El cristiano manifiesta su libertad en la medida que, por la gracia de Dios, se deleita en la ley de Dios. De esta manera, la conciencia experimenta más la realidad de su libertad cuando está cada vez más en armonía con la voluntad de Dios.
La libertad de conciencia es otra forma de decir que la conciencia está cautiva a la palabra de Dios —en la medida en que cada día el Espíritu Santo nos hace más conscientes de las verdades del evangelio aplicadas a nuestras vidas. Por lo tanto, el concepto de libertad de conciencia es un asunto teológico y religioso que influye directamente en nuestra visión de la vida y el mundo. Así, el mismo Espíritu de Dios —al santificarnos— nos lleva a amar lo que él ama y a aborrecer lo que él aborrece.
En resumen, somos libres para que nuestras intenciones, cosmovisiones y decisiones reflejen explícitamente la libertad que tenemos tanto para amar la voluntad de Dios, como también para derribar todo argumento y altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios.
Para terminar esta reflexión, les invito a leer un extracto que traduje de Herman Bavinck (1854-1921) con respecto a este tema:
Buena y pura es la conciencia, que es lavada en la sangre de Cristo, santificada por la fe y de la cual da testimonio el mismo Espíritu Santo… Entonces, solamente es buena aquella conciencia cristiana que se siente completa, sola y estrechamente unida a la voluntad divina que se nos da a conocer por la revelación…
Sí es el deber de cada uno, para formar su conciencia, purificar su contenido y deshacerse de los elementos falsos. La conciencia tiene un peso incalculable, es una fuerza invencible en cada persona y en todo un pueblo. Pero no es lo supremo. No conoce de redención, sino sólo de culpa, recriminación y remordimiento. De esta manera, ella apunta indirectamente a otra cosa que puede satisfacerla, formarla y guiarla.
La norma suprema para nuestra vida es la ley Divina que puede resonar en nuestra conciencia meramente como una voz apagada y poco clara, como de lejos. [Así] Algo puede ser pecado ante Dios que, sin embargo, no es contra nuestra conciencia. Por lo tanto, la regla subjetiva de nuestra vida debe estar siempre en más armonía con las [leyes] objetivas que se nos dan a conocer en la revelación de Dios. Cristo debe convertirse cada vez más en el contenido de nuestra conciencia. Él es quien, en primer lugar, hace nuestra conciencia verdaderamente libre, independiente de toda autoridad externa, y hace que la ley de nuestra propia personalidad esté en armonía con la santa voluntad de Dios. Para ser buena, una acción [obra] debe estar de acuerdo no sólo con nuestra conciencia, sino también con la ley de Dios; y lo contrario es igualmente cierto.
Herman Bavinck en Het geweten (La conciencia, 1881), extractos de las páginas 35, 57 y 58.
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