La vida de Antonio Abad fue contada por Atanasio de Alejandría, un importante Padre de la Iglesia que vivió en el siglo IV y que defendió la doctrina trinitaria establecida por el Concilio de Nicea frente al arrianismo. Este, pues, escribió La vida de Antonio, un breve escrito hagiográfico que tiene la intención de contar la vida de un santo cristiano, en este caso la de Antonio, para la edificación de los monjes y los fieles; a fin de que estos imiten, o al menos traten de imitar, su santidad de vida.
Según se cuenta, Antonio nació en Egipto, de dos padres cristianos, que le dieron una educación y protección muy hogareñas. Al parecer Antonio era algo retraído, ya que se rehusó a ir a la escuela con otros niños, prefiriendo quedarse en casa. A donde sí iba con agrado era a la iglesia, en la que prestaba atención a las lecturas y homilías de la Biblia. Atanasio lo presenta como un niño inusual, raro para su caprichosa edad, que más bien era parco y tranquilo, contentándose con lo poco o mucho que sus padres le ofrecieran.
Se sabe que tuvo una hermana, mucho menor que él. De su adolescencia no se nos dice nada, sino que se le presenta ya al final de esta, entrando en la adultez, cuando perdió a sus padres y tuvo que quedarse a cargo de su hermana, a la que unos meses después dejaría bajo el cuidado de “vírgenes conocidas y de confianza”; esto es, mujeres cristianas adultas que vivían en celibato para el servicio de la comunidad local.
Poco después de la trágica muerte de sus padres, tuvo una revelación ‘incidental’ en la iglesia. Ya en ese momento le llamaba la atención lo que decía el Nuevo Testamento sobre el dejar todas las posesiones y el darlas a los pobres para tener una vida de mayor contemplación espiritual (alejada de las preocupaciones terrenales), y una inmediata experiencia le confirmaría estos pensamientos.
Un día, pensando en todo aquello, fue con normalidad a la iglesia, donde justamente se leyó el pasaje del joven rico: “Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y dáselo a los pobres; luego ven, sígueme, y tendrás un tesoro en el cielo”. Otro día tuvo una experiencia similar, cuando se leyeron en la iglesia las palabras del Sermón del Monte: “No se preocupen por el mañana”.
Estos 'casuales' eventos lo convencieron de vender la herencia de sus padres, regalar el dinero a los necesitados de su aldea y dedicarse a la “vida ascética”, esto es, a una vida austera y sencilla en busca de mayor virtud y espiritualidad, tal como creía Antonio que era el llamado del Señor para él.
A pesar de esto, Atanasio aclara que Antonio siguió trabajando, ya que consideraba importante la advertencia del apóstol: “El que no quiera trabajar, que tampoco tenga derecho a comer”. Su trabajo se dice que era “manual” (a veces hacía canastos que cambiaba por comida) y le servía para su mantenimiento esencial. El resto de la ganancia la daba a los pobres.
Antonio estaba feliz con su nuevo estado de vida, aprendiendo de otros que vivían en austeridad, y manteniéndose siempre en oración. Pero no tardó mucho en que “el demonio” le hiciera oposición para que abandonara la vida ascética. Primero lo presionó con preocupaciones terrenales, como por su bienestar y futuro.
Fracasando, el diablo quiso afectarlo con la tentación sexual. Antonio resistió con continuas oraciones y ayunos, y “llenó sus pensamientos de Cristo”. Satanás entonces se apartó de él y Antonio exclamó en victoria: “El Señor está conmigo y me auxilia, veré la derrota de mis adversarios”.
Luego de estas tentaciones, Antonio recrudeció su austeridad, a fin de evitar cualquier otro ataque diabólico. Pero ¿cómo lucía esta austeridad en la práctica? Atanasio la describe así:
… [Antonio] observaba las vigilias nocturnas con tal determinación que a menudo pasaba toda la noche sin dormir, y eso no sólo una sino muchas veces, para admiración de todos. Así también comía una sola vez al día, después de la caída del sol; a veces cada dos días, y con frecuencia tomaba su alimento cada dos días. Su alimentación consistía en pan y sal; como bebida tomaba solo agua. No necesitamos mencionar carne o vino, porque tales cosas tampoco se encuentran entre los demás ascetas. Se contentaba con dormir sobre una estera, aunque lo hacía regularmente sobre el suelo desnudo.
Esto lo hizo por años y su austeridad fue incrementándose. De hecho, su ascetismo lo llevó a tal grado que, en una ocasión, ya en sus 30 y algo, decidió encerrarse en un sepulcro, donde se cuenta que recibió ataques físicos del diablo, hasta que el Señor lo libró y le habló en visión. Tiempo después se fue a una montaña en el desierto de Pispir, donde estuvo solo por años en una cueva, sobreviviendo con panes almacenados y agua de un río cercano. ¡En esta soledad ascética vivió por 20 años!
Aunque todo esto parezca extraño, en realidad la motivación ascética de Antonio era alcanzar la virtud del alma mediante la mortificación del cuerpo (de ahí su austeridad). Esta virtud para él se manifestaba en “prudencia, justicia, templanza, fortaleza, entendimiento, caridad, amor a los pobres, fe en Cristo, humildad, hospitalidad”. El ascetismo, entonces, era para nuestro Antonio “la senda de la virtud”, no un mero ejercicio espiritual ni un simple estilo de vida.
Cuando decidió terminar el primer periodo en el desierto, dice Atanasio que era ya un “iniciado en los sagrados misterios” y estaba “lleno del Espíritu de Dios”. Por este tiempo comenzó a recibir visitas. Así, sanó a unos de enfermedades y a otros liberó de demonios, utilizando los dones que le concedió el Señor para el beneficio de otros.
Consolaba también a varios con “el amor de Cristo”, que, decía, “debe preferirse sobre cualquier cosa de este mundo”. Enseguida se convirtió en un “padre espiritual” para muchos, es decir, en un ejemplo de vida espiritual que muchos buscaban imitar. De esta manera, el ascetismo se puso de moda por aquella región de Egipto.
Debido a que no quería llamar la atención hacía sí, decidió irse de nuevo a la soledad en aquella montaña en el desierto. Aquí nuevamente tuvo diversas luchas con los demonios, llegando a tener experiencias muy extrañas con estos. Cuenta Atanasio:
Se levantó y vio a un monstruo que parecía hombre hasta los muslos, pero con piernas y pies de asno. Antonio hizo simplemente la señal de la cruz y dijo: “Soy servidor de Cristo. Si has sido enviado contra mí aquí estoy”. Pero el monstruo con sus demonios huyó tan rápido, que su misma rapidez lo hizo caer y murió. La muerte del monstruo vino a significar el fracaso de los demonios: hicieron cuanto pudieron porque se fuera del desierto y no pudieron.
En una ocasión unos monjes que habitaban a lo largo del Nilo fueron a visitarlo y lo convencieron de regresar y permanecer con ellos un tiempo. Antonio accedió. Cuando llegó “todos le dieron una cordial bienvenida, mirándolo como a un padre”.
Durante la visita los monjes estaban maravillados con su presencia y Antonio “los entretenía con sus narraciones y les comunicaba su experiencia práctica”. En esta visita también se reencontró con su hermana, que ahora era también mayor como él, siendo además una virgen consagrada que era “guía espiritual” de otras vírgenes más jóvenes.
Allí solo estuvo unos días, y luego regresó a la montaña, pero a partir de ese momento comenzó a permitir más frecuentes visitas, especialmente de monjes, para seguir realizando sanidades y liberaciones. Y muchos de buena gana también comenzaron a visitarlo para escuchar sus enseñanzas sobre “el poder y la sabiduría de la cruz de Cristo”.
Un caso de curación es la de un hombre llamado Frontón:
Este tenía una horrible enfermedad: se mordía continuamente la lengua y su vista se le iba acortando. Llegó hasta la montaña y le pidió a Antonio que rogara por él. Oró y luego Antonio le dijo a Frontón “Vete, vas a ser sanado”. Pero él insistió y se quedó durante días, mientras Antonio seguía diciéndole: “No te vas a sanar mientras te quedes aquí y cuando llegues a Egipto verás en ti el milagro”. El hombre se convenció por fin y se fue, al llegar a la vista de Egipto desapareció su enfermedad. Se sanó según las instrucciones que Antonio había recibido del Señor mientras oraba.
Y un caso liberación de demonios es el siguiente:
Cuando [Antonio] se iba y lo estábamos despidiendo, al llegar a la puerta una mujer detrás de nosotros le gritaba: “¡Espera, varón de Dios, mi hija está siendo atormentada terriblemente por un demonio!¡Espera, por favor, o me voy a morir corriendo!” El anciano la escuchó, le rogamos que se detuviera y él accedió con gusto. Cuando la mujer se acercó, su hija era arrojada al suelo. Antonio oró, e invocó sobre ella el nombre de Cristo; la muchacha se levantó sana y el espíritu impuro la dejó. La madre alabó a Dios y todos dieron gracias.
Ahora bien, Atanasio hace una importante aclaración, y es que Antonio no hacía estas cosas por su propio poder (algo que él mismo admitía):
Antonio, pues, sanaba no dando órdenes sino orando e invocando el nombre de Cristo, de modo de que para todos era claro que no era él quien actuaba sino el Señor quien mostraba su amor por los hombres sanando a los que sufrían, por intermedio de Antonio. Antonio se ocupaba sólo dela oración y de la práctica de la ascesis, por esta razón llevaba su vida montañesa, feliz en la contemplación de las cosas divinas, y apenado de que tantos lo perturbaban y lo forzaran a salir a la Montaña Exterior.
Hay muchas otras historias de milagros, sanidades y liberaciones hechas por Antonio, así como de frecuentes visiones y profecías; son tantas que en buena parte de la biografía Atanasio solo se dedica a ellas, por lo que se recomienda leerlas directamente allí. Estas historias en el desierto cubren décadas de la vida de Antonio, quien estuvo siempre activo como asceta hasta bien entrado en su vejez.
Ya a los ciento cinco años de edad tuvo una “premonición” de su muerte, y, visitando en una ocasión a los monjes, les contó de ella. “Al oír esto”, narra Atanasio, “se pusieron a llorar, abrasando y besando al anciano”. Estos le pidieron quedarse con ellos duran sus últimos días, pero él se rehusó. Temía que lo sepultaran al modo egipcio (que le parecía anticristiano), y quizá también que su cuerpo fuese usado para venerarlo después de muerto.
Así, regresó a la montaña, donde “después de pocos meses cayó enfermo”. Allí, por su vejez, contaba con la asistencia de otros dos jóvenes ascetas. En uno de esos días de enfermedad Antonio los llamó y les anunció: “Me voy por el camino de mis padres, como dice la Escritura, pues me veo llamado por el Señor”. El momento de la muerte es descrito así por Atanasio:
Después de decir esto y de que ellos lo hubieron besado, estiró sus pies; su rostro estaba transfigurado de alegría y sus ojos brillaban de regocijo como si viera a amigos que vinieran a su encuentro, y así falleció y fue a reunirse con sus padres. Ellos entonces, siguiendo las órdenes que les había dado, prepararon y envolvieron el cuerpo y lo enterraron ahí en la tierra. Y hasta el día de hoy, nadie, salvo esos dos, sabe dónde está sepultado.
Y como epílogo de su vida concluye Atanasio:
Este fue el fin de la vida de Antonio en el cuerpo, como antes tuvimos el comienzo de la vida ascética. Y aunque este sea un pobre relato comparado con la virtud del hombre, recíbanlo, sin embargo, y reflexionen en qué caso de hombre fue Antonio, el varón de Dios. Desde su juventud hasta una edad avanzada conservó una devoción inalterable a la vida ascética.
Esta fue la larga vida de Antonio de Abad contada por Atanasio, que fue desde el año 251 hasta el 356 d. C. Es considerado el primero de los “padres del desierto”, así como el iniciador del monaquismo anacorético, esto es, de la vida monacal en el retiro y la soledad. Por esto hoy es recordado el 17 de enero en algunos calendarios litúrgicos de la iglesia cristiana.
Antonio no dejó grandes obras filosóficas o teológicas o espirituales, ni reglas ni tratados ni instituciones monacales; lo que dejó fue su ejemplo de vida sencilla “en servicio a Dios”, tal como la cuenta Atanasio en su memoria.
Bibliografía: Atanasio de Alejandría, Vida de Antonio en Cuadernos Monásticos 10 (Chile, 1975), pp. 179-234; Johannes Quasten, Patrología II (Madrid: BAC, 2004), p. 161-66.
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