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Era una noche avanzada en la reunión anual de la Sociedad Teológica Evangélica, hace casi veinte años. El programa formal del día había terminado y un par de docenas de seminaristas jóvenes y fácilmente impresionables reunieron sillas alrededor de algunos eruditos veteranos para bombardearlos con preguntas.
Entre el pequeño grupo de profesores consolidados, dos en particular brillaban como las luces más destacadas en la sala. Sin lugar a dudas, estos dos habían publicado la mayor cantidad de libros y tenían los nombres más reconocibles fuera de los círculos académicos. Cuando estos dos hablaban, la sala escuchaba con mucha atención.
Sin embargo, al final de la noche, había surgido una diferencia notable entre las dos luces. A medida que respondían a pregunta tras pregunta, uno se inclinaba, de manera bastante evidente, a citar Westminster, y poco de la Escritura. El otro compartía muy poco, si es que algo, de Westminster, pero citaba texto tras texto de la Biblia. Sospecho que al principio pasó desapercibido, pero con el tiempo el patrón se volvió evidente. Más de un puñado de nosotros nos dimos cuenta al final.
Esa noche, los dos lumbreras reformadas terminaron con respuestas mayormente similares para nuestras preguntas, pero la forma en que llegaron a esas respuestas reveló diferentes instintos. Uno se inclinaba hacia Westminster; el otro, hacia la Escritura. Me dejó una impresión duradera. Sabía a cuál quería imitar, y aunque no pude encontrar ningún pasaje en Westminster que recomendara el primer enfoque, mi mente corrió de inmediato a un pasaje de las Escrituras, entre otros, que elogiaba el segundo.
Nacidos (de nuevo) en un pequeño pueblo
En Hechos 17, tras haber sido expulsados de Tesalónica por una turba enojada y envidiosa, Pablo y Silas llegan a un pequeño pueblo llamado Berea. Empiezan en la sinagoga, como era su costumbre. Lucas luego marca un contraste con estos bereanos:
Estos eran más nobles que los de Tesalónica, pues recibieron la Palabra con toda solicitud, escudriñando diariamente las Escrituras, para ver si estas cosas eran así. Por eso muchos de ellos creyeron, así como también un buen número de griegos, hombres y mujeres de distinción (Hch 17:11–12).
Claramente, Lucas no solo está informando. Está elogiando. “Oh, por todos los oyentes de la predicación cristiana”, diría él, “¡para que sigan los pasos de estos nobles del pueblo pequeño!” Lucas destaca dos aspectos particulares de lo que hizo esta respuesta “más noble”.
Como niños hambrientos
Primero, dice que “recibieron la Palabra con toda solicitud”.
Pablo y Silas llegaron a Berea a anunciar un mensaje, una palabra que no era de ellos, sino de Dios, a través de Cristo. Vinieron a dar lo que ellos mismos no habían creado sino recibido. La respuesta noble de los bereanos comenzó con apertura, incluso disposición, a recibir: a tomar el evangelio de Jesucristo como algo objetivo, dado, inalterable y recibirlo con manos abiertas.
Lucas no nos deja adivinando cómo lo recibieron; dice “con toda solicitud”. Esta Palabra, que viene de Dios mismo en Cristo, no fue recibida con hostilidad, ni con apatía. Por mucho que Lucas elogie a esta sinagoga en Berea por un examen objetivo y racional de las Escrituras, no presumamos que “recibir la Palabra” implique hacerlo desapasionadamente o con frialdad. La recibieron con solicitud. Como comenta Ajith Fernando: “Su nobleza radicaba en su disposición a reconocer su necesidad, lo que resultó en un afán por escuchar a Dios y recibir lo que escuchaban (…). Como niños hambrientos en necesidad de alimento, buscaron la Palabra de Dios”.
Como fiscales cuidadosos
Segundo, Lucas también informa en qué forma se manifestó esta recepción ansiosa: “escudriñando diariamente las Escrituras”.
Sin duda, los judíos del primer siglo no tenían credos y confesiones cristianas a las que consultar, pero podrían haber estado muy tentados a recurrir a una serie de fuentes secundarias: ya fuera la Mishná, la ley oral, el sentido común y las suposiciones judías con las que habían crecido, o el creciente corpus de la literatura del Segundo Templo. Como nosotros, tenían muchas otras fuentes aparentemente nobles a las que acudir, además de las Escrituras mismas. Podrían haber recurrido a otros lugares para comprobar la validez del mensaje de Pablo, pero por la gracia de Dios, estos judíos recurrieron precisamente a donde debían: a la Palabra de Dios, no a formulaciones humanas.
Pablo los había encaminado en la dirección correcta con su propia práctica. Cuando vino a predicar en las sinagogas, “discutió con ellos basándose en las Escrituras, explicando y presentando evidencia de que era necesario que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos, y diciendo: ‘Este Jesús, a quien yo les anuncio, es el Cristo’” (Hch 17:2–3). Pablo los orientó en la dirección correcta. Preparó a sus oyentes para verificar su mensaje en las Escrituras al razonar primero con ellos a partir de las Escrituras.
Así que, siguiendo el ejemplo de Pablo, estos nobles bereanos examinaron las Escrituras por sí mismos. La disposición y el examen no estaban en desacuerdo; Lucas elogia tanto su preocupación sincera como su cuidado deliberado. Siendo en verdad nobles, querían conocer al verdadero Dios y Su verdad, y ni la apatía ni la credulidad beneficiarían esa búsqueda. Y fue en verdad una búsqueda: no fue solo un momento o una chispa pasajera, sino que perseveraron en su búsqueda cuidadosa. Hicieron de la recepción ansiosa, con el examen de las Escrituras, una práctica diaria.
Advertencia de la Reforma
En nuestros días, también conocemos la tentación de recurrir a voces distintas a la Escritura para que nos digan lo que dice la Escritura. Tenemos acceso a una asombrosa (y creciente) riqueza de literatura secundaria, antigua y nueva, y lo mejor de todo ello son nuestros credos y confesiones. Son preciosos y deben ser valorados muy por encima del último título recién publicado. Muy pocos cristianos modernos aprecian la sabiduría y el valor de los antiguos credos y confesiones fieles como Westminster y otros que viene de allí. Esto es particularmente cierto entre aquellos de nosotros que gustosamente nos proclamamos “reformados” y simpatizantes sin vergüenza de la Reforma y su legado.
Sin embargo, como aquellos que nos unimos a la sola Scriptura —solo la Escritura como nuestra autoridad suprema y final— nos conviene comparar regularmente nuestra práctica con esos lectores nobles de Berea. ¿Escudriñamos a diario, con solicitud, las Escrituras por nosotros mismos?
Nuestros mejores credos, si los dejamos, nos recordarán precisamente esto, y nos animarán a hacer de esto una práctica, por útiles que sean las confesiones para verificar nuestro trabajo.
Sigue escudriñando las Escrituras
Por ejemplo, la primera sección de la Declaración de fe de Desiring God, aunque reconoce que “las habilidades limitadas, los prejuicios tradicionales, el pecado personal y las suposiciones culturales a menudo oscurecen los textos bíblicos”, elogia “el esfuerzo humilde y cuidadoso de encontrar en el lenguaje de la Escritura” misma lo que Dios tiene que decirnos a través de Sus profetas y apóstoles (1.4).
Es una advertencia que vale la pena recordar no solo al principio sino también al final. La sección quince y última repite la confesión:
No reclamamos infalibilidad para esta afirmación y estamos abiertos a refinamiento y corrección de las Escrituras. Sin embargo, sostenemos firmemente estas verdades tal como las vemos y llamamos a otros a escudriñar las Escrituras para ver si estas cosas son así. A medida que se lleven a cabo las conversaciones y los debates, es posible que aprendamos unos de otros, y que los límites se ajusten, incluso posiblemente incorporando a grupos que antes no estaban de acuerdo en una comunión más cercana (15.4).
Por ahora, vemos muchas cosas en las Escrituras de manera borrosa, aún no como las veremos (1Co 13:12). Jóvenes y mayores, todos debemos crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor, como se nos da en Su Palabra (2P 3:18). Sería trágico, entonces, al identificarnos como “reformados”, mantener las Escrituras a distancia en nuestra admiración por aquellos que tan memorablemente defendieron las Escrituras, ya sea Lutero, Calvino, Owen, Edwards, Westminster o la Segunda Confesión de Londres.
Asimismo, cortando en la otra dirección, como aquellos genuinamente ansiosos por “recibir la Palabra” y “examinar las Escrituras diariamente”, nos conviene tener cuidado de no dejar que la sola Scriptura sea una capa para nuestras propias interpretaciones personales. Recordar a esos nobles santos en Berea puede renovar en nosotros la resolución de aferrarnos menos a opiniones y suposiciones humanas, especialmente a las nuestras. Es un peligro sutil pero real y muy transitado: podemos enarbolar la bandera de la sola Scriptura como una excusa para rechazar la sabiduría probada de los credos y confesiones en servicio de nuestros propios instintos e interpretaciones personales.
Recurrir a las propias palabras de Dios
Quienes enseñen fiel y fructíferamente en la iglesia de la próxima generación, como en el pasado, estarán ansiosos por proclamar la verdad de las Escrituras, y también estarán ansiosos por seguir aprendiendo y creciendo ellos mismos. Ningún pastor o líder cristiano ha llegado al final de la carrera, y los mejores lo saben bien. Los buenos pastores y maestros están listos para defender lo que saben que las Escrituras enseñan, y sin embargo están humildemente dispuestos a crecer y a que se les muestre que están equivocados a partir de las Escrituras.
Por mucho que valoremos, repasemos y saquemos sabiduría de credos y confesiones probados por el tiempo, aprendemos a recurrir a las Escrituras mismas. Nos deleitamos aún más en las propias palabras de Dios. No solo en la teoría, sino en la práctica diaria; en el examen diario.
Este artículo fue traducido y ajustado por David Riaño. El original fue publicado por David Mathis en Desiring God. Allí se encuentran las notas y referencias.
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