Era un martes frío de noviembre del año 1095. En un campo abierto, a las afueras de la ciudad francesa de Clermont, una multitud que superaba la capacidad de cualquier catedral de la época contenía la respiración. En el centro, un hombre se alzó para pronunciar un discurso que cambiaría el curso de la historia occidental durante los siguientes siglos. Era el Papa Urbano II.

Su voz, cargada de una retórica apasionada, describió los horrores que supuestamente sufrían los peregrinos cristianos en Tierra Santa. Habló de la necesidad de recuperar Jerusalén —el centro espiritual del mundo— y de la obligación moral de la cristiandad de intervenir. La respuesta de la multitud fue un grito unísono y atronador: “¡Deus vult!” (¡Dios lo quiere!). Aquel día nació la Primera Cruzada.
Hoy, casi mil años después, al encender las noticias o revisar nuestros feeds de redes sociales, podríamos tener la inquietud de que la historia se está repitiendo.
Hace exactamente una década, en 2015, el Primer Ministro israelí Benjamín Netanyahu se paró frente al Congreso de los Estados Unidos y advirtió sobre el avance del “Islam militante”, enmarcando los conflictos de Medio Oriente no solo como disputas territoriales, sino como una batalla existencial entre la libertad y el fundamentalismo teológico. Hoy, en 2025, el panorama parece darles la razón a los pesimistas. Según el Índice de Paz Global 2025, el mundo enfrenta actualmente 59 conflictos activos entre estados (la cifra más alta registrada desde el fin de la Segunda Guerra Mundial) y en gran parte de ellos la religión aparece en los titulares como el combustible principal del fuego.

Al ver el mapa del mundo teñido de rojo, surge una pregunta inevitable: ¿son los conflictos actuales otras “guerras de religión”? ¿O estamos cometiendo el error de simplificar realidades complejas bajo una etiqueta espiritual? Y lo más importante: al hacerlo, ¿estamos ayudando o perjudicando a los millones de cristianos que sufren en estas fronteras culturales?
El espejismo de una “guerra santa”
El problema fundamental no es negar que la religión sea un elemento influyente en la guerra; indudablemente lo es. El problema, más bien, radica en cómo interpretamos y presentamos el conflicto.

Para entender esto, debemos acudir al concepto sociológico del “framing” (enmarcado). Introducido originalmente por el sociólogo Erving Goffman en su obra de 1974 Frame Analysis, este término explica que los seres humanos no vemos la realidad en bruto, sino a través de “marcos” o estructuras mentales que nos ayudan a organizar la información. Goffman y los teóricos posteriores de la comunicación, como Robert Entman, nos enseñaron que “enmarcar” es seleccionar algunos aspectos de la realidad y hacerlos más notables, mientras se ocultan otros.
Cuando reducimos una guerra compleja a un “marco religioso” (nosotros los creyentes vs. ellos los infieles), se generan dos peligros. Primero, pasamos por alto otras causas reales y fundamentales que permiten entender los conflictos (tierra, agua, petróleo, poder político, etc.). Y segundo, convertimos estas disputas en situaciones imposibles de solucionar, porque, si se deben a un mandato divino, ceder un milímetro de tierra sería un acto de apostasía o la renuncia a una recompensa eterna.
Un ejemplo trágico de esto fue la Guerra de Bosnia en la década de 1990. Bosnia era parte de un país llamado Yugoslavia, donde convivían tres grupos principales que hablaban prácticamente el mismo idioma y eran vecinos puerta con puerta: los serbios (cristianos ortodoxos), los croatas (cristianos católicos) y los bosniacos (musulmanes). Durante décadas vivieron en paz, pero cuando el país se desmoronó políticamente, los líderes no dijeron: “Luchemos por el control de las fronteras administrativas”. Eso no motiva a nadie a morir. En su lugar, activaron el “marco” religioso. De repente, el vecino con el que tomabas café ya no era tu amigo, sino un “infiel” o un “hereje” histórico que amenazaba tu existencia. La religión se usó como una etiqueta para identificar al enemigo, aunque la causa de la guerra era el control territorial tras la caída del comunismo.

Y aquí entra una distinción crucial que a menudo confunde a quienes somos observadores occidentales. Mientras que el cristianismo distingue teológicamente entre la Iglesia y el Estado, en el Islam clásico existe el concepto de Dar al-Islam (La casa del islam). No es un país específico que puedas encontrar en Google Maps hoy en día; es un concepto jurídico y teológico que se refiere a cualquier territorio donde la ley islámica prevalece y donde los musulmanes pueden practicar su fe libremente y con dominio político. Históricamente, una vez que un territorio pasaba a ser Dar al-Islam, se consideraba que debía permanecer así para siempre.
Esto nos lleva a una aparente contradicción: acabamos de decir que las guerras también son políticas y que el “framing” religioso puede ser dañino. Pero, ¿cómo explicamos entonces la pasión real y profunda que sienten los combatientes por su tierra sagrada?
Para resolver esto, el geógrafo John Kirtland Wright acuñó el término ‘geopiedad’ (Geopiety). La geopiedad no dice que Dios esté literalmente dirigiendo los ejércitos desde el cielo (eso sería la visión de la Guerra Santa), lo que explica es la fusión emocional entre la fe y el suelo. Es la creencia humana de que un territorio es sagrado y fundamental para la identidad del grupo.

Aquí está la clave para conciliar ambas ideas: el conflicto suele nacer por razones políticas (recursos, fronteras), pero se vuelve irresoluble debido a la geopiedad. El político usa el framing religioso porque sabe que la geopiedad existe en el corazón de la gente. No es que la religión cause la guerra por sí sola; es que la religión sacraliza el territorio, haciendo que la gente esté dispuesta a morir por un pedazo de tierra que, sin esa carga espiritual, sería solo polvo y piedras. Los cristianos sufren en estas fronteras culturales no siempre por sus dogmas teológicos, sino porque su presencia física en esa “tierra sagrada” es vista como una profanación de la geopiedad del otro grupo.
Fronteras culturales sangrientas
Para aterrizar estos conceptos, viajemos brevemente a cuatro puntos del planeta donde esta mezcla de política, territorio y fe ha generado un sufrimiento inmenso. Es fundamental entender el contexto de cada uno para ver que no son simples guerras santas. En cada uno de ellos, hermanos en la fe sufren porque están en una frontera cultural, no únicamente por ser cristianos, sino por los choques sociopolíticos que allí tienen lugar.
Irlanda del Norte
Durante décadas (especialmente entre los años 60 y 90, en un periodo conocido como “The Troubles”), Irlanda del Norte vivió una violencia brutal bajo etiquetas religiosas, pero es necesario borrar la idea de que sus diferencias eran doctrinales. El problema de fondo era la identidad nacional. El bando conocido como “unionistas” (mayoritariamente protestantes) quería seguir siendo parte del Reino Unido, gobernados desde Londres. El bando de los “nacionalistas” (mayoritariamente católicos) quería separarse y unirse a la República de Irlanda para formar una sola isla unida.
Recientemente, con la salida del Reino Unido de la Unión Europea (Brexit), las tensiones resurgieron. Esto no ocurrió porque hubiera un debate teológico, sino por una línea en el mapa. El Brexit amenazaba con crear una “frontera dura” (aduanas, policías, control de pasaportes) entre el norte y el sur, algo que revive los fantasmas de la división. Aquí, la religión funciona como una camiseta de equipo de fútbol: te dice a qué bando político perteneces, no necesariamente qué tan fervoroso eres.

Nigeria
Nigeria es un país dividido geográficamente casi por la mitad: el norte es árido y mayoritariamente musulmán; el sur es fértil, rico en petróleo y mayoritariamente cristiano. En el centro, donde ambos mundos chocan, se encuentra el “Cinturón Medio”. A menudo leemos titulares sobre “musulmanes matando cristianos”. Si bien existen grupos terroristas como Boko Haram que sí tienen una agenda puramente religiosa, la gran violencia diaria en el Cinturón Medio tiene una raíz diferente: la supervivencia.
Los fulani (musulmanes) son pastores nómadas que necesitan tierra para que sus vacas coman. Los habitantes del sur (cristianos) son agricultores que necesitan sus campos intactos para sus cosechas. Debido al cambio climático y la desertificación, el norte se está secando, obligando a los pastores a bajar al sur con sus ganados, que a menudo destruyen los cultivos. Lo que comienza como una pelea económica por tierra y agua (pastores vs. agricultores), se convierte en una guerra religiosa porque cada grupo pertenece a una fe distinta.

Sudán y Sudán del Sur
La parte norte de este gigantesco territorio es culturalmente árabe, musulmana y desértica, y la sur es culturalmente africana, negra, cristiana, animista y tropical. Durante décadas se libró una guerra civil que terminó en 2011, cuando el país se partió en dos. Sin embargo, la división dejó una trampa geopolítica.
La mayoría de los pozos de petróleo quedaron en el nuevo país del sur (cristiano), pero las tuberías y puertos para exportar ese petróleo están en el norte (musulmán). El sur tiene el producto, pero el norte tiene la salida al mar. Esto mantiene la tensión al máximo. Aunque la retórica de la “guerra santa” se usó para reclutar soldados durante años, el conflicto actual es una lucha desesperada por quién controla los recursos y las fronteras de este divorcio mal avenido.

Irak y Siria
En esta región, durante el siglo XX, gobernaron dictadores “seculares” (como Sadam Husein) que reprimían cualquier disidencia con mano de hierro, lo que mantenía una paz artificial entre las distintas sectas religiosas. Cuando estos regímenes cayeron o se debilitaron, se creó un vacío de poder. En ese caos surgió ISIS (Estado Islámico). A diferencia de otros grupos, ISIS intentó crear un estado real, con su propia moneda y leyes, en un territorio que borraba la frontera entre Siria e Irak.
Los cristianos, que han vivido allí desde el siglo I (especialmente en la llanura de Nínive), quedaron en la peor posición posible. En Medio Oriente, la seguridad suele depender de tu tribu o de tener una milicia armada. Los cristianos, al ser una minoría pacífica sin grandes tribus armadas que los defendieran, quedaron atrapados en medio del fuego cruzado entre sunitas, chiitas y kurdos, sufriendo atrocidades no solo por su fe, sino por su total vulnerabilidad política y militar en un estado fallido.

El peligro de un mal diagnóstico
¿Por qué es tan importante hilar tan fino en estas distinciones? ¿No es acaso un ejercicio intelectual frío analizar causas geopolíticas mientras nuestros hermanos mueren? De ninguna manera. Al recorrer estos cuatro escenarios —desde las fronteras comerciales de Irlanda hasta los pastizales secos de Nigeria—, emerge una conclusión ineludible: lo que a simple vista parece un choque de dioses, a menudo es un choque de necesidades humanas básicas, recursos y poder, revestido de lenguaje sagrado. Ignorar esta complejidad no es piedad. Malinterpretar la causa profunda del sufrimiento tiene implicaciones devastadoras para las víctimas y, sobre todo, distorsiona la misión de la Iglesia.
Cuando los políticos y la comunidad internacional aceptan el framing de “guerra religiosa”, a menudo lo usan como una excusa para la inacción. Si el conflicto es milenario, irracional y mandado por dioses, se asume que no hay solución humana posible. Este fatalismo deja a las comunidades vulnerables a su suerte.
Pero la implicación más profunda es para los cristianos que viven en el corazón del conflicto. Si aceptamos la narrativa de que esto es simplemente una guerra de “nosotros contra ellos”, corremos el riesgo de olvidar nuestra identidad primaria. La labor más importante del cristiano en estas fronteras no es defender una trinchera geopolítica, sino… ser cristiano. Esto significa brillar con el testimonio amoroso de Jesús en medio de la oscuridad más densa. Significa cuidar de los hermanos heridos, proveer refugio al necesitado —sin importar su credo— y predicar las buenas noticias de un Reino que no es de este mundo. Cuando la Iglesia se enfoca en ser la Iglesia, su luz es imposible de ignorar.

Aquí cobra una relevancia vital la parábola del Buen Samaritano. A menudo la leemos como una simple historia de bondad, pero olvidamos su contexto de “geopiedad” y odio religioso. Judíos y samaritanos no solo se odiaban; tenían disputas territoriales y teológicas profundas sobre cuál era el monte sagrado para adorar. Para un judío, el samaritano era el hereje, el enemigo, el “otro”. Jesús rompe ese esquema radicalmente. El samaritano no se detiene a preguntar por la teología del herido ni por su etnia. Cruza la barrera cultural, vence el prejuicio de la “guerra santa” y derrama aceite y vino sobre las heridas de su enemigo histórico.
Hoy, la Iglesia en zonas de conflicto está llamada a hacer lo mismo: desafiar las fronteras de odio impuestas por la guerra (religiosa o no) para mostrar una misericordia que escandaliza al mundo y glorifica a Dios.
Aun así, es vital hacer una distinción: que un conflicto tenga raíces en la tierra, el petróleo o el poder no anula la realidad de la persecución; más bien, la explica. Es cierto que la fe cristiana se convierte en un blanco estratégico porque la Iglesia suele ser la única institución con una autoridad moral capaz de resistir al totalitarismo de un grupo armado o a la ambición de un líder corrupto.

En lugares como mi país, Colombia, la persecución no nace de un debate teológico, sino de la colisión de cosmovisiones: el grupo al margen de la ley busca el control total, pero el cristiano obedece a un Reino superior, convirtiéndose en un obstáculo político que debe ser removido. Las convicciones cristianas sí representan un problema, pero para sus fines políticos, sociales y económicos.
El objetivo aquí no es, entonces, negar las persecuciones religiosas, sino tener en cuenta que la religión puede llegar a ser instrumentalizada, se puede usar como un disfraz para cubrir conflictos motivados por motivos no religiosos. La pregunta es: si el framing incita a ciertos actores a participar en un conflicto, ¿también está incidiendo de alguna manera en nuestros corazones?
Una mirada más amplia
Al final, debemos volver a la lección de las cruzadas. Si bien en aquella época la retórica oficial era explícitamente religiosa —recuperar la Tierra Santa para Dios—, incluso entonces había una mezcla de intereses políticos y económicos. Sin embargo, a diferencia de las cruzadas, la inmensa mayoría de las guerras actuales no tienen un origen principalmente religioso, aunque la religión sea el idioma en el que se gritan los insultos o se reclutan combatientes.
En los conflictos de hoy, hay injusticias económicas, hay tiranías políticas, hay disputas tribales y hay crisis de recursos. La religión es un elemento clave, sí, pero caracterizar estas guerras como solamente religiosas es una simplificación que nos impide ver la realidad completa.
Es aquí donde debemos ser cuidadosos con el lenguaje. Términos como “genocidio cristiano” o “limpieza étnica” describen realidades terribles que, cuando ocurren, deben ser denunciadas con toda la fuerza. Sin embargo, usarlos indiscriminadamente para cualquier conflicto donde hay cristianos afectados puede oscurecer las verdaderas raíces del problema y dificultar las soluciones.

En este punto, es fundamental resaltar la labor de ministerios como Puertas Abiertas (Open Doors) y La Voz de los Mártires. Su trabajo de documentación es invaluable; gracias a su rigor, el mundo no puede ignorar que la persecución es real, sangrienta y actual. Sus cifras son un llamado de atención necesario para una Iglesia occidental a menudo dormida. El desafío, entonces, no es para estos ministerios, sino para nosotros, el “cristiano de a pie” que lee sus reportes. Entender el contexto no es restarle importancia al ataque, sino identificar con precisión la herida para que nuestra ayuda y oración no sean solo un paliativo, sino una intervención efectiva en el campo de batalla donde nuestros hermanos están sufriendo.
Al informarnos, orar y ofrendar, estamos invitados a hacerlo con una mirada más amplia. Debemos entender que, si bien la persecución es un ataque espiritual, el contexto terrenal es complejo y no debe ignorarse. Nuestros hermanos en Nigeria necesitan oración contra la violencia, pero también soluciones para la gestión de sus tierras. Nuestros hermanos en Medio Oriente necesitan protección divina, pero también estabilidad política. Al comprender que el conflicto no es solo “religioso”, nuestra oración se vuelve más amplia y nuestra ayuda más efectiva, apuntando no a la victoria de un bando cultural, sino a la paz y al avance del Evangelio que traspasa todas las fronteras.
Nota del editor: Este artículo fue redactado por David Riaño y las ideas le pertenecen (a menos que se especifique explícitamente lo contrario). Para elaborarlo, ha utilizado herramientas de IA como apoyo. El autor ha revisado toda la participación de la IA en la construcción de su texto, y es el responsable final del contenido y la veracidad de este.
Referencias y bibliografía
Global Peace Index 2025 | Economics And Peace
Framing Theory | Mass Communication Theory
Framing: Toward Clarification of a Fractured Paradigm | Frank R. Baumgartner
Paz, conflicto y religión en el siglo XXI. Una visión prospectiva VI | Almudi
La religión, combustible de conflictos | Centre Delàs
El CONFLICTO de IRLANDA DEL NORTE en 11 minutos | Memorias de Pez - YouTube
The Voice of the Martyrs | Persecution
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