G. K. Chesterton, uno de los pensadores públicos más importantes del siglo XX, escribió una de las críticas más persuasivas sobre las inconsistencias del secularismo en su obra Ortodoxia. Su crítica dice así:
El nuevo rebelde es un escéptico y no confía por completo en nada (...) y el hecho de que dude acerca de todo se interpone cuando pretende denunciar cualquier cosa. Pues toda denunciación implica una doctrina moral de algún tipo; y el revolucionista moderno duda no solo de la institución a la cual denuncia, sino la doctrina por la cual la denuncia (…) Como político, gritará a los cuatro vientos que la guerra es un desperdicio de vida y, como filósofo, proclamará que la vida es un desperdicio de tiempo. Denunciará cuando un policía asesine a un campesino y luego probará por medio de los estándares filosóficos más altos que el campesino se debió haber matado a él mismo (...) El hombre de esta escuela primero atiende a una reunión política donde se queja de que los nativos son tratados como si fueran bestias, luego toma su sombrero y paraguas y procede a atender una reunión científica, donde prueba que son prácticamente bestias (...) El revolucionista moderno, siendo un escéptico infinito, siempre está socavando sus propias presuposiciones. En su libro sobre política ataca a los hombres por pisotear la moral; en su libro sobre ética ataca a la moralidad por pisotear a los hombres. Por lo tanto, el hombre moderno en revuelta se ha convertido prácticamente inútil en toda revuelta. Al rebelarse contra todo ha perdido el derecho de rebelarse contra cualquier cosa.1
El problema del secularismo
¿Qué significa esto, exactamente? Chesterton estaba tratando de comunicar dos verdades que a menudo pasan por desapercibidas. La primera de estas es que, contrario a la opinión popular, el secularismo no es ‘el’, o tan siquiera ‘un’, punto de partida objetivo o el estándar por el cual todas las demás ideas deben ser medidas. Al contrario, al igual que otras cosmovisiones, el secularismo está lleno de presuposiciones que no pueden ser probadas, e incluso, tensiones y contradicciones internas.
Este punto dentro de la argumentación de Chesterton es implicado a la luz de su argumentación de la segunda verdad que Chesterton estaba tratando de ilustrar: el secularismo, como cosmovisión, descansa sobre premisas metafísicamente irreconciliables, lo cual resulta en una lista considerablemente larga de incongruencias y contradicciones internas dentro del comportamiento de aquellos que se distinguen por poseer un celo inusualmente militante por el secularismo. De ahí el adjetivo de “rebelde” y “revolucionista” dentro del pensamiento de Chesterton.
Por un lado, el secularismo invita el escepticismo universal de todas las ideas. Pero al dudar de la veracidad de todas las ideas, uno duda de manera necesaria de hasta las ideas y valores más fundamentales de la experiencia humana. Por ejemplo, ¿cómo podemos denunciar o juzgar cualquier acción como moralmente malvada sin un ancla trascendental en la cual fundamentar dichas afirmaciones? En palabras de Chesterton, “toda denunciación implica una doctrina moral de algún tipo; y el revolucionista moderno duda no solo de la institución a la cual denuncia, sino la doctrina por la cual la denuncia…”
El secularismo como cosmovisión y como narrativa carece de un imperativo moral. De acuerdo con las ideas del secularismo, el ser humano es producto del azar y el tiempo, un accidente cósmico sin ningún tipo de valor intrínseco, depositado en una mota de polvo azul en el vasto y frío universo de manera completamente aleatoria que desarrolló ideas acerca de la moralidad y el altruismo como un aditivo evolutivo para ayudar a la supervivencia de la especie. Si esto es cierto, Chesterton insinúa, ¿cómo es posible que —dentro del secularismo— podamos hacer denunciaciones morales?
Sin embargo, el discurso secular, en vez de ser nihilista, es sumamente humanista. Nuestros políticos seculares, después de todo, siguen denunciando (correctamente) que la guerra es un desperdicio de vida y, por el otro lado, nuestros filósofos seculares usualmente afirman que la vida no tiene ningún tipo de valor o propósito objetivo. Por un lado, denuncian la violencia entre los seres humanos como un acto de maldad, por el otro, afirman que no existe tal cosa como la maldad. Si este es el caso, ¿por qué las personas seculares suelen abrazar tanto las ideas humanistas?
Dawkins, Chesterton y la disonancia cognitiva
Quizás el ejemplo más infame de este tipo de tendencia dentro de la cultura popular occidental lo podemos encontrar en Richard Dawkins, el afamado biólogo y educador británico quien, casi 100 años luego de la publicación de Ortodoxia, afirmó elocuentemente que “En el fondo no existe ningún diseño, ningún propósito, ni el mal ni el bien, excepto una indiferencia insignificante (…) Somos máquinas para la propagación de ADN (…) es la única razón para la existencia de cada ser viviente”.2
Sin embargo, como muchos críticos han mencionado, Dawkins es un moralista obtuso, incluyendo su propia versión de los diez mandamientos en su libro El Espejismo de Dios. Además, uno de los pasatiempos favoritos de Dawkins es denunciar los tantos males morales de las religiones mundiales.
De ahí a que Chesterton hubiera concluido: “El revolucionista moderno, siendo un escéptico infinito, siempre está socavando sus propias presuposiciones. En su libro sobre política ataca a los hombres por pisotear la moral; en su libro sobre ética ataca a la moralidad por pisotear a los hombres”. Irónicamente, como un músico siguiendo las instrucciones del director de la orquesta, Dawkins hizo exactamente lo que denunció Chesterton. En su libro sobre las implicaciones del secularismo, Dawkins denunció el concepto del bien y el mal: creó su propia versión de los diez mandamientos. En esta figura pública secular vemos precisamente el tipo de comportamiento incongruente o la disonancia cognitiva que Chesterton estaba criticando.
Como Chesterton concluyó, cualquiera que se rebele en contra de todo “ha perdido el derecho de rebelarse contra cualquier cosa”. Esta cita de Chesterton declara con poder la incompatibilidad del secularismo y la objetividad de los valores y deberes morales.
1 Chesterton, G. K. (1909). Orthodoxy. New York: John Lane Company, pp. 73–74.
2 Richard Dawkins, River out of Eden: A Darwinian View of Life. (New York: Basic Books, 1995), 133.
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