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"Me enamoré de los profetas y de estos hombres que habían amado a Cristo; reflexioné sobre todas sus palabras y descubrí que sólo esta filosofía era verdadera y provechosa". Cuando este hombre fue arrestado por su fe en Roma, el prefecto le pidió que renunciara a su fe haciendo un sacrificio a los dioses. El arrestado respondió: "Nadie que tenga razón se convierte de la creencia verdadera a la falsa".
Una respuesta con toda la fuerza de su experiencia, después de haber pasado la mayor parte de su vida adulta discerniendo lo verdadero de lo falso. Justino Mártir (100–168), nació en Flavia Neapolis, también llamada Siquem en el A. T., ubicada en la actual Nablus, Cisjordania, a 49 kilómetros de Jerusalén. De familia griega, fue educado bajo los parámetros de la religión tradicional. Creció con una buena educación en retórica, poesía e historia. Desde muy joven estuvo atento a encontrar el significado de la vida en las filosofías de su época en varias escuelas en Alejandría y Éfeso.
Su primer maestro fue un estoico que "no sabía nada de Dios y ni siquiera creía que fuera necesario conocerlo". Siguió a un peripatético o filósofo itinerante, que parecía más interesado en recibir sus honorarios. Luego vino un pitagórico, pero su curso requerido de música, astronomía y geometría le pareció demasiado lento a Justino. Finalmente, el platonismo, aunque intelectualmente exigente, resultó insatisfactorio para el corazón hambriento de este joven en busca de la verdad.
El encuentro con la verdad
Y así, siendo Adriano emperador de Roma (76-138), en los años de 117 y 138 de nuestra era, en alguna oportunidad que Justino salió a caminar por la orilla del mar cerca a Éfeso, se topó con un anciano que le manifestó su creencia. Este encuentro sería definitivo para marcar el futuro de este joven filósofo. El anciano, durante el paseo que mantuvo con Justino, le habló de la existencia de otra manera de pensar y vivir. Algo que se combinó muy bien con la impresión que le habían dejado los primeros mártires del cristianismo, al no abandonar su fe bajo los tormentos y torturas a los que eran expuestos.
Justino reconoció en Jesús el cumplimiento de las profecías hechas al pueblo judío. Como él mismo lo declaró, tal fue su impresión que amó a aquellos hombres que siguieron a Jesús, hasta a afirmar que sólo esa filosofía era la verdadera.
Como filósofo, y con una idea clara sobre cómo se entrecruzan la fe y la razón en Jesús, Justino empezó su ministerio en la ciudad de Éfeso, alrededor del año 132. Justino continuó vistiendo su manto de filósofo, buscando reconciliar la fe y la razón, y fruto de ello, escribió una de las tres obras que de él se conocen, titulada El diálogo con Trifón. Es una obra que resultó de la conversación que sostuvo con este rabino judío sobre la verdadera interpretación de las Escrituras. De este encuentro, resultó el tema sobre el pueblo judío y su lugar en la historia, y luego sobre Jesús y si él era el Mesías prometido.
Judaísmo y cristianismo
También surgió una pregunta central en la que se cuestionaba si la creencia cristiana de la deidad de Cristo podía reconciliarse con la cosmovisión monoteísta judía. Una verdad que desarrolló Justino en su Segunda Apología. Este diálogo es una valiosa fuente de información sobre el pensamiento cristiano primitivo y sobre el judaísmo y la relación entre Israel y la iglesia como comunidades con las que Dios ha establecido pactos.
Al terminar el diálogo, Trifón preguntó a Justino si debía dejar de guardar la tradición judía en relación con los alimentos. Justino le respondió que no había problema con que siguiera practicando su tradición, siempre y cuando no obligara a otros a hacer lo mismo, y entendiera que el mantener esas prácticas no lo salvaría, pues sólo Cristo es quien salva.
Su paso final a Roma
Justino se mudó a Roma, donde se estableció, fundó una escuela de filosofía y participó en debates con otros no cristianos, judíos y herejes. Redactó su audaz defensa de la fe, conocida como Primera Apología, publicada en el año 155 y dirigida al emperador Antonino Pío (86-161).
En ella argumentó a favor de los cristianos, desmintiendo las acusaciones que contra ellos se hacían. Inculpaciones falsas con las que exhibían a los creyentes y su religión de manera perversa y supuestamente dañina para el Imperio. Afirmó que Jesús y el evangelio no eran una amenaza contra el gobierno Imperial, sino por el contrario, un elemento útil a su buen orden y, por lo mismo, debía ser tratado como una religión legal.
Justino presentó el cristianismo como una religión superior a la pagana, pues mostraba el cumplimiento de las profecías dadas a los judíos en Cristo, afirmando que el paganismo era tan sólo una imitación de lo que era realmente verdadero. En la tercera parte de esta Apología, Justino terminó haciendo una breve descripción sobre la forma como el cristianismo primitivo celebraba los dos sacramentos dados por Jesús a sus discípulos: la Santa Cena y el bautismo.
La fe y la razón
Justino escribió su Segunda Apología, poco tiempo después de que Marco Aurelio fuese nombrado emperador (121-180) en el año 161. En esta defensa, dio a conocer el aspecto central de su filosofía. Para Justino, la existencia de un Dios trascendente e inmutable era innegable. Expuso su fe en Jesús y la armonizó con la razón, al mismo tiempo que arguyó que Jesucristo fue la manifestación de esta verdad; el Logos, la divinidad encarnada.
Presentó la idea de la fe cristiana como una fe racional, y al Logos o ‘Palabra’ como el ser encarnado que vino a enseñar a la humanidad la verdad y para rescatar o redimir a las personas del poder de los demonios.
Justino, el martirizado
Cerca del año 165, Justino se enfrentó al filósofo cínico Crescencio en un debate, y poco después fue arrestado por el cargo de practicar una religión no autorizada. Hay quienes piensan que Crescencio, al perder el debate, denunció a Justino ante las autoridades como un acto de venganza.
Estando en presencia del prefecto romano Rusticus, quien tenía tanto autoridad militar y civil para condenarlo o liberarlo, Justino se negó a renunciar a su fe, y fue condenado a muerte por decapitación junto con seis de sus estudiantes. De acuerdo a los escritos de Taciano (120-180), discípulo suyo, fue condenado por confesar su fe antes de morir diciendo: "Si somos castigados por nuestro Señor Jesucristo, esperamos ser salvos". Desde entonces, Justino ha sido llamado Mártir.
Justino Mártir, es reconocido como el primer apologista cristiano en la historia de la Iglesia. Al hacer uso de la razón para defender su fe, también estableció las bases para desarrollar la teología de la historia, ya que expuso la idea del plan divino de salvación a lo largo de los tiempos, y cuyo fin es y será la gloria de Dios.
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