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Ignacio de Antioquía, un discípulo del apóstol Juan, se convirtió en el primer mártir en ser asesinado por su fe en el Coliseo romano. ¿Por qué este obispo le rogó a sus hermanos que lo dejaran morir?
Este hombre iba a morir. Lo sabía y estaba dispuesto a entregar su vida. El único problema, según su perspectiva, es que los cristianos querían impedirlo.
Alrededor del año 107, por razones que aún nos resultan desconocidas, Ignacio de Antioquía (35-108), el anciano obispo de esa ciudad tan importante para el Imperio, fue acusado ante las autoridades romanas y condenado a morir por negarse a adorar a los dioses del Imperio. Fue enviado a la capital romana, con una escolta de diez soldados, con el objetivo de que su muerte contribuyera a los espectáculos dedicados a celebrar la victoria de Roma sobre los dacios.
Camino a ser sacrificado, Ignacio escribió siete cartas —conocidas como Las cartas de Ignacio de Antioquía— que hoy hacen parte de los documentos más valiosos del cristianismo antiguo. En ellas, se expresó acerca de sí mismo, de las circunstancias de su juicio y su muerte, y del modo en que interpretaba lo que estaba sucediendo.
¿El niño de Mateo 18?
Ignacio nació probablemente alrededor del año 30 o 35 , por lo cual sabemos que era ya anciano cuando escribió las cartas: tenía alrededor de 70 años. Se cree que se convirtió a una edad temprana. Él y su amigo Policarpo fueron discípulos directos del apóstol Juan. El historiador Eusebio dijo que el propio apóstol Pedro dejó instrucciones para que Ignacio dirigiera la iglesia en Antioquía.
En sus cartas, Ignacio mencionó repetidamente que llevaba el sobrenombre de “Portador de Dios”, lo cual es indicio del respeto del que gozaba en la comunidad cristiana. De hecho, surgió una leyenda según la cual Ignacio fue el niño a quien Jesús tomó y colocó en medio de quienes le rodeaban en el pasaje de Mateo 18. Aunque, si realmente nació en el año 35, esta teoría no puede ser posible.
Pero, más allá de la leyenda, lo que sí sabemos con certeza es que, a principios del siglo II, Ignacio gozaba de gran autoridad en toda la iglesia cristiana, pues era el segundo obispo de una de las más antiguas e influyentes comunidades cristianas. Se trataba de la iglesia de Antioquía, la misma desde la que Pablo y Bernabé emprendieron sus viajes misioneros.
Arrestado para el sacrificio
Muy poco sabemos acerca del arresto de Ignacio, de quiénes le acusaron o de su juicio. La información que ha llegado hasta nosotros es lo que el propio Ignacio dijo o dio a entender en sus cartas.
Parece que en la iglesia de Antioquía existían diversas facciones, algunas de las cuales habían llevado sus doctrinas a extremos tales que provocaron la vehemente oposición del anciano obispo. Puede que su acusación ante los tribunales haya resultado de esas controversias. Otra posibilidad es que algún pagano, en vista de la admiración que recibía el viejo obispo, haya decidido llevarle ante los tribunales. En todo caso, por una u otra razón, Ignacio fue detenido, juzgado y condenado a morir en Roma.
En su camino hacia Roma, Ignacio y los soldados que lo custodiaban pasaron por Asia Menor, y muchos cristianos de la región vinieron a verle. Ignacio pudo recibirles y conversar con ellos en varias ocasiones. Tenía además un escribano, también creyente, que redactaba las cartas que él le dictaba.
Ahora, ¿cómo es que un preso que iba a ser condenado a muerte podía tener un escribano y reunirse con hermanos en la fe mientras iba a ser asesinado? En esa época no existía una persecución general contra los cristianos en todo el Imperio; solo se condenaba a quienes eran acusados por alguien. Por lo tanto, todas estas personas procedentes de diversas iglesias podían visitar casi sin restricciones a quien había sido condenado a morir por el mismo “delito” que ellos practicaban.
Las cartas de Ignacio
Las siete cartas de Ignacio son en su mayor parte el resultado de esas visitas en la prisión. Desde la ciudad de Magnesia, el obispo Damas, dos presbíteros y un diácono habían ido a su encuentro; de Trales había venido el obispo Polibio; y Éfeso había enviado a una delegación numerosa encabezada por el obispo Onésimo, que algunos han señalado como el mismo que se menciona en la carta a Filemón.
Ignacio denunció en sus cartas la división como “el comienzo del mal”, lo cual pudo estar relacionado con el hecho de que participó en varios debates con tenacidad. A los ebionistas que exigían el mantenimiento de la ley judía en la iglesia de Magnesia, ubicada cerca de Éfeso, les escribió mordazmente: “Es indignante pronunciar el nombre de Jesucristo y vivir en el judaísmo”. También lanzó ataques similares contra los docetistas, quienes creían que Cristo solo tenía apariencia de humano. Sobre esto dijo: “Cualquiera que creyera semejante tontería de que Cristo solo parecía sufrir no podía llamarse realmente un mártir”.
Ignacio les escribió a esas iglesias desde Esmirna. Más tarde, desde Troas, escribió otras tres cartas: una a la iglesia de Esmirna, otra a la de Filadelfia y otra a su amigo Policarpo (69-155).
Dispuesto a morir por Cristo
Pero la carta que nos puede resultar más reveladora es la que Ignacio escribió desde Esmirna a la iglesia de Roma. De algún modo, Ignacio había recibido noticias de que los cristianos de Roma estaban haciendo gestiones para librarle de la muerte. Pero Ignacio no vio tal proyecto con buenos ojos: ya estaba presto para sellar su testimonio con sangre, y cualquier gestión que sus hermanos romanos pudiesen hacer le resultaría un estorbo.
Por esa razón, el anciano obispo les escribió a sus hermanos de Roma: “Temo vuestra bondad, que puede hacerme daño. Pues vosotros podéis hacer con facilidad lo que proyectáis; pero si vosotros no prestáis atención a lo que os pido me será muy difícil a mí alcanzar a Dios”. El propósito de Ignacio era, según él mismo dice, ser imitador de la pasión de Jesucristo.
Ignacio consideró que solo cuando se enfrentó al máximo sacrificio es que empezó a ser discípulo y, por tanto, lo único que quería que los hermanos romanos pidieran para él no era la libertad, sino fuerza para enfrentarse a la prueba. Él continuó diciendo: “Para que no solo me llame cristiano, sino que también me comporte como tal. Mi amor está crucificado (...). No me gusta ya la comida corruptible, (...) sino que quiero el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo (...), y Su sangre quiero beber, que es bebida imperecedera. Porque cuando yo sufra, seré libre en Jesucristo, y con Él resucitaré en libertad. Soy trigo de Dios, y los dientes de las fieras han de molerme, para que pueda ser ofrecido como limpio pan de Cristo”.
La razón por la que Ignacio estuvo dispuesto a enfrentarse a la muerte fue que a través de ella llegaría a ser un testimonio vivo de Jesucristo. Luego dice: “Si nada decís acerca de mí, yo vendré a ser palabra de Dios. Pero si os dejáis convencer por el amor que tenéis hacia mi carne, volveré a ser una simple voz humana”. Así veía su muerte aquel hombre, que marchaba gozoso hacia las fauces de los leones en el Coliseo romano.
Bandadas de bestias
Poco tiempo después, Policarpo de Esmirna escribió a los filipenses pidiendo noticias acerca de lo que había sucedido con Ignacio. No sabemos a ciencia cierta qué le respondieron sus hermanos de Filipos, aunque todo parece indicar que Ignacio murió como esperaba, poco después de su llegada a Roma. La meta final de Ignacio era imitar en todo a Jesucristo, incluso en su muerte inocente.
Los detalles de la muerte de Ignacio se pierden en la historia, pero no su deseo de que su vida cuente para algo: “Ahora comienzo a ser un discípulo (...). Dejen que el fuego y la cruz, bandadas de bestias, huesos rotos, desmembramiento (...) vengan sobre mí, así siempre y cuando llegue a Jesucristo”. Ignacio murió probablemente en el año 108 en el Coliseo romano.
¿Crees que la persecución ayuda a purificar a la iglesia? ¿De qué forma crees que la vida de Ignacio de Antioquía nos inspira a vivir vidas más apasionadas por Jesucristo?
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