Los pastores son personas que hacen su trabajo con palabras. Si no usamos palabras, no podemos hacer nuestro ministerio. Los cirujanos pueden hacer su trabajo sin hablar con sus pacientes. Pueden incluso no conocer nunca a sus pacientes, y sin embargo hacer una labor totalmente exitosa en la extirpación del cáncer. Los camioneros y los carpinteros pueden hacer su trabajo sin usar palabras. Pero los pastores no.
La razón de esto es que Dios ha diseñado el mundo, la iglesia, el ser humano y el proceso de salvación de modo que sus objetivos últimos para la humanidad se realicen a través de palabras humanas. Por ejemplo:
- El nuevo nacimiento se produce a través de las palabras (1 Pedro 1:23-25): “Habéis nacido de nuevo… mediante la palabra viva y permanente de Dios… Esta palabra es la buena noticia que se os ha anunciado” (véase también Santiago 1:18).
- La fe salvadora se produce a través de palabras (Romanos 10:17): “La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Cristo”.
- La gracia de la edificación viene a través de las palabras (Efesios 4:29): “[Salga de vuestra boca] solamente lo que sea bueno para la edificación, según la ocasión, para que dé gracia a los que oyen”.
- El amor cristiano y la pureza de corazón y la buena conciencia llegan a través de las palabras (1 Timoteo 1:5): “El objetivo de nuestra carga [nuestras palabras] es el amor que sale de un corazón puro y una buena conciencia y una fe sincera”.
- La alegría de Cristo en el creyente viene a través de las palabras (Juan 15:11): “Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea completo”.
- La liberación del poder del pecado viene a través de las palabras (Juan 8:32): “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.
- Es decir, la santificación viene a través de las palabras (Juan 17:17): “Santifícalos en la verdad; tu palabra es verdad”.
- Y la salvación final viene a través de la enseñanza con palabras (1 Timoteo 4:16): “Velad... por la enseñanza. Persiste en ello, pues así te salvarás a ti mismo y a tus oyentes”.
La gloria de las palabras
Todos estos gloriosos objetivos se consiguen a través de las palabras. Y si eso fuera todo lo que dijéramos sobre la causa de estos grandes logros (nuevo nacimiento, fe, amor, santidad, salvación), hermanos, seríamos profesionales. Si los grandes objetivos de nuestro trabajo fueran decisivamente el efecto de nuestras palabras, seríamos profesionales de la palabra.
Pero, de hecho, como saben, nuestras palabras no son decisivas para producir ninguno de estos gloriosos efectos. Dios es decisivo.
- Dios dio vida a los de su pueblo mientras estaban muertos en sus pecados (Efesios 2:5) para que pudieran escuchar las palabras del evangelio.
- Por la gracia de Dios, nuestro pueblo llega a tener fe, “lo cual no es obra suya, sino don de Dios” (Efesios 2:8).
- Cuando nuestros fieles alcanzan algún grado de santidad, es porque Dios “obra en ellos lo que es agradable a sus ojos” (Hebreos 13:21).
- Si experimentan algún amor, gozo o paz que honra a Cristo, es el fruto del Espíritu de Dios (Gálatas 5:22).
- Si luchan con éxito contra algún pecado, es “por el Espíritu [de Dios]” que hacen morir las obras del cuerpo (Romanos 8:13).
- Y si al final se salvan, es decisivamente porque Dios “los salvó… no por sus obras, sino por su voluntad y gracia” (2 Timoteo 1:9).
- Dios les guardó de tropezar (Judas 1:24); Dios completó la palabra que había comenzado (Filipenses 1:6).
En otras palabras, todos los objetivos de nuestro ministerio que lo definen como cristiano son decisivamente obra de Dios. Son decisivamente sobrenaturales. Y ningún entrenamiento profesional, ninguna pericia profesional en el uso de las palabras, ningún esfuerzo poético puede lograr los objetivos del ministerio si Dios retiene su poder.
Por eso Pablo dijo a los corintios: "Yo... no he venido... con altivez de palabra ni con sabiduría… sino con demostración del Espíritu y de poder" (1 Corintios 2:1, 4). En otras palabras, renuncio a la profesionalidad de los estoicos y sofistas griegos que han perfeccionado su elocuencia para producir los efectos deseados en su auditorio. Renuncio a eso, y confío en el Espíritu y el poder de Dios para hacer lo que en última instancia importa, y lo que yo no puedo hacer.
¿Importan las palabras para el ministerio?
Lo que plantea una pregunta para todo pastor reflexivo: ¿La forma en que utilizo las palabras influye, entonces, en la consecución de los grandes objetivos del ministerio? Si Dios es la causa decisiva, y mis palabras son un instrumento humano en sus manos, ¿podrán los objetivos de mi ministerio avanzar de alguna manera por la forma en que uso mis palabras?
La respuesta del Nuevo Testamento es un sí rotundo. Sí que marca la diferencia. El contenido de las palabras marca la diferencia. La claridad de las palabras hace la diferencia. El espíritu de las palabras marca la diferencia.
- Importa si el contenido es verdadero, e importa si el contenido es Cristo. “Nos negamos a practicar la astucia o a manipular la palabra de Dios, sino que, mediante la declaración abierta de la verdad, queremos recomendarnos a la conciencia de todos ante los ojos de Dios” (2 Corintios 4:2). Y “lo que anunciamos no es a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, siendo nosotros vuestros siervos por amor de Jesús” (2 Corintios 4:5). Predicamos “las inescrutables riquezas de Cristo” (Efesios 3:8).
- Y la claridad de nuestras palabras importa. “Orad también por nosotros... para que yo hable claro, que es como debo hablar” (Colosenses 4:3-4). "Si con tu lengua pronuncias palabras ininteligibles, ¿cómo sabrá alguien lo que se dice? Porque estaréis hablando al aire”. (1 Corintios 14:9, véase también el versículo 19).
- Y el espíritu de las palabras importa. Pablo suplica que se ore “para que me sean dadas palabras para abrir mi boca con denuedo [o valientemente] para proclamar el misterio del Evangelio… como debo hablar” (Efesios 6:18-20).
¿Qué importancia tienen las palabras?
Lo cual nos lleva a preguntarnos lo siguiente: Si Dios es la causa decisiva de los objetivos de nuestro ministerio, y sin embargo Dios quiere que el contenido y la claridad y el espíritu de nuestras palabras marquen la diferencia en su eficacia, ¿hay otros aspectos del lenguaje (además del contenido, la claridad y el espíritu) que puedan marcar la diferencia en su eficacia? Y me parece que una forma de responder a esa pregunta sería con otra: ¿Cómo inspira Dios a los escritores de las Escrituras a usar el lenguaje? Seguramente Dios se preocupa por la eficacia de su palabra y, por tanto, no inspiraría las Escrituras sin un sentido de adecuación o eficacia.
Cuando nos fijamos en la forma en que la Biblia utiliza las palabras, la variedad es abrumadora. Hay tantos usos diferentes del lenguaje que no se pueden cuantificar. Y la vida y el ministerio de George Herbert nos llevan a preguntarnos específicamente por la poesía. Y como todos saben, en la Biblia abunda la poesía. Evidentemente, Dios cree que es apropiado y eficaz inspirar la poesía bíblica.
La importancia de la poesía en la Biblia
En Oseas 12:10, Dios mismo dice: “También hablé por medio de los profetas, y multipliqué las visiones y utilicé las semejanzas”. En otras palabras, Dios mismo afirma haber puesto en la mente de los escritores bíblicos el pensar en analogías y comparaciones y metáforas y símiles y símbolos y parábolas para buscar palabras que apunten a la realidad de manera indirecta, en lugar de describir siempre las cosas directamente con las palabras menos imaginativas.
¿Qué parte de la palabra inspirada de Dios es poesía? Leland Ryken preguntó y respondió:
Dada la presencia combinada de paralelismo y una gran dependencia del lenguaje figurado, ¿cuánto de la Biblia se considera poesía? Un tercio de la Biblia no es una estimación demasiado alta. Libros enteros de la Biblia son poéticos: Job, Salmos, Proverbios, Cantar de los Cantares. La mayor parte de las profecías del Antiguo Testamento tienen forma poética. Jesús es uno de los poetas más famosos del mundo. Más allá de estas partes predominantemente poéticas de la Biblia, el lenguaje figurado aparece en toda la Biblia, y siempre que lo hace, requiere el mismo tipo de análisis que se da a la poesía.
Así pues, los pastores son personas que hacen su trabajo con palabras. Si no usamos palabras, no hacemos nuestro ministerio. Sin embargo, Dios, y no nuestras palabras, es la causa decisiva de todos los grandes objetivos de nuestro ministerio. Él es el gran Actor, y nuestras palabras son instrumentos en sus manos. “Yo planté, Apolos regó, pero Dios dio el crecimiento” (1 Corintios 3:6). Nuestro ministerio es sobrenatural.
Aprender de George Herbert
Sin embargo, cómo plantamos y cómo regamos –cómo usamos las palabras– marca la diferencia en la eficacia de nuestro ministerio. El Nuevo Testamento lo hace explícito en relación con el contenido, la claridad y el espíritu de nuestras palabras, y toda la Biblia lo deja claro por la asombrosa variedad del uso que los escritores inspirados hacen de las palabras. La poesía es una parte enorme de esa variedad, y George Herbert continúa ese linaje hasta el siglo XVII, no como escritor inspirado de las Escrituras, sino como poeta asombrosamente dotado al servicio del Dios soberano de las Escrituras.
Así que mi pregunta es: ¿qué podemos aprender para nuestra vida y ministerio del esfuerzo poético de Herbert? Estoy usando la frase “esfuerzo poético”, en lugar de “la poesía” de Herbert, porque voy a argumentar que muy pocos de ustedes deberían dedicar un tiempo significativo a escribir poesía, pero todos ustedes deberían hacer esfuerzos poéticos en la forma en que ven, saborean y muestran las glorias de Cristo.
La vida de Herbert
George Herbert nació el 3 de abril de 1593 en Montgomeryshire, Gales. Murió un mes antes de cumplir cuarenta años, el 1 de marzo de 1633. Era el séptimo de los diez hijos de Richard y Magdalene Herbert, pero su padre murió cuando él tenía tres años y el mayor de sus hermanos, trece. Esto no les puso en apuros económicos porque la herencia de Richard, que dejó a Magdalene, era considerable.
Pasaron doce primaveras antes de que Magdalene se casara de nuevo, esa vez con Sir John Danvers, que era dos décadas más joven que ella y sólo dos años mayor que su hijo mayor. Pero fue un buen padre para la familia durante los dieciocho años de matrimonio hasta la muerte de Magdalene en 1627. George Herbert nunca le conoció en ese rol porque el año en que se casaron fue el año en que comenzó sus estudios en el Trinity College de Cambridge.
Herbert había sido un alumno sobresaliente en la escuela preparatoria de Westminster, escribiendo ensayos en latín a los once años, que más tarde fueron publicados. Y luego, en Cambridge, se distinguió en el estudio de los clásicos. En 1612 se graduó como segundo de una promoción de 193 alumnos, y en 1616 obtuvo su maestría y se convirtió en miembro principal de la Universidad.
Elegido orador
En 1619 fue elegido orador público de la Universidad de Cambridge. Se trataba de un puesto muy prestigioso con una enorme responsabilidad. Herbert escribió a su padrastro lo que significaba haber sido elegido como tal:
El mejor puesto de la Universidad, aunque no el más lucrativo… Porque el orador escribe todas las cartas de la Universidad, hace todos los discursos, ya sea al rey, al príncipe, o a lo que sea que venga a la Universidad, para recompensar estos esfuerzos, ocupa un lugar junto a los doctores, está en todas sus asambleas y reuniones, y se sienta por encima de los protectores… Y cosas por el estilo. Lo cual complacerá a un joven.
Esta va a ser una de las revelaciones más importantes de su vida, porque el estímulo académico, y la prominencia incluso en la corte del rey, y los placeres de todo ello demostrarían ser el gran campo de batalla sobre su llamamiento al ministerio pastoral.
Once años después de su elección como orador, el día de su incorporación al ministerio parroquial en Bemerton, dijo:
Ahora puedo contemplar la Corte con un ojo imparcial, y ver claramente que está hecha de fraude, títulos y adulación, y muchos otros placeres vacíos, imaginarios y pintados: placeres que son tan vacíos que no satisfacen cuando se disfrutan.
Pero en ese momento parecía haber buenas razones para entregarse al servicio público por el bien de la universidad y su relación con la vida cívica más amplia del país. A la oratoria añadió un mandato de un año en el Parlamento en 1623-24.
El conflicto sobre su vocación
Pero el conflicto de su alma sobre el llamamiento al ministerio se intensificó ese año. Y un voto que había hecho a su madre durante su primer año en Cambridge se apoderó de su corazón (lo veremos más adelante). Se sometió totalmente a Dios y al ministerio de párroco. Fue ordenado diácono de la Iglesia de Inglaterra en 1626 y, en 1630, sacerdote de la pequeña iglesia rural de Bemerton. En su congregación nunca había más de cien personas. Los tres últimos años de su vida fue párroco de una remota parroquia rural, después de haber sido un destacado orador nacional de una prestigiosa universidad.
Se casó con Jane Danvers el año anterior a su llegada a Bemerton. Pero nunca tuvieron hijos, aunque adoptaron a tres sobrinas que habían perdido a sus padres. Tras menos de tres años en el ministerio, Herbert murió de tuberculosis, enfermedad que había padecido durante la mayor parte de su vida adulta. Tenía 39 años. Su cuerpo yace bajo el presbiterio de la iglesia, y en la pared sólo hay una sencilla placa con las iniciales GH.
“Entrega este pequeño libro”
Ese es el escueto esbozo factual de la vida de George Herbert. Y si eso fuera todo, hoy nadie habría oído hablar de él. Ni siquiera el hecho de que escribiera un breve libro conocido como The Country Parson habría asegurado su lugar en la memoria. La razón por la que alguien conoce hoy a George Herbert, y la razón por la que estoy hablando de él, es por algo que ocurrió unas semanas antes de su muerte.
Su íntimo amigo Nicholas Ferrar envió a un colega pastor, Edmund Duncon, para ver cómo estaba Herbert. En la segunda visita de Duncon, Herbert supo que el final estaba cerca. Así que tomó su posesión terrenal más preciada y le dijo:
Señor, os ruego que entreguéis este librito a mi querido hermano Ferrar, y le digáis que encontrará en él un cuadro de los muchos conflictos espirituales que han pasado entre Dios y mi alma, antes de que yo pudiera someter la mía a la voluntad de Jesús, mi Maestro, a cuyo servicio he encontrado ahora perfecta libertad; deseadle que lo lea; y luego, si puede pensar que puede resultar provechoso para alguna pobre alma abatida, que lo haga público; si no, que lo queme; porque yo y él somos menos que la menor de las misericordias de Dios.
Ese pequeño libro era una colección de 167 poemas. Nicholas Ferrar, amigo de Herbert, lo publicó ese mismo año (1633) bajo el título The Temple (en español, El templo). Tuvo cuatro ediciones en tres años y se reimprimió sin cesar durante un total de cien. Con ella, Herbert se consagró como uno de los más grandes poetas religiosos de todos los tiempos, aunque ninguno de estos poemas fue publicado en vida.
Uno de los más grandes poetas
Pasados 48 años de la muerte de Herbert, Richard Baxter dijo: “Herbert habla a Dios como alguien que realmente cree en Dios, y cuyo asunto en este mundo es más con Dios. El trabajo del corazón y el trabajo del cielo componen sus libros”. William Cowper apreciaba la poesía de Herbert en su lucha contra la depresión. Samuel Taylor Coleridge, poeta y crítico del siglo XIX, escribió a un miembro de la Real Academia: “Ahora encuentro más consuelo en el piadoso Templo de George Herbert... que en toda la poesía desde la poesía de Milton”.
La poesía de Herbert figura en casi todas las antologías de la literatura inglesa. Es uno de los pocos grandes poetas amados tanto por especialistas como por no especialistas. Es amado por su rigor técnico y su profundidad espiritual. T. S. Eliot dijo: “Las exquisitas variaciones de forma en los... poemas de The Temple muestran una inventiva que parece inagotable y que no tiene parangón en la poesía inglesa”. Herbert “era un artesano exquisito”. Perteneció a una época en la que se valoraba el cuidado meticuloso del lenguaje y la poesía de su tiempo. Peter Porter escribió: “Que Herbert sea quizá el poeta más honesto que jamás haya escrito en inglés no impide que sea también uno de los técnicos del verso más consumados de todo el canon [occidental]”.
Herbert como poeta reformado
Volveremos a hablar de su destreza en breve. Pero quédense conmigo sobre el poder de su poesía para ministrar profundamente a los gustos de un adicto al opio como Samuel Coleridge. Una de las razones de ello es la sólida roca de la soberanía de Dios que Coleridge sentía bajo los poemas de Herbert. De hecho, Coleridge vio más claramente que la mayoría de la gente de su época, que las críticas al calvinismo a menudo oscurecían la comodidad de la propia doctrina. Así lo expresó:
Si alguna vez un libro fue calculado para llevar a los hombres a la desesperación, es el del Obispo Jeremy Taylor sobre el Arrepentimiento. Primero me abrió los ojos al arminianismo, y a que el calvinismo es prácticamente un sistema mucho más tranquilizador y consolador… El calvinismo (el del arzobispo Leighton, por ejemplo) comparado con el arminianismo de Taylor, es el cordero con piel de lobo frente al lobo con piel de cordero: el uno es cruel en las frases, el otro en la doctrina.
Gene Edward Veith escribió su tesis doctoral sobre este aspecto de la vida y la poesía de George Herbert. Sostuvo que él es la “voz poética más clara y coherente” de la espiritualidad reformada. “La dinámica del calvinismo”, dice, “es también la dinámica de la poesía de Herbert”. Veith expresó:
Herbert es un cordero vestido con la piel de lobo del calvinismo… El calvinismo [como dice Coleridge] “es cruel en las frases”, con su espantoso lenguaje de depravación y reprobación; el arminianismo tiene frases suaves (libre albedrío, expiación universal), pero es cruel “en la doctrina”. Coleridge, quizá enfrentado a la incapacidad de su propia voluntad, por ejemplo, para elegir simplemente dejar de tomar opio, vio el consuelo en una teología que no basaba la salvación en la contingencia de la voluntad y los esfuerzos humanos, sino en la voluntad omnipotente y el esfuerzo incesante de Dios.
Herbert conocía la respuesta a la necesidad de Coleridge y a sus propias luchas. Y no era el libre albedrío. Era la gracia soberana y sustentadora de cada día:
Señor, enmiéndanos o mejor haznos: una creación
no nos bastará.
Si no nos haces cada día, desdeñaremos
nuestra propia salvación.
O de nuevo, en un poema titulado Naturaleza:
Lleno de rebelión, me gustaría morir,
O luchar, o sufrir, o negar
Que tú tienes algo que ver conmigo.
Doma mi corazón;
Es tu mayor arte
Cautivar a los fuertes hacia ti.
Herbert llamó a sus poemas el registro de su conflicto con Dios. Pero en todos ellos resuena la sólida confianza en la alianza de Dios con su pueblo. Quizá el poema más claro sobre nuestra seguridad en que Dios nos proporciona incluso nuestra fe y nuestra confesión diaria es The Holdfast.
Amenacé con observar el estricto decreto
de mi querido Dios con todo mi poder y fuerza.
Pero alguien me dijo que no podía ser.
Sin embargo, podría confiar en Dios para ser mi luz.
Entonces confiaré, dije, sólo en él.
No, confiar en él también era suyo:
debemos confesar que nada es nuestro.
Entonces confieso que él es mi socorro.
Pero no tener nada es nuestro, no el confesar
que no tenemos nada. Me quedé sorprendido por esto,
muy preocupado, hasta que escuché a un amigo expresar
que todas las cosas eran más nuestras por ser suyas.
Lo que Adán tuvo, y perdió para todos,
ahora lo conserva Cristo, que no puede fallar ni caer.
Esto es lo que Coleridge sintió como un precioso regalo de los poemas de Herbert. Honestidad absoluta sobre lo que Herbert llamó “los muchos conflictos espirituales que han pasado entre Dios y mi alma” y la confianza dada por Dios de que toda nuestra fe, toda nuestra perseverancia, toda nuestra seguridad, reside en Cristo. El poder soberano del amor de Dios resulta ser un profundo consuelo.
Todos reconocemos tanto tu poder como tu amor:
exacto, trascendente y divino;
que tan fuerte y dulcemente nos conmueve.
Aunque todas las cosas tienen su voluntad, pero ninguna excepto la tuya.
Herbert, el artesano consumado
Así, desde los manantiales de su herencia espiritual anglicana y reformada, Herbert ha alimentado almas heridas y hambrientas durante siglos. Y lo ha hecho como uno de los artesanos más dotados que ha conocido el mundo de la poesía. No sólo es considerado por muchos como “el mayor poeta devocional en lengua inglesa”, sino que su habilidad en el uso del lenguaje le ha valido en el siglo XX los elogios de T. S. Eliot, W. H. Auden, Gerard Manley Hopkins, Elizabeth Bishop y Seamus Heaney.
A Herbert le encantaba elaborar el lenguaje de formas nuevas y poderosas. Era para él una forma de ver, saborear y mostrar las maravillas de Cristo. El tema central de su poesía era el amor redentor de Cristo, y se esforzaba con todas sus fuerzas literarias por verlo con claridad, sentirlo profundamente y mostrarlo de forma impactante. No tenemos ni un solo sermón que haya predicado. Uno sólo puede imaginar que habrían sido ricos en las bellezas de Cristo. Lo que tenemos es su poesía. Y aquí la belleza del tema se une a la belleza del lenguaje. Bajo Dios, fue el esfuerzo poético de su oficio lo que abrió para Herbert más de las glorias de Cristo.
Inclinarse sobre un motor Rolls Royce
De los 167 poemas de The Temple, 116 están escritos con métricas que no se repiten. Esto es sencillamente increíble si se piensa. Herbert creó nuevos tipos de estructuras para la mayoría de sus poemas. Peter Porter expresó el asombro que sienten los poetas cuando se encuentran con él: “El poeta practicante que examina un poema de Herbert es como quien se inclina ante un motor Rolls Royce. ¿Cómo está hecho? ¿Por qué no puedo hacer algo tan elaborado y a la vez tan sencillo? ¿Por qué una máquina que funciona tan bien es al mismo tiempo tan bella?”.
Herbert no podía concebir un poema sin forma. El deber del poeta era percibir y comunicar la belleza de Dios. En el proceso, construiría a partir del caos de la experiencia y de la masa del lenguaje un objeto que reflejara la belleza del sujeto.
La verdadera belleza mora en lo alto: la nuestra es una llama
que tomamos prestada para alumbrarnos hasta allí.
La belleza y las bellas palabras deben ir juntas.
Para Herbert, la poesía servía a la gloria de Dios
En otras palabras, Herbert nunca buscó el arte por el arte, la técnica por la técnica. Cuando tenía diecisiete años, escribió dos sonetos para su madre. Los envió con un voto. Parecía saber ya que dedicaría gran parte de su vida a la poesía. La carta a su madre que acompañaba los poemas lamentaba “la vanidad de los muchos poemas de amor que se escriben a diario y se consagran a Venus”, y que “se escriban tan pocos que miren a Dios y al cielo”. Luego vino su promesa: “que mis pobres habilidades en poesía, serán todas y siempre consagradas a la gloria de Dios”.
Cumplió ese voto de un modo muy radical. “Ni una sola de las letras de The Temple está dirigida a un ser humano o escrita en honor a él”, dijo Margaret Bottrall. Escribió los 167 poemas como un registro de su vida con Dios. La razón por la que Herbert escribió con consumada habilidad es porque su tema era consumadamente glorioso. “El tema de todos y cada uno de los poemas de The Temple”, dice Helen Wilcox, “es, de un modo u otro, Dios”.
¡Cómo debería alabarte, Señor! Cómo deberían mis rimas
con alegría grabar tu amor en el acero.
Si lo que mi alma siente a veces,
¡mi alma podría sentir alguna vez!
Su objetivo era sentir el amor de Dios y grabarlo en el acero del lenguaje humano para que otros lo vieran. La poesía era enteramente para Dios, porque todo es enteramente para Él.
Enséñame, Dios y Rey mío
en todas las cosas a Ti ver,
Y lo que hago en cualquier cosa,
que lo haga como para Ti.
Esta es la famosa piedra
que todo lo convierte en oro;
Porque lo que Dios toca y posee
no puede menos que contarse.
El secretario de alabanza de Dios
Herbert creía que Dios gobernaba todas las cosas mediante su sagrada providencia, y que todo hablaba de Él. Dios había puesto al hombre en el mundo para ver eso, saborearlo y decirlo, es decir, para ser el “secretario de la alabanza de Dios”.
¡Oh Sagrada Providencia, que de extremo a extremo
fuerte y dulcemente te mueves! ¿Debo escribir,
y no de ti, por quien mis dedos se inclinan
para sostener mi pluma? ¿No te harán bien?
De todas las criaturas del mar y de la tierra
sólo al hombre has dado a conocer tus caminos,
y pusiste la pluma solo en su mano,
y le has hecho secretario de tus alabanzas.
Lamentando su torpeza
Por eso muchos de sus poemas son lamentos sobre su torpeza y su inminente pérdida de facultades. Lamenta la disminución de su capacidad de alabar “a raudales”.
¿Por qué languidezco así, caído y apagado,
¿Como si fuera toda la tierra?
Oh, dame presteza, ¡que pueda con alegría
alabarte por completo!
Herbert escribía poesía para mostrar el poder de Dios, porque vivía para mostrar el poder de Dios. Y cuando Dios, de vez en cuando, le devolvía la fuerza y le aliviaba de su tuberculosis, se regocijaba en el don de la vida porque significaba el don de escribir por amor a Dios:
Y ahora en la edad broto de nuevo,
después de tantas muertes vivo y escribo;
vuelvo a oler el rocío y la lluvia,
y saboreo los versos: Oh mi única luz,
no puede ser
que yo sea aquel
sobre quien tus tempestades cayeron toda la noche.
Vivo para mostrar su poder, que una vez hizo
a mis alegrías llorar, y ahora a mis penas cantar.
La poesía como experiencia de Dios
Para Herbert, escribir poesía no era simplemente dejar constancia de la experiencia con Dios que tenía antes de escribir. La escritura formaba parte de la experiencia de Dios. Era, en su elaboración, una forma de ver y saborear a Dios. La comunión con Dios se produjo en la escritura. Probablemente el poema que lo dice con más fuerza se titula Quiddity, es decir, la esencia de las cosas. Y su punto es que los versos poéticos no son nada en sí mismos, pero lo son todo si se está con Dios en ellos.
Dios, un verso no es una corona,
ni punto de honor ni traje alegre,
ni halcón ni banquete ni renombre,
ni una buena espada, ni aún un laúd.
No puede saltar ni bailar ni tocar.
Nunca estuvo en Francia o España;
ni puede entretener el día
con un gran establo o dominio.
No es oficio, arte ni noticia;
Ni la Bolsa ni el ajetreado Salón:
Pero es lo que, mientras uso,
estoy contigo, y la mayoría lo toma todo.
Sus poemas son “aquello que, mientras uso, estoy contigo”. O, como dijo Joseph Summers, “La escritura de un verso le dio a Herbert ‘La Quidditie’ de la experiencia espiritual”. Y para Herbert esta experiencia de ver y saborear a Dios estaba directamente conectada con el cuidado y rigor y sutileza y delicadeza de su esfuerzo poético: su arte. Así dice en su poema titulado Alabanza (2).
Por eso, con todo mi arte
te cantaré,
y la esencia de todo mi corazón
te llevaré.
Poesía para el bien de la iglesia
Sin embargo, Herbert escribió y publicó con la intención de servir a la iglesia. Exprimir al máximo su arte y dar forma a la esencia de todo su corazón no era sólo para el gozo de su propia alma en Dios. Es cierto que nunca los había publicado en vida, y sabemos que llevaba 23 años escribiendo en serio. Así que eran claramente para su propia alma: su manera de ver y saborear las glorias de Dios. Pero cuando llegó el momento de su muerte, envió esta colección de poemas a su amigo Nicholas Ferrar y le dijo: “[Si] crees que puede beneficiar a alguna pobre alma abatida, que se haga pública”.
Esto es, de hecho, lo que esperaba, porque en el poema introductorio a toda la colección, escribió:
Presta oído a un Versero, que por casualidad
te rime hacia el bien y haga un anzuelo de placer.
Un verso puede encontrarlo a quien un sermón huye,
Y convertir el deleite en un sacrificio.
Él creía que las delicias que había encontrado en Dios al escribir los poemas podían convertirse también en un sacrificio de adoración para el lector. Puede ser, pensaba, que pueda “rimarte hacia el bien”.
Y esto es, de hecho, lo que ha sucedido. La gente ha encontrado a Dios en los poemas de Herbert, y sus vidas han cambiado. Joseph Summers dijo sobre los mismos: “Sólo podemos reconocer… el imperativo inmediato del arte más grande: ‘Debes cambiar tu vida’”. Simone Weil, la filósofa francesa, era totalmente agnóstica respecto a Dios y al cristianismo, pero se encontró con el poema de Herbert Love (3) –en español, ”Amor”– se convirtió en una especie de mística cristiana, llamando a este poema “el poema más bello del mundo”.
Herbert esperaba que el registro de sus propios encuentros con Dios en su poesía hiciera bien a los demás. Y así ha sido. Dios le había llevado a través de tantas aflicciones y tentaciones que sus poemas llevaban las marcas no sólo de su “máximo arte”, sino también de la máxima realidad.
Conozco los caminos del aprendizaje; tanto la cabeza
como las tuberías que alimentan la prensa, y la hacen correr…
Conozco los caminos del honor, lo que mantiene
el rápido retorno de la cortesía y el ingenio...
Conozco los caminos del placer, las dulces melodías, los adormecimientos y los goces de éste...
Conozco todo esto y lo tengo en mi mano:
por lo tanto, sin sellar, pero con ojos abiertos
vuelo hacia ti y entiendo completamente
tanto el negocio principal, como los productos;
y a qué precio y tasa tengo tu amor…
Había encontrado satisfacción y descanso en Cristo no porque no conociera otras alternativas, sino porque las conocía bien y le parecían “barro cocido”.
Así que el impacto de George Herbert como poeta se debió a su profunda espiritualidad reformada –su probada teología de la gracia, centrada en la cruz– y a los conflictos de su alma que le llevaron a través de los señuelos del mundo al amor de Cristo, y a su esfuerzo poético por expresar todo esto con su “máximo arte” y la “esencia de todo su corazón”.
Hablar hermosamente como forma de ver la belleza
Y la lección con la que quiero terminar para nosotros es que sería fructífero para nuestra propia alma y para nuestra gente si también hiciéramos un esfuerzo poético para ver y saborear las glorias de Cristo. No me refiero al esfuerzo de escribir poemas. Muy pocos están llamados a hacerlo. Me refiero al esfuerzo por ver y saborear las glorias de Cristo poniendo todo nuestro empeño en encontrar formas impactantes, penetrantes, que despierten, de decir lo que vemos.
Con esto, propongo una respuesta a la pregunta: ¿Qué significa meditar las glorias de Cristo? ¿Qué medios existen para detenerse en la Palabra de Dios cargada de gloria hasta que esa gloria se vea y se saboree en la mente y en el corazón de un modo digno de su valor infinito? ¿Qué pasos podemos dar para ayudarnos a meditar fructíferamente en la gloria de Cristo hasta que la veamos? Y, por supuesto, una respuesta bíblica esencial es orar: Abre mis ojos para que vea cosas maravillosas (Salmo 119:18). O como oró Pablo: ilumina los ojos de nuestros corazones (Efesios 1:18). A menos que Dios haga el trabajo decisivo de revelar (Mateo 16:17), ninguno de nuestros trabajos de meditación logrará ver y saborear.
Hablar con frescura como forma de ver con frescura
Pero pregunto: cuando hemos pedido a Dios que haga toda su parte, y confiamos en que la hará, ¿cuál es la nuestra? Y estoy respondiendo que el esfuerzo por decir con frescura es una forma de ver con frescura. El esfuerzo por decir de forma impactante es una forma de ver de forma impactante. El esfuerzo por decir con belleza es una forma de ver la belleza. Y no hace falta escribir poesía para hacer este esfuerzo poético.
Para George Herbert, el esfuerzo poético era una forma de meditación sobre las glorias de Cristo mediadas a través de las Escrituras. Concebir y escribir poemas era una forma de retener un atisbo de Cristo en su mente y darle vueltas y vueltas, hasta que le proporcionaba una apertura hacia algún aspecto de su esencia o de su maravilla que nunca antes había visto.
Ver destellos de gloria y decirlo
Esto es la meditación: ver destellos de la gloria en la Biblia o en el mundo y darles vueltas y vueltas en la mente, mirando y mirando. Y para Herbert, este esfuerzo por ver y saborear la gloria de Cristo fue el esfuerzo por decirlo como nunca antes se había dicho.
Descubrió, como la mayoría de los poetas (y muchos predicadores), que el esfuerzo por plasmar el atisbo de gloria en palabras impactantes o conmovedoras hace que tal atisbo crezca. El esfuerzo por decir con profundidad lo que vio hizo que lo que vio fuera más profundo. El esfuerzo por poner la maravilla en una rima inesperada, o en un ritmo agradable, o en una cadencia o métrica sorprendentes, o en una metáfora poco común, o en una expresión sorprendente, o en una yuxtaposición inusual, o en palabras que se mezclan agradablemente con asonancia o consonancia – todo este esfuerzo (lo llamo esfuerzo poético, aparte de escribir poemas) hizo que su corazón viera la maravilla de nuevas maneras–. El esfuerzo poético por hablar bellamente era una forma de ver la belleza. El esfuerzo por encontrar palabras dignas para Cristo nos abre más plenamente Su valor y la experiencia del mismo. Como dice Herbert: “...es lo que, mientras uso, estoy contigo”.
Buscar lo inescrutable, decir lo indecible
Lo que quiero decir es que esto puede ser cierto para todos los pastores, todos aquellos encargados de predicar “las inescrutables riquezas de Cristo” (Efesios 3:8). Este es nuestro trabajo. Buscar lo inescrutable y decirlo de manera digna del Señor. Hermanos, el esfuerzo por decir lo que está en el texto es una manera de ver lo que está en el texto. Y el esfuerzo por decirlo con frescura es una manera de verlo con frescura. El esfuerzo por decir más sobre la gloria de lo que nunca has dicho es una manera de ver más de lo que nunca has visto.
Y lo que subraya la poesía –la de George Herbert y la de toda la Biblia– es que el esfuerzo por decirlo de forma sorprendente, provocativa y hermosa descubre una verdad y una belleza que no se pueden encontrar de ninguna otra manera. Lo digo con cuidado. No pretendo que el esfuerzo poético sea una forma necesaria de ver una faceta de la belleza de Cristo. Dios puede dártela de otra manera: mediante algún acto de obediencia sacrificada, provocándote un cáncer, la muerte de tu esposa o la pérdida de un hijo. Pero el esfuerzo poético es una manera – una bíblica penetrante, una históricamente probada – de ver y saborear más de Cristo.
Por lo tanto, te la recomiendo, así como a uno de sus más grandes patrocinadores, el poeta-pastor George Herbert.
Este artículo fue traducido y ajustado por el equipo de redacción de BITE. El original fue publicado por John Piper en Desiring God bajo el título Saying Beautifully as a Way of Seeing Beauty: The Life of George Herbert and His Poetic Effort. Allí se encuentran las citas y notas al pie.