Abraham Kuyper nunca tuvo que preocuparse por desarrollar una doctrina calvinista respecto a la disuasión nuclear. A su muerte, en 1920, aún pasaría otro cuarto de siglo antes de que el mundo conociera el terrible poder de estas armas atómicas de destrucción masiva. Muchas cosas cambiaron entre el 8 de noviembre de 1920 y el 6 de agosto de 1945, sobre todo que la Gran Guerra —la “guerra para acabar con todas las guerras”—, que Kuyper lamentó tan amargamente en sus últimos años, tendría una secuela horrible y apocalíptica, de la que en esa ocasión ni siquiera su amado país natal (Países Bajos) se salvaría. Sin embargo, aunque como hombre él pasó a la historia, sus discípulos y su legado siguen vivos. Por eso uno se pregunta: ¿qué diría Kuyper hoy? ¿Cómo nos ayudaría su calvinismo a entender y practicar la geopolítica frente a la cuestión nuclear?

Esta es una pregunta que no podemos plantear directamente a Kuyper o a su extensa literatura. Él murió mucho antes de que la cuestión nuclear pudiera plantearse al mundo, pero podríamos acudir a los neocalvinistas de los últimos tiempos para que la respondan. Por ejemplo, cuando Jim Skillen abrió la oficina de la Asociación para la Justicia Pública en 1982, redactó un documento político sobre la “Defensa justa” contra las armas nucleares. En su libro publicado en 1981, International Politics and the Demand for Global Justice (Política internacional y exigencia de justicia global), Skillen sostiene que la amenaza existencial de las armas nucleares puede distraernos de los dilemas de seguridad subyacentes, especialmente de las catástrofes humanitarias, que pueden inducir a su uso. “No es posible una resolución equitativa y a largo plazo de los problemas relacionados con las armas nucleares sin la resolución de los conflictos e injusticias internacionales más fundamentales”, escribe.
Skillen continúa:
Las conversaciones SALT [Conversaciones sobre Limitación de Armas Estratégicas] pueden continuar década tras década, pero mientras los participantes en dichas conversaciones sean poderosos Estados egoístas que asumen algún tipo de interés nacional propio como principal objetivo de su política exterior, no habrá tregua para el miedo ‘hobbesiano’ de todas las partes.

En su libro Thine is the Kingdom (Tuyo es el Reino), que fue publicado en 1986, el neocalvinista Paul Marshall argumenta un simple “no” a la guerra nuclear: “Es imposible que un intercambio nuclear cumpla los criterios de guerra justa que hemos esbozado”. Pero eso, dice, es diferente a una doctrina de disuasión nuclear, que los cristianos deberían “apoyar en este momento”.
No sería en absoluto un error remitirnos a estos destacados neocalvinistas en una cuestión tan compleja, pero en este artículo quiero revisar sus argumentos a la luz de los acontecimientos actuales. Aquellos sobre la Guerra Fría y la posguerra fría son rigurosos y calvinistas, pero tampoco sirven para la geopolítica multipolar del siglo XXI. Cuando Skillen escribió, el mundo estaba enzarzado en una lucha bipolar; cuando Marshall escribió, el mundo iba a disfrutar en breve de un “momento unipolar”.

Ahora nos dirigimos cada vez más hacia un sistema verdaderamente multipolar, en el que está claro que el arte de gobernar tendrá que adaptarse no al ascenso de una sola potencia, sino al de varias. En términos nucleares, estamos entrando en un reino de abstracción teórica porque nunca ha existido un mundo en el que varias grandes potencias dispongan de arsenales nucleares rivales. Nos aventuramos hacia lo desconocido.
En otras palabras, este es un buen momento para renovar una perspectiva calvinista sobre las armas nucleares incluso si, en términos fundamentales, puede tomar prestado o resonar con mucho de lo que los herederos neocalvinistas de Kuyper han argumentado antes. Este artículo propone hacerlo con tres argumentos generales.

En primer lugar, inspirándonos en el reciente trabajo de Derek Schuurman, nuestra primera pregunta debe ser ¿Qué es un arma nuclear? Aunque la respuesta a esta pregunta puede ser técnica —y habrá algunos tecnicismos—, argumentaré que, de un modo más fundamental, un arma nuclear es una tecnología; es un sistema. Por ello, requiere el tipo de crítica estructurada para la que el neocalvinismo es tan adecuado.
En segundo lugar, quiero reconsiderar la tradición de la guerra justa y el papel de las armas nucleares dentro de ella. Para mí está claro que el neocalvinismo se sitúa ampliamente en la tradición agustino-calvinista de la guerra justa y, como corriente de reflexión teológica y filosófica que trata este tema, es especialmente relevante ver cómo un análisis neocalvinista sobre las armas nucleares encaja en ese marco de la guerra y sus fines. Por último, y en tercer lugar, quiero considerar el dilema calvinista de la disuasión nuclear y la depravación humana.
Mi conclusión final es que la doctrina de la disuasión nuclear depende a menudo de una especie de presunción ingenua de neutralidad tecnológica, una ética de la guerra amenazadoramente instrumentalista y una especie de interés propio mecánico y material, un modelo predictivo de la acción política y social humana que hunde sus raíces en una antropología peligrosamente engañosa. A pesar de ello, y en contra de la teología en desarrollo de otras grandes tradiciones cristianas, expondré lo que creo que es una doctrina nuclear calvinista coherente: un no-primer-ataque, una disuasión cualificada. En última instancia, lo que encuentro es una confirmación de que el cuidadoso trabajo de una generación anterior de neocalvinistas, especialmente Skillen y Marshall, se conserva notablemente para la época actual.

¿Tienen política los artefactos? Crítica estructurada a la bomba nuclear
Hace casi medio siglo, en 1980, Langdon Winner escribió: “En las controversias sobre tecnología y sociedad, no hay idea más provocadora que la noción de que las cosas técnicas tienen cualidades políticas”. Es una queja habitual y familiar, especialmente entre las personas de fe, que cualquier debate sobre las cualidades morales de los sistemas o las tecnologías es en realidad sobre los “usuarios”, los corazones humanos y el pecado humano.
Dedicar, como voy a hacer, una sección a considerar moralmente el arma en sí es un error, reza el argumento. Estas son simples herramientas. También podríamos hacer un análisis moral de una formación rocosa o de una nube de truenos; no sería más relevante que el análisis de un arma. Como dice el viejo adagio: “Las armas no matan a la gente; la gente mata a la gente”.
Incluso estudiosos muy elocuentes y moralmente serios como Rebeccah Heinrichs hacen una versión de este argumento. Ella escribió: “Las armas nucleares no poseen agencia moral. Los líderes de los regímenes que las poseen o las persiguen sí”. Tiene razón hasta cierto punto: la agencia moral es una cualidad especial de los seres humanos.

Pero el importante libro de Derek Schuurman, Shaping a Digital World (Moldeando un mundo digital), sostiene que esta verdad es, en el mejor de los casos, una verdad a medias y quizá más peligrosa por ello. Nuestras tecnologías, sistemas e instituciones, aunque no posean agencia moral, sí tienen cualidades morales. Schuurman afirma que “la tecnología está cargada de valores”.
Puede que nuestras tecnologías no sean agentes, pero no son neutrales. En un mundo saturado de innovaciones digitales, esta simplificación se ha hecho más evidente en los últimos años. Cosas como las redes sociales o las noticias por cable no son el origen o la raíz de nuestra disfunción política, pero está claro que pueden acelerarla, ampliarla y canalizarla. Nuestras tecnologías son herramientas destinadas a un tipo de trabajo, pues amplían o posibilita alguna parte de nuestra humanidad. Schuurman cita a un gran vástago del pensamiento tecnológico, Neil Postman:
Las nuevas tecnologías alteran la estructura de nuestros intereses: las cosas en las que pensamos. Alteran el carácter de nuestros símbolos: las cosas con las que pensamos. Y alteran la naturaleza de la comunidad: el ámbito en el que se desarrollan los pensamientos.

Esto nos abre lo que Nicholas Wolterstorff argumenta que es una especie de análisis cristiano “formativo del mundo”, que es un rasgo distintivo del neocalvinismo —uno que, según él, comparte con la teología de la liberación—:
La teología de la liberación y el neocalvinismo tienen similitudes que van más allá del hecho de que ambos son versiones contemporáneas del formativo del mundo... Ambos encuentran al culpable en la estructura de la sociedad moderna y en las dinámicas subyacentes a la estructura más que en actos de rebeldía individual. Ambas ofrecen análisis estructurados de los males de la sociedad moderna.
Su inspiración es genuinamente kuyperiana: fue Kuyper quien (en su ensayo Sobre el trabajo manual) reclamó una “crítica estructurada”, la convicción de que nuestra atención moral no sólo debe fijarse en los corazones humanos —algo similar a la labor de un médico—, sino con toda seguridad también en los sistemas e instituciones —que es la labor del arquitecto—. Invocando a un arquitecto actual, Desmond Tutu observa acertadamente: “Llega un momento en que tenemos que dejar de sacar a la gente del río (ir a la raíz del problema). Tenemos que ir río arriba y averiguar por qué la gente cae en el río”.
Esto es evidenciar el calvinismo presente en el neocalvinismo: que nuestra vida moderna exige no sólo un evangelio que muestre el pecado en los corazones humanos —lo que Calvino llamó una fábrica de ídolos—, sino también uno que exponga las olas del pecado humano cuando se encuentran y se forman incluso en nuestras instituciones, sistemas y tecnologías mejor intencionadas: un complejo industrial de ídolos.

Los sistemas, repito, no son neutrales; empujan, presionan, amplían y canalizan la acción humana. Puede que las armas —volviendo a la metáfora— no tengan capacidad moral, pero sí tienen un diseño moral. Son una herramienta y una tecnología diseñadas con el propósito de ampliar capacidades muy específicas. Casi nadie necesita que le digan que introducir armas en una situación la cambia; cambia los cálculos y las posibilidades de un momento. Según las circunstancias, puede inclinar esa situación hacia la justicia, pero también puede inclinarla hacia la posibilidad de una injusticia violenta. Como podría decirnos cualquier comerciante, se necesita la herramienta adecuada para el trabajo adecuado. Por lo tanto, debemos comprender nuestras herramientas y el trabajo. Pero no debemos ser tan ingenuos como para imaginar que nuestras herramientas son materiales inertes y neutros cuya única cualidad moral es el uso que les den los agentes humanos.
Las armas nucleares, como cualquier tecnología, tampoco son neutrales. Pero, ¿qué son entonces? ¿Y cuáles son esas presuposiciones, esas perspectivas, que nos ofrecen implícitamente las armas nucleares? ¿Cuál es el mundo que hacen posible, como diría Schuurman, y cuál es el mundo que hacen casi imposible?
En primer lugar, las armas nucleares son una invención de los seres humanos a partir de una realidad creada; son una tecnología. Reflejan un asombroso avance de la ciencia atómica, la cual cambió radicalmente la comprensión del universo por parte de la humanidad. El proceso de detonación implica una unión o una división de esos átomos, lo que produce cantidades extraordinarias de calor, luz, presión atmosférica y radiación.
Las primeras bombas nucleares eran reacciones de fisión; las bombas posteriores incluían una combinación de reacciones de fisión y fusión (bombas termonucleares). Los rendimientos modernos varían, desde las llamadas armas nucleares “tácticas” (que van de una fracción de kilotón a 50 kilotones), destinadas a usos más discretos en el campo de batalla o a operaciones de conformación, hasta las bombas “estratégicas” a gran escala como la Bomba Zar, que los soviéticos probaron con 57 megatones de TNT en 1961. En teoría, podrían fabricarse bombas mucho mayores (y quizá ya se hayan fabricado), pero no se han probado.

La tecnología, en otras palabras, es un gran avance. Es una maravilla científica. Podríamos llamar al propio avance atómico una afirmación fundamental del mandato de la creación de aprender a gobernar, someter, descubrir y deleitarse con la creación de Dios. El énfasis neocalvinista, en particular, en el paso de un Jardín a una Ciudad, muestra una trayectoria apocalíptica en la que Dios reúne las maravillas de los avances económicos, culturales y científicos humanos para que encuentren su lugar en los nuevos cielos y la nueva tierra. Se rompen, como dice Richard Mouw en sus reflexiones sobre Isaías 60, no como un jarrón sino como un caballo, reutilizados, redirigidos, hacia lo verdaderamente humano y lo verdaderamente divino.
Pero, en segundo lugar, aunque el apocalipsis de Isaías bien podría afirmar el bien latente en la creatividad cultural humana, su visión es igualmente clara en cuanto a que las armas en sí ya no existirán. En la Primera Avenida, frente a las Naciones Unidas en Nueva York, hay un pequeño parque en el que están estampadas las palabras del mismo profeta, repetidas en Miqueas: “Convertirán sus espadas en rejas de arado y sus lanzas en podaderas. No alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra”. La política, el poder incluso, pueden tener un papel en la Nueva Jerusalén, pero las armas no.
Así pues, el arma nuclear es un tipo de tecnología que, mientras la ciencia afirma el genio de la obediencia cultural humana, se aplica de una forma que, teológicamente, sólo podríamos decir que, en el escenario más favorable, es una necesidad poslapsaria. Se trata de una herramienta intermedia que, en el mejor de los casos, sólo sirve para frenar el mal. Las armas nucleares no tienen cabida en la Ciudad Santa. Pero los gobiernos, por supuesto, tienen espadas. Esa es al menos una parte de la tarea de la autoridad política. Por tanto, un arma nuclear debe medirse en función de cómo cumple la tarea de frenar el mal.

Este es, curiosamente, el relato que hace el antropólogo Hugh Gusterson en su libro Nuclear Rites: A Weapons Laboratory at the End of the Cold War (Ritos nucleares: Un laboratorio de armamento al final de la Guerra Fría). La pregunta con la que inicia su investigación es “¿Cómo pueden participar los estadounidenses con mentalidad moral en el diseño y la construcción de armas de destrucción masiva?”. Incrustado en la comunidad del Laboratorio Nacional Lawrence Livermore —la instalación que diseñó la bomba de neutrones para el misil MX—, Gusterson se asombra al descubrir que es la contención del mal, en concreto, lo que motiva a los científicos y técnicos.
La lógica es teoría clásica de la disuasión: el diseño y la construcción de armas de destrucción masiva cada vez mayores no sólo protege a Estados Unidos de un ataque, sino que también excluye la posibilidad de una guerra a gran escala entre países. Esto último no sólo se basa en la escala de las armas nucleares, sino también en la seguridad de que habrá represalias a gran escala, la premisa de la destrucción mutua asegurada.

Aquí, las tres patas del triángulo nuclear son clave para la doctrina de disuasión: aire, tierra y mar, siendo esta última la más esencial, ya que los submarinos que operan con armas nucleares son los más difíciles de detectar e interceptar. Esto garantiza la capacidad de segundo ataque, lo que a su vez garantiza aún más la destrucción mutua asegurada, lo que finalmente significa que la guerra es menos, en lugar de más, probable. Los verdaderos defensores de la paz están diseñando bombas de neutrones en los laboratorios Livermore. Gusterson incluso disfruta de los servicios dominicales en una iglesia metodista local cuyo letrero combina la cruz y el átomo.
El mundo que hace posible las armas nucleares, insisten sus entusiastas, es una escalada apocalíptica de destrucción tan impensable y tan irracional que, paradójicamente, propicia la paz. Lieber y Press, en El mito de la revolución nuclear , escriben: “Para ser claros, las armas nucleares han tenido un enorme impacto en las relaciones internacionales al ayudar a prevenir la guerra entre grandes potencias. Estas armas son el instrumento de disuasión más eficaz jamás creado”. En realidad, concluyen, “las armas nucleares han hecho del mundo un lugar mejor”. Dichas armas son tan aterradoras que transforman los conflictos humanos tal y como los conocemos, empujando al arte de gobernar a encontrar otros medios, menos destructivos, de resolver lo aparentemente irresoluble.
Sin duda, las armas nucleares han sido transformadoras. Incluso en la cultura popular, el apocalipsis, que durante mucho tiempo fascinó a las culturas humanas de todo el mundo, se ha convertido en un tema antropocéntrico. Generar una catástrofe que acabe con el mundo siempre había sido privilegio exclusivo de Dios o de los dioses, pero ahora nosotros, como opinaba Oppenheimer citando el Bhagavad Gita, “nos hemos convertido en la muerte, la destructora de mundos”.
Eso es tecnología transformadora. ¿Cumple su promesa de moderación?
Esto no está claro. La existencia de armas nucleares en su corta historia política ha servido a menudo como un acelerador muy peligroso. Podríamos pensar en la Crisis de los Misiles de Cuba, en la que un enfrentamiento nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética sólo se evitó por poco gracias a la diplomacia extraoficial. Podríamos pensar en Stanislav Petrov, teniente coronel de las Fuerzas de Defensa Aérea soviéticas, cuya cabeza fría y juicio sereno evitaron una represalia nuclear de los soviéticos después de que el sistema de satélites soviético emitiera una falsa alarma sobre un lanzamiento nuclear. También hay que tener en cuenta que Petrov estaba muy alerta ante las falsas alarmas soviéticas, ya que sólo tres semanas antes, el ejército de su nación había derribado el vuelo 007 de Korean Airlines, confundiéndolo con un lanzamiento enemigo.

Los accidentes, las percepciones erróneas y los errores son más comunes de lo que nos gustaría imaginar, y no solo en regímenes nucleares extranjeros. Los casos estadounidenses abundan. En otras palabras, en un mundo tecnológicamente perfecto, sin averías en la maquinaria, con información estratégica abundante y clara, las armas nucleares podrían constituir un mundo más seguro.
El problema de la relación causa-efecto en los experimentos sociales en vivo, como ha sucedido en la historia reciente, es que no podemos descartar la posibilidad de que la escalada nuclear haya calmado realmente las tensiones y reducido la guerra. Es casi imposible demostrar lo que habría ocurrido sin el telón de fondo de la destrucción mutua asegurada. Pero es igualmente difícil demostrar que las armas nucleares no son peligrosas apuestas existenciales que, lejos de frenar el mal, se mantienen bajo control sólo por los sistemas falibles y, en algunos casos, alarmantemente arcaicos de nuestras fuerzas armadas.
Lo que está en juego es importante: incluso si asumimos que las armas nucleares dan lugar a menos conflictos o a conflictos menos intensos, la posibilidad de una escalada nuclear es tan desproporcionada incluso para esas ganancias, que los costos y los beneficios pueden no ser iguales. Aunque no podemos descartar la posibilidad de que las armas nucleares hayan contribuido a frenar el mal o a reducir la guerra entre países, tampoco podemos ignorar que nuestras máquinas, nuestros sistemas de toma de decisiones y nuestros juicios políticos distan mucho de ser perfectos, ni lo que estas máquinas hacen posible: el fin del mundo. Esa espada que refrena el mal podría ser real, pero se parece más a la espada de Damocles que a la de Romanos 13.
Los fines de la guerra: guerra justa y ética de la guerra nuclear
En primer lugar, conviene repetir que la tradición de la guerra justa descarta en general la guerra nuclear. Este es el informe mayoritario de la tradición de la guerra justa, a la que los calvinistas (y neocalvinistas) pertenecen con razón. Michael Walzer, en su obra de referencia Guerras justas e injustas, sostiene que “amenazamos con el mal [la guerra nuclear] para no hacerlo, y hacerlo sería tan terrible que la amenaza parece, en comparación, moralmente defendible”. Aprueba la posesión de la disuasión sólo a regañadientes, rechazando en gran medida su uso real. “Las armas nucleares”, concluye, “hacen estallar la teoría de la guerra justa”. Como hemos visto, la conclusión general de Walzer se ajusta a la de sus contemporáneos neocalvinistas, como Jim Skillen y Paul Marshall.

Pero aunque la teoría de la guerra justa está generalmente en contra de la guerra nuclear, es evidente que no es una postura pacifista. Las enseñanzas de la teoría de la guerra justa se dividen a grandes rasgos en jus ad bellum y jus in bello, que son las razones ampliamente justificadas para ir a la guerra y la conducta correcta dentro de dicha guerra, respectivamente. Es en el jus in bello, con sus criterios críticos, como la distinción entre combatientes y no combatientes, la proporcionalidad de los medios en relación con los objetivos militares legítimos, la necesidad militar y, sobre todo, el non malum in se (no utilizar medios que son intrínsecamente malos, como la guerra biológica, la violación masiva o las armas de destrucción masiva), donde queda claro que la guerra nuclear no es una opción para el Estado calvinista.
La postura más coherente del agustino-calvinista sobre la guerra justa es que matar en medio de una no es asesinar, que el soldado no hace el mal y, por tanto, que si las armas nucleares son un mal descartado por conducto de una guerra justa, no están disponibles como medio coercitivo, independientemente de las necesidades del conflicto.
Incluso esto puede parecer al observador casual una contribución poco distintiva. Al respecto, escribe Paul Marshall:
Se puede responder que la negativa a participar en una guerra nuclear puede ser claramente cristiana, pero que tal postura no es realmente relevante para nuestras disputas actuales. Después de todo, ¡no hay nadie que esté a favor de la guerra nuclear! Pero la negativa a participar en un conflicto nuclear tiene algo de mordaz. Afirma que el conflicto nuclear no puede utilizarse para alcanzar objetivos políticos, lo que al menos excluye a ciertos generales del Pentágono y mariscales soviéticos. Además, rechazar la guerra nuclear significa que no se puede planear ganar una guerra de este tipo, y esto contradice gran parte de la actual política nuclear de Estados Unidos... Nos obliga a oponernos a ciertas tendencias generales de la planificación nuclear occidental y, por supuesto, oriental. La comprensión de que debemos evitar la guerra nuclear significa que es imposible para cualquier cristiano aceptar una política nuclear de “primer ataque”.

Herbert Butterfield, un realista agustino-cristiano al otro lado del canal del neocalvinismo holandés, plantea la cuestión de la forma más directa. Toda guerra justa debe tener como objetivo una paz justa (una tercera categoría a veces denominada jus post bellum); debe tener como objetivo fundamental una justicia que restablezca las relaciones, como sostiene Philpott en Just and Unjust Peace (Guerra justa e injusta). Una vez más, Butterfield no es pacifista. Entiende que la fuerza coercitiva puede ser necesaria e incluso esencial para esa justicia, pero ¿cómo pueden las armas nucleares lograr ese resultado?
Él escribe: “Dejemos claro un hecho importante: la destructividad que algunas personas están ahora dispuestas a contemplar no debe justificarse en aras de ningún objeto mundano concebible, ninguna pretendida reivindicación religiosa o propósito supramundano, ni ninguna virtud que un sistema pueda poseer frente a otro”. De hecho, dice Butterfield, “hemos llegado al punto en que nuestras armas se han vuelto contra nosotros, porque su destructividad está tan fuera de relación con cualquier fin que la guerra pueda lograr para la humanidad”.
Ciertamente, el uso real de armas nucleares como medio de guerra representaría el fracaso más catastrófico no solo de la diplomacia sino también de la estrategia militar de la era moderna. Pero nuestro debate sobre las armas nucleares y la guerra justa se complica cuando comprendemos que la doctrina nuclear es a la guerra real como la costosa porcelana fina de la alacena familiar es a la cena: nunca debe usarse bajo ninguna circunstancia, excepto bajo la coacción más dramática (e incluso así, probablemente no). Entendido así, el uso de armas nucleares se produce en realidad en las guerras que los estados no libran; es el objetivo explícito que la disuasión pretende evitar; procura hacer que un conflicto entre Estados como el que se produjo en el siglo XX, no en una, sino en dos guerras, sea un trozo de historia antigua.

Esto explica la ambivalencia que a veces sienten los mandos militares hacia su propio arsenal nuclear: un conjunto de activos muy caros que en realidad no aportan nada práctico en el ejercicio cotidiano de la seguridad nacional. Algunos oficiales de alto rango han llegado a lamentar el coste de mantener una postura nuclear cuando otras ramas de las fuerzas armadas tienen necesidades prácticas tan urgentes, fuerzas que, como señalan, realmente se utilizan. El coste de mantener y modernizar el arsenal nuclear estadounidense durante los próximos 30 años se estima, de forma conservadora, entre 1.5 y 2 billones de dólares. Se trata de un precio asombroso, pero también se presta a críticas sobre el coste de oportunidad: ¿Qué trabajo de seguridad nacional de carácter más práctico podría hacerse bajo ese paraguas que los estadounidenses ya no podrán hacer?
Sin embargo, todo esto no deja de ser una palabrería un tanto abstracta si aceptamos, como hace la mayoría de la estrategia militar, que en un mundo nuclear es necesario algún tipo de disuasión. El objetivo de esa disuasión es explícitamente el no uso de armas nucleares, lo que abre una nueva y curiosa línea de investigación moral para el calvinista: ¿es la construcción y posesión de armas de destrucción masiva un bien para la justicia pública si sus objetivos son explícitamente evitar la guerra en lugar de librarla?

Paul Ramsey, quizá el teórico de la guerra justa más famoso del siglo XX, llama a esto la ética de un farol nuclear, en el que la disuasión se basa en la amenaza percibida, pero no real, de utilizar armas nucleares. Pero incluso ese farol, argumenta Ramsey, debe estar enraizado en la ética cristiana. En este sentido, sostiene que “si alguna acción es moralmente incorrecta, es incorrecto tener la intención de hacerla”. “Si entonces”, escribe Ramsey, “descubrimos que ‘tener’ armas nucleares implica la intención de hacerlas explotar sobre objetivos predominantemente civiles, no hace falta decir más: la intención es criminal, igual que la acción es criminal”.
La disuasión, para Ramsey, no era simplemente una lógica abstracta. También debía estar sujeta a la posibilidad de uso. Por lo tanto, “Debemos declarar una y otra vez, y dar pruebas con lo que hacemos, de que nuestros objetivos son sus fuerzas y no sus ciudades”. Una vez descartado el primer ataque, la lógica cristiana de la disuasión, argumentaba Ramsey, se basa en una capacidad creíble de segundo y tercer ataque, dirigida en la medida de lo prudencialmente posible contra el conjunto de fuerzas enemigas, no contra ciudades o civiles.
Que esta limitación de las estrategias y de los tácticos sea casi imposible de imaginar es, por supuesto, la razón por la que nos encontramos en este tortuoso dilema ético. El hecho de que quizá no sea del todo imposible ofrecer la posibilidad de una disuasión genuina que sea algo más que un farol vacío. Aquí, quizás, radica una doctrina calvinista de disuasión nuclear abundantemente cualificada pero teóricamente aceptable. Sin embargo, existe otra complicación.

Depravación humana y disuasión: el error antropológico en la “doctrina” nuclear
Una queja inmediata que al menos un teólogo me ha hecho sobre un argumento a favor de una doctrina calvinista de disuasión nuclear es que las doctrinas son cosas teológicas muy específicas y no están sujetas al capricho adjetival de otros campos de estudio. Sin embargo, me resulta curioso que el Estado haya adoptado también este lenguaje doctrinal, especialmente en lo que se refiere a su política exterior y sus objetivos estratégicos. Por tanto, no está mal hablar de doctrina nuclear, pero resulta confuso, sobre todo cuando se mezclan los dos usos del término: el de la Iglesia y el del Estado. Pero también puede ser instructivo, sobre todo porque en esta sección quiero argumentar que es especialmente en el nivel de la doctrina teológica donde la doctrina política de la disuasión tropieza con una crisis importante: a saber, una antropología defectuosa.
La doctrina política de la disuasión depende de un conjunto de presupuestos antropológicos, el más importante de los cuales es la ley del interés propio racional y material. Mientras que para el científico social se trata de una presunción genérica y frecuente, para el teólogo o el filósofo, sin duda, ya están sonando las alarmas. La disuasión nuclear como sistema de consecuencias lógicas depende de un tipo muy básico de teoría de juegos, y esa teoría de juegos requiere actores que tengan cálculos muy similares de coste/beneficio, organizados racionalmente sobre una base material.

Se puede confiar en que los actores se comporten de determinadas maneras —por ejemplo, intensificando o reduciendo la tensión, replegándose o adoptando posturas agresivas— en función de cómo computen esos cálculos. La disuasión es, por tanto, lo que las ciencias sociales denominan predicción; nos da la capacidad de predecir con una confianza razonable la tendencia de los actores en determinadas condiciones.
Pero, ¿y si la racionalidad, como tan famosamente argumentó Alasdair MacIntyre (1988), por no hablar del interés propio, no es universal? ¿Y si la doctrina de la disuasión nuclear lleva implícitas presunciones antropológicas que son, si no erróneas, al menos peligrosamente incompletas? Este es parte del argumento que Dmitry Adamsky expone en su importante libro Russian Nuclear Orthodoxy: Religion, Politics, and Strategy (La ortodoxia nuclear rusa: Religión, política y estrategia), en el que presenta al lector a los “sacerdotes nucleares” y santos patronos de cada pata del triángulo nuclear, y a San Serafín, el “ardiente”: “Alégrate, escudo y protector de nuestra Patria”.

Tal “ortodoxia nuclear” se inserta en una historia de crisis existencial para la Russkiy Mir, la tercera Roma, cuya civilización cristiana se ve amenazada por nuevas potencias cada vez más degeneradas. ¿Está el interés material propio del orden moral moderno, sobre el que descansa la disuasión, a la altura del trabajo de decodificar y predecir tal ortodoxia nuclear?
Este es el dilema calvinista en la antropología de la disuasión nuclear. ¿Puede el calvinista depender, existencialmente, de este tipo de interés propio estable y material? ¿Es esto coherente con una imagen del corazón como una “fábrica de ídolos”, de nuestros deseos formados y deformados por las mismas corrientes de poder y dominación que se espera que contengan estas armas?
Neocalvinistas como Bob Goudzwaard dirían que no (1979). La idea de un interés propio racional que produce un orden económico o político espontáneo, dice Goudzwaard, ha incubado una “fe en el progreso”, una constancia idealista que está en la raíz de gran parte de los peligros de la sociedad moderna. Tal convicción es necesaria para hacer operativas las presunciones mecanicistas y positivistas de la teoría de juegos y, en general, de gran parte de las ciencias sociales. Esto, dice Goudzwaard, es fruto de la Ilustración, la “madre” de todas las revoluciones modernas.

Pero si descartamos esta antropología revolucionaria por otra más calvinista, descubrimos en cambio una diplomacia que requeriría no reglas estáticas y presuntas de interés propio, sino un arte de gobernar más dinámico, histórico e incluso religioso. Requeriría el tipo de consideración cuidadosa tanto del teólogo como del historiador, en un esfuerzo por comprender cómo la visión del mundo, en un sentido socialmente muy fundamental, da forma a los intereses sociales y políticos, y cómo tales intereses, al igual que tales visiones del mundo, pueden de hecho adoptar formas y resultados muy diferentes. En esta diplomacia de inspiración kuyperiana, el arte de gobernar sería tanto un tipo de diálogo interreligioso como pura política de poder.
El problema de la naturaleza humana se ve agravado tanto por esa diversidad fundacional como por nuestra finitud. No es solo que no se pueda depender pragmáticamente de la naturaleza humana para dar prioridad a una especie de seguridad material “secular”; es también que con demasiada frecuencia somos extraños a nosotros mismos y a los demás. Y así, las relaciones internacionales se definen por la ansiedad y el miedo a lo que no podemos conocer. La combinación de inseguridad y miedo puede llevar a los actores a adoptar políticas autodestructivas.
Este fue sin duda el análisis de sillón de Kuyper sobre la Gran Guerra. Para él, la culpa fundamental no era ni británica ni alemana, sino del orgullo humano. Europa, escribió, “se había estrellado contra las rocas del orgullo humano. Habían confundido los avances culturales con mejoras morales, de modo que su progreso técnico solo había multiplicado sus poderes para destruir”. Al final de su vida, aunque algunos de los comentarios de Kuyper, según su propio hijo, carecían de “unidad conceptual”, queda claro que veía que la Europa supuestamente cristiana había “reventado la civilización” con su orgullo y que “la gente se había contentado sólo con las apariencias [cristianas] y no había llevado el Evangelio al corazón, y el triste resultado fue que en Europa se encendió la antorcha de la división y la discordia (con vistas a los principios más fundamentales de la vida)” . A pesar de sus bautismos cristianos, “los auténticamente devotos en cada una de ellas [las naciones cristianas] no se habían quedado atrás en bautizar la causa de su país como la del Señor”.

Para el calvinista, no hay solución a este dilema básico de la naturaleza humana y el carácter del miedo en las relaciones internacionales; solo hay remedio. “No podemos penetrar en las raíces del miedo si nos limitamos a condenar ‘moralísticamente’ a la otra parte”, escribió Herbert Butterfield al otro lado del canal de Kuyper. “Es necesario atacar más bien la estructura de ese dilema fundamental que es la causa principal del estancamiento internacional”.
El miedo, argumentaba, desempeña un papel mucho más importante en la vida y en el curso de la historia de lo que a menudo nos damos cuenta, y “a veces sabemos que es el miedo el que está en funcionamiento cuando los individuos y las naciones están intimidando o alardeando, o tomando un rumbo torcido”.
Argumentar, pues, como hacen los entusiastas de la doctrina de la disuasión, que es este mismo miedo el que producirá una distensión estable entre potencias humanas armadas apocalípticamente es una locura:
No debemos pensar que todo va bien si nuestros armamentos infunden miedo al enemigo; porque es posible que, al menos en el siglo XX, sea el miedo más que cualquier otra cosa la causa de la guerra... Bajo la gran presión que induce el miedo, cualquier cuestión menor y periférica puede parecer lo bastante trascendental como para justificar una gran guerra.
El catálogo de cuasi errores y auténticos errores que estuvieron a punto de producir guerras nucleares en la era atómica, aparte de enfrentamientos reales como la Crisis de los Misiles de Cuba, da testimonio de esta desgarradora, aunque hasta ahora evitada, profecía.
Así pues, en última instancia, los teólogos tienen razón al oponerse a la doctrina de la disuasión nuclear porque, como doctrina, es defectuosa o, al menos, peligrosamente incompleta en su antropología. La racionalidad no es universal en su definición y práctica ni perfecta en su información.

Argumentos a favor de la disuasión cualificada sin primer uso
Hasta ahora hemos establecido que un argumento calvinista a favor de las armas nucleares debe incluir un “no” a la guerra nuclear. Puede incluir un “sí” provisional a la propia disuasión, aunque también hemos establecido algunas tendencias preocupantes en la propia tecnología. La promesa de una doctrina calvinista de la disuasión está en el potencial de la bomba nuclear para frenar el mal, aunque las armas nucleares parecen ser intrínsecamente una escalada: invocar una espada o un escudo nuclear es una escalada dramática más allá de la mayoría de los medios convencionales de guerra.
Además, en la medida en que el trauma del holocausto nuclear ejerce una función de freno sobre la política humana, sólo lo hace en virtud de un cálculo coste/beneficio un tanto particular, que hunde sus raíces en una antropología peligrosamente insuficiente. Que esta doctrina de la disuasión funcione algunas veces no es la cuestión. Las antropologías insuficientes no son del todo erróneas; simplemente son insuficientes. Una combinación de asimetría informativa y definiciones rivales de racionalidad compromete peligrosamente la lógica de la disuasión nuclear.
Todo ello debería convertir al calvinista convicto en un abolicionista de principios. Esto se hace eco de la conclusión de Paul Marshall, que afirma sin rodeos: “Obviamente, lo que queremos conseguir es la erradicación de las armas nucleares”. El desarme nuclear multilateral, continúa escribiendo, “parece ofrecer la esperanza más sustancial”.

El problema, como señala rápidamente, es que las armas ya están aquí. No podemos desear que desaparezcan ni borrarlas de nuestra historia. Las armas nucleares están aquí como un hecho de las relaciones internacionales, y la amenaza nuclear no parece retroceder de forma apreciable con el desarme.
De hecho, el desarme puede empeorar dramáticamente la situación. Ciertamente, el desarme unilateral expondría al estado no nuclear a otros estados nucleares de una forma dramática y sin precedentes. Este desequilibrio de la lógica de la disuasión podría, de hecho, aumentar la probabilidad de un conflicto nuclear. El desarme multilateral, aunque en principio es más prometedor, tiene sus propios escollos prácticos. Existe el problema de las “bombas virtuales”, en las que los Estados con un conocimiento avanzado de la tecnología nuclear podrían ensamblar rápidamente los componentes necesarios.
Esta es una de las principales preocupaciones en torno al programa nuclear iraní que, aunque todavía no posea “la bomba”, cuenta con todas las instalaciones y el uranio enriquecido para montar una en un plazo cada vez más breve. La línea que separa la capacidad nuclear civil de la militar puede resultar difusa en este caso y exigiría —como se ha encargado de hacer al Organismo Internacional de la Energía Atómica— inspecciones rigurosas y periódicas de las instalaciones de enriquecimiento. Sin embargo, como es bien sabido, estas inspecciones —aunque no son irrelevantes— tampoco son infalibles y requieren el consentimiento soberano.

Lieber y Press lo expresan de forma más dramática:
En esencia, los abolicionistas [nucleares] presentan una falsa disyuntiva: entre el mundo de conflictos convencionales que existía antes de 1945 y el mundo de peligros nucleares que habitamos hoy. Pero la abolición, si tuviera éxito, crearía una tercera situación más peligrosa: un mundo de guerras convencionales y conocimientos nucleares, en el que los adversarios se tambalearían al borde de una carrera de rearme y se enfrentarían a incentivos reales para adelantarse una vez que volvieran a adquirir armas nucleares durante una crisis.
Una postura nuclear neocalvinista no es, por tanto, ni permisiva con la guerra nuclear ni abolicionista. Se encuentra en un punto intermedio. Es lo que yo llamo disuasión cualificada. ¿Cuáles son esas cualificaciones? A partir de lo que hemos debatido hasta ahora, se me ocurren cinco:
1. Una disuasión nuclear debe ser lo suficientemente sólida y sustancial como para garantizar segundos y terceros ataques, incluyendo todas las patas del triángulo nuclear: tierra, mar y aire. Si los estados construyen las armas, deben aceptar la terrible responsabilidad de esas armas y pagar el precio —de forma literal— de su mantenimiento y reparación. La tecnología nuclear ha avanzado mucho desde 1945, pero la tecnología funciona mal y los actores cometen errores. Por caro que resulte, cualquier estado que posea una fuerza de disuasión debe realizar grandes inversiones para garantizar la redundancia de mano de obra y tecnología a fin de evitar en la medida de lo posible accidentes o fallos de funcionamiento.
Los estados también deben aceptar la carga que les impone la lógica de las armas nucleares, no sólo asegurándose contra fallos tecnológicos accidentales, sino reconociendo que la disuasión y la destrucción mutua asegurada requieren las inversiones más sustanciales en diplomacia y arte de gobernar. Como nos recordaría Schuurman, un estado nuclear debe comprometerse a no convertirse nunca en prisionero de las máquinas nucleares que posee.
2. Por lo tanto, un estado nuclear también debería emprender una enérgica diplomacia nuclear con el objetivo de lograr reducciones multilaterales. El desarme total no es el objetivo, pero cuantas menos armas existan, menor será el riesgo de exposición a accidentes o errores. Una disuasión creíble y sólida es posible para muchos estados con unos arsenales drásticamente reducidos. Mucho depende de la capacidad de la diplomacia para anticiparse a las carreras armamentísticas y disminuir nuestros riesgos en términos absolutos reduciendo totalmente las armas.
3. Un Estado nuclear debe suspender cualquier miopía materialista persistente cuando se trata de su propio interés, y trabajar diligentemente para incorporar a su política exterior conocimientos históricos y religiosos sustanciales. Un kuyperiano podría llamar a esto experiencia comparativa y aplicada de la visión del mundo. No basta con depender de doctrinas de disuasión que no comprenden ni predicen el comportamiento de actores internacionales que no comparten las mismas presunciones del orden moral moderno de Occidente. Lo que se ha propuesto como una especie de diplomacia de vía 1.5 o pluralismo pactado son modelos prometedores a este respecto.
4. La claridad y la transparencia de la propia política nuclear deben ser también una prioridad. No hay que olvidar que, por muy misteriosas que sean otras sociedades o civilizaciones, nuestras prioridades sociales y políticas pueden resultar igualmente opacas para los demás. Un sistema de escalada claro y comunicado con transparencia, que incluya la eliminación absoluta de cualquier posibilidad de primer ataque, debe ser —en la medida de lo posible— ampliamente comprendido y publicado a nivel internacional.
Las armas nucleares nunca deben sugerirse para objetivos civiles o ciudades. Nunca deben apuntarse armas nucleares contra ellos. Debe entenderse que bajo ninguna circunstancia se utilizarían de ese modo y hay que establecer estructuras para garantizarlo. Esta claridad también puede ofrecer ventajas diplomáticas en la “dominación de la escalada”, en la que los procesos de decisión estructurados racionalmente y tomados con antelación reducen el riesgo de pasos en falso irracionales, mal informados o temerosos.

5. Esto está relacionado con un tema muy importante y, hasta ahora, poco debatido: la cadena de mando nuclear. No cabe duda de que hay que prestarle más atención, pero también hay que prestar una atención estructural significativa no sólo a las armas, sino a la cadena nuclear de toma de decisiones y a sus controles y equilibrios. La velocidad y el poder destructivo de la guerra moderna eran sencillamente inimaginables para los redactores de muchas de nuestras constituciones modernas, sobre todo la estadounidense. No es la primera vez que el problema de las “guerras no declaradas”, así llamadas por el famoso economista británico del siglo XX John Maynard Keynes, y el equilibrio de poder entre el Congreso estadounidense y el presidente suscitan verdadera preocupación. Keynes escribió al respecto:
“[Los] forjadores no confirieron autoridad al Presidente para iniciar la guerra o las hostilidades militares, para transformar acciones defensivas en agresivas o para defender a los aliados de EE. UU. contra los ataques. Desde la perspectiva del siglo XVIII de los Forjadores, sólo el Congreso podía cambiar la condición de la nación de la paz a la guerra”.

Y, sin embargo, como ha ocurrido con muchas innovaciones tecnológicas del siglo XX, realidades como el maletín nuclear, la velocidad y el tiempo de respuesta de la guerra moderna, han centralizado necesariamente la toma de decisiones y reducido drásticamente la posibilidad del debido proceso y del debate público. Puede que el presidente no inicie la guerra, pero antes incluso de que el Congreso sea convocado a sus escaños, podría acabar con la vida del planeta tal y como la conocemos. Es un ejemplo asombroso y preocupante de cómo los nuevos sistemas (tecnologías) desafían o socavan otros sistemas (la política de controles y equilibrios) y necesitan una atención moral y política significativa.
La centralización tiene sus ventajas organizativas, pero también tiene importantes deficiencias a largo plazo, que, en mi opinión, son la genialidad especial de la Constitución estadounidense. La cadena nuclear debería y debe reexaminarse desde esta perspectiva.
Conclusión: ¿qué nuclearizaría Abraham Kuyper?
Atrapado como estaba en los dilemas del poder intermedio de la política holandesa de principios del siglo XX, el calvinismo de Abraham Kuyper sin duda apoyaría las reducciones multilaterales de armas nucleares, y la transparencia, la claridad y los controles y equilibrios en la postura nuclear y la disuasión. Incluso podría haber abogado por la abolición total, especialmente hacia el final de su vida, rumiando los trágicos acontecimientos de la Gran Guerra. Allí, en particular, se convenció de que “lo mejor, corrompido, se había convertido en lo peor” y confiar a cualquier pueblo o Estado los poderes apocalípticos de la era nuclear le habría parecido una perspectiva insensata y aterradora.
Su propio pueblo, en su propio tiempo, incluso el pueblo cristiano y el calvinista, había demostrado ser demasiado frágil y falso frente a los poderes menores de la industria imperial de principios de siglo. ¿Cómo podía imaginarse confiando en los nacionalismos postseculares y resurgentes del siglo XXI, con un poder mucho mayor? ¿Qué nuclearizaría Abraham Kuyper? Es difícil no preguntarse si habría hecho lo mismo con las armas nucleares.

Sin embargo, las armas nucleares están aquí y, como dice otro viejo aforismo, el genio no puede volver a meterse en la lámpara. Así pues, una vez más estamos condenados a vivir en la justicia próxima de Agustín. El utopismo del desarme unilateral es mucho más peligroso aún que una disuasión próxima y cualificada. Esto no nos deja en ninguna parte ni con el statu quo.
Las cualificaciones que nos he ofrecido sobre una doctrina calvinista de la disuasión son moralmente serias y requieren una considerable sabiduría de la práctica tecnológica, estructural y política. Nos alertan de que las armas nucleares, aunque no son agentes morales, tienen cualidades morales, que esas cualidades implican lógicas, sistemas e incluso antropologías teológicas, que pueden ser insuficientes o incluso peligrosamente erróneas. Comprender las armas nucleares nos ayuda a entender, como he argumentado, su lugar en una guerra justa. Nos recuerda que toda guerra justa debe aspirar a una paz justa, y tal paz es difícil de imaginar en un páramo nuclear.
Así, puede que no seamos capaces de purgar estas tecnologías del orden internacional, pero entonces debemos, con seriedad ética, estudiarlas y entenderlas para ser conscientes de qué capacidades humanas amplían, cuáles disminuyen, y cómo podríamos —de alguna manera— darles el mejor uso que podamos. No debemos quedarnos atrapados en los sistemas que hemos creado. Decir, como hace Wolterstorff, que en nuestros sistemas, nuestras tecnologías y nuestras instituciones hay una lógica, un conjunto de presuposiciones, no es el final de la cuestión. Es el principio.
Este artículo fue traducido y ajustado por Carolina Ramírez. El original fue publicado por Robert Joustra en Neocalviniana. Allí se encuentran las demás notas del autor.
Apoya a nuestra causa
Espero que este artículo te haya sido útil. Antes de que saltes a la próxima página, quería preguntarte si considerarías apoyar la misión de BITE.
Cada vez hay más voces alrededor de nosotros tratando de dirigir nuestros ojos a lo que el mundo considera valioso e importante. Por más de 10 años, en BITE hemos tratado de informar a nuestros lectores sobre la situación de la iglesia en el mundo, y sobre cómo ha lidiado con casos similares a través de la historia. Todo desde una cosmovisión bíblica. Espero que a través de los años hayas podido usar nuestros videos y artículos para tu propio crecimiento y en tu discipulado de otros.
Lo que tal vez no sabías es que BITE siempre ha sido sin fines de lucro y depende de lectores cómo tú. Si te gustaría seguir consultando los recursos de BITE en los años que vienen, ¿considerarías apoyarnos? ¿Cuánto gastas en un café o en un refresco? Con ese tipo de compromiso mensual, nos ayudarás a seguir sirviendo a ti, y a la iglesia del mundo hispanohablante. ¡Gracias por considerarlo!
En Cristo,
![]() |
Giovanny Gómez Director de BITE |