Durante la primavera del advenimiento del siglo XXI, Rob Bell era una absoluta estrella dentro de los círculos evangélicos. Dotado con una presencia escénica que demandaba la atención de todo aquel que lo escuchase, habilidades de comunicación extraordinarias capaz de despertar la curiosidad de la persona menos interesada en la audiencia, una iglesia de más de diez mil miembros —y cientos de miles de seguidores alrededor del mundo, Bell estaba ascendiendo como una de las figuras evangélicas más preeminentes dentro de los Estados Unidos.
Sin embargo, en el año 2011, durante el lanzamiento de su éxito de ventas, El Amor Ganó: Un Libro Sobre el Cielo, el Infierno y Todas las Personas que Han Existido, todo cambió. Bell negó la plausibilidad de la doctrina clásica del infierno y la sustitución penal de Cristo Jesús, afirmando tentativamente a su vez una versión universalista del cielo. El resto, es historia. En años posteriores, Bell negó la doctrina clásica cristiana sobre la sexualidad, las Escrituras e incluso la necesidad de la iglesia. Bell, en pocas palabras, es un ejemplo viviente de lo que en teología conocemos como un proponente de la teología liberal.
¿Qué es la teología liberal?
Cuando hablamos de teología liberal, no nos referimos a otra cosa que a un sistema de ideas acerca de Dios que, por un lado, tiende a rechazar las formulaciones doctrinales históricas de la iglesia y la autoridad de las Escrituras y, por el otro, aspira a fundamentar sus ideas en teorías y valores seculares mezclados con porciones de la tradición cristiana. En pocas palabras, la teología liberal no es otra cosa que una teología donde la autoridad final reside en el individuo, en su razonamiento, valores, experiencias y sentimientos. La teología liberal es pues una teología largamente destripada de doctrinas y elementos bíblicos y permeada o bañada por ideologías y valores seculares.[1]
El gran problema de la teología liberal
¿Cuáles son los problemas de la teología liberal? Aunque podríamos mencionar diferentes aspectos problemáticos de la teología liberal desde un punto de vista histórico-bíblico, en este espacio queremos concentrarnos en el cuadro grande del problema. Es por eso que solo nos limitaremos a discutir el problema más fundamental y esencial del liberalismo teológico.
¿Cuál es el gran problema detrás de la teología liberal? Simple y llanamente, el problema yace sobre el hecho de que la teología liberal sufre de lo que yo catalogaría como disonancia cognitiva inherente. En palabras más sencillas, la mayor contrariedad de este sistema de pensamiento es que tiende a sostener proposiciones mutuamente contradictorias. Afirma ser cristiana, pero su contenido niega las verdades o doctrinas más fundamentales del cristianismo. Abraza vocabulario y simbología de naturaleza cristiana, pero redefine dicho vocabulario de acuerdo a preceptos e ideas seculares. Asume la existencia de Dios, pero opera bajo las presuposiciones del naturalismo. En pocas palabras, la teología liberal tiende a hablar, vestirse y actuar como si fuese cristiana cuando realmente no lo es. En sus esfuerzos por salvaguardar al cristianismo de sus propios mitos y supersticiones, la teología liberal tiende a mutilar y deformar al cristianismo a tal punto que el mismo queda irreconocible.
De hecho, esto es precisamente lo que argumentó uno de los teólogos más importantes de la primera mitad del siglo XX, J. Gresham Machen, profesor de teología en la universidad de Princeton. En su obra, El Cristianismo y el Liberalismo, Machen argumentó que a pesar de que la teología liberal poseía ciertas similitudes estéticas con el cristianismo, las diferencias en sustancia y contenido entre el cristianismo y la teología liberal son tan marcadas y profundas que ambas son efectiva e irreconciliablemente dos religiones categóricamente distintas. Machen escribió:
Da la impresión de que lo que el teólogo liberal ha retenido luego de haber abandonado [...] una doctrina cristiana tras otra, no es nada parecido al cristianismo, sino una religión que es tan diferente al cristianismo que pertenece a una categoría distinta.[2]
Dos religiones distintas
De ahí a que dentro de círculos teológicos liberales, la doctrina tienda a ser reemplazada por la experiencia. De ahí a que la acción social reemplace a la Gran Comisión y sea observada como la tarea principal de la iglesia. De ahí a que incluso la ética cristiana sea mutilada y adherida junto con teorías de ética seculares modernas. De ahí a que el evangelio sea reemplazado por el moralismo. La teología liberal, pues, no es otra cosa que una mezcla de ideologías seculares en vestimenta religiosa.
En las palabras del famoso eticista del siglo XX de la universidad de Yale, Richard Niebuhr, el liberalismo teológico ultimadamente nos ofrece una visión del mensaje cristiano destripado de significado alguno:
Un Dios sin ira redimió a hombres sin pecado para un Reino sin juicio a través de la obra de un Cristo sin una Cruz.[3]
Efectivamente, si destripamos los componentes más fundamentales del cristianismo, los sustituímos por componentes ajenos a las Escrituras y aún así decidimos llamarlo “cristianismo,” estaríamos padeciendo de un caso de disonancia cognitiva severa, pues estaríamos hablando de dos cosmovisiones inherente y categóricamente distintas.
[1] Cabe destacar que la teología liberal es un espectro y no un set de posiciones y proposiciones cementadas. De hecho, cuando hablamos de la teología liberal, en realidad estamos hablando de teologías liberales, pues no todos los exponentes de la teología liberal necesariamente afirman una codificación doctrinal en particular. También vale la pena hacer la salvedad que Rob Bell no es representativo de todos los proponentes de la teología liberal. Simplemente fue escogido como ejemplo debido a que es uno de los exponentes más extremos, conocidos y abiertos de la misma. En este artículo, estamos considerando las versiones más extremas del liberalismo teológico.
[2] J. Gresham Machen, Christianity and Liberalism, (Grand Rapids, MI: Wm. B. Eerdmans Publishing Company, 1923, 5-6.
[3] The Kingdom of God in America, New York: Harper & Row, 1959 [1937], p. 193.