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El sufrimiento es inherente a la existencia misma. Por lo tanto, mientras los creyentes en Cristo estemos sobre este mundo caído, experimentaremos sufrimiento. Negar eso no solo es ingenuo sino también engañoso. El mismo Jesús dijo en el evangelio de Juan, en el capítulo 16, versículo 33: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo.”
Sin embargo, debemos definir lo que para nosotros significa sufrir. Para la mayoría de nosotros, ni aun la muerte concreta y definitiva a la que nos dirigimos nos produce tanta crisis como la vaga e indefinida posibilidad de que perdamos el estilo de vida que conocimos y al que estamos acostumbrados.
De esta manera, una crisis profunda nos devuelve a la realidad de cuán frágiles somos y cuán quejumbrosos y superficiales llegamos a ser si nos comparamos con otros de nuestros hermanos a lo largo de la historia de la Biblia o de la iglesia.
Pero innegablemente sufrimos, y sin importar qué tan grande o pequeño sea nuestro padecimiento, cuán justificables o insignificantes sean las razones para tener miedo, siempre anhelamos un poco de esperanza.
La buena noticia es que la Biblia nos enseña, a través de las experiencias de sus personajes, su poesía, sus exhortaciones, sus cartas y sus narraciones, que podemos confiar en Dios en medio de las pruebas y de las aflicciones de este mundo.

El miedo necesario de Agustín
Pero también a través de la historia de la iglesia un sinnúmero de creyentes nos ha dejado su testimonio y sus profundas reflexiones en los momentos en los que todo parecía ir de mal en peor. Estas experiencias no sólo nos alientan, sino que nos dan esperanza para navegar en un mundo difícil, y en ocasiones, lleno de crueldad.
Agustín, uno de los grandes teólogos del cristianismo que vivió entre el siglo cuarto y quinto, reflexiona sobre el Salmo 86. El versículo 11 dice: “Enséñame, oh Señor, Tu camino; Andaré en Tu verdad; Unifica mi corazón para que tema Tu nombre".
Meditando en este versículo, Agustín de Hipona (354-430) dice:
“Algún día tendremos una alegría libre de miedo, pero las inseguridades actuales de este mundo significan que nuestra alegría es imperfecta y que el miedo es necesario (…) Si estamos completamente seguros, nos regocijamos de la manera incorrecta. El temor al Señor interrumpe esa seguridad al recordarnos la naturaleza pasajera de este mundo temporal. No esperemos seguridad mientras estemos en peregrinación”.

El gozo en medio de la peste
Al menos diez siglos después, el reformador suizo Ulrico Zwinglio (1484-1531) estaba de vacaciones en agosto de 1519, cuando estalló la Peste Negra en Zúrich. Aunque ya estaba débil por el duro trabajo, regresó a su ciudad para atender a las víctimas.
En poco tiempo, el propio Zwinglio contrajo la enfermedad y parecía probable que muriera. Pero para Dios su trabajo aún no había terminado: Zwinglio se recuperó. Su famoso "Himno de la peste"[1] relata su sentido de confianza y luego su alegría por recuperar la salud.
Las estrofas 1 al 4 se escribieron cuando la enfermedad golpeó por primera vez:
Ayúdame, oh Señor,
Mi roca y mi vigor
He aquí, a la puerta
Toca la destrucción.
Que se alce y brille tu brazo,
Una vez perforado a mi favor,
Que conquistó la muerte,
Y libertad me dio.
Pero si aun tu voz,
Al atardecer de mi vida,
Se acuerda de mi alma,
Yendo a ti obedecería.
En fe y esperanza,
De la tierra me voy
Seguro en el cielo,
Pues tuyo soy.
Las estrofas 5 al 8 fueron compuestas por Zwinglio a medida que su salud se deterioraba:
Mi dolor crece,
Date prisa a mi consuelo
Pues temor y calamidad
Se adueñan de mi cuerpo.
La muerte está cerca
Mis sentidos desfallecen
Mi lengua enmudece
Ahora, Cristo, prevalece.
Satanás, con esfuerzo,
Quiere asirse
Siento ya su acecho,
¿He de rendirme?
No me lastima,
Perder nada temo,
Pues aquí me hallo,
Por tu cruz cubierto.
Tras recuperarse, terminó las cuatro cuartetas finales:
¡Mi Dios! ¡Mi Señor!
Sanado por tu mano.
En este mundo
De nuevo me levanto.
Que el pecado
No reine más en mi
Mi boca adorará
Solamente a ti.
Aunque retrasada,
Mi hora ha de llegar.
Rodeada, quizá,
De triste oscuridad.
¡Pero que venga!
Con gozo ascenderé,
Y mi terrible yugo,
Directo al cielo llevaré.

La confianza poética de Donne
Unas décadas después, un joven inglés experimentó algo parecido. John Donne (1572-1631) había pasado su juventud en desenfreno y libertinaje, el brillante joven plasmó sus experiencias pecaminosas en una ingeniosa poesía erótica. Volviéndose finalmente a Cristo, Donne se vio a sí mismo como un hijo pródigo salvado solo por gracia.
Luego de su conversión, su vida fue marcada por una creciente devoción a Cristo, pero también por la pobreza y el desánimo, así que dirigió su evidente habilidad poética a los grandes temas del amor, la muerte y la misericordia de Dios. Luego, en 1615 se convirtió en un pastor anglicano ordenado, después de lo cual vertió sus energías creativas más en sermones que en poemas.
Sin embargo, durante una enfermedad casi mortal en el año 1623, Donne recurrió nuevamente a la poesía. Cada día, postrado en su cama Donne escuchaba desde su ventana las campanas de la iglesia de Londres anunciando que la Peste Negra, que azotaba Europa, había cobrado más víctimas. Donne estaba convencido de que él también tenía la peste y que pronto moriría.
Sin embargo, Donne se recuperó, viviendo hasta los 60 años. Pero en los momentos más crudos de su sufrimiento y miedo, derramó versos cargados de fe y devoción. Estos poemas responden una de las preguntas más difíciles que podemos enfrentar, "En medio de los tiempos de la peste, ¿cómo podemos dar gracias?"
Algunas de las partes más emblemáticas de estos poemas a continuación:
Tu hijo sintió tristeza en su alma hasta la muerte, y renuencia, incluso temor, a medida que la hora llegaba. Pero él tenía también el antídoto: “No mi voluntad Dios, sino la tuya sea hecha.” Y aunque no nos has hecho a nosotros, tus hijos adoptados, inmunes a tentaciones infecciosas, tampoco nos has entregado ellas, o has retenido tus misericordias de nosotros. (…) Cuando tu hijo clamó: “Mi Dios, mi Dios, ¿por qué me has abandonado?”, tú lo alcanzaste, no para curar su alma entristecida, sino para recibir su alma santa. Tampoco quiso él retenerla de ti, sino que te la entregó.
Y continúa...
Veo tu mano sobre mí, oh Señor, y no pregunto por qué viene o qué pretende. El que requieras de mi alma el quedarse en este cuerpo por algún tiempo, o que se encuentre contigo en este mismo día en el paraíso, tampoco me lo pregunto. La curiosidad de mi mente me tienta ahora, pero mi verdadera sanidad yace en una absoluta y silenciosa obediencia a tu voluntad, incluso antes de saberla. Preserva esa obediencia, o Dios mío, y eso me preservará a ti; así, cuando me hayas instruido con aflicción aquí, llegaré a un más alto conocimiento, y te serviré en un lugar más elevado, en tu reino de gozo y gloria. Amén.[2]

El inmutable fundamento de Lewis
Finalmente, durante el siglo pasado, a la sombra de la Guerra Fría, bajo un asombroso miedo que se apoderó del mundo en ese momento, se le pidió a C. S. Lewis (1898-1963) que escribiera unas reflexiones sobre el temor que se sentía en el ambiente.
Es probable que nosotros no podamos dimensionar lo que significaba vivir en esa época. Sin embargo, la fuerza aterradora de la energía nuclear hizo que la idea de la extinción de la humanidad pareciera plausible de una manera nueva y profundamente terrorífica. O al menos eso pensaba la gente.
En su respuesta a tales sentimientos, Lewis enmarca la bomba atómica como una revelación, un apocalipsis, que muestra lo frágil que siempre ha sido el mundo. Lewis reflexiona diciendo:
En una forma pensamos demasiado sobre la bomba atómica. “¿Cómo vamos a vivir en una era atómica?” Estoy tentado a responder: “Pues, como habrías vivido en el siglo dieciséis cuando la plaga visitó a Londres casi cada año. O cómo vivirías en la era de los vikingos, cuando asaltantes de Escandinavia podrían aparecer y degollarte cualquier noche; o de hecho como ya estás viviendo en la era del cáncer, la era de la sífilis, la era de la parálisis, la era de los ataques aéreos y la era de los accidentes automovilísticos”.
Y continúa...
En otras palabras, no comencemos exagerando lo novedoso de nuestra situación. Créame, querido señor o señora, usted y todos los que usted ama, ya estaban sentenciados a la muerte antes de que la bomba atómica fuera inventada (…) Este es el primer punto que debemos tener en mente. Y la primera acción que debemos tomar es recobrar la calma. Si todos vamos a ser destruidos por una bomba atómica, permitamos que esa bomba nos encuentre haciendo cosas sensibles y humanas —orando, trabajando, enseñando, leyendo, escuchando música, bañando a los niños, jugando tenis, conversando con amigos a la luz de una pinta y un juego de dardos— no amontonándose como ovejas aterrorizadas y pensando en bombas. Ellas pueden destruir nuestros cuerpos (hasta un microbio puede hacer eso) pero no tiene porqué dominar nuestra mente.

Afrontar las implicaciones de vivir en un mundo caído, son pasos obligados en la ruta del creyente. Una vez más debemos recordar que el camino a la vida eterna no es ancho ni espacioso; la ruta es angosta y solo se entra a esa senda a través de una puerta estrecha. Confiemos en que el Dios soberano nos guía a ese camino y, mientras tanto, gocémonos y alegrémonos de que Él así lo ha querido, incluso, si el mundo se cae a pedazos.
¿Y tú? ¿Qué piensas? ¿De qué formas crees que el dolor y el sufrimiento, propio o ajeno, nos forman? ¿Consideras que los creyentes, por ser creyentes, estamos excluidos de la desgracia? ¿Cómo puedes encontrar paz y descanso en la soberanía de Dios en momentos de crisis?
[1] La versión del himno que aquí presentamos es una traducción al español hecha por BITE desde la versión en inglés.
[2] La versión texto de Donne que aquí presentamos es una traducción al español hecha por BITE desde la versión original en inglés.
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