El Concilio de Nicea, celebrado en el año 325, representa un punto de inflexión en la historia del cristianismo antiguo. Allí, obispos de distintas regiones del Imperio romano deliberaron sobre una controversia que amenazaba la doctrina cristiana y podía llegar a dividir a la Iglesia: la naturaleza de Cristo. Este acontecimiento estuvo enmarcado por todo un contexto previo de cambios políticos y sociales, así como persecuciones y edictos, y dejó como resultado la formulación de un credo que rechazaba las tesis planteadas por Arrio, presbítero de Alejandría, y sentaba las bases de la confesión cristológica ortodoxa que persiste hasta hoy.
Inicio de una disputa
Para el año 311, el Edicto de Galerio le puso fin a las persecuciones sufridas por la Iglesia: se les perdonaron a los cristianos sus creencias y se les permitió volver a existir como comunidad. Dos años después, el nuevo emperador Constantino y el ya tetrarca Licinio establecieron el famoso Edicto de Milán, que ofrecía una libertad total de culto religioso dentro del Imperio, con lo cual los cristianos también se veían beneficiados.
Ese fue el contexto que permitió el desarrollo de la Iglesia. Con el tiempo, el cristianismo se fue ganando un lugar central tanto en la vida del emperador Constantino como en la totalidad del Imperio. Poco a poco la fe cristiana se fue convirtiendo en un factor crucial de unidad para la inestable condición política del Imperio Romano.

Pero el nuevo panorama de paz religiosa trajo consigo un nuevo desafío para la cristiandad. Como señala el teólogo e historiador alemán Hans Lietzmann, “Constantino encontró en las iglesias de Oriente un cisma que se extendía por todas las provincias, apoyado por los obispos principales y alimentado por un rico gusto de erudición teológica, combinado con reivindicaciones eclesiásticas de poder y rivalidades provinciales que amenazaban seriamente la unidad de la Iglesia”.
El desafío ya no tenía que ver con la situación de la Iglesia frente al Imperio, sino con una controversia teológica con un alcance impactante: la lucha doctrinal entre un presbítero, Arrio, y su obispo, Alejandro. El escenario en el que se dio fue la Alejandría del año 318. La paz de esta diócesis, que ya venía siendo perturbada por rivalidades de poder y autoridad, se vio interrumpida entonces por una razón de fe. Arrio y Alejandro debatían la identidad del Dios cristiano, y las visiones de ambos eran completamente irreconciliables.
Para Arrio, en síntesis, el Hijo de Dios no era eterno ni divino, así como lo es propiamente Dios. Además, Dios no siempre había sido Padre, sino que se convirtió en tal cuando creó al Logos, Su Hijo, para ser el Creador del mundo y así servir como intermediario entre Dios y lo creado. El Hijo proviene de Dios, sí, pero a modo de creación; aunque creado por Él, es también diferente a Él en todo.

Arrio planteaba que, aunque es un ser creado, el Hijo posee una gloria singular que lo distingue de los otros seres, pero sin sacarlo del ámbito de criatura. Adicional a eso, que tiene un estatus divino, el cual no es identificable con la deidad del Padre, pero sí “es una consecuencia más de la gracia que de la naturaleza”. Finalmente, la identidad del Espíritu también resultaba afectada, al ponerlo en la condición de criatura, pero con un carácter excepcional.
En resumen, según Arrio, el único Dios no proviene de nadie y es distinto a todo lo creado. Por lo tanto, el Hijo, que viene de un Padre, no podría ser Dios ni idéntico a Él y debía ser necesariamente una criatura única pero proveniente de la voluntad divina. La visión del obispo Alejandro era, básicamente, opuesta a todo lo dicho por Arrio: el Hijo no es sustancialmente diferente en nada al Padre.
Las ideas de Arrio generaron una acalorada polémica que, aunque comenzó en Alejandría, afectó a todo el mundo cristiano dentro del Imperio. Las discusiones acabaron con Arrio siendo excomulgado de la Iglesia egipcia por el año 318 o 319. Así también sus seguidores, que eran cerca de 21, se retiraron a las tierras de Palestina, pero sin dejar las ideas de su maestro.

Resolución: la intervención del emperador
En el 314, Constantino había intervenido en una controversia cristiana recurriendo a un sínodo de carácter local. Ahora, en esta nueva controversia, siguió el mismo tratamiento. Como dice Eusebio, “procedió a convocar un concilio ecuménico y con cartas expresivas de la alta consideración que le merecían invitaba a los obispos a acelerar su venida desde cualquier lugar (...). Se eligió también una ciudad apropiada para el concilio, con un nombre que significaba victoria, Nicea, en la provincia bitinia”.
Así entonces, el emperador determinó tratar la nueva controversia en el Concilio de Nicea. Allí llegaron obispos de diversos sectores cristianos más no de la totalidad del Imperio. Si por “ecuménico” nos referimos a reunir obispos de todas las iglesias dentro del Imperio romano, tanto de Oriente como de Occidente, entonces ese no es el adjetivo más apropiado para el Concilio de Nicea. Sin embargo, como dice el historiador británico David Gwynn, “aunque [Nicea] no fue verdaderamente ecuménico (...), aun así fue un acontecimiento notable y posiblemente la reunión cristiana más representativa desde el Concilio apostólico de Jerusalén”.
La mayoría de los obispos, junto a todo su séquito, pertenecían a la Iglesia oriental y, por tanto, hablaban en griego. La Iglesia de Roma también se hizo presente; aunque el obispo Silvestre I no participó personalmente, envió a dos presbíteros como representantes. De las otras iglesias occidentales acudieron pocos obispos en comparación con los de oriente. El número total de participantes en el concilio puede estimarse en más de 250.

La fecha de inicio de las sesiones de deliberación del concilio sigue siendo objeto de debate. Tradicionalmente se han datado en mayo, pero nuevos estudios afirman que esto es producto de un error de transcripción. Lo más preciso sería fecharlo en los primeros días de junio. Sobre el desarrollo de las sesiones del Concilio no tenemos mucha información, y como bien dice el historiador eclesiástico y arqueólogo William Hugh Clifford Frend, a diferencia de otros concilios, no hay un registro contemporáneo de los debates y sesiones celebradas en Nicea.
Las fuentes disponibles son unánimes en definir la conclusión del concilio. Sin entrar en los detalles sobre los debates internos, podemos afirmar que la respuesta fue un decidido rechazo a las doctrinas arrianas y que esta se presentó en la resolución central del concilio: un credo. Otro credo anterior al concilio y externo a la localidad de Nicea fue presentado como texto base y reformulado por las decisiones del concilio. El resultado fue el famoso Credo Niceno como condena formal de las tesis de Arrio.

Análisis del Credo Niceno
No nos detendremos en cada sección del Credo, sino en las cláusulas referidas como respuesta a las ideas de Arrio. La confesión antiarriana sobre Cristo se presenta como una declaración de fe en Él, afirmando que es:
1. “...engendrado del Padre antes que todos los siglos”. Esta cláusula tiene por propósito definir la identidad del Hijo y Su relación única con Dios. Ante la idea de Arrio de que el Hijo fue creado y que, en consecuencia, no provenía de la misma esencia de Dios, el credo habla de que fue “engendrado del Padre”. En otras palabras, este engendramiento por el cual el Hijo recibe Su esencia, lo identifica esencialmente con Dios.
Otra forma de explicarlo es la siguiente: por el hecho de ser engendrado del Padre, el Hijo recibe todo de Él, todo lo que el Padre es. Si el Hijo es engendrado de parte del Padre y a partir de Él, entonces el Hijo es todo lo que el Padre es. Además, este acto divino del engendramiento se da, de acuerdo con la teología nicena, “antes de todos los siglos”. No es en el tiempo, sino en la eternidad donde se sitúa este engendramiento. Es decir, en el ámbito de Dios. A partir de todo lo que es el Padre, el Hijo recibe todo lo que es, y esto, no desde el tiempo, sino desde la eternidad.

2. “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”. El Hijo es también confesado con una serie de frases que encuentran sus orígenes tanto en los escritos del Nuevo Testamento como en la tradición cristiana posterior. Se cree en el Hijo como “Dios de Dios”, “Luz de Luz” y “Dios verdadero de Dios verdadero”. Con estas cláusulas, se quiere reafirmar que el Hijo es de Dios y que todo lo que es el Padre le corresponde igualmente al Hijo.
Si el Padre es “Dios”, el Hijo, al ser de Él, es “Dios de Dios”. El Padre es “Luz”, y por el hecho de que el Hijo es de Dios y recibe todo lo que le corresponde esencialmente al Padre, la idea de deidad contenida en ser “Luz” se aplica también al Hijo. Si el Padre es “Dios Verdadero”, entonces el Hijo no es solamente “Dios”, sino también, junto al Padre, es “Dios verdadero”. Lo que hace que el Padre sea verdadera y propiamente Dios verdadero, es lo que posee el Hijo y lo define como tal.
Estas frases quieren exponer la íntima referencia del Hijo hacia el Padre en cuanto a Su constitución y ser divino. Lo que se dice del Padre en cuanto a Su deidad, se dice también del Hijo por estar unido y referido a Él.
3. “...engendrado, no creado”. Para Arrio, el Hijo es creado, pero no engendrado. Para Nicea, por el contrario, el Hijo se confiesa como “engendrado, no creado”. Y es que la distinción entre ambas expresiones fue decisiva para presentar la originalidad de la persona del Hijo.
Si el Hijo es confesado como “creado”, instantáneamente se le sitúa fuera del ámbito divino. Ser creado solo demarca la distinción y diferencia entre Dios y el mundo. Si fuera creado, el Hijo necesariamente no podría ser “engendrado del Padre” o “Dios de Dios”.
En cambio, contra Arrio, el Hijo es confesado como “engendrado”, es decir, a modo “de comunicación de la única e idéntica naturaleza del Padre”. Él viene del Padre a modo de generación, por lo que el Padre comparte y da todo de sí al que engendra y, por tanto, resulta idéntico a Él. Así, la característica divina de no ser creado y que pertenece exclusivamente a Dios, ahora se aplica al Hijo. El Hijo existe y viene por el Padre, mas no por ser creado y compartir la naturaleza de un ser hecho.

4. “[engendrado] de la misma esencia del Padre”. El Hijo es engendrado del Padre, dice Nicea. Pero expresa esta verdad con una palabra problemática en aquel entonces, pues no se encontraba en la Biblia y, por otro lado, fue usada de una forma que acabó siendo rechazada por la Iglesia. Pero, aun así, el Credo dice que el Hijo es engendrado “de la misma esencia del Padre”. Con esta frase y especialmente con la palabra “de la misma esencia”, se refiere a la radicalidad personal de la identidad del Hijo.
El Credo habla de que el Hijo es “engendrado del Padre” y esto “desde antes de todos los siglos”; pero estas palabras no son suficientes para expresar la singular referencia del Hijo hacia Dios. Decir que el Hijo es engendrado del Padre, sin explicar la forma de este engendramiento, podía ser tomado para concluir que el Hijo posee una naturaleza similar o bien diferente a la del Padre. Por eso, el Credo añade la cláusula más fuerte y decisiva de toda su teología: “de la misma esencia” (en griego, homoousios).
Su significado, que para aquel entonces resultó todo un reto, implica la idea de que el Hijo, en Su ser y naturaleza, comparte el ser y la naturaleza misma de Dios. Lo que es Dios en Su esencia, lo es el Hijo. Por lo tanto, todo lo que define en Su esencia al Padre como Dios, define al Hijo como Dios: la identidad de ser y naturaleza. De hecho, esta es la idea detrás de la confesión del Logos como “Hijo”: como Hijo único de Dios, recibe en totalidad todo lo que posee Aquel que es Su Padre.

5. “Por medio de Él todas las cosas fueron hechas”. Para reforzar la idea de la divinidad esencial del Hijo, éste es puesto en el rol de Creador antes que en el de criatura. Para Arrio, la existencia del Hijo es necesaria y, por lo tanto, se justifica Su creación. El Hijo siempre es visto por Arrio como la creación de Dios por medio de la cual Él crea el cosmos. Su propósito, entonces, es en todo cosmológico. En la reflexión de Arrio, el Hijo debe ser una criatura, aunque excepcional, y como tal, como hecho por la voluntad de Dios, no puede compartir con Él la misma naturaleza.
Pero es en el contexto de la crítica a estas ideas que Nicea pone al Hijo como Creador. No solamente se quiere definir la función mediadora del Hijo en la creación de todo lo que existe. También, y primero que todo, se quiere reforzar que este Creador es divino, no solo porque pueda crear —compartiendo así el poder creador de Dios—, sino también porque, al crear, queda descartado definitivamente como una criatura. El Hijo es también Dios porque crea, mediando así todo lo que existe.
El Credo de Nicea no solo contiene las cláusulas antiarrianas que acabamos de mencionar; también añade una condena a ciertas reflexiones de tono arriano. Se refiere a “aquellos que dicen”, es decir, a un grupo claramente identificable a partir de su reflexión sobre la identidad del Hijo; se trata de seguidores del pensamiento de Arrio. El Credo dice sobre “aquellos que dicen”:
— “Hubo un tiempo en que no era”. Para la reflexión arriana, su sentido es que el Hijo, al ser creado por el Padre, no ha existido siempre, sino que ha habido un tiempo en el cual Él no ha estado, pues todavía no era creado.
— “No era antes de ser creado”. Estas palabras tienen el mismo sentido que las anteriores: situar al Hijo no solamente como carente de toda eternidad, sino también definirlo como criatura.
— “Fue hecho de la nada”. Para el arrianismo, el Hijo fue creado, pero no a partir de la esencia de Dios o de algún principio material eterno. Por el contrario, se entiende Su creación como “de la nada”. Al no poder establecer un principio objetivo para la existencia del Hijo, Su ser como creado se comprende a partir de la nada. Él no viene de Dios ni de otra materia posible, pues ha sido creado en la eternidad cuando nada había sido creado todavía.
— Las últimas frases complementan todo lo anterior. Los arrianos hablan del Hijo como “de otra sustancia o esencia”, es decir, diferente en todo a la esencia de Dios. “El Hijo de Dios es creado”, con lo que se implica necesariamente que es, como luego se afirma, “cambiable” o “alterable”. Si fuera criatura, sería mutable, capaz de toda variación en Su ser; no sería inmutable como lo es esencialmente Dios.
— Todos aquellos que afirman estas expresiones son “condenados” por la Iglesia.

El Credo de Nicea presenta la cima de toda una época de reflexión. Desde el siglo II hasta el concilio de Nicea, se posibilitó todo un camino de pensamiento cristológico y trinitario que alcanzó su expresión máxima con este credo. Aunque muchos temas se quedaron sin respuesta, la base de toda reflexión posterior ya había sido cimentada.
Esta declaración de fe, que fue recibida tanto por la Iglesia oriental como occidental, se convirtió en el texto base que definió la ortodoxia ecuménica de la cristiandad. Este año se celebra el aniversario número 1700 del concilio de Nicea, lo cual nos impulsa a una comprensión cada vez más profunda y actual de su contenido y legado. El Credo de Nicea representa uno de los pilares centrales de la confesión clásica del cristianismo sobre Dios y, por lo tanto, un pilar que ha modelado no solo la creencia, sino también la práctica y espiritualidad cristianas.
Referencias y bibliografía
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Dios salvador en los Padres de la Iglesia (1993) de Basil Studer. Salamanca: Secretariado Trinitario, 163–165.
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