El valor de la tradición teológica occidental para la iglesia global es un asunto complicado que aborda cuestiones históricas, culturales y teológicas. La noción misma de tradición, o de herencia intelectual, es en sí misma cultural y teológicamente compleja. Uno podría preguntarse, por ejemplo: ¿qué sucede con la autocomprensión cristiana histórica cuando se trasplanta en su totalidad a territorios confucianos? Motivado por esta pregunta, el presente estudio presenta análisis textuales comparativos hacia una gramática básica para comprender la interrelación entre las sociologías del conocimiento reformada y confuciana.
Primero, propongo una teología de tres partes de la tradición teológica en términos de comunidades históricamente sucesivas: las Escrituras, como tradición apostólica inspirada por el Espíritu; la teología histórica, entendida como reflexión teológica postapostólica, guiada (pero no inspirada) por el Espíritu; y, cuando la historia y la cultura señalan un cambio sociológico, se requiere una tercera designación: la iglesia como heredera de una herencia teológica culturalmente ajena. Luego presento material relevante de las Analectas de Confucio, enfocándome en la propia sociología del aprendizaje y la instrucción de Confucio en términos de la recuperación, exposición y propagación de un compendio objetivo de conocimiento históricamente dado, pero, no obstante, de un valor distinto e incluso trascendente para la formación moral.
Este análisis invita a la comparación con el confesionalismo protestante específicamente en términos de una genealogía doctrinal, en el caso del segundo, y una relación paradigmática de padre-hijo o maestro-alumno en el caso del primero; en otras palabras, sociologías del conocimiento comparables. Salen a relucir sorprendentes similitudes entre estos dos modelos, así como diferencias significativas en los ámbitos de la unidad y la verdad; ontología y oficio; y el pecado y la gracia.
Tanto el confesionalismo protestante como la sociología confuciana del conocimiento que se analizan a continuación son hipótesis deductivas. Es decir, la interacción que facilito aquí es más teórica que real. Y, sin embargo, como reconocerán los lectores con experiencia relevante, es sorprendente cuán claramente las notas registradas en fuentes escritas, incluso las antiguas, resuenan a lo largo de la experiencia vivida incluso hasta el día de hoy. Y, por supuesto, esta interacción entre las tradiciones confuciana y reformada no pretende ser simétrica sino más bien misiológica. Hago eco de la afirmación de Herman Bavinck de que “el calvinismo no es la única verdad”, en el sentido de que lo que uno debe esperar no es un reemplazo del confucianismo ni una recuperación del confucianismo, sino una renovación del confucianismo, una remodelación; digamos, una redención, por la gracia de Dios en el Hijo. El objetivo final, el estándar de referencia, es un espíritu de sempre reformanda dentro y entre las iglesias que todavía llevan la influencia de ese imponente, pero humilde sabio del este de Asia.
1. Eclesiología y doctrina: un bosquejo reformado
Nuestro interés aquí está en la relación entre una comunidad y su confesión, o entre un grupo de personas y las creencias que indican o incluso constituyen su unidad. La tradición reformada ha registrado reflexiones bastante matizadas justamente sobre esa relación. Comenzamos con la Confesión de Fe de Westminster (WCF).
1.1. Principios de revelación e escrituración
Según la Confesión de Fe de Westminster, la Palabra de Dios tomó una forma escrita “para la mejor preservación y propagación de la verdad” (1.1). En este sentido, las Escrituras tienen un propósito bastante mundano: nos ayudan a no olvidar. Pero las Escrituras, a diferencia de una lista de compras o de cosas por hacer, son un baluarte de la verdad contra las maquinaciones del mal personal: “para el establecimiento y consuelo más seguros de la Iglesia contra la corrupción de la carne, la malicia de Satanás y del mundo” (1.1).
El hecho de que la Palabra de Dios fuera escrita implica que la Palabra precedió a su forma escrita, como lo indica la mención de “que ahora han cesado ya aquellos modos anteriores por los cuales Dios reveló Su voluntad a Su pueblo” (WCF 1.1). También está implícito el hecho de que la forma escrita no es un fin en sí misma, sino que más bien sirve para la preservación y el florecimiento de la Palabra en otras formas: la predicación, de manera más notoria. La Escritura es la única regla, una norma necesaria y con autoridad única, para la fe y la vida de la iglesia, y es suficiente (WCF 1.6, 9, 10). Y, sin embargo, aunque la Escritura se conoce a sí misma como la fuente y la norma del ministerio evangélico y de la vida cristiana, la Confesión de Westminster indica que la Escritura por sí sola no es la suma de estas. El evangelio del Cristo de las Escrituras está destinado a ser investigado, enseñado, explicado, predicado y defendido (el confesionalismo como tal) y a saturar el cuerpo de Cristo con palabras y hechos que transmitan la sabiduría y el poder salvador de Cristo, el Cristo de las Escrituras y ningún otro. La Escritura no sólo es buena para tales propósitos; es dada precisamente para tal uso.
Los teólogos bíblicos reformados han entendido la palabra revelación como un acompañamiento explicativo de la acción redentora divina y objetiva. Y, en ese sentido, la Escritura habría sido suficiente redentora para cada momento histórico-pactual sucesivo. La culminación y cierre del canon del Nuevo Testamento como comentario autorizado por el Espíritu sobre el cumplimiento de las Escrituras hebreas y el cumplimiento histórico de los propósitos redentores eternos de Dios son, por supuesto, el ejemplo más destacado de este patrón. El canon está cerrado porque la palabra reveladora siempre acompaña la obra redentora objetiva, y la redención se cumple en la ascensión y entronización del Hijo resucitado.
1.2. El apóstol Pablo y la primera generación de la comunidad confesional
“Apóstol” y “autor de las Escrituras inspiradas del Nuevo Testamento” no son categorías idénticas. Los apóstoles fueron testigos cuidadosamente seleccionados y autorizados por el Espíritu del cumplimiento bíblico y del logro redentor en Cristo. Pero no todos escribieron Escrituras inspiradas; y no todas las Escrituras inspiradas fueron escritas por apóstoles. Esto se debe, al menos en parte, a que la dispensación de revelación apostólica fue principalmente oral. Este testimonio oral estuvo acompañado de demostraciones sobrenaturales de autorización divina —milagros— (Mt 10:8); sin embargo, los apóstoles fueron testigos, incluso predicadores, de la sabiduría y fidelidad de Dios manifestadas en la necedad de la cruz y la resurrección de Cristo.
Y luego el testimonio apostólico tomó forma escrita, para su mejor conservación y propagación. Es decir, debido a que el evangelio es un testimonio autorizado sobre un logro histórico real, la eficacia de la doctrina posterior (WCF 1.5) depende de la exactitud fáctica del testimonio (1Co 15:3-4). Por consiguiente, haber sido testigo ocular es un requisito previo para el oficio apostólico (Hch 1:21-22). Las Escrituras, entonces, como escrituración inspirada por el Espíritu (2Ti 3:16; 2P 1:21) del testimonio de testigos oculares autorizados por el Espíritu, constituyen, para la iglesia postapostólica global, la tradición irrefutable de la primera generación de la comunidad confesional. La opinión de muchos escritores reformados es que “apostólico” es un término que designa un fenómeno sociohistórico atribuible a la actividad histórico-redentora del Espíritu Santo a través de los testigos elegidos por Jesús mismo. Sobre tales relatos sólo de esta primera generación se puede decir que “los apóstoles no transmitieron la tradición sólo después de que la fe de la iglesia les había dado una forma fija, sino debido a la autoridad que habían recibido de Cristo para ser los portadores y custodios de esta tradición”. Este oficio apostólico, por lo tanto, es tanto biográfico como eclesiológico porque los apóstoles proporcionan la revelación que recibieron personal y directamente de Crsto. Los apóstoles son falibles; se corrigen unos a otros públicamente (Ga 2:11-14). Aún así, Pablo puede decir tanto “no yo, sino el Señor” y “yo, no el Señor” sin implicar gradación en la autoridad canónica (1 Corintios 7:10, 12). “Este evangelio apostólico”, escribe Herman Ridderbos, “uno no debe ‘recibirlo’ como palabra de hombre, sino como realmente es, como la Palabra de Dios (1Ts 2:13)”.
Si, como Ridderbos y Gaffin, uno piensa en el apostolado como se define históricamente, se puede entender que la iglesia de la era postapostólica en su conjunto está a un paso, o a una generación, de su fundamento apostólico. En ese caso, la confesión de la Iglesia católica permanece bajo la autoridad de un testimonio apostólico inscrito, sellado y finalizado, un testimonio que debe ser “traducido al idioma vulgar (local) de cada nación” a la que llegue (WCF 1.8). Mientras que la autoridad apostólica era una función de cualificación y comisión personal incluso por parte de Cristo mismo, la objetividad del texto escrito completo indica un cambio: el oficio ministerial desde Timoteo en adelante no es en sí canónico sino poscanónico y tiene como tarea la preservación y propagación de la fe una vez y solo una vez entregada. Así surge la eclesiología protestante: un efecto de la escrituración finalizada es que toda la iglesia podría tener el mismo acceso a un testimonio apostólico objetivo y acreditado. Si “la 'sucesión apostólica' en un sentido personal es una contradicción en los términos”, ningún intérprete creatura, sino sólo el Espíritu que obra en y con las Escrituras canónicas, puede obligar a la conciencia (WCF 1.6, 7, 9, 10; 20.1–4; 25.6).
1.3. Mi hijo en la fe: Timoteo y la segunda generación
Esta segunda generación doctrinal ya toma forma en las Escrituras. Pablo, un apóstol, amonesta a Timoteo, que nunca fue llamado apóstol, a mantener el modelo de las sanas palabras que había recibido, y a no enseñar ni permitir que se le enseñe ninguna otra doctrina. Por lo tanto, Pablo no vincula el ministerio postapostólico a la recitación palabra por palabra. Sus instrucciones a su hijo en la fe incluyen la cuidadosa preservación de la dispensación apostólica y su fiel exposición a tiempo y fuera de tiempo, labor que debe confiarse también a otros capaces de enseñar. El llamado de Timoteo es de custodia, y la predicación fiel que exige, ejerce una autoridad derivada pero verdadera.
Los cristianos contemporáneos comparten con Pablo una apropiación del evangelio del tipo “ya, pero no todavía”, pero tienen más en común con Timoteo, un maestro postapostólico encargado de la preservación y explicación de la tradición autoritativa que recibió. El propio Timoteo es una especie de primero secuencial entre iguales: primero porque aprendió directa y personalmente de Pablo; igual porque pertenece a la segunda generación confesional cuyo comienzo está a un paso determinante del fundamento apostólico particular.
1.4. La iglesia global: una tercera generación
Lo que aquí llamaré una tercera generación emerge como un subconjunto distinguible de la segunda en virtud de cambios significativos en la demografía de la iglesia global. Esta es principalmente una cuestión de grado, no de tipo, pero algunos casos son más notorios que otros. La primera iglesia de gentiles enfrentó, de muchas maneras, una serie de desafíos similares. Hoy en día, la iglesia en contextos no occidentales debe luchar con la realidad de una fe entregada en un empaque culturalmente extraño.
Uno podría preguntarse: ¿este paradigma global occidental no es obsoleto? En cierto modo tal vez lo sea, pero sólo superficialmente. Si una iglesia no occidental es una fuerza misiológica significativa —como seguramente es, por ejemplo, la Iglesia coreana— aun así, sigue siendo cierto que la herencia teológica activa es occidental. Un misionero coreano, por ejemplo, se identificará en los términos de la formulación teológica occidental, como presbiteriano, bautista o no confesional. Seguramente, al mismo tiempo, un misionero coreano lleva consigo la herencia teológica occidental en forma coreana. Y ésta es precisamente la cuestión: el carácter y la influencia de la tradición poscanónica globalmente trasplantada. En tales casos, el misionero coreano ejemplifica y perpetúa la autocomprensión teológica y eclesiológica de esta tercera generación. Él es teológicamente bicultural.
La Confesión de Westminster define la iglesia visible como “todos aquellos en todo el mundo que profesan la religión verdadera” (25.2). Y a medida que esa “religión verdadera” se mueve “por todo el mundo”, se debe buscar un equilibrio delicado. Si bien el cuerpo de Cristo en cualquier instancia local tiene derecho al cuidado maternal de la Iglesia católica, también es responsable de la formación doctrinal, la autoridad y la disciplina de la iglesia. Pero a medida que la iglesia sufre cambios demográficos radicales y a veces rápidos, y la iglesia no occidental y ahora mayoritaria examina una herencia de casi dos milenios de reflexión teológica extrabíblica de escritores occidentales, una relación que de otro modo sería buena y placentera, se vuelve complicada, a veces incluso tensa, particularmente ahora cuando la identidad es el campo de batalla de nuestros días.
1.5. Los peligros de la ruptura socio tradicional
Dos malos manejos complementarios de la tradición heredada acechan a los administradores postapostólicos del evangelio. El primero es la mano dura (demasiada tradición postapostólica), un magisterialismo protestante en el que lo que debería ser la autoridad derivada de la reflexión teológica podría asumir una importancia exagerada e inmunizar al oficio docente incluso contra el escrutinio exegético y el mandato interpersonal del ministerio del evangelio, enseñando la verdad en amor. La exhortación de Michael Allen para agregar una “actividad socialmente mediada de razón renovada” a los principios teológicos reformados clásicos, por ejemplo, parece confundir la práctica de la teología con su naturaleza y, por lo tanto, malinterpretar el papel ministerial de las fuentes poscanónicas.
El individualismo (muy poca tradición) es un tropiezo complementario. El individualista es el que dice que porque tiene el texto de Pablo no necesita de Timoteo, ni de credos históricos, ni los hombros de gigantes. Los libros viejos y los hombres blancos muertos simplemente no son relevantes.
Stephen Holmes sostiene que “intentar hacer teología sin notar la tradición (…) es negar —o al menos intentar escapar de— nuestra localización histórica”, lo que sugiere que es simplemente resentir lo que Dios dice que es bueno, la condición misma de criatura. Él señala que:
Las ediciones estándar del Nuevo Testamento griego dan testimonio en casi todas las páginas de la crítica textual que ha surgido con este texto, y no con otro, por lo que ni siquiera podemos encontrar un texto de las Escrituras que no nos haya sido “transmitido” por aquellos que estuvieron antes.
Herman Bavinck dice que debido al disgusto por el dogma o el sistema teológico “la gente da un salto colosal hacia atrás de dieciocho siglos de la Iglesia cristiana y aterriza, o eso creen, en el terreno seguro y no adulterado de la Escritura”. Pero tales iniciativas no encuentran “ni con Jesús ni con todos los profetas y apóstoles” esa codiciada noción de “ningún sistema en absoluto”. En otras palabras: “¿No es la Escritura misma una entidad, un organismo, en la que una sola idea básica da vida a todas sus partes? ¿Y no constituyen los pensamientos de Jesús y de los profetas y apóstoles (...) una unidad interna y una entidad integral que concuerda internamente y en todas sus partes?” Y, sin embargo, “propiamente dicho, nunca se puede obtener un sistema dogmático de la Escritura” aparte, claro está, de las labores sistematizadoras de la iglesia como tal.
Una vez más, la Escila y Caribdis —estar entre la espada y la pared— de la autoridad teológica, el magisterialismo y el individualismo cobran gran importancia. Sigo sin estar convencido de que el neocolonialismo disfrazado de evangelístico —el error anterior— sea enteramente anticuado, aunque sus formas tradicionales evocan hoy una repulsión casi universal, al menos cuando una cultura receptora no está también implicada. Desafortunadamente, una iglesia joven cómplice de las fechorías autoritarias de sus progenitores no es difícil de imaginar, ni quizás es poco común. Por otro lado, las sensibilidades poscoloniales exageradas pueden fomentar una desconfianza poco filial de forma corporativa. Uno teme que una iglesia demasiado preocupada por su propia cultura pueda volverse, mediante una reacción defensiva exagerada, básicamente humanista, prefiriendo un evangelio de “genuinidad” o “autenticidad” —un evangelio de su propia humanidad— sobre el del Cristo de las Escrituras. La fascinación desenfrenada por la teología de base puede conducir a una negligencia culposa de lo que Kevin Vanhoozer llama “una oportunidad importante para que la teología global muestre sensibilidad católica, es decir, un interés por hacer teología en comunión con los santos”. “El cristianismo no occidental no necesita volverse occidental. Sin embargo, el cristianismo no occidental debería esforzarse por seguir siendo auténticamente cristiano, y una manera de hacerlo es permaneciendo en comunión con la tradición teológica católica”.
En resumen, las comunidades cristianas contemporáneas en la mayoría del mundo son herederas del ministerio extendido, postapostólico, falible pero formidable de una segunda generación, y por lo tanto representan una tercera generación en la que los desafíos culturales y sociológicos influyen profundamente en el legado de herencia intelectual o confesional. Y en el caso de cientos de millones de cristianos en Oriente, la tradición teológica occidental es recibida en culturas históricamente confucianas.
2. Sociología confuciana de la sabiduría heredada
Pasamos ahora a examinar las fuentes originales realmente antiguas del confucianismo para comprender cómo una tradición completamente diferente ha abordado cuestiones similares. Como se indicó anteriormente, nuestro interés es, en última instancia, misiológico; pero primero inclinemos nuestro oído y oigamos las palabras de los sabios (Pro 22:17).
2.1. Confucio y el imperativo moral de la recuperación cultural
Kong Fuzi, o Maestro Kong, conocido en Occidente como Confucio, nació en el año 551a.C. en el noreste de China. Era una especie de Sócrates de Oriente y, a pesar de la modestia de sus intereses y métodos, es difícil exagerar su influencia. Paul Goldin dice que durante “la época imperial, la posición de Confucio era tan grandiosa que los pocos escritores que cuestionaron sus enseñanzas se hicieron famosos sólo por esa razón”. Ann-Ping Chin escribe: “Hasta mediados del siglo XX, China era tan inseparable de la idea de Confucio que su esquema de gobierno y sociedad, su concepto del yo y de las relaciones humanas, y su construcción de la cultura y la historia parecían haberse originado únicamente de su mente”.
Seguir el Camino de Confucio significaba emprender una búsqueda sincera y desinteresada de un objetivo conjunto de sabiduría con el efecto natural y necesario, no obstante, codiciado, de la superación moral. Uno buscaba la sabiduría por sí misma y disfrutaba del progreso moral como evidencia de su virtud natural. En este sentido, Confucio recomienda la adquisición consciente de un conjunto objetivo de conocimiento, sabiduría y percepción moral. La búsqueda de esta adquisición y el intento incansable de su implementación práctica es el “Camino” o el “Camino de Confucio”.
Confucio era un maestro de rituales, lo que quiere decir que era un experto preservador y practicante de los infinitamente complejos ritos, ceremonias y costumbres de la antigua vida china. Un conjunto de sabiduría tradicional desde tiempos inmemoriales había sido apreciado y bien practicado en una época idealizada anterior. La idealización de este material, junto con la oscuridad que rodea sus orígenes, le confiere un cierto atractivo y autoridad, comparable quizás a la revelación o al relato bíblico del Edén. Confucio consideraba esa sabiduría ancestral como un objeto de negligencia, abuso y explotación contemporáneos, y también como la única esperanza real de recuperación y restauración, y al mismo tiempo eminentemente digna de estudio y emulación por sí misma.
Por lo tanto, Confucio debería ser considerado como una especie de reformador, en el sentido en que su objetivo era una recuperación ad fontes de una visión deteriorada de la cultura y el florecimiento (por ejemplo, Analectas 7.1, 7.20, 13.20, 17.16). La alta estima que Confucio tenía por el aprendizaje tradicional lo llevó incluso a prestar cuidadosa atención a las cuestiones textuales y contextuales (7.18) y, sin embargo, Confucio no era un tradicionalista inflexible; permitió modificaciones menores que no afectaban la sustancia de la tradición (9.3).
Se podría decir que el Camino implica dos aspectos cuantificables: uno de adquisición de información (contenido proposicional en cuanto al procedimiento ritual, los textos de las odas antiguas, etc.) y otro de dominio práctico del ritual y otras artes por medio de la repetición enfocada. Es necesario comprender y adquirir discernimiento y práctica ritual ortodoxa. Zigong cita una oda para describir todo esto, insinuando la ruptura del viejo yo y el cultivo del nuevo yo, ganándose la aprobación del Maestro: “Como cortado, como pulido; como tallado, como molido” (1.15). Esta búsqueda en dos partes es una especie de deber catequético hacia la sabiduría madura de una época anterior y más pura.
Vale la pena señalar que Confucio no podía concebir la entrada al Camino mediante un esfuerzo propio, carente de amor. Dice, por ejemplo, que el amor o la devoción al Camino es cualitativamente mayor que el logro catequético carente de reverencia. En consecuencia, señala en varios puntos que uno no puede elevarse por sus propios medios, por así decirlo, hacia el Camino. Pero Confucio parece inseguro de cómo inculcar la disposición necesaria en sus alumnos y, de hecho, está algo desconcertado por este enigma. El Maestro parece creer que mediante la inculcación se puede capturar la sed del corazón por el Camino, pero no se puede enseñar.
En este sentido, el Camino es, por supuesto, un “camino” más que un logro. La búsqueda precaria y corriente, si es sincera, se debe valorar por encima de grados más elevados de refinamiento y realización que esencialmente no son más que imitación. Entonces dice: “¿Está realmente tan lejos la Bondad? Si simplemente deseo la Bondad, encontraré que ya está aquí” (7.30). Por otro lado: “Zigong dijo: ‘Desprecio a aquellos que repiten como loros las ideas de los demás y confunden esto con sabiduría; aquellos que confunden insubordinación con coraje; y aquellos que confunden la exposición maliciosa de los asuntos privados de otros con rectitud’” (17.24).
En consecuencia, el propio Confucio, por un lado, ensalzaría su propio celo por aprender, pero al mismo tiempo se presentaría como un discípulo humilde. Ensalza su propio amor por el aprendizaje, el refinamiento cultural (nótese principalmente, el autocontrol) y el esfuerzo incansable; pero no se atrevería a afirmar haberlo “logrado” o no tener igual en cuanto a deber o confiabilidad (5.28, 7.33, 7.34). Y por eso exhorta a los demás a “aprendan como si nunca fueran a estar al día y como si temieran perder lo que ya han conseguido” (8.17).
El Camino de Confucio es una devoción personal extendida y comprobada a la tradición heredada. La fuente de esa tradición es la sabiduría de la dinastía Zhou, personificada en particular en el duque de Zhou, pero su eficacia se extiende generosamente a través de acontecimientos sucesivos que son fieles a su preservación y a sus valores. Este material histórico, aquel que constituye el objeto de la devoción del Camino, es inigualable en belleza y visión; y por eso, si bien promete cultivo personal y una ecuanimidad inimitable e intangible, no debe perseguirse como un medio para un fin mayor. Hay una especie de momento mágico en las enseñanzas del Maestro en el que recomienda la búsqueda del Camino, pero no la búsqueda de algo en particular. El Camino en este sentido es incuantificable y sus beneficios, aunque ciertos, son indirectos. Nótese también que la búsqueda del Camino y el reconocimiento de su virtud inherente, nos pone en desacuerdo con la cultura contemporánea. El seguidor del Camino puede que no sea hostil al mundo, pero al menos no estará interesado en sus mercancías más burdas.
Un biógrafo hace esta sorprendente observación, indicativa de las actitudes verdaderamente modestos del Maestro: “Los hombres como Confucio no estaban destinados a tener fama. Sus preocupaciones carecían de un atractivo inmediato”. Esto se refleja bien en la descripción que Confucio hace de sí mismo en el texto de las Analectas. Su actitud hacia el Camino combina convicción con humildad y devoción con modestia. Es un estudiante meticuloso de las fuentes primarias, pero se comporta con ligereza: “Confucio era un hombre humilde”. Además, como beneficiario y a la vez proveedor de una herencia tan grande, Confucio no se veía a sí mismo como un erudito solitario o un devoto monástico, sino comprometido, por los impulsos sociales del propio Camino, con varias relaciones asimétricas superpuestas.
2.2. Piedad filial: deber y verdad
Para Confucio, el Camino significaba la incorporación a una escuela de sabiduría y de refinamiento moral que excedía la capacidad de cualquier persona o vida. El Maestro se complacía en presentarse como un estudiante humilde: “en cuanto a convertirme un caballero en la práctica, esto es algo que todavía no he podido lograr” (7.33). Y así, en el Camino hay incorporada naturalmente una virtud particular de lealtad y fidelidad a los benefactores, la de la piedad filial. Como observa Julie Ching: “El confuciano considera la sociedad humana en términos de relaciones personales y las responsabilidades éticas son el resultado de dichas relaciones”. Y por eso dice, “por esta razón, la sociedad confuciana se considera a sí misma como una gran familia”. Ching explica que hay cinco relaciones (gobernante-súbdito, padre-hijo, esposo-esposa, hermano mayor y hermano menor, amigo y amigo) que ejemplifican principios compartidos de reciprocidad, caracterizados por “un sentido básico de jerarquía”. En términos de filialidad: “Se anima a los hijos (...) a proteger el buen nombre de sus padres, a pesar del conocimiento de sus malas acciones”. Ese marco filial caracteriza casi todas las relaciones humanas. Según Ching, “la única relación verdaderamente horizontal es la que se da entre amigos, e incluso aquí la edad mayor exige cierto respeto, como también con los hermanos”.
Debido a la centralidad de la noción de familia y del individuo como una refracción de lo corporativo, “la piedad filial es la primera de todas las virtudes confucianas, la que está antes de la lealtad al soberano, el afecto conyugal y todo lo demás”. La piedad filial funciona más como un principio que como una regla. En otras palabras, “filial” puede entenderse metafóricamente como el papel del subordinado en cualquier relación asimétrica: maestro/estudiante no menos que padre/hijo.
Deben considerarse dos características de la piedad filial. Considere estos dichos:
El Maestro dijo: “Cuando el padre de alguien todavía esté vivo, observe sus intenciones; después de que su padre haya fallecido, observe su conducta. Si durante tres años no cambia las costumbres de su padre, se le puede llamar hijo filial” (1.11; también 4.20).
Meng Yizi preguntó sobre la piedad filial. El Maestro respondió: “No desobedezcas” (…). Fan Chi dijo: “¿Qué quisiste decir con eso?” El Maestro respondió: “Cuando tus padres estén vivos, sírveles de acuerdo con los ritos; cuando fallezcan, entiérralos conforme a los ritos; y ofréceles sacrificios de acuerdo con los ritos” (2.5).
Durante la vida de los padres, la conducta del hijo o de la hija sufre el problema de la inducción. No puede establecer un principio, esencia o naturaleza, sino que sólo registra patrones indicativos de honor, obediencia y piedad filial. La verdadera sustancia del carácter de un niño está oculta a la vista y reside únicamente en lo que aquí se llama las intenciones (1.11). Pero una vez que el padre ha fallecido y la deslealtad filial ya no enfrenta la amenaza de una respuesta directa, las disposiciones ocultas son libres de salir a la luz.
Confucio enseñó que la piedad filial requería un período de luto de tres años por un padre fallecido, y que ese deber no debía tomarse a la ligera. Zai Wo intenta en un momento convencer a Confucio de que un año debería ser suficiente; insinúa que el autocontrol necesario durante un período de tres años es excesivo. Confucio sospecha que la indolencia motiva la pregunta y recuerda a su alumno el verdadero impulso del duelo genuino, que parece ser que la muerte del padre causa una disminución de la vida, o de la alegría de vivir, en el hijo:
Cuando el caballero está de luto, no siente placer al comer alimentos dulces, no encuentra alegría en escuchar música y no siente consuelo en su lugar de morada. Por eso renuncia a estas cosas (17.21).
Más importante aún, vemos en el mismo pasaje una reciprocidad práctica, incluso una proporcionalidad, detrás de las prescripciones filiales de Confucio: “Un niño depende completamente del cuidado de sus padres durante los primeros tres años de su vida; esta es la razón por la cual un período de duelo de tres años es una práctica común en todo el mundo” (17.21). Reducir el período de duelo a un solo año sería presunción e ingratitud, precisamente por un factor de tres.
Pero incluso entonces, este intercambio recíproco debe considerarse sólo como una indicación de lo que realmente importa. Es más fundamentalmente un período de prueba para el niño, una prueba de la autenticidad de su devoción filial:
El Maestro dijo: “Aquel que no cambia las costumbres de su padre durante los tres años posteriores a su fallecimiento puede ser llamado hijo filial” (1.11; 4.20).
Las Analectas 2.5 enriquecen un tanto el panorama. Honrar a los padres según el ritual es la estructura básica de la piedad filial. En ese sentido, el comentario del Maestro aquí es fiel a su estilo y no sorprende. Pero como han señalado los comentaristas, y a la luz del contexto y la misión declarada de Confucio, este dicho es probablemente un reproche velado al exceso y abuso ritual contemporáneo que señala una ruptura deliberada en la estructura social, una ruptura que es, en una palabra, una ruptura de reforma. En caso de que los padres hayan descuidado el ritual o sean culpables de corromperlo, honrarlos de acuerdo con el ritual después de su fallecimiento sirve para reprender la instrucción parental corrupta sin incurrir en la culpa de la deshonra filial. El padre descarriado es honrado legítimamente, por así decirlo, y por eso su culpa es suya. Este es un modelo de desunión justificable, una forma astuta de desobediencia civil.
Ciertamente, para Confucio, la desunión en aras de la restauración y la pureza ritual no representa una ruptura impía dentro del cuerpo sino su purificación. Las Analectas 2.5 no presentan al hijo separándose de la sociedad ni siquiera de su familia, sino más bien de la adhesión filial a la propiedad ritual que, de hecho, desinvita al padre descarriado de la comunión corporativa, en aras de la verdad y la unidad. Esto está implícito en el hecho de que la piedad filial no es esencialmente ad hominem, como lo indica la sutil subversión de 2.5. De modo que incluso el profundo afecto personal que requiere (2.7, 2.8) cede al final del día ante la corrección ritual. Esta descripción de Confucio mismo captura todo esto:
El Maestro estaba enteramente libre de cuatro defectos: arbitrariedad, inflexibilidad, rigidez y egoísmo (9.4).
Confucio era estimado por equilibrar la decencia y la leal custodia de la sabiduría que excedía su propia persona y capacidad, con genuina espontaneidad y gracia. Podía ser muy crítico e inflexible como profesor, pero estas eran estrategias razonadas y calculadas; nunca se lo describe como duro o impulsivo.
2.3. Potencial paralelo de ruptura
Hay poca amenaza de un individualismo difícil de manejar a expensas de la tradición en las enseñanzas de Confucio, aunque el tono individualista de la responsabilidad de uno mismo ante el Camino es evidente y se dice que Confucio tenía una doctrina del martirio. Él mismo, en contra de la corriente de su contexto, estaba plenamente comprometido con el Camino. Y dado que las corrupciones que enfrentó parecen haberse desarrollado a gran escala y a menudo tomaron forma de exageración ritual e insinceridad en lugar de un descarado desprecio, el individualismo no es un tema importante en las Analectas. Aún así, sin lugar a dudas, “aquellos que intentan innovar sin adquirir primero conocimiento” (7.28) sí reciben la atención crítica del Maestro, y la gravedad de la ofensa de objeción filial advierte en contra de la división apresurada. Para Confucio, uno pertenece ante todo y en última instancia al organismo social. Aquí se mezclan la ontología y la función social.
La mayor responsabilidad en la enseñanza de Confucio se encuentra en las reglas de reciprocidad, unidas a la desproporcionalidad de la relación padre/hijo, teniendo en cuenta también que esta disposición debe interpretarse en las relaciones estudiante/maestro y gobernante/súbdito. Una reciprocidad personal y natural impregna tanto la eclesiología cristiana (respeto por oficiales instituidos, soportar las cargas los unos de los otros, etc.) como la visión de Confucio de la naturaleza humana y la comunidad.
Pero hay una especie de aguijón en la opinión de Confucio en el hecho de que el dar vida, de padres a hijos, hace que la reciprocidad de la relación entre padres e hijos sea permanentemente desproporcionada. Un niño está perpetua e indefinidamente en deuda con sus padres. Esta deuda no cuantificable lo obliga a la obediencia y la sumisión incluso si los padres no cumplen con sus deberes de cuidado y protección, incluso si los padres renuncian a estas responsabilidades, incluso después de que los padres hayan fallecido; mientras uno sea hijo de sus padres, hay un saldo pendiente.
Las académicas feministas han notado otros desafíos que surgen de la interpretación confuciana de las relaciones. “Debido a su importante énfasis en la filialidad, el culto a los antepasados es la tradición confuciana más antigua y básica”, pero “uno debe tener en cuenta que 'antepasado' significa principalmente 'antepasado masculino del marido'”. La armonía prevista por las nociones tradicionales sobre la filialidad no es indiscriminada:
Las mujeres coreanas conservan su apellido de soltera incluso después del matrimonio, lo que podría parecer que implica igualdad hasta que se llega a comprender que lo hacen, no porque se respete su independencia, sino porque no pueden ser aceptadas como un miembro mas en el hogar de su marido. Dado que las mujeres casadas no tienen un vínculo sanguíneo directo con la familia del marido, las mujeres después del matrimonio se convierten en forasteras tanto en su familia natal como en la familia del marido: están en el medio. Sólo cuando las mujeres dan a luz a un hijo varón pueden reclamar su condición de miembro de la familia de su marido.
La piedad filial parece albergar un esencialismo social hostil incluso hacia la posibilidad misma de separarse del padre o del maestro en aras de una unidad más verdadera. El reconocido misionero en Corea, William Blair, señaló: “La esencia del confucianismo es la reverencia por la autoridad y el orden establecidos, sobre todo que el hijo debe honrar al padre. Para el coreano literal, esto significaba que no debía deshonrar el pasado intentando mejorarlo”.
La naturaleza de la relación y el deber filial que la acompaña es tal que las muestras visibles de lealtad incondicional (en otras palabras, rituales de humillación) encarnan la bondad a la que una persona aspira. Pero esa bondad no sólo es conductual; debe ser disposicional. Y como la disposición interior necesaria no se puede enseñar, la esperanza es que se genere gradualmente mediante prácticas rituales caracterizadas por sumisión y honor, como si la disposición ya existiera. La adquisición de la abnegación anhelada se logra mediante una repetición incesante.
Por lo tanto, la búsqueda del Camino requiere el sometimiento intencional y autoconsciente de todo rastro de disonancia interna, con expresiones rituales de piedad filial. El monólogo interior debe ser silenciado, y una relación humana idealizada, inmune a las decepciones de abusos humanos reales, ata la conciencia. Seguir el Camino, en este sentido, significa buscar un aumento en conformidad con la imagen de una obediencia perfecta e incondicional (de hecho, autohumillación), ejerciendo en el mejor de los casos, una facultad crítica severamente restringida. Este sistema conduce a dos cosas: visto desde abajo, una fidelidad ad hominem: todo lo que el maestro dice se toma como dogma irreprochable porque él lo ha dicho, la desaparición de uno mismo; visto desde arriba, autoritarismo, ortodoxia personificada, impunidad.
Aun así, ésta es sólo una lectura parcial; quizás juzgamos demasiado pronto. Como se señaló anteriormente, este modelo confuciano es una idealización. Por tanto, tiene el mismo peso deontológico tanto para el profesor como para el alumno. En otras palabras, el despotismo puede que no sea inherente al sistema. El buen maestro en las Analectas es aquel que, como el Maestro mismo, asume humildemente un cargo más noble que su propia persona. Como maestro es un humilde servidor.
Sin embargo, el alumno debe entenderse honrado por la autoexaltación del maestro y la autohumillación complementaria de sí mismo. El honor del estudiante está en reforzar la jerarquía que lo constriñe. Si el maestro de hecho presume de la humildad del estudiante, aun así, el estudiante debe honrarse a sí mismo llamando bueno a lo que es malo. Su única esperanza de reivindicación es, nuevamente, la incoherencia moral de una sumisión incondicional. Si el despotismo no es inherente al sistema, aún así el sistema no tiene defensa contra este.
El tremendo potencial de la sociología de Confucio para el discipulado humilde puede redirigirse con demasiada facilidad hacia la subyugación; y el oficio del maestro está tan bien preservado por una reciprocidad desproporcionada que puede conducir fácilmente a la prepotencia y al interés personal. La asimetría relacional socava la distinción entre la sabiduría ofrecida por el maestro (o quizás el pastor) y el maestro (o pastor) mismo. El oficio y la relación asimétrica eclipsan la persona, tanto padre como hijo, el inferior y el superior.
3. Comparación
Ahora que contamos con la materia prima, estamos en condiciones de tratar de seleccionar puntos de comparación entre estas dos tradiciones en cuestiones relevantes para la cuestión más amplia de la comunidad y la confesión.
3.1. El maestro ideal
Entre el confesionalismo protestante esbozado anteriormente y una sociología confuciana del conocimiento, se descubren notables similitudes, y Confucio mismo parece ser un depósito inusual de la perspectiva de la gracia común. Con ternura y sencillez de expresión, ofrece sabiduría en varios puntos coherentes con una teología reformada.
Confucio espera que los profesores estén cualificados; deben conocer su materia. Pero el conocimiento nunca es suficiente por sí solo; el buen carácter es esencial, para que los maestros puedan servir no sólo como fuentes de información sino aún más, como modelos de la búsqueda fiel del Camino. El apóstol Pablo espera precisión de doctrina y enseñanza fiel (1Ti 1, 6; 2Ti 4; Tit 2), pero su énfasis en el carácter (confiabilidad, integridad, etc.) es inconfundible. Jesús mismo, por supuesto, dirigió un círculo cercano no de estudiantes sino de discípulos. No sólo aleccionaba (si es que lo hizo) a Sus discípulos, sino que vivió con ellos.
Uno detecta fácilmente una sensibilidad similar al carácter relacional del conocimiento y el crecimiento en el conocimiento en la teología reformada. En lo que puede considerarse como los primeros prolegómenos reformados, el Tratado sobre la verdadera teología de Franciscus Junius, él codificó el principio de que “la concepción reformada de la teología cristiana es fundamentalmente una empresa relacional, determinada por y determinante en la relación divina-humana”. Al discutir la relación entre historia y revelación, Geerhardus Vos argumentó que Dios “ha hecho que Su revelación se lleve a cabo en el contexto de la vida histórica de un pueblo”, de modo que “el círculo de la revelación no es una escuela, sino un 'pacto'” cuyo objetivo es que “andemos en una nueva vida”, “andemos en el Espíritu” y “permanezcamos” en Cristo, Su Palabra y Su amor (Ro 6:4; Ga 5:16; Jn 15:7, 9).
3.2. Virtud y sabiduría familiares
El énfasis de Confucio en una concepción familiar de la comunidad confesante también tiene similitudes notables con la eclesiología bíblica en la comprensión reformada. Juan el Bautista fue enviado a “volver el corazón de los padres hacia los hijos y el corazón de los hijos hacia los padres” (Mal 4:6; Lc 1:17). Calvino escribe: “Lo que Malaquías dice sobre Juan el Bautista se aplica a todos los ministros de Cristo. Son enviados con este propósito de volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres”. Jesús habla de adopción en términos de reconstitución familiar; los que hacen la voluntad del Padre son verdaderamente su madre, hermana y hermano (Mt 12:50). La eclesiología familiar de Pablo se expresa en términos de “la casa (οἰκεῖος) de la fe” o “de Dios”, un tejido sociológico que trasciende las líneas étnicas (Ga 6:10; Ef 2:19, 3:1-13; Col 1:27; 1Ti 3:15). La piedad filial confuciana también extiende la metáfora doméstica a la esfera social y, por lo tanto, fomenta la responsabilidad generacional resaltada en pasajes como Deuteronomio 6, pero a menudo descuidada en contextos culturales (occidentales) dominados por una fijación en la juventud, la autodeterminación y la individualidad.
Los teólogos reformados han reconocido que la salvación es un asunto corporativo e incluso familiar. Como lo hizo Agustín antes que él, Calvino sugiere que pensemos en la iglesia como la madre de los fieles. Él escribe:
…no hay otro medio de entrar en la vida, a menos que ella nos conciba en el vientre y nos dé a luz, a menos que nos alimente de sus pechos, y, en resumen, nos mantenga bajo su cuidado y gobierno, hasta que, despojados de la carne mortal, lleguemos a ser como los ángeles (Mt 22:30).
Él asocia la gracia y el cuerpo tan estrechamente que dice que “más allá de los límites de la iglesia no se puede esperar ningún perdón de pecados ni salvación”. Para Confucio, el seguidor del Camino es un hijo o una hija de la tradición, encomendado con inocencia al cuidado e instrucción de guardianes vivos de la sabiduría antigua. Podría decirse que el punto común más destacado a la vista es una comprensión corporativa o específicamente familiar del conocimiento, la sabiduría y la virtud.
Y, sin embargo, existen diferencias significativas entre una sociología confuciana del conocimiento y el confesionalismo protestante esbozados anteriormente.
3.3. Verdadera y falsa unidad
Que el cuerpo sea el cuerpo de Cristo implica el derecho de la desunión en pro de la unidad. El énfasis de Pablo en la unidad de la “casa de Dios” (Ef 2:19) es inequívoco (1Co 3; 12:12-27; Ef 4:14-16), pero ciertamente el apóstol ve un papel para la desunión (1Co 11:19). De hecho, su énfasis en la unidad es al mismo tiempo un énfasis en la desunión; para Pablo, la unidad es una refracción de la soteriología, la teología del pacto e incluso la doctrina de Dios. La unidad del cuerpo es una consecuencia de la unidad del cumplimiento del evangelio y la verdad, y por lo tanto la unidad del cuerpo es también una consecuencia de la separación del error religioso y del mundo (por ejemplo, Ro 12:2).
Dado que el nuevo nacimiento por el Espíritu es provisto por el logro redentor proclamado en el evangelio, la salud de los lazos familiares depende de la fidelidad al evangelio y de la obediencia prescrita a los seguidores de Jesús (Mt 28:19-20; Jn 14:15-31). En ese sentido, el compromiso crítico con la tradición y la enseñanza de la iglesia —no la subyugación humilde a ella— no sólo es apropiado sino también una cuestión de deber para con la familia misma y con el principio personal de su unidad: el mediador singular presente y activo por el Espíritu. El nuevo nacimiento cristiano se forja en la muerte expiatoria del Mesías y la aplicación del Espíritu de la victoria del Hijo a aquellos sobre quienes reposa el amor del Padre. La regeneración pone al pecador en enemistad con su viejo yo, con la carne bajo condenación y con el mundo. Y así, la unidad de la iglesia se produce en la verdad del evangelio, y su forma primaria, su momento inaugural, es la desunión con el mundo y con la falsedad (Jn 3:19; 12:25, 15:19; 1Co 2; 1Jn 2-4). La antítesis es un medio de gracia.
Ser cristiano, por lo tanto, significa haber ejercido el derecho a la desunión legítima. Pero la unidad a través de la desunión no es sólo un gesto inicial; es el deber perpetuo de la iglesia, su carácter esencial y permanente, incluso en relación con su propia tradición. Al hacer un énfasis inequívoco en la unidad, Pablo advierte a los efesios que lobos subversivos con planes engañosos surgirían incluso dentro de sus propias filas (Hch 20:29; Ef 4:14), y que en ocasiones “es necesario que entre ustedes haya bandos”, entre la iglesia, “a fin de que se manifiesten entre ustedes los que son aprobados” (1Co 11:19). “Después de todo”, escribe Stephen Holmes, “es una forma adecuada de relacionarse con una tradición, oponerse a desarrollos particulares y sugerir que son inadecuados y deberían eliminarse”. El punto es: “La teología siempre necesita estar en diálogo —en conversación— con su tradición, pero ese diálogo bien puede ser fuertemente crítico”.
Confucio parece haber preservado ese derecho a la desunión. Lo ejerció cuando vio que la sabiduría de épocas pasadas se deterioraba. Sin embargo, en el caso de Confucio, esa misma sabiduría por la que trabajó impone un tipo de filialidad que prácticamente anula el derecho a la desunión. Esto se puede ver de dos maneras: la reciprocidad de las relaciones asimétricas significa que los deberes filiales de uno son perpetuamente incumplidos y, en segundo lugar, la asimetría relacional parece constituir la totalidad de la vida social de una persona. “Que tus acciones se rijan por el deber y la confiabilidad, y no aceptes como amigo a alguien que no sea tu semejante”, dice el Maestro (1.8, 9.25). Pero, ¿quién es semejante a uno? Esto significa que hay pocas relaciones dentro de las cuales los individuos puedan ejercer el derecho a la desunión sobre la base de la conciencia en aras de la verdad. Como se señaló anteriormente, la eliminación de la voz disidente de la conciencia es, en la sociología del Camino, una virtud suprema. Es el estándar de referencia de la santificación confuciana. Este aspecto subjetivo del cultivo filial hace que la desunión legítima sea inalcanzable.
Por lo tanto, en el modelo de sociología del conocimiento de Confucio, la unidad social no se basa naturalmente en la verdad doctrinal, sino más bien en la verdad del refuerzo socioestructural. Por lo tanto, puede asociarse torpemente con una sociología basada en confesiones o, en el peor de los casos, la verdad puede quedar bajo la influencia de las asimetrías más cuantificables de las relaciones interpersonales. La verdad en este último caso será una cuestión de conveniencia social. Lo que afirma la asimetría relacional es verdadero; todo lo que socava la jerarquía es falso. Y esta redefinición pragmática de “verdad” indica una vulnerabilidad ontológica en la visión social de Confucio.
3.4. Ontología Creador/criatura
Los neocalvinistas han hablado de la iglesia en términos de organismo e institución. El organismo es la iglesia católica —en el sentido de universal—, el cuerpo vivo de Cristo al que los pecadores son traídos o incorporados por la obra regeneradora del Espíritu del Salvador resucitado. Todo esto tiene como trasfondo la incapacidad del pecador, aparte de la obra regeneradora del Espíritu que obra por y con las Escrituras, de confesar a Cristo verdaderamente o de hacer algún bien. El organismo de la iglesia son las personas regeneradas, que separadas de la regeneración están muertas en el pecado.
El cuerpo de Cristo es apartado de la raza caída por un acto de gracia; es un regalo, para que nadie se gloríe (Ef 2:8, 9). La distinción en cuestión es entre seres humanos, relativa a la relación de la criatura con Dios. La formación del cuerpo está constituida por un cambio misericordioso de estatus ante Dios (Ef 2:1-10). La cuestión es que esta eclesiología supone una ontología Creador/criatura. El movimiento de no regenerado a regenerado, o de Adán a Cristo, es un cambio de estatus ante Dios. Sin una ontología Creador/criatura, estas categorías pierden su significado.
La institución de la iglesia, por otra parte, es la formalización visible del organismo. Los oficios eclesiásticos representan distinción sólo en la institución, no en el organismo. No hay grados de participación en el organismo, como para la participación en la gracia salvadora. La gracia de los dones y el liderazgo de la iglesia se otorgan de diversas formas (Ro 12:3–8; 1Co 3:1–15; 12; Ef 3:1–8), pero estas son distinciones institucionales que no producen ningún cambio en el estatus ante Dios. El énfasis aquí debe recaer en las relaciones dentro del cuerpo, en las que maestro y alumno, padre e hijo, pastor y oveja, son igualmente indignos, pero, no obstante, pertenecen —plena e igualmente—, por gracia, al organismo del cuerpo.
Por lo tanto, una implicación eclesiológica de la ontología Creador/criatura es que el oficio no implica exención de responsabilidad, ni ante Dios ni ante los semejantes portadores de Su imagen. Los ancianos están protegidos de la calumnia, pero también se les exige un nivel más alto de santidad (1Ti 5:19-20). En términos de organismo, todos los miembros tienen igual acceso al trono de la gracia y a la autoridad objetiva de Dios en las Escrituras. Organismo en este sentido, porque en él no hay distinción ante Dios, tiene un efecto ecualizador en la institución. Todos los titulares de oficios en la iglesia son responsables ante Dios, a quien cualquier miembro puede apelar, y al principio en el Espíritu de unidad e incorporación, debido al manejo de sus oficios. El hecho de que las acusaciones contra un anciano deban tener el respaldo de múltiples testigos (1Ti 5:19) señala el contexto corporativo del abuso de autoridad y los mecanismos eclesiásticos correctivos. Este requisito protege a los ancianos de la difamación y a los miembros bajo su cuidado de la intimidación. En definitiva, la ontología Creador/criatura previene el abuso de poder y, en una palabra, mantiene a la iglesia cívica.
El hecho de que Confucio no haga distinción entre organismo e institución sugiere una ontología monista. En otras palabras, en la sociología del conocimiento de Confucio sólo existe el humano y el otro humano. Las distinciones de estatus y oficio entre los humanos son, por lo tanto, distinciones fundamentales, ya que no existe una responsabilidad ecualizadora ante un Dios Creador, no existe un tribunal superior de apelación. En consecuencia, es difícil circunscribir y restringir la autoridad personal del padre/maestro.
Cuando el padre/maestro está doctrinalmente descarriado, el camino hacia el oficio de apelaciones está custiodado por la filialidad; y dado que no existe un tribunal ontológicamente superior y, por consiguiente, no hay una esencia espiritual de unidad corporativa, no hay otro camino ni otro oficio. Por supuesto, la objetividad de ese conjunto de conocimientos que Confucio tenía en tan alta estima parece controlar la autoridad del padre/maestro; pero es un rival débil a la insuperable desproporcionalidad de la asimetría relacional. La verdad ha sido absorbida por la función social.
Sólo la transgresión paterna más grave podría justificar la apelación de un niño/estudiante a la tradición contra su padre/maestro. Pero incluso en tales casos, la asimetría implica que oponerse el niño/estudiante a su padre/maestro es simplemente una violación del orden natural. No puede ganar. Si el niño/estudiante presenta una acusación contra su padre/maestro y fracasa, puede en el último momento preservar su honor de servidor, pero sólo celebrando su propio deshonor y haciendo público su remordimiento; él mismo debe restaurar el honor del padre/maestro a costa de su propia dignidad. Obsérvese también que el remordimiento privado es una entidad social inexistente y, por tanto, irrelevante. La auto-humillación pública es lo único que importa. Por otra parte, si logra demostrar el error de su maestro, el daño será irreversible. Sólo habrá logrado demostrarse indigno por ingrato, una amenaza al ethos de filialidad que es esencial para la armonía y el progreso sociales. Él es un inconveniente para todos. La verdad sobre el maestro no tiene vigencia en la sociología del conocimiento de Confucio. En este sentido:
Aunque el quinto mandamiento existe (…) a los cristianos se les ordena obedecer a sus padres “en el Señor” (…) y si los padres biológicos instigan a los cristianos a cualquier transgresión de la ley de Dios, dichos cristianos pueden con justicia considerar a sus padres biológicos no como padres, sino como extraños que están intentando seducirlos contra la obediencia a Dios. En el confucianismo, sin embargo, esto no es posible para los padres, especialmente para el padre biológico, a quien no se puede desobedecer bajo ninguna circunstancia.
En otras palabras, la ontología monista puede permitir que la autoridad del titular del oficio usurpe la autoridad de la enseñanza misma; en la iglesia, incluso la Palabra de Dios. Y si es así, es probable que la sociología del conocimiento de Confucio se resista a las implicaciones eclesiológicas de la autoridad cualitativa de una Sagrada Escritura clara y objetiva, en particular, la ecualización eclesiológica de un derecho universal de apelación y la libertad de conciencia de cada miembro ante todos excepto Dios. Sin lugar a dudas, Confucio pone gran énfasis en el estudio y el pensamiento crítico; pero sociológica y eclesiológicamente se inclina hacia un magisterialismo incondicional, incluso hacia el autoritarismo.
Estos efectos han sido documentados. Dong-Choul Kim escribe sobre la Iglesia coreana que el “neoconfucianismo” tiende a “sobrevalorar la autoridad del predicador”, lo que lleva a “una mala interpretación de la autoridad como un concepto social y no teológico”. “La autoridad del tipo autoritario”, en particular en el púlpito, “tiene sus orígenes profundamente arraigados en la influencia del neoconfucianismo”, explica. En resumen:
Como cabeza simbólica de la comunidad religiosa, el predicador tiene un poder ilimitado. Aquellos que defienden el autoritarismo pueden ejercer la autoridad de una manera jerárquica, de arriba hacia abajo, que mantiene a la congregación dependiente y sumisa. La autoridad de un predicador, tal como se considera en la jerarquía de la sociedad coreana, se caracteriza como patriarcal. En tal situación, el desafío es evitar convertirse en autoritario.
3.5. Calvino y Confucio sobre el pecado
Finalmente, la doctrina del pecado de Confucio es deficiente. El resultado es que no encuentra necesidad de gracia y, por lo tanto, lo que visualiza para la mejora moral es inadecuado en puntos importantes.
Calvino describió la herencia adámica en términos tanto de culpa como de corrupción. Descubrió que las Escrituras enseñaban una salvación que respondía a este estado con lo que llamó una duplex gratia Dei, una doble gracia de Dios, que incluía beneficios tanto forenses como renovadores: Dios reconoce al pecador justo y obra renovación interna. El lenguaje paulino relevante en particular resulta paradójico, no sólo en términos del estatus actual de uno (¿es uno justo o no?) sino también en términos de la capacidad del pecador justificado de pecar o de hacer el bien. Tenemos paz con Dios y ahora no hay condenación; pero ni siquiera el propio apóstol Pablo se atreve a presumir de que ya lo ha alcanzado (Ro 5:1; 8:1; Fil 3:12). A la misma persona que ha resucitado con Cristo, y cuya vida está escondida con Cristo en Dios, Pablo le ordena buscar las cosas de arriba. Richard Gaffin ha llamado a esto las “‘matemáticas misteriosas’ del pacto de Dios”.
El dicho del Maestro de que “sólo los muy sabios y los muy estúpidos no cambian” (Analectas 17.3) capta bien la complejidad de su visión de la naturaleza humana y la capacidad natural (cf. 16.9, 16.11). Sus fuertes negaciones de la capacidad innata nunca encuentran nada parecido al reconocimiento de la necesidad de la gracia de la restauración subjetiva y la reconciliación objetiva con el Padre, administradas por el Espíritu del Hijo resucitado; una justicia de Dios, desde fuera (Ro 3:21-22). Cualquiera puede estar de acuerdo en que “las personas son similares por naturaleza” y que “difieren como resultado de la práctica” (17.2). Pero sea cual sea la verdad que esto pueda transmitir, no transmite ninguna gracia; y esto se debe a que subestima el problema al que responde la gracia. El Espíritu hace que pecadores, que no quieren y no pueden, quieran y puedan obedecer y glorificar a Dios. En ocasiones, Confucio parece haber captado los secretos más oscuros de la condición humana, pero la esperanza de su programa depende precariamente de la ambigüedad entre el decoro practicado y el estado interior del portador de la imagen de Dios delante de Él. La doctrina del pecado de Confucio tropieza en la oscuridad; por esta razón su soteriología falla en transmitir una ayuda verdadera. A pesar del valor que encontramos en su visión social, no puede ofrecer ninguna esperanza duradera.
3.6. Los estándares de Westminster
El capítulo 20 de la Confesión de fe de Westminster (CFW), titulado “De la libertad cristiana y la libertad de consciencia”, incluye una serie de ideas relevantes. La sección 1 aborda en primer lugar la libertad de la culpa, la ira divina, la maldición y el dominio del pecado y de Satanás. La sección 1 también menciona aquello para lo cual los creyentes son salvos, que es “rendirle obediencia [a Dios], no por temor servil sino por amor filial y una mente voluntaria”. La obediencia del niño —digámosle el hijo, el estudiante, el ciudadano, el subordinado— es filial en su modo afectivo y en su motivación. La obediencia no es simplemente querer, sino amar.
Y aquí también hay una nota correctiva, que distingue la obediencia por la liberación y regeneración cristiana, de una subyugación mundana. Lo primero “no se debe a un miedo servil”. Se deja así entrever que la obediencia por miedo no es una obediencia amorosa sino egocéntrica de una manera particularmente lamentable. Incluso cuando el subordinado obedece provoca desdén, ya que es una malformación conductual de sí mismo. También vale la pena señalar que la obediencia servil crea una noción falsa de liberación. El hijo subyugado no anhela una obediencia amorosa sino ninguna obediencia en absoluto. La amargura sofocante de su posición le impide imaginar una liberación de su alma hacia otra forma de obediencia, pero en cambio anhela la liberación hacia la autonomía. La obediencia del miedo servil alimenta el orgullo pecaminoso, y esta es precisamente la combinación que vemos en la estrategia de la serpiente en Génesis 3:1-6. La serpiente orienta a Eva para que transgrediera la autoridad de Dios y rechazara su propia posición filial al hacerla creer que era una esclava involuntaria de un manipulador egoísta.
La sección 2 analiza la relación entre conciencia y obediencia, extrayendo las implicaciones de la liberación redentora abordada en la sección 1. En otras palabras, la sección 2 proporciona una breve psicología de la obediencia y la condición regenerada.
“Dios es el único Señor de la conciencia” significa que ninguna persona juzga la conciencia de otra, o que por el sentido que una persona tiene de sí misma, en el tejido relacional de su autocomprensión, sólo debe rendir cuentas a Dios. Entonces, si bien la primera cláusula de la WCF 20.2 es positiva, afirmando que Dios es Señor de la conciencia, también rechaza incluso actitudes ocultas de engreimiento, en las que una persona se considera juez de otra. Aquí se traza un límite claro de jurisdicción. Ninguna persona ejerce autoridad sobre los pensamientos ocultos, sobre la autocomprensión de otra persona. Puedo aconsejar, enseñar, animar, debatir, disputar, liderar o predicar con el ejemplo, pero no puedo gobernar ni juzgar la conciencia de otro. Esto es imposible, pero también incorrecto.
El señorío de Dios sobre la conciencia está representado por las Escrituras, de modo que hombres y mujeres pueden responsabilizarse mutuamente de la Palabra de Dios, y así administrar la autoridad divina indirectamente, pero hasta ahí y nada más: “libre de doctrinas y mandamientos humanos, que sean contrarios a su Palabra o añadidos a ella”.
La Confesión 20.2 aborda dos aspectos relevantes de la transgresión. Primero, “creer [tales doctrinas]”, aquellas que son contrarias a la Palabra de Dios, “u obedecer de conciencia tales doctrinas o mandamientos, es traicionar la verdadera libertad de conciencia”. En otras palabras, la Confesión insiste en la integridad de la persona en su conducta moral y en su autocomprensión. La Confesión afirma que el quebrantamiento de la persona que se produce cuando la conciencia es transgredida por la voluntad constituye una transgresión de la libertad. En otras palabras, la libertad es la plenitud personal, la integridad de la persona, liberada para una obediencia amorosa a Dios. Ejercer la voluntad contra la corriente del corazón es actuar en violación de la liberación regenerativa de la Confesión 20.1 y, por lo tanto, es actuar contra el logro redentor y el reinado de Cristo. Cristo me ha liberado; por eso, cuando actúo contra mi conciencia, difamo el cumplimiento de la gracia.
La Confesión va un paso más allá. Además de la libertad de conciencia, “también la razón” se ve desafiada por “el requerimiento de una fe implícita y una obediencia absoluta y ciega”. Lamentablemente, esta es precisamente la exigencia que surge de una ontología sociológica confuciana, en la que el silenciamiento de la conciencia a través del condicionamiento conductual deferente sirve como faro del esfuerzo moral.
Para los presentes propósitos también resulta informativo el Catecismo Mayor de Westminster (WLC), las preguntas 123-133, sobre el quinto mandamiento. De hecho, el Catecismo Mayor dedica más preguntas al quinto mandamiento que a otro mandamiento del decálogo: diez preguntas, frente a las siete del cuarto mandamiento.
El alcance del quinto mandamiento, según WLC 126, es “el cumplimiento de aquellos deberes que nos debemos mutuamente en nuestras relaciones como inferiores, superiores o iguales”. Dos preguntas, 124 y 125, reflexionan sobre cómo las Escrituras definen estas relaciones en términos familiares. En otras palabras, los teólogos de Westminster dieron por sentado que Éxodo 20:12 tenía interés en las relaciones sociales como tales —todas ellas— y que el Señor consideró adecuado expresar su instrucción, con respecto a las relaciones humanas, en términos familiares. Los teólogos entienden que las Escrituras enseñan que la familia es la semilla de la vida social, política y profesional, y que por diseño divino debemos extrapolar las relaciones familiares para comprender cómo debería funcionar la sociedad humana. El carácter familiar de las relaciones entre estudiantes y maestros, de las relaciones entre soberanos y súbditos, y de las amistades (por nombrar sólo algunas) es divinamente reconocido, tal vez divinamente sancionado e incluso diseñado así por Dios. Este organicismo relacional, por decirlo con cierta terminología, también es evidente en varios lugares del Nuevo Testamento. Pablo aborda la conducta familiar, social y política juntas en Efesios 4-6 y nuevamente en Colosenses 3. Pedro también, en 1 Pedro 2-3, se refiere a varias instituciones humanas (πάσῃ ἀνθρωπίνῃ κτίσει, 2:13), hablando colectivamente y luego secuencialmente de la vida familiar, social y política. Y, en efecto, históricamente hablando, la humanidad comenzó como una familia y luego se desarrolló social y políticamente. ¡Qué razón tenía el Maestro!
Esta conexión entre la vida familiar y la vida pública o social es explícita en las preguntas 124 y 125 del WLC. “Padre y madre”, dice 124, significa “todos los superiores en edad y dones” y “especialmente” aquellos que “por ordenanza de Dios tienen autoridad sobre nosotros, ya sea en la familia, en la iglesia o en la sociedad”. “Por padre y madre se refiere”, o ‘designados intencionalmente’, en otras palabras, todos los superiores en las relaciones humanas, incluidos, evidentemente, los hermanos mayores. Es una lectura rica, incluso ambiciosa, del quinto mandamiento al ver que no sugiere la inclusión de varias relaciones no familiares, ni siquiera implica tales relaciones, sino que pretende, mediante el lenguaje de “padre y madre”, designar a todos los superiores en todas las relaciones superior-inferior. Y el quinto mandamiento, según los teólogos de Westminster, quiere decir que todos los superiores deben ser como padres para los inferiores. Específicamente, esto significa que se espera que todos los superiores, “como padres naturales, expresen amor y ternura” a los inferiores. Recíprocamente, el lenguaje familiar del quinto mandamiento se da para “elevar a los inferiores a mayor disposición y alegría al cumplir sus deberes ante sus superiores como si fueran sus padres”.
Las preguntas 127 y 128 abordan los deberes y pecados, respectivamente, de los inferiores en relación con los superiores, y las preguntas 129 y 130 abordan los deberes y pecados de los superiores en relación con los inferiores. La dinámica de las relaciones (incluso el honor y la vergüenza) se expone en detalle. Y en su mayor parte, las palabras de WLC 127-130 podrían atribuirse al propio Confucio. Podría decir exactamente las mismas cosas, incluso creyendo que sus palabras tenían el mismo significado. Pero hay, sin duda, indicios de diferencias más profundas entre la perspectiva de los teólogos y la del antiguo sabio oriental.
Los inferiores deben, según la pregunta 127, orar y dar gracias por sus superiores, y deben soportar “sus debilidades (…) cubriéndolas con amor”. Hay, notoriamente, una deferencia hacia Dios en gratitud por Su provisión de superiores, incluso de superiores cuyas debilidades son evidentes. Idealmente considerado, un buen superior, o un buen cuidado y guía de los padres, es una provisión de Dios la cual enriquece la vida y las labores del inferior. Nuevamente escuchamos ecos de las enseñanzas del Nuevo Testamento sobre la familia y la vida política. Pero esta forma de gratitud no está ligada exclusivamente al superior ideal, al superior perfectamente virtuoso y bondadoso, que sólo emite órdenes lícitas y agradables. Más bien, se anima al inferior a soportar las debilidades de su superior, y esto de una manera específica: cubriéndolo con amor.
Ahora bien, Confucio no puede decir que “el amor cubre multitud de pecados”, sino sólo que el amor puede suprimir momentáneamente o aliviar brevemente la culpa, la vergüenza y el dolor que causa el pecado, o incluso que el amor es simplemente una supresión momentánea e ingenuamente deseada del pecado y sus efectos negativos. Lo que Confucio no puede hacer es ordenar a sus discípulos que soporten las imperfecciones de sus superiores y los cubran con amor sobre la base del amor de Juan 3:16, que no poéticamente, sino a manera de pacto, cubrió de una vez y por todas los pecados de los santos. El consejo del Maestro sólo puede pretender contener el genuino poder curativo del amor del Dios hecho Hombre por Sus amigos.
Lo más teológicamente evidente en la exposición del Catecismo Mayor sobre los deberes y ofensas mutuos de superiores e inferiores es la pregunta 129, sobre los deberes de los superiores hacia sus inferiores; un hecho revelador en sí mismo, donde, por el contrario, la atención de Confucio se centra abrumadoramente en los deberes del subordinado. Pero lo más notorio aquí es la mano curatorial divina y la implicación de responsabilidad religiosa que recorre cada espacio de la relación superior-inferior.
En concreto, los superiores deben desempeñar sus deberes “según el poder que reciben de Dios”. Esta designación llena de significado es digna de mención por dos razones. Primero, un superior es superior por nombramiento divino. Por supuesto, esto no es exclusivo de los caminos humanos normales hacia el liderazgo o la influencia institucional: capacitación, experiencia, establecer contactos, etc. Y el hecho de que el nombramiento divino no sea una alternativa a estas circunstancias normales significa que los cristianos pueden esforzarse y tal vez alcanzarlas, pero nunca jactarse. Por el contrario, si las cosas no van bien (y con qué poca frecuencia sucede para la mayoría de las personas), también es mejor dejar en manos de la sabiduría y bondad divinas aquellas circunstancias menos alentadoras para nuestra comprensión limitada. Por lo tanto, ni nos jactamos ni nos desesperamos, porque el poder que ejercemos nos lo concede o no Dios.
En segundo lugar, el poder que ejercen los superiores es el poder concedido por Dios; es decir, la superioridad del superior está circunscrita al respaldo divino. El superior puede ejercer toda clase de poderes, pero no todo su poder goza de la aprobación divina. Dios concede al padre el poder de guiar, edificar, animar y disciplinar a sus hijos; pero no para provocarlos o exasperarlos. Pero el padre es capaz de ambas cosas. Un padre sí tiene el poder, o la capacidad, de hacer miserables las vidas de sus hijos, pero no tiene la autoridad para hacerlo porque su poder se lo concede Dios. Si Dios es la autoridad que otorga el poder del superior, entonces esa autoridad lleva el carácter de Dios, y el ejercicio legítimo de esa autoridad está restringido a aquello que agrada o glorifica a Dios.
Esto se hace explícito en las cláusulas finales de 129 en las que se ordena a los superiores a “procurar la gloria a Dios” y, por tanto, procurarse “honor a sí mismos”. En el organismo social imaginado aquí, el Dios del consuelo, el amor, el orden y la justicia es glorificado cuando el superior es debidamente honrado y el inferior debidamente guiado. Para decirlo a la inversa: el superior es debidamente honrado y el inferior correctamente guiado, cuando y sólo cuando Dios es glorificado. Dios siendo Dios, cuando Dios es glorificado, todas las cosas para la criatura son establecidas correctamente en su lugar. La observancia del quinto mandamiento incluye “una promesa expresa de larga vida y prosperidad, hasta donde ello sirva para la gloria de Dios y el propio bien de quienes guardan este mandamiento”.
4. Conclusión
Son innegables las sorprendentes similitudes entre la eclesiología reformada, las visiones reformadas de la tradición y la enseñanza, y la propia visión de Confucio sobre el conocimiento, el aprendizaje y las dinámicas personales y corporativas relevantes, así como son recursos para edificación mutua.
Por ejemplo, el reconocimiento del precedente bíblico del familiarismo confuciano ayuda al discernimiento. Al reconocer una secuencia de creación-corrupción en la esfera familiar, el observador puede evitar tanto la reacción exagerada contraria, por un lado, como el tribalismo reaccionario, por el otro. Tal equilibrio establecerá un tono saludable para los esfuerzos en las teologías culturalmente dirigidas.
La reflexión sobre la comparación anterior también saca a la luz diferencias con respecto a la tradición como tal. El hecho de que la tradición pueda servir como chivo expiatorio o como refugio para irregularidades de un tipo u otro está bastante claro; pero las formas en que pueden arraigarse los despliegues ambiguos de la noción de tradición varían a medida que varían las valoraciones culturales de la tradición. Vemos el aprendizaje de manera diferente; vemos la enseñanza de manera diferente; y tenemos diferentes actitudes hacia lo que se enseña y las personas que enseñan. La conciencia de los instintos culturales a este respecto nos ayudaría a utilizar la tradición teológica con mayor sabiduría en un contexto transcultural.
Un tercer beneficio es lo que podríamos llamar un punto de contacto o una apertura evidente al evangelio. Las culturas difieren, pero comparten un origen e impulso común y el instinto supresor de la condición pecadora. Cuando señalamos estos principios comunes a nivel cultural, se hace evidente que la tensión entre la apertura al evangelio y el instinto supresor no se resuelve completamente en el punto de conversión. El crecimiento en verdad y santidad (Ef 4:15) seguirá enfrentando resistencia no sólo individual sino corporativa y cultural. El ministerio transcultural (y todo ministerio es transcultural, al fin y al cabo) que se apoya en tales conocimientos comparativos está mejor equipado para tales desafíos.
Este artículo fue traducido y ajustado por Anamaría Urueña. El original fue publicado por Nathan D. Shannon en The Gospel Coalition. Allí se encuentran las citas y notas al pie.
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