“El poder expulsivo de un nuevo afecto”. Este es el título de un sermón que, a simple vista, podría parecer que tiene varios puntos en contra.
El primero es el título en sí mismo, uno que no pasaría el filtro de muchas congregaciones actuales. El segundo es que fue predicado hace doscientos años (hacia finales de 1819, para ser exactos). Tercero, lo predicó un hombre con un marcado acento de Fife (los acentos escoceses son muy variados y a veces “cerrados” —es decir, tan fuertes y marcados que resultan difíciles de entender—, como lo era este). Cuarto, el predicador leyó el sermón. Y quinto, cuando se predicó, probablemente comenzó así: “Mi texto de hoy es 1 Juan 2:15: ‘No amen al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él’”. No obstante, a partir de ahí, apenas se vuelve a mencionar el versículo; de hecho, es el único pasaje al que se alude en todo el sermón.
¿Cómo es posible, entonces, que sea este el sermón más famoso predicado en Escocia en los últimos doscientos años, o tal vez de toda su historia?

El predicador
Una respuesta se encuentra en el propio Thomas Chalmers (1780-1847). Este escocés nacido en Anstruther, Fife, se estaba convirtiendo rápidamente en una de las figuras más formidables de Escocia, e incluso de todo el Reino Unido. Al leer entre líneas en la historia, se sugiere que cuando lord Melbourne, entonces primer ministro de Gran Bretaña, coincidía en la misma sala con Chalmers, el “fervor visceral” de este último hacía que Melbourne hiciera lo posible por evitar dirigirle la palabra. Y está claro, según todos los testimonios sobre su predicación, tanto en Escocia como en Inglaterra (donde su acento exigía prestar mucha atención ), que el impacto de escucharlo podía ser abrumador.
El siglo diecinueve fue un punto muy alto para la elocuencia evangélica en Gran Bretaña y los Estados Unidos, y Chalmers figuraba en el Monte Rushmore de los grandes oradores. Sin duda, poseía grandes dones naturales. Entró en la universidad a los once años, obtuvo la licencia para predicar a los dieciocho y, a partir de entonces, fue sucesivamente (y a veces simultáneamente) pastor rural en Kilmany y profesor en la Universidad de St Andrews; ministro de una parroquia urbana y visionario social en Glasgow; catedrático de Filosofía Moral y Economía Política; organizador y maestro de escuela dominical, e inspirador de jóvenes cristianos en St. Andrews; y, finalmente, profesor de Teología en Edimburgo, consejero constante de seminaristas (entre ellos Robert Murray M’Cheyne, Andrew y Horatius Bonar, George Smeaton y otros) y el principal referente eclesiástico de Escocia.

Además, Chalmers fue pionero en un movimiento de plantación de iglesias (“extensión de la iglesia”, como se llamaba entonces) cuyo efecto fue tan notable que, entre 1834 y 1841, se construyeron nada menos que 220 templos nuevos. En su tiempo libre, apoyó económicamente a su amigo William Collins y lo ayudó a fundar una editorial que llegó a tener fama mundial (la “Collins” en lo que ahora es HarperCollins). Y en los años previos a 1843, fue el artífice de la Disrupción en la Iglesia de Escocia, que dio paso a la formación de la Iglesia Libre de Escocia. Todos los misioneros en el extranjero de la antigua denominación se sumaron a su causa.

Sus obras superan los treinta volúmenes. Se dice que cien mil personas abarrotaron las calles de Edimburgo en señal de respeto mientras trasladaban su féretro al cementerio. Hoy se alza una estatua en su memoria en George Street (paralela a la célebre Princes Street) en el centro de Edimburgo. Y esto es solo un esbozo de su trayectoria.
Hay mucho más que decir sobre Chalmers. A algunos (¡aunque no a todos! ) les asombrará que, para despejarse, lograra completar dos rondas de golf el mismo día en el Old Course de St Andrews. (En aquella época se jugaba en el sentido de las agujas del reloj, a diferencia del sentido contrario actual. ¡Que tomen nota los lectores golfistas!)

Sin embargo, lo que subyace a todo esto es la cruda realidad de que cuando Chalmers era un joven pastor en la aldea de Kilmany, vivía de espaldas a Dios. Para su vergüenza posterior, llegó a declarar públicamente que con dos días a la semana había más que suficiente para que un ministro cumpliera con su llamamiento. Pero gracias a la gracia de Dios, mediante una enfermedad grave, la lectura de las obras de William Wilberforce y Thomas Scott (quien no abrazó el Evangelio hasta que John Newton lo guió pacientemente hacia Cristo), y sin duda por las oraciones de sus familiares y feligreses, cobró una honda conciencia de su pecado y necesidad, así como de la grandeza y disposición de un Dios de gracia dispuesto a salvarlo. Al final de cuentas, más allá de su temperamento y dones naturales, fue su gratitud por la forma en que Jesucristo derramó Su sangre preciosa por sus pecados lo que dotó a Thomas Chalmers de aquel “fervor visceral”.
Este fue, entonces, el hombre que, cerca de los cuarenta años, subió al púlpito de la recién inaugurada Iglesia de San Juan en Glasgow (donde acababa de ser trasladado desde la vecina Iglesia Tron) y anunció que su texto sería 1 Juan 2:15: “No amen al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él”.

La predicación
Pero ¿qué explica el hecho de que tal sermón siga resonando entre los cristianos doscientos años después? La pregunta puede responderse de varias formas; aquí nos limitaremos a dos. Podríamos definir la primera como ‘homilética’ y la segunda como ‘teológica’.
Ambas tienen el mismo peso. Pero darle el peso a la razón teológica significaría resumir el sermón de Chalmers, y el objetivo de este artículo es animarte a leerlo por tu cuenta. Aquí, en lugar de ofrecer un extracto del sermón, intentaremos:
1. Arrojar algo de luz sobre el enfoque con el que Chalmers predicó el sermón.
2. Ayudar a explicar por qué no parece una exposición típica del siglo veintiuno (ya sea en una iglesia reformada o de otro tipo).
3. Con suerte, también —y esto es lo más importante— despertar el deseo de leerlo.
En los círculos del evangelicalismo, la forma de abordar la predicación ha experimentado una transformación drástica. Si retrocediéramos setenta años, la mayoría de los ministros nunca habrían oído la palabra “hermenéutica”. (Es célebre la anécdota de que, en un congreso anglicano evangélico hace medio siglo, el chiste era que “hermenéutica” —una palabra desconocida para muchos delegados— era un venerado profesor alemán: ¡Herr Meneutic!)

Hoy, por el contrario, se insiste de forma generalizada en la exégesis cuidadosa y contextual de las Escrituras, junto con lo que técnicamente se conoce como la lectio continua en la predicación (es decir, exponer consecutivamente libros enteros de la Biblia). Rara vez reparamos en que esta última práctica era —salvo contadas y notables excepciones —bastante poco común durante los siglos dieciocho, diecinueve y principios del veinte. C. H. Spurgeon, por ejemplo, no creía tener los dones necesarios para predicar de esta manera. La predicación textual, basada en textos seleccionados de forma variada, era la norma.
Thomas Chalmers pertenecía a esta tradición. Pero en Escocia, al menos, la lectio continua todavía se practicaba en ministerios centrados en la Biblia, en lo que se conocía como “la lección” (generalmente el segundo culto del día, o en algunas ocasiones uno más temprano) o en una reunión entre semana. Un ejemplo de esto en el propio ministerio de Chalmers se encuentra en sus cien “lecciones” sobre Romanos. (Se puede consultar en línea la versión digital del ejemplar que perteneció a B. B. Warfield). Esta referencia al método de Chalmers al predicar puede parecer tan solo un apunte histórico curioso, pero tiene una importancia considerable.

Primero, nos recuerda que la tradición reformada nunca ha sostenido que la única manera de ejercer la predicación expositiva sea exponiendo de forma continua un libro. No solo eso, sino que los principales defensores del lectio continua, cuyos ministerios han dejado una profunda huella en sus congregaciones, han tendido a ser quienes predicaban las Escrituras de forma textual; es decir, versículo por versículo en lugar de exponer simplemente una sección extensa tras otra.
Además, el método de Chalmers resalta la diferencia entre la predicación que se limita a explicar un pasaje, con quizás unas pocas y breves aplicaciones, y aquella que traspasa el texto hasta llegar a la presencia de Dios y a los corazones de quienes escuchan. Los Teólogos de Westminster escribieron lo que equivale a una descripción de cuatro o cinco páginas sobre este tipo de predicación (la cual consideraban la más provechosa para los creyentes). Era una predicación
…hecha de tal manera que los oyentes pudieran sentir que la Palabra de Dios es viva y eficaz, y que discierne los pensamientos e intenciones del corazón; y que si algún incrédulo o persona ignorante estuviera presente, se le manifiesten los secretos de su corazón, y rinda gloria a Dios.

Esto implica que la predicación siempre debe ir más allá de comprender el significado literal de las palabras del texto para vislumbrar, a través de este, la realidad a la que apunta; solo así sus implicaciones podrán ser asimiladas por nuestra mente, voluntad y también afectos. Es mediante estos que nuestro entendimiento conecta existencialmente con el texto y nos apropiamos de la realidad que este revela e ilumina; de manera que, en Su luz, vemos la luz (Sal 36:9).
Chalmers claramente estaba convencido de que la verdadera exposición va mucho más allá de una explicación fiel. Pablo no se refirió a su predicación solo como una descripción verbal de la verdad, sino como una phanerosis de esta (2 Co 4:2). La traducción “manifestación de la verdad” quizás no transmita al lector actual toda la fuerza que Pablo le otorga, ya que él la concibe como un “desvelamiento”, un resplandor de luz en nuestros corazones (ver 2 Co 4:3, 6). Bajo su óptica, Cristo se manifiesta a sí mismo en la predicación. De hecho, mediante el ministerio del Espíritu, es Cristo quien ejerce la predicación.
La nota a pie de página de la traducción bíblica ESV en Romanos 10:14 refleja el sentido más preciso y aceptado de las palabras de Pablo; esto concuerda con el hecho de que Cristo fue a Éfeso y predicó la paz cuando Pablo mismo predicó allí, como este escribe en Efesios 2:17. Como Calvino vuelve a señalar (sobre Hebreos 2:11): “No debemos fijarnos tanto en los hombres como si fueran ellos quienes nos hablan, sino en Cristo hablándonos por Su propia boca”.

En el sermón sobre 1 Juan 2:15, por tanto, Chalmers apenas se detiene en el sentido evidente de las palabras del texto. ¿Acaso pensaba que si alguien entiende el inglés, podrá comprender fácilmente el sentido de las palabras? ¡Desde luego no creía que la edificación se limitara al intelecto! Más bien, su propósito es alimentar, nutrir y transformar a los santos y su carácter para que sean cada vez más parecidos a Cristo. Por tanto, su interés es guiarnos a través de las palabras hacia la realidad a la que estas apuntan. Las palabras en sí no son la realidad a la que señalan. La Escritura es la Palabra de Dios, y (como señaló Calvino al comentar 2 Timoteo 3:16) por lo tanto debe recibir el mismo tipo de reverencia que damos a Dios, porque sus palabras son las palabras de Él. Pero la Escritura no es Dios mismo. Más bien, revela, manifiesta, ilumina y nos lleva a Dios.
Por lo tanto, Chalmers no se detiene excesivamente en la explicación técnica de las palabras del texto, sino que centra su atención en la realidad que estas revelan. Busca penetrar en la lógica profunda del pasaje para descubrirnos el qué, el porqué, el cómo y la aplicación práctica de las palabras del apóstol Juan.
El resultado fue que, si bien la predicación de Chalmers incluía la exposición indicativa de lo que Dios ha hecho por nosotros en Cristo —lo cual conducía al llamado imperativo a responder en obediencia—, también incluía ese eslabón que a veces (¿o a menudo?) se echa de menos: el efecto transitivo mediante el cual la predicación de la palabra que “obra” (1 Ts 2:13). Su sermón sobre El poder expulsivo de un nuevo afecto produjo, en sí mismo, ese nuevo afecto, porque se encendió y logró que los corazones “ardieran”; y todavía hoy lo hace.

Sin duda, no sería exagerado decir que Tomás Chalmers comprendió claramente la prueba de fuego de la predicación, en la cual Cristo mismo predica Su propia Palabra en nuestro corazón. Él no solo interpreta las Escrituras por nosotros, sino que hace que nuestro corazón “arda en nosotros” (Lc 24:27, 32). Y ese es precisamente el tipo de ardor —el despertar de los afectos— que constituye el tema central de El poder expulsivo de un nuevo afecto.
Aquí hay un beneficio adicional para los predicadores, especialmente para aquellos que saben que solo poseen una pequeña parte de la capacidad de Chalmers y carecen de su elocuencia (¡es decir, la mayoría de nosotros!). De una manera dulcemente natural, él deja claro que un predicador no necesita tener poderes analíticos o retóricos brillantes para exponer el carácter efímero de los encantos de este mundo y así ser un instrumento de liberación y transformación. Pues, como él mismo dice:
Al tener el encargo de las noticias del Evangelio, el predicador puede usar el único motor capaz de extirpar esos encantos. No puede hacer lo que algunos han hecho (...) cuando, como por la mano de un mago [¡se decía que la propia predicación de Chalmers tenía una cualidad ‘mágica’!], han sacado a la luz, desde los rincones ocultos de nuestra naturaleza, las debilidades y los apetitos que le pertenecen. Pero él posee una verdad que, en cualquier corazón que entre, los devorará a todos —como la vara de Aarón—. Y aunque no esté capacitado para describir al viejo hombre en todos los matices más sutiles de sus variedades naturales y constitucionales, con él se ha depositado esa influencia dominante bajo la cual los gustos y tendencias principales del viejo hombre son destruidos, y él se convierte en una nueva criatura en Jesucristo nuestro Señor.
¡Sin duda, estas son buenas noticias para todos los que somos lo que (¡erróneamente!) se llama “ministros ordinarios”!
Hasta aquí sobre la predicación de Chalmers. Pero, ¿qué hay del sermón?

El mensaje
El tema central de El poder expulsivo de un nuevo afecto se puede expresar de forma muy sencilla, y esperamos que de una manera que haga que leerlo sea algo deseable y no redundante.
Los imperativos por sí solos nunca podrán librarnos de los afectos dominados por las ofertas de este mundo. La conversión, vivir la vida cristiana, crecer como cristianos y la santificación dependen en gran medida de la experiencia de un nuevo afecto. Vencer el pecado no se logra solo con exhortaciones a la mortificación. ¿Y cuál es la razón? Chalmers argumenta que, como seres humanos creados a imagen de Dios, no fuimos diseñados así. Y como el Evangelio busca restaurar nuestras vidas a una humanidad verdadera, la obra salvadora de Dios en nosotros, aunque es sobrenatural, actúa en nuestra naturaleza y a través de ella, no por encima ni fuera de ella. La gracia no actúa de forma contraria a la naturaleza humana en general, sino de forma contraria a la naturaleza humana pecaminosa. Herman Bavinck concuerda con la visión de Chalmers en este punto:
Como el Redentor o Recreador, Dios sigue la línea que Él trazó como Creador, Sustentador y Gobernante de todas las cosas. La gracia es algo distinto y superior a la naturaleza, pero, no obstante, se une a la naturaleza; no la destruye, sino que más bien la restaura”
El cristiano, entonces, es restaurado a una humanidad verdadera y genuina porque el amor de Dios está en él. Y para que esto ocurra, no basta con intentar expulsar el pecado (recordemos la parábola de Jesús en Lucas 11:24-26). No puede haber una ruptura de nuestros afectos por la vida pasada a menos que haya una entrada de un nuevo afecto que ayude a romper, expulsar y ahogar lo anterior. En términos de 1 Juan 2:15, solo cuando “el amor del Padre está en él” es posible “no amar al mundo, ni las cosas que están en el mundo”. En este sentido también, la ley (“encárgate de tu pecado”) nunca produce gracia; solo mediante la gracia que transforma nuestros afectos amaremos, desearemos y haremos la voluntad de Dios de forma libre y gozosa.
Por supuesto, Chalmers tiene mucho más que decir. Pero uno no puede evitar pensar que, si más de nosotros escucháramos, entendiéramos, creyéramos y aceptáramos el mensaje de El poder expulsivo de un nuevo afecto, más de nosotros creceríamos en la gracia y probaríamos sus deleites. Así que, en palabras que ayudaron a transformar la vida de Agustín: Tolle lege, es decir, consigue el sermón y léelo. ¡Y luego léelo de nuevo!
Este artículo fue traducido y ajustado por David Riaño. El original fue publicado por Sinclair Ferguson en Desiring God. Allí se encuentran las citas y notas al pie.
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