que “en este bendito país de libre investigación y creencia, que no ha rendido su credo y conciencia ni a reyes ni a sacerdotes (...) no hay un joven que viva ahora en Estados Unidos que no muera siendo unitario”. Lo sorprendente de esa profecía es la claridad con la que Jefferson seguramente vio, incluso en 1822, que esa probabilidad ya había desaparecido.
Ahora, puede que Estados Unidos no fuera una república cristiana en sus inicios, pero pronto se convirtió en una.

Repentina explosión del cristianismo
El republicanismo no absorbió a la religión. En cambio, esta terminó apropiándose de las energías del republicanismo entre 1780 y 1860. En lugar de que las confesiones cristianas tradicionales se desvanecieran en un futuro unitario, se embarcaron en un viaje de agresión, expansión y construcción de imperios que superó fácilmente el crecimiento global de toda la población estadounidense.
Los congregacionalistas saltaron de 750 iglesias en Nueva Inglaterra en 1780, a extenderse por el norte del estado de Nueva York, el norte de Ohio y la parte baja de Michigan, llegando a ser 2200 en 1860. Los presbiterianos, que contaban con unas 500 congregaciones en 1780, pasaron a 6400 en 1860. Los metodistas, que apenas existían como denominación en la década de 1780, llegaron a casi 20 000 comunidades en 1860, mientras que los bautistas, que sólo tenían 400 en Estados Unidos en 1780, superaron las 12 100 en 1860.
Incluso los católicos romanos, que sólo habían organizado unas 50 congregaciones y misiones en 1780, habían crecido hasta las 2500 para 1860. Entre 1780 y 1820, las confesiones religiosas estadounidenses construyeron 10 000 nuevas iglesias, y en 1860 habían cuadruplicado esa cifra. ¿Cómo, en nombre de Thomas Jefferson, se había producido este resultado inesperado?
Dos razones principales explican la repentina explosión de la influencia cristiana en la vida estadounidense. La primera es la resistencia de los avivamientos. Los escritos de Jonathan Edwards sobre el Despertar de la década de 1740 fueron desarrollados por sus discípulos hasta convertirlos en un auténtico plan para nuevas oleadas de eventos como ese. Su nieto, Timothy Dwight (1752-1817), al asumir la presidencia de la Universidad de Yale en 1795, combatió enérgicamente la “infidelidad de la escuela de Tom Paine” que Lyman Beecher había encontrado allí como estudiante. Beecher recordaba que los estudiantes desafiaron a Dwight entregándole…
…una lista de temas para la discusión en clase (...) [y] para sorpresa de ellos, eligió éste: “¿Es la Biblia la Palabra de Dios?” y les dijo que lo hicieran lo mejor que pudieran. Escuchó todo lo que tenían que decir, les contestó y se acabó. Predicó incesantemente [en la capilla de la universidad] durante seis meses sobre el tema, y toda la infidelidad se escondió…

Este “Segundo Gran Despertar”, que se ha fechado entre 1800 y 1825, no podía limitarse a Nueva Inglaterra. Los predicadores y conversos eduardianos siguieron la emigración de los habitantes de Nueva Inglaterra a Nueva York y Ohio, y allí surgieron influyentes puestos de avanzada del avivamiento, hasta tal punto que el oeste de Nueva York albergó tantos avivamientos que se le denominó “el distrito quemado”. Por supuesto, tales eventos dieron lugar a una serie de variaciones inesperadas (mormonismo, los Shakers, los Milleritas, Matías el Profeta), pero su energía era palpable, e incluso las variaciones eran testimonio de la omnipresencia del avivamiento.
La segunda fuerza que situó al cristianismo en el centro de atención de la cultura estadounidense fue la necesidad de virtud. Todo buen republicano sabía que las repúblicas eran políticamente frágiles: carentes del viejo cemento monárquico del patrocinio o la jerarquía, dependían para su existencia únicamente de la virtud, es decir, de la benevolencia desinteresada y la abnegación de su pueblo. Pero, ¿de dónde iba a salir la virtud? La Revolución Francesa había demostrado que la ética de la Ilustración no protegía de la guillotina y el Terror. ¿Qué podía garantizar entonces la virtud de las naciones republicanas?
La respuesta a esa pregunta la ofrecieron rápidamente John Witherspoon y Samuel Stanhope Smith, los dos presidentes sucesivos y presbiterianos del Princeton College antes y después de la Revolución: sólo la religión puede garantizar la virtud y, por tanto, la promoción del cristianismo es un requisito previo para que la república estadounidense siga siendo virtuosa y próspera. “Promover la verdadera religión”, argumentaba Witherspoon, “es la forma mejor y más eficaz de formar un pueblo virtuoso y regular”. Por el contrario, añadía Smith, si se permitiera que la “infidelidad” y el ateísmo prevalecieran, la virtud “dejaría de existir, y los lazos de la sociedad, que sólo se mantienen eficazmente gracias a la moral pública, se disolverían rápidamente”.
La conclusión adecuada, entonces, sería que incluso en una república, el gobierno debería ofrecer patrocinio al cristianismo, y “el magistrado... promulgar leyes para castigar la profanidad y la impiedad”.

Los mejores esfuerzos republicanos de Jefferson y Madison para cerrar la puerta al cristianismo fueron frecuentemente deshechos por los tribunales, que tenían más que una pequeña preocupación por la virtud. El gran juez del Tribunal Supremo, Joseph Story, declaró que la fe cristiana era, de hecho, un componente necesario de la tradición inglesa del derecho consuetudinario, y ofrecía la “única base sólida de la sociedad civil”.
En 1844, escribiendo como juez asociado, confirmó la decisión de los tribunales federales inferiores en el caso Vidal vs. Girard’s Executors, que permitió la ruptura del testamento dejado por el famoso banquero y ateo de Filadelfia, Stephen Girard. Así, se permitió la entrada de profesores religiosos en los terrenos de una escuela que Girard había fundado en Filadelfia y en la que había declarado, en los términos de su testamento, que nunca se admitiría la entrada de un clérigo.
Story declaró que esto era “despectivo y hostil a la religión cristiana, y también es nulo, ya que va en contra de la ley común y la política pública de Pensilvania”. Al equiparar la virtud con el cristianismo, este podía ser tratado como una parte necesaria de la vida de la república, y se le permitía el papel público que Jefferson y Madison habían luchado por evitar.
Cristianismo cultural, no político
Los resultados del Segundo Gran Despertar y la adopción de la virtud allanaron el camino para que, en 1835, Alexis de Tocqueville comentara: “No hay país en todo el mundo en el que la religión cristiana conserve una mayor influencia sobre las almas de los hombres que en América”. Charles Grandison Finney, el predicador de avivamiento más famoso de Estados Unidos desde Edwards, se apresuró a afirmar que su propio presbiterianismo no era sino “republicanismo eclesiástico”, e incluso episcopales como Calvin Colton declararon que “el genio de la Iglesia Episcopal Americana es republicano”.
Pero esto no fue un logro político. En 1864, los partidarios de una “enmienda bíblica”, que habría incluido un reconocimiento explícito del cristianismo en el preámbulo de la Constitución, estuvieron a punto de conseguir el apoyo presidencial de Abraham Lincoln. Pero solo a punto. En su lugar, los Estados Unidos se cristianizaron culturalmente. Sin embargo, para los que creen que la política está por debajo de la cultura, este no fue un logro pequeño sino significativo, porque la Constitución proporcionó un marco sencillo y sin compromisos para gobernar la república, permitiendo así que la cultura cristiana disfrutara de una gran influencia en el siglo XIX.
El logro de un Estados Unidos cristiano tampoco fue un regalo de los fundadores ni parte del diseño de la república. El hecho de que el cristianismo alcanzara un lugar de influencia dominante en la vida estadounidense años antes de la Guerra Civil fue producto de la incesante energía cultural de los propios cristianos en las décadas posteriores a 1800. Nunca más, escribió el crítico literario Alfred Kazin, “habría tanta invocación honesta y profundamente sentida del propósito de Dios”. Si esa influencia ha parecido menguar, quizá la solución resida en la renovación de esa energía, esa invocación, esa cultura, más que en un mito.
Este artículo fue traducido y ajustado por el equipo de redacción de BITE. El original fue publicado por Allen Guelzo en Desiring God. Allí se encuentran las citas y notas al pie.
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