El Templo es la morada del alma de la nación judía. Cada judío va allí para cultivar su espíritu, para entender el alma de la nación. En ese lugar está todo lo que el judío ha creado desde hace miles de años, parte de su trabajo para el bien de toda la humanidad: un museo, un repositorio de arte judío y sabiduría, donde el Epíritu del Señor que Dios ha puesto dentro de nosotros, residirá.
Esas fueron las palabras que Bezalel, el primer artista judío que fue designado por Dios para construir el Tabernáculo en el desierto (Éx 31:1-5), le dijo a Boris Schatz, escritor y artista judío lituano que vivió entre los siglos XIX y XX. “¿Cómo es eso posible?”, te preguntarás. Esa conversación tuvo lugar en Yerushalayim Ha‑Benuyah (en español, Jerusalén reconstruida: un sueño utópico), un libro escrito por Schatz y publicado entre 1918 y 1924. En una escena, Schatz le había pedido a Bezalel ver el Templo, y juntos habían sobrevolado la ciudad de Jerusalén para ello y esta había sido su respuesta cuando el escritor le preguntó qué se hacía en dicho edificio.
Pero el Templo judío no fue ni es un simple edificio en el imaginario judío. Se trata de un espacio sagrado —con variaciones en lo que denota el concepto de “sagrado”— identitario de ese pueblo. Como aseveró el antropólogo y curador de los rollos del mar muerto Adolfo D. Roitman, en una conferencia en el El Colegio de México titulada El templo de Jerusalén: ayer y hoy, tanto Jerusalén como el Templo se convirtieron en un espacio que conformó la identidad de los judíos. Tan arraigada está su filiación a este lugar, que aun los judíos seculares o liberales —aquellos que no practican el judaísmo como religión— se sienten profundamente representados por esta construcción. A pesar de no seguir las regulaciones tradicionales, judíos como Schatz fueron criados dentro de una memoria colectiva que no se imagina una Jerusalén del futuro sin un Templo (construido, claro está) en un espacio geográfico lleno de tensiones por los conflictos religiosos y políticos entre Israel y Palestina.

Entonces, ¿cuál es la historia del Primer Templo de Jerusalén y qué podemos saber respecto a su importancia? Además de las narraciones bíblicas, ¿qué acotaciones de expertos nos pueden dar una perspectiva más amplia sobre este tema?
El sueño de un lugar para Dios
Antes de que el culto israelita tuviera un lugar fijo, el centro espiritual del pueblo era el Tabernáculo, una tienda móvil con una estructura precisa, cuyos materiales incluían lino fino torcido, pieles de carnero teñidas de rojo, madera de acacia, oro, plata y bronce (Éx 25–27). Su construcción, realizada aproximadamente en el año 1280 a. C., obedecía a una indicación clara por parte del Señor: “Que me hagan un santuario, para que Yo habite entre ellos” (Ex 25:8). El Tabernáculo fue la primera etapa del Templo judío.
En su libro Del Tabernáculo al Templo: El espacio sagrado en el judaísmo, Roitman señala que “la más conspicua de todas las funciones del Tabernáculo en el desierto era servir como lugar de residencia de Yahveh, en medio de los israelitas”. La “gloria del Señor” descendía en forma de nube y llenaba la tienda, como lo narra Éxodo 40:34–35.

Sin embargo, no es que Dios necesitara un espacio físico donde morar. Al respecto, Roitman afirma: “a diferencia de la tradición existente en el antiguo Oriente (...), el Tabernáculo del desierto era metafóricamente y no antropomórficamente hablando ‘la casa de Dios’”. Las religiones vecinas alojaban a sus dioses en templos, pero, según el pensamiento bíblico, el Dios verdadero no puede ser contenido en estructuras humanas (Hch 17:24).
Una vez en Israel, es probable que el Tabernáculo se haya establecido en Gilgal (Jos 5:10-15), en Siquem (Jos 8:30-35) y en Betel (Jue 20:27). Finalmente, permaneció de forma definitiva en Silo (Jos 18:1; 19:51). Luego, según el relato bíblico (1 Sm 4–7), en un contexto de guerra contra los filisteos, el Arca de la Alianza fue capturada y llevada a Ashdod, separándose así de la Tienda del Encuentro. Roitman presenta dos posibilidades con respecto al Tabernáculo: quedó en Silo hasta que fue destruído (Sal 78:60, Jer 7:12-14) o fue llevado a Gabaón, a 8 km de Jerusalén, y allí ofrecieron sacrificios el sacerdote Sadoc (1 Cr 16:36-40; 21:29) y Salomón junto con el pueblo (2 Cr 1:3-6).
Ahora, la historicidad del Tabernáculo como un tipo de “pretemplo” ha sido objeto de amplio debate. Algunos estudiosos del siglo XIX lo consideraron una invención sacerdotal para justificar el Templo del período postexílico, pero investigaciones arqueológicas más recientes han confirmado que el uso de tiendas sagradas en contextos religiosos es mucho más antiguo y no se trata de una invención. Ejemplos provenientes de Egipto, como los relieves de la tienda de Ramsés II en Qadesh o la capilla portátil de Anubis hallada en la tumba de Tutankamón, muestran estructuras móviles similares al Arca bíblica, lo que sugiere una influencia cultural compartida en el segundo milenio a. C.
Unos 250 años más tarde de la elaboración del Tabernáculo, David quiso edificar un templo, un lugar fijo donde habitaría el Dios que había acompañado a Israel por el desierto. Sin embargo, el profeta Natán le transmitió un mensaje divino claro: David no construiría esa casa (2 S 7:5); Dios le negó ese privilegio debido a que había derramado mucha sangre (1 Cr 28:3), pero le prometió en cambio una “casa” en el sentido dinástico: un linaje perpetuo.

El Primer Templo: centro de la fe y el reino
El deseo de David no fue descartado, sino postergado. Fue su hijo Salomón quien terminó construyendo el Templo, y no en cualquier lugar. El monte Moriah, donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac (Gn 22:2), se convirtió en el lugar elegido para edificar la estructura (2 Cr 3:1), que terminaría siendo un espacio cargado de simbolismo teológico, histórico y, como ya lo mencionamos, identitario. También fue allí donde David compró la era de Ornán el jebuseo, construyó un altar y recibió la aprobación divina con fuego descendido del cielo (1 Cr 21:18–26; 2 Cr 3:1). El mismo David reconoció: “Aquí estará la casa del Señor Dios, y aquí el altar del holocausto para Israel” (1 Cr 22:1).
Aunque David no fue quien construyó el Templo, desempeñó un papel crucial en la preparación del Templo: reunió materiales, organizó a los artesanos y recibió por revelación divina “el plano del vestíbulo del Templo, de sus edificios, (…) conforme al modelo” (1 Cr 28:11–19). Según los relatos bíblicos, tanto David como Salomón (2 Cr 1:6-13) recibieron ese plano directamente de Dios, lo que conecta con la idea —presente también en la literatura rabínica y en culturas como la sumeria y la egipcia— de que el Templo terrenal es una réplica del Templo celestial (ver Éx 25:9; Ez 40–43; Ap 11:1; 21:10).

La construcción del Templo comenzó, según 1 Reyes 6:1, en el cuarto año del reinado de Salomón, hacia el 966 a.C., y tomó siete años hasta su finalización (1 R 6:38), aunque algunos críticos y eruditos señalan que fue alrededor del 950. Vale la pena anotar que hasta el momento no hay pruebas arqueológicas de la existencia de este espacio sagrado, en especial porque, debido al conflicto entre Israel y Palestina, no es posible hacer excavaciones en donde estuvo ubicado. En todo caso, la literatura judía dice lo suficiente como para saber que el Templo fue edificado en el eje este-oeste (1 R 6:6), sobre una plataforma artificial construida mediante rellenos, el llamado “Milo”, que conectaba la ciudad baja de David con la zona alta donde se levantaría el santuario.
La arquitectura seguía el modelo cananeo de “casa larga” (megaron): una estructura de tres partes, compuesta por el vestíbulo (o ’ulam), el Lugar Santo (o hekhal), y el Lugar Santísimo (o debir). Las dimensiones eran imponentes: 60 codos de largo (aprox. 27 metros) —casi igual de largo a una cancha estándar de baloncesto de la NBA—, 20 codos de ancho (9 m) y 30 codos de alto (13,5 m) —como un edificio de 5 pisos, cada uno de 2.7 m—, más los patios y cámaras anexas (1 R 6:2–6). El patio exterior, usado por los feligreses (Sal 100:4), estaba pavimentado con piedra de sillería (1 R 5:31) y albergaba altares y árboles como olivos y palmeras (Sal 52:8; 92:13) para la construcción de enramadas.

En el patio interior se encontraban artefactos sagrados de bronce: el gran “Mar de bronce” para purificaciones rituales sacerdotales, diez estructuras con ruedas para lavar los utensilios, y un altar de sacrificios. Ante el vestíbulo del Templo se alzaban las columnas monumentales de bronce “Yaquín” y “Boaz”, símbolos de estabilidad y fuerza divina (1 R 7:15–22). Al respecto, Roitman dice: “El tamaño exagerado de las estructuras (…) sugeriría que las mismas no tuvieron por propósito un uso humano, sino que pertenecían al reino de lo divino”.
El interior del Templo era aún más sobrecogedor. El Lugar Santo estaba recubierto de madera de cedro, con bajorrelieves de querubines, flores y palmeras, todo cubierto en oro (1 Re 6:15–18). Allí se encontraban objetos rituales como la mesa de los panes de la Presencia, el altar de incienso y los candelabros de oro (1 R 7:48–49). Pero era el Lugar Santísimo, una cámara cúbica sin ventanas de 20×20×20 codos, o sea 9×9×9 m, (1 R 6:20), el espacio más sagrado. Contenía el Arca de la Alianza bajo dos gigantescos querubines de madera de olivo cubiertos en oro (1 R 6:23–28). Allí entraba el sumo sacerdote una vez al año, en Yom Kipur, para expiar los pecados del pueblo (Lv 16; cf. Heb 9:7).

En la teología bíblica, el Arca de la Alianza en el Lugar Santísimo era vista primero como el estrado de los pies de Dios (Sal 99:5), una expresión que indicaba su presencia real pero invisible entre Su pueblo. Con el tiempo, esta imagen se amplió: Dios no solo habitaba allí, sino que reinaba desde allí, y el santuario llegó a ser entendido como el trono de Yahveh, entronizado entre los querubines (Sal 99:1). Así, el Lugar Santísimo del Templo no era solo un lugar de culto, sino el símbolo del gobierno soberano y santo de Dios, cuya presencia llenaba el Templo —y cuya realeza culmina en Cristo, el verdadero trono de gracia (Heb 4:16)—. “El trono de Yahveh”, entonces, terminó reemplazando al Arca como símbolo máximo de Su presencia (Sal 132:7).
La inauguración del Templo coincidió con la Fiesta de los Tabernáculos (1 R 8:2; 2 Cr 5:3). Fue entonces cuando los sacerdotes colocaron el Arca en su lugar y la “gloria del Señor llenó la casa de Yahveh” (1 R 8:10–11). Este evento, que repite la escena del Sinaí y del Tabernáculo en el desierto (Éx 24:15–16; 40:34–35), fue interpretado como una consagración perpetua. Aun así, durante la inauguración del Templo, Salomón mismo reconoció el carácter paradójico del proyecto: “Pero, ¿morará verdaderamente Dios sobre la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener, cuánto menos esta casa que yo he edificado” (1 R 8:27).

Implicaciones religiosas, políticas y sociales del Primer Templo
Desde la perspectiva secular de algunos estudiosos modernos, como el historiador de las religiones y especialista en estudios del antiguo Cercano Oriente John M. Lundquist, la sacralidad del Templo no se limita solo al edificio o al Monte del Templo, sino a la ciudad en la que, según él, hubo religiones anteriores al culto israelita. A esto, él lo denominó una “irrupción de lo sagrado”, refiriéndose a que una vez un sitio es sagrado, siempre lo será. Para él, esto se evidencia en la aparición de Melquisedec —a quien Génesis 14 presenta como rey de Salem (después Jerusalén) y sacerdote del Dios Altísimo (El-Elión)—, que representaría una tradición cananea preexistente.
En este marco, Lundquist ha llegado a sugerir que, al ofrecerle diezmos, Abraham estaba rindiendo homenaje a un sacerdote de una deidad cananea, y que Jerusalén fue un centro de adoración pagano mucho antes de ser elegido por el Dios de Israel. Sin embargo, esta interpretación contradice el testimonio explícito de la propia Escritura, que identifica a El Elyon con Yahveh, el Creador de los cielos y la tierra (Gn 14:22). La Biblia no presenta a Abraham como un vasallo de Salem, sino como el portador de la promesa divina y padre de la fe, quien reconoce en Melquisedec a un verdadero sacerdote del Dios único.
Según la teología bíblica, la sacralidad del Monte del Templo no surge por acumulación de capas religiosas, sino por la elección soberana de Dios, quien reveló progresivamente Su voluntad desde Abraham hasta David, y culminó esa revelación en Jesucristo, el verdadero Rey y Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec (Sal 110:4; Heb 7:1–28).
Desde una perspectiva política, el Templo también funcionó como instrumento de legitimación del reino davídico. Según Roitman, “Cuando la capital real es traída en esta esfera de actividad a través de la construcción del Templo, el régimen adquiere el poder implicado en la arena celestial”. Como en otras culturas del antiguo Oriente, el Templo en Jerusalén no solo era un centro de culto, sino también el banco del reino, depósito de tributos y botines, protegido por sacerdotes y por la propia santidad del lugar.
Religiosa y políticamente, el templo era un centro de unidad nacional. “Construido para albergar el Arca y como lugar de reunión para todo el pueblo”, el edificio era más pequeño que su patio, que permitía grandes congregaciones, según la Enciclopedia Británica. Allí se ofrecían sacrificios, se oraba (Sal 5:7; 27:4), se cantaban himnos (Sal 84; 122), y se cumplían votos.

La corrupción del Templo y su caída
Pero, junto con el esplendor arquitectónico y el simbolismo teológico, surgió también una peligrosa confianza institucional: la idea de que mientras el Templo estuviera en pie, Israel estaría a salvo. Lo que había sido concebido como el lugar donde estaba la gloria de Yahveh, terminó convertido en un espacio vulnerable a la idolatría, a la manipulación política y a la religiosidad. La belleza del Templo era innegable, pero sin la presencia de Dios, la casa que una vez fue de oro se convertiría pronto en una casa en ruinas.
Desde la perspectiva del arqueólogo, asiriólogo y conservador francés André Parrot, el Templo, como centro espiritual de la nación, no estuvo nunca al margen de los vaivenes políticos de su tiempo. Desde el esplendor de Salomón hasta su destrucción final en 586 a. C., fue escenario y botín en guerras internas y alianzas extranjeras. En épocas de crisis, sus tesoros eran ofrecidos como tributo a imperios hostiles o como pago a reyes aliados. Reyes como Asa, Joás, Ajaz o Ezequías vaciaron sus cámaras sagradas para negociar con Damasco, Asiria o Babilonia, y algunos no dudaron en alterar incluso la disposición litúrgica del atrio para ganarse el favor de sus opresores.
Sin embargo, no fue solo el oro lo que se contaminó y, como nos deja ver el relato bíblico, el problema del pueblo no era principalmente político, sino espiritual. Así, el pecado y la corrupción alcanzaron el corazón del Templo. Manasés, rey de Judá, introdujo en sus patios altares para los astros y ritos paganos. Altares sobre las terrazas, caballos consagrados al sol, carros dedicados a dioses extranjeros, cultos solares dirigidos por los mismos sacerdotes… Lo que había comenzado con los pequeños gestos de Salomón por complacer a sus esposas extranjeras, se convirtió en una invasión abierta del culto idolátrico.

Los profetas no tardaron en denunciarlo. Profetas como Jeremías proclamaron: “no se dejen engañar por los que les prometen seguridad simplemente porque aquí está el Templo del Señor” (Jer 7:4). El Templo se había vuelto refugio para injustos, como lo expresó el mismo profeta: “¿No reconocen ustedes mismos que este Templo, que lleva mi nombre, se ha convertido en una cueva de ladrones? Les aseguro que veo todo el mal que ocurre allí” (Jer 7:11). Más adelante, Ezequiel tuvo visiones de los horrores cometidos en aquel espacio sagrado —ídolos, corrupción, violencia— y fue testigo de la retirada de la gloria de Dios (Ez 8–10). El edificio seguía en pie, pero ya estaba vacío.
Josías, el último gran reformador, trató de revertir el desastre. Al hallar el “libro de la Ley” durante las reparaciones del Templo, renovó la alianza con Yahveh e inició una purga radical: derribó altares, quemó imágenes, purificó los atrios. Pero el juicio ya había sido anunciado. La primera invasión babilónica llegó en 597 a. C., con exilio y saqueo. La segunda, en 586 a. C., fue definitiva. Jerusalén cayó tras un largo asedio, y el Templo fue arrasado (2 R 25:8-10). Las columnas de bronce, el Mar de bronce, los utensilios sagrados: todo fue destruido o llevado a Babilonia. La Casa de Yahveh dejó de existir, y con su caída también se apagó la antigua seguridad nacional y la ilusión de que la gloria divina podía retenerse solo con muros de piedra.
A nivel político, fue el fin del reino de Judá. A nivel espiritual, Jerusalén colapsó: la gloria del Señor finalmente se apartó del Templo (Ez 10:18–19). El trauma de la destrucción dejó una profunda herida colectiva, registrada con crudeza en los lamentos de los poetas y profetas. El libro de Lamentaciones, atribuido tradicionalmente a Jeremías, da voz al duelo nacional:
El adversario ha extendido su mano
A todos sus tesoros;
Ciertamente ella ha visto a las naciones entrar en su santuario,
A las que Tú ordenaste
Que no entraran en Tu congregación (Lam 1:10).
El Salmo 79:1 recoge la misma angustia:
Oh Dios, las naciones han invadido Tu heredad;
Han profanado Tu santo templo;
Han dejado a Jerusalén en ruinas.

El exilio no solo implicó el desplazamiento físico; supuso también una crisis identitaria. De acuerdo con Roitman, los deportados se organizaron en Babilonia “a la usanza de ‘asociaciones de compatriotas’, con lazos familiares y clánicos muy fuertes”, adaptándose al nuevo contexto económico y lingüístico. Algunos incluso retomaron prácticas idolátricas (Ez 14:1–11), pero otros preservaron la lengua hebrea, la memoria de Sion y desarrollaron una teología de exclusividad religiosa, que terminó convirtiéndose, según algunos académicos, en una transición de la monolatría al monoteísmo. Ellos han explicado esta transición como una evolución de la fe de Israel, que pasó de adorar a un solo Dios entre muchos posibles (monolatría), a afirmar que solamente existe un único Dios verdadero (monoteísmo).
Privados del Templo, los exiliados dieron paso a nuevas formas de adoración. Ayunos, plegarias, lectura pública de la Torá y cantos de lamentación se convirtieron en pilares de un culto sin altar ni sacrificio. Como escribe Roitman, “la Torá/Pentateuco representó la piedra fundamental sobre la cual se construyó la nación judía en la época exílica y postexílica”. El profeta Ezequiel resumió la transformación diciendo: “Por tanto, di: ‘Así dice el Señor Dios: (...) fui para ellos un santuario por poco tiempo en las tierras adonde habían ido’” (Ez 11:16). La gloria de Dios no quedó confinada a Jerusalén. Él fue al exilio con Su pueblo.
Como lo sugiere el historiador y teólogo español especializado en estudios judíos y sinagogales Jesús Peláez del Rosal, este desplazamiento forzado dio origen a la institución de la sinagoga: “un reducto de identidad nacional y religiosa, sin depender de un lugar geográfico concreto, (…) ni de una clase sacerdotal ordenada”. La pérdida del Templo no eliminó el culto, lo renovó. La presencia divina, antes visible en una nube sobre el propiciatorio, empezó a experimentarse en la lectura comunitaria, en la oración, y en la esperanza de redención. Sin embargo, la Enciclopedia Británica también señala: “esta destrucción, junto con la deportación de los judíos a Babilonia, fue vista como cumplimiento profético y, por tanto, fortaleció las creencias religiosas del judaísmo y despertó la esperanza de restaurar el estado judío independiente”.

Un Templo mayor y definitivo
Aun en el exilio, cuando no había altar ni sacerdotes ni sacrificios, la esperanza de un regreso, de una reconstrucción, seguía viva. Aunque finalmente sucedió, sabemos que actualmente esa esperanza sigue viva porque el Templo fue nuevamente destruído. Ese anhelo ha atravesado los siglos y ha hecho que incluso los judíos liberales anhelen ver una Jerusalén con su Templo.
Schatz es uno de los representantes de ese sueño dorado y del Templo como elemento fundamental de la identidad judía, y no solo lo dejó plasmado Schatz en su libro utópico, también lo hizo en la fachada de la Academia Bezalel de Artes y Diseño que fundó en Jerusalén en 1906. La concibió con un diseño y una misión semejantes a como se cree que fue el Templo según los registros históricos.
Sin embargo, esto también muestra cómo se ha secularizado el concepto del Templo. Adolfo Roitman observa que este ha sido sustituido simbólicamente por instituciones modernas como museos, bibliotecas o centros artísticos: espacios de memoria colectiva que intentan preservar la identidad judía sin recurrir necesariamente a una fe activa. Entonces, mientras algunos judíos han banalizado el Templo hasta reducirlo a una metáfora museográfica o artística, otros lo anhelan fervientemente… pero sin reconocer que el Mesías ya vino. Es decir, unos han vaciado de contenido espiritual el concepto del Templo, y otros lo han absolutizado como un fin en sí mismo, sin comprender que toda su gloria apuntaba a algo mayor.
Aunque algunos expertos hayan propuesto teorías que disocian la historia del Templo de su propósito original —sugiriendo cultos paganos anteriores, reinterpretaciones sacerdotales tardías o una simple evolución religiosa—, la Escritura es clara y suficiente en lo esencial. Aunque algunos expertos elaboren teorías sobre sacralidades previas o vean en Melquisedec un vestigio de cultos antiguos, el texto bíblico afirma que Melquisedec era sacerdote del Dios Altísimo (Gn 14:18) y que Abraham lo reconoció como tal. Desde tiempos milenarios, el verdadero Dios era adorado en esa región. No era una tierra neutra o impura a la espera de ser santificada por nuevas religiones; era ya un lugar donde el Creador era adorado.
Sin embargo, todo lugar sagrado en el Antiguo Testamento —incluido el Templo de Salomón— apuntaba hacia una realidad mayor. En su Evangelio, el apóstol Juan nos recuerda que Jesús, al referirse a su propio cuerpo, dijo: “Destruyan este templo, y en tres días lo levantaré” (Jn 2:19). Con su muerte y resurrección, el Hijo de Dios reemplazó el Templo de piedra por un Templo vivo. Y con Su Espíritu, hizo de Su pueblo redimido una Morada santa, una Casa espiritual (Ef 2:21–22). Así, toda supuesta “sacralidad previa” encuentra su plenitud no en un sincretismo ni en una evolución de creencias, sino en la revelación final en Jesucristo.
La pregunta no debería ser: “¿Qué ocurre en el Templo?”, sino “¿Quién es el verdadero Templo de Dios hoy?”. La respuesta, para quien tenga oídos para oír, no está en las ruinas del pasado ni en los planos de un futuro edificio. El Templo apuntaba hacia una realidad mayor: Dios morando con los hombres, y luego en los hombres; no en piedras talladas, sino en corazones renovados. Así lo dejan ver Juan 1:14 “El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos Su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”, y 2 Corintios 6:16 “Porque nosotros somos el templo del Dios vivo, como Dios dijo: ‘Habitaré en ellos, y andaré entre ellos; Y seré su Dios, y ellos serán Mi pueblo’”.
Referencias y bibliografía
Del Tabernáculo al Templo: El espacio sagrado en el judaísmo (2000) Adolfo D. Roitman
El templo de Jerusalén: ayer y hoy - Conferencia Adolfo Roitman | YouTube
La batalla de Qadesh, Ramsés II contra los hititas | National Greographic
Capilla del dios Anubis | Facebook
Biografía de Tutankamón. El fascinante y misterioso faraón niño | Sitios históricos
The Temple of Jerusalem: Past, Present, and Future de John M. Lundquist | Pageplace
La Sinagoga (1994) de Jesús Peláez del Rosal. Ediciones El Almendro.
El Templo de Jerusalén de André Parrot | Archive
Temple Mount - Definition, Jerusalem, Bible, & History | Britannica
Temple of Jerusalem - Description, History, & Significance | Britannica
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