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El 3 de diciembre de 1929, C.S. Lewis escribió una carta a Arthur Greeves, su amigo de la infancia en Belfast. Con 31 años recién cumplidos y en su cuarto año como académico de Oxford, Lewis describió un momento de mucha intensidad, como siempre le ocurría hacia el final del período académico.
“Estuve despierto hasta las 2:30 del lunes”, escribió Lewis, “hablando con el profesor anglosajón Tolkien, que vino conmigo a la universidad desde una sociedad y se sentó a disertar sobre los dioses y los gigantes y Asgard durante tres horas, para luego marcharse bajo el viento y la lluvia… El fuego era brillante y la charla buena”.
Quienes hablaban eran Lewis antes de la conversión y Tolkien antes de El Hobbit, dos hombres prácticamente desconocidos fuera de su pequeño círculo de Oxford. Años más tarde, en Los cuatro amores, Lewis señaló cómo las grandes amistades pueden trazarse a menudo hasta el momento en que dos personas descubren que tienen un interés común que pocos comparten, cuando cada uno piensa: “¿Tú también? Pensaba que era el único”. Para Lewis y Tolkien, se trataba de un gusto compartido por las historias antiguas.
El comienzo de una amistad
Ambos se habían visto por primera vez tres años y medio antes en una reunión de profesores de inglés. Poco después, Tolkien invitó a Lewis a unirse al Kolbitar, un grupo que se reunía para leer sagas islandesas. Pero la sugerencia de Lewis de que Tolkien volviera al Magdalen College de Oxford aquella noche borrascosa de diciembre marcó un hito en su amistad.
Durante su conversación nocturna, Tolkien se dio cuenta de que Lewis era una de esas raras personas a las que podrían gustarle los extraños relatos en los que había estado trabajando desde que volvió de la guerra, los cuales, hasta entonces, había considerado sólo un pasatiempo privado. Así que, armándose de valor, le prestó a Lewis una larga obra inacabada titulada La historia de Beren y Luthien.
Varios días después, Tolkien recibió una nota con la reacción de su amigo. “Hacía siglos que no disfrutaba de una velada tan agradable”, dijo. Además de su valor mítico, Lewis alabó la sensación de realidad que encontró en la obra, una cualidad que sería típica de la escritura de Tolkien.
Al final de su nota, Lewis prometió que seguirían críticas detalladas, y así fue: en catorce páginas elogió una serie de elementos específicos y señaló lo que consideró como problemas con otros. Tolkien tuvo en cuenta las críticas de Lewis, pero de una forma única. Aunque aceptó pocas sugerencias específicas, reescribió casi todos los pasajes con los que su colega tenía problemas. Lewis dijo más tarde de Tolkien: “Sólo tiene dos reacciones ante las críticas: o bien vuelve a empezar toda la obra desde el principio, o bien no hace caso alguno”.
Y así comenzó una de las grandes amistades literarias del mundo.
¿Nadie tiene nada que leernos?
Aunque millones de personas en todo el mundo han llegado a amar y valorar las historias de Tolkien sobre la Tierra Media, Lewis fue el primero. Su respuesta, llena de elogios exuberantes y críticas muy fuertes, fue también la pauta para su grupo de escritura, los Inklings. Y esta mezcla de estímulo y crítica proporcionó el terreno perfecto en el que germinaron algunas de las obras más queridas del siglo XX.
El círculo informal de amigos se reunía en la habitación de Lewis los jueves por la noche. Su hermano, Warnie, describe así lo que en seguida sucedía:
Cuando más o menos media docena llegaba, se preparaba el té y, cuando las pipas estaban encendidas, Jack decía: “Bueno, ¿nadie tiene nada que leernos?”. Salía un manuscrito y nos sentábamos a juzgarlo, un juicio real e imparcial, ya que no éramos una sociedad de admiración mutua: no se escatimaban elogios a los buenos trabajos, pero la censura a los malos –o incluso a los no tan buenos– era a menudo brutalmente franca.
Tolkien leyó fragmentos de El Hobbit y El Señor de los Anillos. Lewis dio a conocer El problema del dolor, que dedicó a los Inklings, así como Cartas del diablo a su sobrino, que dedicó a Tolkien. Otras de sus obras que se estrenaron en las reuniones de los Inklings fueron Perelandra, Esa horrible fuerza y El gran divorcio. Warnie expuso The Splendid Century [en español, El espléndido siglo], su obra sobre la vida bajo el reinado de Luis XIV. Charles Williams presentó los borradores de All Hallows' Eve [en español, Víspera de todos los santos].
Los Inklings no carecían de defectos. En lugar de intentar ayudar a mejorar El Señor de los Anillos, varios se limitaron a menospreciarlo. Hugo Dyson fue tan negativo que Tolkien finalmente optó por no leer si él estaba presente, reservando sus capítulos sólo para Lewis. Una carta al hijo de Tolkien, Christopher, de 1944, nos ofrece una ventana a cómo eran esas reuniones privadas. Allí Tolkien dijo: “Leí los dos últimos capítulos (La guarida de Shelob y Las elecciones del maestro Samwise) a C.S.L. el lunes por la mañana. Lo aprobó con un fervor inusitado y el último capítulo le hizo llorar”.
Deuda impagable
Años más tarde, Tolkien describió la “deuda impagable” que tenía con Lewis, explicando: “Sólo de él llegué a tener la idea de que mis ‘cosas’ podían ser algo más que un pasatiempo privado. Si no hubiera sido por su interés y su incesante afán de superación, nunca habría concluido El Señor de los Anillos”.
Sin Lewis, no existiría El Señor de los Anillos. También podríamos decir que sin Tolkien no existirían Las crónicas de Narnia, no por el interés literario de Tolkien en ellas, sino por otra razón. Hoy conocemos a Lewis como uno de los mayores escritores cristianos del siglo XX, pero aunque desde el principio estaba claro que Lewis sería escritor, no estaba nada claro que se convertiría al cristianismo. Antes, necesitaba que Tolkien le proporcionara la pieza que le faltaba.
El paseo de Addison
En otra carta a Arthur, fechada el 22 de septiembre de 1931, Lewis relató una conversación nocturna que cambió su vida. Explicó que tenía un invitado de fin de semana, Dyson, de la Universidad de Reading. Tolkien se unió a ellos para cenar, y después los tres fueron a dar un paseo.
“Empezamos a hablar (en el paseo de Addison justo después de cenar) sobre la metáfora y el mito”, escribió Lewis. Luego describió cómo fueron interrumpidos por una ráfaga de viento tan inesperada que todos contuvieron la respiración. “Continuamos conversando (en mi habitación) sobre el cristianismo”, añadió, “una larga y satisfactoria charla en la que aprendí mucho”.
Lo que Lewis aprendió fue fundamental. Antes había puesto fin a su incredulidad y había pasado a ser teísta. Como afirma en Sorprendido por la alegría: “En el trimestre de la Trinidad de 1929 me rendí y admití que Dios era Dios, y me arrodillé y oré: quizá, aquella noche, el más abatido y reacio converso de toda Inglaterra”. Tras este primer paso –con ayuda de amigos y autores cristianos como G.K. Chesterton, George Herbert y George MacDonald– inició el camino que le llevaría a creer en Cristo.
Lewis le explicó a Arthur que lo que le había estado frenando era su incapacidad para comprender en qué sentido la vida y la muerte de Cristo proporcionaban la salvación al mundo, excepto en la medida en que su ejemplo pudiera ayudar. Lo que Dyson y Tolkien le mostraron fue que lo más importante no era comprender exactamente cómo la muerte de Cristo nos ponía en paz con Dios, sino creer que así era. Le instaron a que dejara que la historia de la muerte y resurrección de Cristo actuara sobre él como hacían los otros mitos que amaba, con una tremenda diferencia: éste ocurrió de verdad.
Nueve días después de aquella noche especial en el paseo de Addison –durante un paseo al zoo en el sidecar de la moto de Warnie– Lewis llegó a creer que Jesús es el Hijo de Dios. Años más tarde declaró: “Dyson y Tolkien fueron causas humanas inmediatas de mi propia conversión”.
“Realmente no sirve”
Debido al ánimo que Lewis le dio a Tolkien y al papel de este último en la aceptación del cristianismo por parte de Lewis, podemos decir, en cierto sentido, que sin la contribución del otro no tendríamos Narnia ni la Tierra Media. Pero sólo en un sentido. Porque mientras C.S.L. apreciaba las historias de Tolkien sobre la Tierra Media, a J.R.R.T. no le gustaban los libros sobre Narnia.
Quizá se le dé demasiada importancia a la aversión de Tolkien por Narnia, sobre todo porque, al parecer, él mismo no le dio nunca tal gravedad. Aunque se especula mucho sobre las razones de su desaprobación, esto se basa en informes de segunda mano. En la biografía de Green y Hooper, tenemos varios comentarios vagos, desaprobatorios y privados que Tolkien hizo sobre El león, la bruja y el armario, tales como: “¡Realmente no servirá, ya sabes!”.
George Sayer, que conoció personalmente a ambos, incluyó dos párrafos en su biografía de Lewis en los que resume las objeciones de Tolkien, pero ofrece pocas citas directas. Además de su mezcolanza de elementos mitológicos inconexos, Sayer afirma que Tolkien pensaba que las historias de Narnia mostraban signos de estar “escritas de forma descuidada y superficial”.
En una carta a David Kolb, tenemos un breve ejemplo en el que Tolkien expresó directamente su opinión sobre Narnia al afirmar: “Es triste que ‘Narnia’ y toda esa parte de la obra de C.S.L. queden fuera del alcance de mi simpatía”. Aquí encontramos la sugerencia de que los gustos estrechos de Tolkien pueden haber sido parte del problema. Sabemos que cuando la nieta de los Tolkien, Joanna, se quedó con ellos y buscó algo para leer, su abuelo la dirigió a los libros de Narnia de su estantería.
“Te echo mucho de menos”
A medida que los dos hombres se hacían mayores, su relación era menos estrecha, otro aspecto al que los estudiosos a veces dan demasiada importancia. Hay pruebas de que siguieron siendo amigos, aunque de una forma menos intensa e íntima.
En el otoño de 1949, doce años después de empezarlo, Tolkien terminó de mecanografiar la última copia de El Señor de los Anillos. Lewis, que ahora tenía 50 años, fue la primera persona a la que prestó el manuscrito terminado. “He vaciado la rica copa y saciado una larga sed”, escribió Lewis el 27 de octubre de 1949, declarando que era “casi inigualable en toda la gama del arte narrativo que conozco”. Recordando los muchos obstáculos que Tolkien había superado, Lewis declaró: “Todos los largos años que le has dedicado están justificados”. Lewis cerró la primera reseña en el mundo de la obra maestra de Tolkien con las palabras “Te echo mucho de menos”.
Tolkien tardó más años en conseguir un editor. En noviembre de 1952, cuando supo que Allen & Unwin estaba dispuesta a publicar la largamente esperada continuación de El Hobbit, le escribió inmediatamente a Lewis para darle la buena noticia. Éste le respondió con una calurosa felicitación, señalando el “puro placer de esperar tener el libro para leerlo y releerlo”.
En 1954, después de que Lewis hubiera sido rechazado más de una vez para una cátedra en Oxford, Tolkien desempeñó un papel clave para que se le ofreciera y aceptara la recién creada Cátedra de estudios medievales y renacentistas de Cambridge. En 1961, menos de tres años antes de su muerte, Lewis fue invitado a proponer a alguien para el Premio Nobel de Literatura y postuló el nombre de Tolkien.
En noviembre del año siguiente, Tolkien escribió a Lewis invitándole a una cena para celebrar la publicación de la colección English and Medieval Studies Presented to J.R.R. Tolkien on the Occasion of His Seventieth Birthday (Estudios ingleses y medievales presentados a J.R.R. Tolkien con motivo de su septuagésimo cumpleaños), una colección a la que él había contribuido con un ensayo. Lewis le dio las gracias, pero declinó la invitación, alegando el deterioro de su salud.
Unos días antes de Navidad, Tolkien volvió a escribirle. Desconocemos el tema, pero sí sabemos que en la Nochebuena de 1962, Lewis le respondió agradeciéndole su “amabilísima carta”. Lewis concluyó diciendo: “¿Sigue siendo posible, en medio del espantoso alboroto navideño, intercambiar saludos por la Fiesta de la Natividad? Si es así, los míos, muy cordiales, para los dos”. Para la Navidad siguiente, Lewis ya no estaba.
Lewis murió en su casa el 22 de noviembre de 1963, una semana antes de cumplir 65 años. Poco después, Tolkien escribió a su hijo Michael sobre la pérdida. Aunque se habían hecho menos amigos, declaró: “Teníamos una gran deuda el uno con el otro, y ese vínculo, con el profundo afecto que engendró, permanece”. Aquí Tolkien, siempre cuidadoso con las palabras, no dice que su vínculo y profundo afecto con Lewis se mantuvo hasta la muerte de éste, sino que permanece. Es de suponer que aún perdura.
“Mucho bien”
Al final de su biografía, Alister McGrath trata de explicar el perdurable atractivo de Lewis, especialmente en Estados Unidos. Propone que al “involucrar la mente, los sentimientos y la imaginación” de sus lectores, Lewis es capaz de extender y enriquecer su fe. Leer a Lewis no sólo da más fuerza a la fe, sino que también abre una visión más profunda de lo que es el cristianismo.
Sé que esto fue cierto para mí. Lewis me ayudó a ampliar y enriquecer mi fe en un momento en que lo necesitaba desesperadamente. Para quienes son como yo, sus libros se convierten en compañeros para toda la vida, nos recuerdan una y otra vez quiénes somos y por qué estamos aquí, nos acompañan en los momentos difíciles y nos ayudan a dar forma y sentido a nuestra experiencia.
Tolkien escribió en su diario: “La amistad con Lewis compensa muchas cosas y, además de proporcionarme placer y consuelo constantes, me ha hecho mucho bien”. Hoy, personas de todo el mundo, de todas las profesiones y etapas de la fe, estarían de acuerdo. Sí, lo ha hecho.
Este artículo fue traducido y ajustado por el equipo de redacción de BITE. El original fue publicado por Devin Brown en Desiring God. Allí se encuentran las citas y notas al pie.
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