En la historia de la doctrina trinitaria, el Concilio de Nicea se convirtió en un hito fundamental al confesar específicamente que Dios es Padre e Hijo. Así, se enfatizó en que el Hijo es igual en naturaleza al Padre, por lo cual, también es Dios. Pero, a pesar de este significativo aporte, la doctrina trinitaria aún tenía camino por recorrer hasta ser profesada de forma definitiva. Los temas sobre la identidad divina del Hijo y Su relación con el Padre ya habían sido definidos en sus fundamentos principales. Sin embargo, quedaba todavía otro tema que requería una reflexión más profunda: la identidad del Espíritu y, por lo tanto, Su lugar en la doctrina trinitaria.
Herejía emergente
Una nueva controversia hizo reflexionar a los teólogos sobre este tema central de la doctrina trinitaria. Si el Espíritu se ha relacionado históricamente con el Padre y el Hijo, tal como lo enseña la trama bíblica de la historia de la salvación; si Su función para santificarnos, divinizarnos y convertirnos en hijos de Dios es decisiva; y si los cristianos se bautizan no solo en nombre del Padre y del Hijo, sino también del Espíritu Santo, ¿qué quiere decirnos esto sobre Su naturaleza e identidad? Entonces, la pregunta fue si el Espíritu —igual que el Hijo— es también divino, así como lo es el Padre. ¿El Espíritu es o no es Dios? Y si lo es, ¿qué significa esto en cuanto a Su naturaleza?

En términos generales, la controversia fue representada por un grupo teológico diverso, definido como los “pneumatómacos” o “adversarios del Espíritu”. “Adversarios” porque se oponían al Espíritu al rechazar Su divinidad y Su derecho a recibir adoración.
Los ‘pneumatómacos’ argumentaban que, si el Espíritu es divino al igual que el Hijo, esto generaría grandes problemas para la doctrina trinitaria, los cuales acabarían comprometiendo la integridad personal del Padre y del Hijo. Planteaban que, si el Espíritu es divino, ¿entonces es hermano del Hijo? ¿Es otro hijo? ¿Viene, entonces, al igual que el Hijo, por una generación eterna? ¿Hay dos engendrados? Esas y otras preguntas representaron un verdadero reto para la reflexión teológica. Sin embargo, aquel reto era necesario, pues promovió una reflexión más profunda y permitió desarrollar un lenguaje mucho más preciso respecto a este tema crucial.
La definición sobre quién y qué es el Espíritu Santo nunca fue clara en los primeros siglos del cristianismo. Aun los testimonios de Ireneo, Tertuliano, Novaciano, Hipólito u Orígenes sobre el Espíritu no alcanzaron un sentido definitivo y completamente claro. Como bien afirma el teólogo francés Yves Congar: “no se adquirieron las precisiones doctrinales desde el principio ni en todas partes cuando se poseían ya algunas importantes”. Entonces, desde los tiempos antiguos hasta el inicio de la controversia sobre el Espíritu, no se había logrado un desarrollo acabado del tema.

El teólogo italiano Giovanni Perrone señala que “desde los siglos II hasta los comienzos del siglo IV, las ideas sobre el Espíritu se caracterizaban por la incertidumbre y el peligro de caer en posiciones arcaicas”. Posiciones que, por otro lado, tenían cabida dentro de la tradición, porque la doctrina del Espíritu estaba todavía en proceso de formulación. A esto debemos sumar que en Nicea solo hubo una mención sobre el Espíritu, la cual no definía con términos directos Su carácter divino. Estos antecedentes, junto con la nueva controversia, motivaron una reflexión que impulsó a los maestros cristianos a explicar quién es el Espíritu, tanto en relación con Su naturaleza como con Sus funciones.

[Puedes leer el artículo Credo de Nicea: un análisis de cómo definió la naturaleza de Cristo]
¿En qué consistía la doctrina de los ‘pneumatómacos’? De acuerdo con el historiador cristiano Sozomeno, el mayor representante de este grupo, que era Macedonio de Constantinopla, creía que el Hijo “es Dios, y que Él es en todos los aspectos y en sustancia como [es] el Padre”, pero a la vez afirmaba que “el Espíritu Santo no participa de las mismas dignidades [del Hijo] (...); lo designó como ministro o siervo y le aplicó todo lo que podría, sin error, decirse de los santos ángeles”.
Eunomio, otro maestro de esta línea, afirmaba que “uno solo es el Espíritu Santo, la primera y la mayor de todas las cosas hechas por el Hijo, por mandato del Padre”. Así, dejando de lado otros testimonios similares, como los de Aecio y los llamados “Trópicos” de Egipto, podemos comprender que el centro de esta herejía era concebir al Espíritu como una criatura con una dignidad superior. Como criatura, evidentemente no compartía la esencia divina e increada de Dios; pero, como criatura hecha por el Padre o el Hijo, tenía sin embargo una dignidad única con relación a otros seres creados.
Sin embargo, detrás de toda la argumentación, que bien podía diferir en cada maestro, era evidente la negación de la divinidad del Espíritu.

La respuesta imperial
Esta controversia, que se venía desarrollando desde la segunda mitad del siglo IV, pronto se convirtió en un asunto ecuménico que agudizó la división entre ambos sectores del Imperio. Y así como ocurrió en tiempos de Nicea con la controversia arriana, la división religiosa debía superarse mediante la unidad doctrinal. El intento de restauración vino por parte del emperador Teodosio I.
La primera medida adoptada por Teodosio fue el edicto Cunctos populos, conocido también como Edicto de Tesalónica, promulgado en el año 380. Este edicto fue decisivo por dos razones que afectaron directamente al cristianismo. Por un lado, Teodosio declaró que todos deben seguir la religión profesada por el apóstol Pedro y mantenida hasta aquel entonces por el obispo romano Dámaso y el obispo de Alejandría, Pedro. ¿En qué consiste esta enseñanza? El edicto dice: “creamos en la Trinidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo Dios y tres personas con un mismo poder y majestad”.
Por otro lado, el edicto ordena que “todas las gentes abracen el nombre de cristianos y católicos”, declarando también que todo culto religioso que no tenga relación con esta fe será castigado por la justicia divina y por “la pena que lleva inherente el incumplimiento de nuestro mandato”. Así, se estableció que el factor de unidad religiosa se daría bajo los términos de la tradición nicena y que todos en el Imperio debían convertirse a la fe cristiana.

Este edicto es comúnmente recordado como el que oficializó la religión cristiana como la fe formal del Imperio. Sin embargo, también debe recordarse que su propósito inmediato fue restaurar la ortodoxia nicena. Como explica el historiador Hubert Jedin, mediante este edicto se declara que solo los que profesan la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo “debían llevar el nombre de cristianos católicos, mientras que los demás estaban manchados por la infamia de la herejía, no podían llamar iglesia a sus propios conventículos”. Pero Teodosio, aun con su edicto, debió reconocer que no lo había logrado todo, por eso proyectó la convocatoria de un nuevo concilio.
El Concilio de Constantinopla
El emperador envió invitaciones a los obispos para que se reunieran en Constantinopla, aunque él tuvo una participación menor, a diferencia de lo ocurrido en Nicea. El teólogo e historiador Klaus Schatz menciona que Teodosio solo asistió a la reunión de apertura y no estuvo presente en el resto de las deliberaciones.
Este nuevo sínodo, celebrado en la capital imperial de Oriente, se desarrolló entre mayo y julio del año 381. A diferencia del Concilio de Nicea, al que se decía que asistieron unos 318 obispos —aunque técnicamente se sabe que fueron muchos menos—, el número de invitados a Constantinopla ha sido, tradicionalmente, exacto: 150. Allí el listado de los invitados fue preciso, por eso también se le ha llamado “el Concilio de los 150 padres”.
¿Cuál fue la decisión final del concilio tras concluir el 30 de julio del 381? Aunque el desarrollo de las sesiones fue complejo, al final se estableció una posición clara. Esto se ve reflejado en el edicto Episcopis tradis de Teodosio, con el cual confirmó la conclusión del concilio, el cual ordenó que sólo los obispos ortodoxos estuvieran a cargo de las iglesias. Pero ¿ortodoxos en qué? El edicto lo declara: aquellos que “confiesen que el Padre, el Hijo y el Espíritu son de una sola majestad, de la misma gloria, de un solo esplendor; que no establezcan ninguna división profana, sino el orden de la Trinidad, reconociendo las personas y uniendo la divinidad”. La posición del concilio, reafirmada por el emperador, fue decididamente trinitaria.

La respuesta del concilio a esta controversia también fue un credo. Si bien hoy hablamos del Credo Niceno, debemos saber que este alcanzó su forma definitiva en el Concilio de Constantinopla. Allí se recibió formalmente el Credo de Nicea como texto vinculante para la fe de las iglesias. Como consecuencia, este pasó a ser el Credo Niceno-Constantinopolitano, un símbolo de fe que sería reconocido a lo largo de la historia hasta el Concilio de Calcedonia, en el año 451. Aunque no está del todo clara la procedencia original de este credo, se sabe que fue aceptado en el concilio y, como tal, se vincula estrechamente como el producto fundamental de esta reunión de 150 padres.
El credo sobre el Espíritu
Pero ¿qué es lo decisivo en este credo respecto a la controversia sobre el Espíritu? ¿Cuál es su aporte particular? Así como ocurrió en Nicea, donde el credo presentó una serie de cláusulas sobre la divinidad del Hijo y Su relación con el Padre, lo mismo sucedió en el nuevo concilio.
El Concilio de Constantinopla recibió el Credo de Nicea; por lo cual, al aceptarlo como texto estándar y vinculante para la fe ecuménica de la Iglesia, lo adoptó y también lo actualizó frente a los nuevos desafíos teológicos de la época mediante una cláusula especial. Lo que se le añadió al Credo niceno tenía que ver con el Espíritu. Se confesaba: “Y [creo] en el Espíritu Santo, Señor y vivificante, que procede del Padre, que juntamente con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, que habló por los profetas”.

Estos enunciados del credo son el aporte propio del Concilio de Constantinopla. Y, aunque en ellos no se encuentre de forma directa el título “Dios” aplicado al Espíritu, toda la cláusula está redactada para confesar Su divinidad. Entonces: ¿cómo expresa el Credo Niceno-Constantinopolitano la divinidad del Espíritu? Para responder a esa pregunta, reflexionemos a partir de sus propias palabras:
1. “Señor y vivificante”. En la Biblia, el señorío y el poder vivificador son atributos del Dios verdadero. De hecho, estas características esenciales lo distinguen de los falsos dioses, y se aplican a Dios como Padre y también al Hijo. Con esta idea en mente, el concilio aplicó estas cualidades y funciones divinas directamente al Espíritu.
La conclusión no debería ser difícil: se está afirmando, con el lenguaje natural de la Escritura, que el Espíritu comparte lo que corresponde exclusivamente a Dios; por tanto, es divino. Como Señor, el Espíritu participa del poder y la gloria de Dios; y como Vivificador, no solo es Creador, sino que también puede dar vida, especialmente la vida eterna y escatológica, tal como lo hacen el Padre y el Hijo.

2. “...que procede del Padre”. Los ‘pneumatómacos’ sostenían que el Espíritu provenía por medio de un acto de creación. Según su visión, el Hijo, por la voluntad del Padre o por la Suya propia, habría decidido crear al Espíritu. En consecuencia, el Espíritu sería una criatura que procede de algo externo a Dios mismo. Sin embargo, aquí el credo afirma que el Espíritu procede directamente de Dios.
En la teología nicena y en la posterior a Nicea, afirmar que el Hijo provenía del Padre significaba que no era una creación, sino que provenía de la fuente misma de la divinidad y que, por tanto, era Dios. Ahora se aplica esa misma lógica al Espíritu: este no proviene del Padre por generación, como se dice del Hijo en Nicea, ya que solo un hijo puede ser generado por un padre —y el Espíritu no es Hijo de Dios—.
En cambio, se afirma que el Espíritu procede de Dios. Aunque no se define el modo de ese proceder, sí se indica que es desde el Padre, quien es Dios. Por tanto, se confirma Su divinidad al señalar que no proviene de lo creado, sino directamente de Dios. Por el hecho de proceder de Dios mismo, queda descartada cualquier noción de que el Espíritu sea una criatura.
3. “...que juntamente con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado”. Esta es la expresión más contundente del Credo Niceno-Constantinopolitano. Así como el Credo de Nicea introdujo su frase enigmática “homoousios”, es decir, que el Hijo comparte la misma naturaleza divina que el Padre, aquí se afirma que el Espíritu merece lo mismo que merecen el Padre y el Hijo. Esta declaración tiene un marcado sentido litúrgico. Como señala Adolf Martin Ritter, teólogo e historiador alemán, “es muy ambiciosa”.
Precisamente, estas palabras de adoración se incorporaron luego a la liturgia de las iglesias, en la cual solo se adora a Dios. Lo que aquí se está afirmando es que la adoración única y exclusiva que corresponde a Dios también corresponde al Espíritu. Aunque el concilio no habla expresamente de una igualdad de naturaleza, sí se refiere de manera literal a una igualdad en la adoración, lo cual depende siempre de la identidad divina. Una criatura no puede ser adorada, solo el Dios verdadero; pero el Espíritu no solo procede de Dios, sino que además merece la misma adoración que le pertenece a Dios. Esto confirma nuevamente Su identidad divina.

Un repaso por las cláusulas del Concilio de Constantinopla sobre el Espíritu despeja toda duda sobre Su divinidad. Los padres de Constantinopla no innovaron una doctrina ni inventaron palabras. Se mantuvieron fieles a la fe profesada en Nicea y, a través de nuevas reflexiones, la llevaron hasta sus últimas y obvias consecuencias: el Padre, el Hijo y el Espíritu son Dios. El propósito de este aporte tan significativo no se limitaba a la precisión teológica; la historia nos enseña que esta doctrina sobre el Espíritu modeló de manera decisiva el culto y la espiritualidad cristianas.
La fe trinitaria viene de la Biblia, pero no llegó de una sola vez ni siempre bajo los mismos términos. En la historia, una doctrina no deja de ser cierta por el tiempo que tarda la Iglesia en asimilarla mediante su reflexión. La historia del Concilio de Constantinopla nos enseña que la verdad siempre está ahí, desde el inicio, porque es verdad que proviene de Dios; pero otra cosa muy distinta es la apropiación que hace la Iglesia de esa verdad. Finalmente, la Iglesia fue consciente de que una doctrina trinitaria coherente debe, por un lado, escuchar lo que dicen las Escrituras y, por otro, recibir y aceptar la fe que ha sido transmitida.
Referencias y bibliografía
El Espíritu Santo (1991) de Yves Congar. Barcelona: Herder, p. 102.
Historia de los Concilios Ecuménicos de Giovanni Perrone, en Giuseppe Alberigo (ed.). Salamanca: Sígueme, p. 51.
Historia Eclesiástica de Sozomeno, V, 27.
El Espíritu Santo (1996) de Basilio de Cesarea, citado por G. Azzali. Madrid: Ciudad Nueva, p. 20.
Manual de Historia de la Iglesia (1980) de Hubert Jedin. Barcelona: Herder, p. 114.
Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum (1963) de Heinrich Denzinger y Adolf Schönmetzer. Barcelona: Herder, p. 31.
Das Konzil von Konstantinopel und sein Symbol (1965) de Adolf Martin Ritter. Gotinga: Vandenhoeck & Ruprecht, p. 302.
Storia dei Concili. La Chiesa nei suoi punti focali (1999) de Klaus Schatz. Bolonia: Edizioni Dehoniane, p. 39.
Historia de los Dogmas, tomo 1, El Dios de la salvación (1995) de B. Sesboüé y J. Wolinski. Salamanca: Secretariado Trinitario, p. 208ss.
The Formation of Christian Theology, vol. 2, The Nicene Faith (2004) de J. Behr. Crestwood, New York: St. Vladimir’s Seminary Press, p. 121.
Das Glaubensbekenntnis von Konstantinopel [381] (2021) de W. Kinzig. Berlín: Walter de Gruyter GmbH, p. 102ss.
Apoya a nuestra causa
Espero que este artículo te haya sido útil. Antes de que saltes a la próxima página, quería preguntarte si considerarías apoyar la misión de BITE.
Cada vez hay más voces alrededor de nosotros tratando de dirigir nuestros ojos a lo que el mundo considera valioso e importante. Por más de 10 años, en BITE hemos tratado de informar a nuestros lectores sobre la situación de la iglesia en el mundo, y sobre cómo ha lidiado con casos similares a través de la historia. Todo desde una cosmovisión bíblica. Espero que a través de los años hayas podido usar nuestros videos y artículos para tu propio crecimiento y en tu discipulado de otros.
Lo que tal vez no sabías es que BITE siempre ha sido sin fines de lucro y depende de lectores cómo tú. Si te gustaría seguir consultando los recursos de BITE en los años que vienen, ¿considerarías apoyarnos? ¿Cuánto gastas en un café o en un refresco? Con ese tipo de compromiso mensual, nos ayudarás a seguir sirviendo a ti, y a la iglesia del mundo hispanohablante. ¡Gracias por considerarlo!
En Cristo,
![]() |
Giovanny Gómez Director de BITE |