Ambrosio de Milán fue funcionario imperial, aprendiz de la fe cristiana, obispo inesperado, teólogo autodidacta, defensor de la ortodoxia, autor prolífico y pastor de almas. La historia de este padre de la Iglesia latina comenzó con una familia cristiana que, después de una importante pérdida, se trasladó al corazón del Imperio romano. El camino que lo llevó desde Tréveris hasta la basílica que hoy lleva su nombre en Milán no fue recto ni sencillo; estuvo marcado por tensiones doctrinales, disputas imperiales y decisiones que cambiarían el rumbo del cristianismo en Occidente.
Esta es la historia de un hombre que no buscó el episcopado, pero que, al aceptarlo, se convirtió en uno de los pilares de la fe nicena y en guía espiritual de figuras como Agustín de Hipona.
De Tréveris a Milán: el orígen de Ambrosio
Ambrosio era originario de Tréveris, una ciudad del Imperio romano ubicada en lo que hoy es Alemania. No se conoce la fecha exacta de su nacimiento, pero suele situarse alrededor de finales de la década del 330 d. C. Su padre era funcionario imperial, prefecto de la Galia romana, y de él recibió su nombre “Ambrosio”.
Sus familiares eran cristianos y entre ellos había una mártir: Sotera, quien probablemente murió bajo la persecución de Diocleciano a principios del siglo IV. Marcelina, una hermana de Ambrosio, era una virgen consagrada, y su hermano Sátiro se distinguía por sus virtudes cristianas. A pesar de que era común en la época, Ambrosio no fue bautizado durante su infancia.
Tras la muerte inesperada de su padre cuando Ambrosio apenas era un niño, su madre, sus dos hermanos mayores y él se mudaron a la capital imperial. De su adolescencia no se sabe mucho, excepto que estuvo presente en la Basílica de San Pedro cuando su hermana recibió el velo de las vírgenes de manos de Liberio, obispo de Roma, como consagración virginal. Esto fue en la Navidad del año 353.
Se sabe que cursó y completó sus estudios clásicos del trivium y quadrivium, conjunto de disciplinas conocidas como artes liberales, dentro del ambiente de la aristocracia cristiana de “la ciudad eterna”. En especial se dedicó al estudio de la literatura, la retórica y el derecho. Ejerció la abogacía en una prefectura imperial en Sirmio y luego fue nombrado consularis (gobernador) de las regiones de Liguria y Emilia, con sede en Milán, ciudad que terminó dándole un giro a su vida.

Milán había sido afectada por la controversia entre arrianos y ortodoxos. El hasta entonces obispo de la Iglesia milanesa, Auxencio, era arriano, pero su cargo quedó desocupado tras su muerte, y los ortodoxos vieron una oportunidad. Se comenzó el proceso de elección de un nuevo obispo, lo cual provocó disputas, y Ambrosio, como autoridad imperial, tuvo que intervenir para supervisar la elección.
Un obispo sin bautismo
Pero ocurrió algo inesperado. Ambrosio se ganó el favor y cariño tanto de ortodoxos como de arrianos; todo el pueblo lo aclamó y pidió que fuese él quien ocupase la sede vacante de Auxencio. Sin embargo, él no se sentía preparado. Intentó disuadir al pueblo de aquella idea e incluso llegó a planear una huida. Finalmente, quiso conocer la opinión del emperador Valentiniano y éste le dio su aprobación. Ya no pudo resistirse más a lo que parecía la voluntad divina.

Como hasta ese momento solo era un catecúmeno, es decir, un aprendiz de la fe cristiana, aún no había recibido el bautismo. Se bautizó el domingo 30 de noviembre del 374 y una semana después, el 7 de diciembre, fue consagrado obispo de Milán. En menos de una semana había pasado de ser neófito cristiano a obispo.
En su consagración, decidió donar muchos de sus bienes personales a la Iglesia milanesa para ponerse completamente al servicio de ella. A los pobres les dio plata y oro, y a la institución eclesiástica sus haciendas. El usufructo de otras propiedades se lo concedió a su hermana Marcelina, y el manejo de algunos negocios a su hermano Sátiro. Así, Ambrosio quedó totalmente libre de propiedades y ocupaciones.
Como contaba con mayor libertad, decidió meterse de lleno en su labor episcopal, para lo cual primero tuvo que prepararse, ya que no tenía ninguna formación pastoral o teológica. Ambrosio comenzó a estudiar bajo la guía de Simpliciano, un sacerdote y presbítero romano muy conocido entonces por su sabiduría, que se convirtió en consejero del obispo milanés y, más tarde, en guía espiritual del célebre Agustín de Hipona, por medio de la cual este último se convertiría al cristianismo. En sus Confesiones, Agustín escribió esto sobre Simpliciano:
Tú [Señor] me inspiraste entonces la idea —que me pareció excelente— de dirigirme a Simpliciano, que aparecía a mis ojos como un buen siervo tuyo y en el que brillaba Tu gracia. Había oído también de él que desde su juventud vivía devotísimamente, y como entonces era ya anciano, me parecía que en edad tan larga, empleada en el estudio de Tu vida, estaría muy experimentado y muy instruido en muchas cosas, y verdaderamente así era. Por eso quería yo conferenciar con él mis inquietudes, para que me indicase qué método de vida sería el más a propósito en aquel estado de ánimo en que yo me encontraba para caminar por Tu senda.

Ambrosio, entonces, con una gran guía, comenzó a estudiar la Biblia sistemáticamente, así como los escritos de los Padres de la Iglesia e incluso a autores no cristianos, como Filón y Plotino. Conocía muy bien la lengua griega, lo cual facilitó su lectura. Sabemos que leyó a autores cristianos griegos como Orígenes, Atanasio, Basilio de Cesarea, Gregorio Nacianceno, Eusebio de Cesarea y Dídimo el Ciego. El estudio constante se convirtió en una característica de su actividad episcopal, como lo contó Agustín:
Cuando leía [Ambrosio], lo hacía pasando la vista por encima de las páginas, penetrando su alma en el sentido sin decir palabra ni mover la lengua. Muchas veces (…) le vi leer calladamente, y nunca de otro modo; y estando largo rato sentado en silencio (…) optaba por marcharme, conjeturando que aquel poco tiempo que se le concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto de los negocios ajenos, no quería se lo ocupasen en otra cosa, leyendo mentalmente…
Una estrategia progresiva
Pero el obispo de Milán no se podía quedar estudiando en su oficina; tenía que abordar los asuntos que más preocupaban a la Iglesia milanesa en ese momento. Uno de ellos era la división entre arrianos y ortodoxos. Ambrosio era proniceno —apoyaba la posición del Concilio de Nicea—, pero sabía que la situación no se iba a resolver simplemente mediante la imposición de su propia autoridad. Aquel problema requería prudencia y paciencia de su parte, porque involucraba al emperador, al clero y a los fieles de la Iglesia, así que fue tomando medidas relativamente progresivas para contrarrestar el arrianismo.

Como parte de esa estrategia, Ambrosio le solicitó a Basilio de Cesarea, obispo de Capadocia, los restos del mártir Dionisio, el exobispo de Milán que había muerto en Armenia tras ser exiliado por el emperador arriano Constancio II. Esta petición no fue solo un acto de devoción personal, sino una decisión cargada de simbolismo: al recuperar las reliquias de un obispo perseguido por su fidelidad al Credo de Nicea, Ambrosio buscaba reivindicar la memoria de la fe ortodoxa y debilitar así la influencia arriana, sin necesidad de hacer una confrontación directa.
En contraste, y sorprendentemente, Ambrosio decidió mantener en sus cargos al clero que había servido bajo Auxencio, su predecesor arriano. Sin embargo, sí expulsó a un sacerdote arriano llamado Juliano, quien había querido generar una revuelta. Asimismo, hizo sentir su influencia episcopal en la ciudad de Sirmio para que se escogiera un obispo de tradición romana. De esta manera, Ambrosio poco a poco fue inclinando la política de la Iglesia hacia el procatolicismo y el antiarrianismo.
El emperador Valentiniano I, con quien Ambrosio tenía una buena relación, murió en batalla y lo sucedió Graciano, con quien tuvo un encuentro en el año 378. El nuevo gobernante le pidió al obispo milanés que lo instruyera en la fe cristiana y que le explicara la postura nicena. Ambrosio decidió escribir sus primeros tres tratados trinitarios: La fe, El Espíritu Santo y El misterio de la encarnación del Señor, los cuales complacieron a Graciano, quien entonces tomó una postura nicena en su política imperial.
Un ejemplo de esto fue el edicto Omnes uetitae (380), que les impedía a los arrianos —y a otros herejes— realizar cultos públicos. Se piensa que Ambrosio fue el autor. Asimismo, presidió el Concilio de Aquileya (381), que fue realizado con el apoyo de Graciano. Allí fueron condenados algunos obispos arrianos, y los ortodoxos no tardaron en sacar ganancia de esto, pues recibieron como beneficio del emperador la restitución de las basílicas que estaban en posesión arriana, incluyendo la de Milán.

Oposición y resistencia
Pero todo cambió para la tradición ortodoxa cuando Graciano fue asesinado en el 383. Su hermano Valentiniano II, de 12 años, fue coronado como nuevo emperador, pero su madre Justina era quien en realidad se encargaba de dirigir el gobierno. Ella era arriana y no tenía una buena relación con Ambrosio, contra el que ya había perdido una batalla en Sirmio cuando se ordenó allí a un obispo niceno.
Justina no perdió el tiempo. En el 386, lanzó su gran embestida contra la Iglesia de Milán. Envió a Mercurino Auxencio, obispo arriano de Durostorum, a pedirle a Ambrosio que les asignara a los arrianos una basílica —específicamente, la Porciana, situada a las afueras de Milán— para que pudieran reunirse. Ambrosio se rehusó. Ante el rechazo, Auxencio solicitó la basílica que estaba dentro de la ciudad, pero Ambrosio mantuvo su negativa; ceder en una cuestión como esa significaba una rendición doctrinal y una oportunidad para que el arrianismo volviera a Milán.
La paciencia de Justina se acabó y envió soldados para que ocuparan la basílica principal de Milán por la fuerza. Una multitud de fieles seguidores de la ortodoxia cristiana se encerraron en la iglesia, donde velaron mientras escuchaban a Ambrosio predicar y cantaban himnos que él había compuesto expresando la fe trinitaria (así nació el famoso “canto ambrosiano”). La estrategia del obispo de Milán fue exitosa y los soldados finalmente se retiraron.

Curiosamente, Agustín contó que su madre Mónica estuvo presente en ese evento:
Velaba la piadosa plebe en la iglesia [de Milán], dispuesta a morir con su Obispo [Ambrosio], tu siervo. Allí se hallaba mi madre, tu sierva, la primera en solicitud y en las vigilias, que no vivía sino para la oración (…). Entonces fue cuando se instituyó que se cantasen himnos y salmos, a la usanza oriental, para que el pueblo no se dejase abatir por la tristeza o aburrimiento. Desde ese día se ha conservado hasta el presente, siendo ya imitada por muchas, casi por todas tus iglesias, en las demás regiones del orbe.
Pocos días después del conflicto en la basílica, Ambrosio afirmó haber recibido una inspiración —que algunos interpretaron como una revelación divina— sobre el lugar en el que fueron enterrados los mártires Gervasio y Protasio (mellizos milaneses). Los cuerpos fueron hallados en un cementerio público y, según relató Agustín de Hipona, estaban sorprendentemente bien conservados, lo que fue interpretado por muchos en aquel tiempo como una señal del favor divino.
El hallazgo provocó una serie de celebraciones litúrgicas que consolaron a los cristianos nicenos y redujeron momentáneamente la tensión con los arrianos. Para muchos fieles, aquello confirmó que Ambrosio era un siervo escogido por Dios. Agustín incluso registró testimonios de supuestas curaciones milagrosas, como la de un hombre ciego que habría recobrado la vista tras tocar el féretro de los mártires. Ambrosio mandó depositar aquellos restos en la basílica que había acabado de completar en el 386, conocida desde entonces como la “Basílica ambrosiana”. Años después anunció el hallazgo de otros dos mártires, Nazario y Celso.
Estos eventos fortalecieron en la Iglesia antigua la práctica de la veneración de los mártires y el uso de reliquias, prácticas que, a pesar de no ajustarse al testimonio del Nuevo Testamento, luego se institucionalizaron con fuerza en la Edad Media. Tales prácticas deben ser comprendidas como parte de una época en la que muchas creencias erradas comenzaron a adquirir un gran peso doctrinal, aunque no demeritan todo el trabajo de teólogos como Agustín y el mismo Ambrosio. Hoy, los restos de esos mártires y los de Ambrosio reposan en la cripta de la basílica que lleva su nombre.
Uno de los grandes la Iglesia de occidente
Habiendo sido derrotado el arrianismo en Milán y estando en paz la Iglesia milanesa, Ambrosio se dedicó durante sus últimos años a las labores pastorales en la comunidad. Así conoció a un tal Aurelio Agustín, el cual llevaba dos años residiendo en Milán y fue tocado profundamente por la predicación ambrosiana. Se convirtió en catecúmeno y luego fue bautizado por el obispo milanés. En sus Confesiones, Agustín dijo que su fe le fue “inspirada” en parte por el “ministerio” de Ambrosio, a quien describió como un “mensajero” de Dios, “famoso entre los mejores de la tierra, piadoso siervo (…) ángel de Dios (…) obispo y santo varón”.
También se dedicó a la producción de obras literarias de carácter exegético, moral, espiritual y dogmático. Comentó el Génesis, los Salmos y el Evangelio de Lucas. Escribió tratados sobre la virginidad, la viudez y el ministerio eclesial. Asimismo, dejó sermones que había predicado; oraciones de funerales y celebraciones martiriales; cartas para familiares, amigos y obispos, y cánticos para la liturgia de la Iglesia.
En el año 397, teniendo poco más de 60 años, enfermó gravemente. Algunos preocupados por su salud lo visitaron para orar a fin de que Dios le prolongara la vida, a lo que Ambrosio respondió: “No he vivido entre ustedes como para avergonzarme de vivir; pero no tengo miedo de morir, porque tenemos un Señor bueno”. Sus últimas horas en cama las mantuvo ocupadas en oración, y conociendo su destino, recomendó a Simpliciano como su sucesor en el obispado.
Finalmente, murió el 4 de abril del año 397. Su cuerpo fue sepultado en la basílica de Milán, llamada hoy “Basilica di Sant'Ambrogio”. Hoy es recordado como uno de los cuatro grandes padres de la Iglesia de occidente.
Referencias y bibliografía
Diccionario de literatura patrística de Fernando Rivas. Madrid: Editorial San Pablo, Diccionarios San Pablo.
Patrología III de Johannes Quasten. Madrid: Editorial BAC, Instituto Patrístico Augustinianum.
Nicene and Post-Nicene Fathers de Philip Schaff. CCEL, series II, vol. 10.
Fuentes Patrísticas. Madrid: Editorial Ciudad Nueva, vol. 12.
Biblioteca Patrística. Madrid: Editorial Ciudad Nueva, vol. 66.
Confesiones en Obras Completas de San Agustín. Madrid: Editorial BAC, vol. 2.
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