Es común pensar que movimientos como el Romanticismo y personajes como Rousseau, Freud, Marx y Nietzsche quedaron sepultados en los libros de historia y en las materias del primer ciclo de las universidades. Pero la verdad es que los efectos de sus planteamientos han llevado al mundo contemporáneo a una reingeniería antropológica progresiva, de la cual ya todos hacemos parte de alguna manera. Esa reingeniería no podría existir sin las estructuras culturales, sociales y espirituales que la modernidad occidental, con su énfasis en la razón, el individuo autónomo y la secularización, ya había reconfigurado de antemano.
En otras palabras, a muchos nos cuesta conectar las filosofías de los siglos XVIII y XIX con nuestra forma de ver la vida, la verdad y la manera en que la practicamos. Sin embargo, el teólogo e historiador Carl R. Trueman dedica un libro entero a explicar cómo es que esta conexión sucede. Se trata de El origen y el triunfo del ego moderno, calificado por el teólogo y pastor Matt Marino como “uno de los libros culturales más importantes de la década” por la claridad con la que explica los cambios sociales y espirituales de la actualidad.

Otros filósofos, sociólogos y críticos de la cultura como Neil Postman, Byung-Chul Han, Zygmunt Bauman y Charles Taylor también han analizado esta reingeniería. Taylor, en particular, la denomina “la revolución del yo interior” y sostiene que vivimos en la “edad del yo auténtico”, cuyo lema podría resumirse así: “debo ser fiel a lo que siento interiormente, y nadie debe decirme lo contrario”. Trueman, sin embargo, habla más bien del “yo emocional”. Ese es el tema a tratar en este artículo.
Ahora bien, nuestro objetivo no es idealizar un pasado supuestamente más estable ni quedarnos en una crítica meramente reaccionaria del mundo moderno, sino presentar un diagnóstico que permita comprender por qué amplios sectores del cristianismo contemporáneo muestran fragilidad doctrinal, susceptibilidad al emocionalismo religioso y dificultad para sostener convicciones profundas. En la Iglesia se ha sustituido la autoridad divina por la autenticidad interna y la obediencia por la autoexpresión, y nos hemos hecho vulnerables a discursos terapéuticos, emocionalistas, seculares y pseudoreligiosos.

Esto se evidencia claramente en estudios como el realizado por Pew Research, que se titula In U.S., Decline of Christianity Continues at Rapid Pace (En Estados Unidos, el declive del cristianismo continúa a un ritmo acelerado), que documentó un rápido descenso en la afiliación y práctica cristianas. Fenómenos como el aumento de los “nones” y la disminución de la asistencia a las iglesias son coherentes con el clima cultural actual: un yo emocional que privilegia la autenticidad subjetiva y una religiosidad cada vez más difusa y personalizada.
La genealogía del yo emocional: Rousseau, Romanticismo, Nietzsche y Freud
Para analizar este tema, debemos enmarcar bien las eras en cuestión. En la época moderna (aprox. siglos XVII–XX) pueden distinguirse dos grandes etapas consecutivas: primero, la racional y, posteriormente, la emocional.

De la modernidad racional no diremos mucho, solo la situaremos como una etapa anterior que no logró responder a las preguntas humanas de significado, identidad y propósito. Lo que sí hizo fue abrir espacio para el giro sentimental que Rousseau inauguró y que el Romanticismo desarrolló, al cual luego se sumaron el expresivismo nietzscheano y la psicologización freudiana. En este sentido, la etapa o era emocional no surgió como una reacción externa, sino como la consecuencia natural de una modernidad racional demasiado débil para sostener el alma humana sin trascendencia.
Al referirse a la era moderna emocional, Trueman cita al filósofo canadiense Charles Taylor, quien afirma que Rousseau inauguró el principio que atraviesa todo el mundo moderno: la interiorización de la moralidad. “Rousseau está en el punto de origen de una gran parte de la cultura contemporánea, de las filosofías de autoexploración, así como de los credos que hacen de la libertad autodeterminada la clave de la virtud”, explica Taylor en su libro Fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna. Esto implica que aquello que antes descansaba en Dios, Su ley y la tradición, pasó a depender de la autenticidad emocional del individuo. La emoción se convirtió en guía moral, configurando una identidad en la que el “yo interior” adquirió primacía normativa. Sin esta intuición rousseauniana —puesta en marcha en el siglo XVIII—, la profunda reconfiguración posterior del yo moderno sería impensable.

El Romanticismo, a su vez, tomó estas intuiciones de Rousseau y las transformó en un programa cultural articulado. “La imagen de la naturaleza como fuente de autenticidad constituía una parte crucial de la armería conceptual en la que surgió el Romanticismo y conquistó la cultura y las sensibilidades europeas”, dice Taylor. Trueman subraya en este punto el papel de poetas como William Wordsworth, Percy Bysshe Shelley y William Blake, a quienes denomina “legisladores no reconocidos” como autores que, desde la sensibilidad artística y sin poseer autoridad política formal, replantearon los valores culturales, las obligaciones morales y la comprensión de la persona. En ellos, la interioridad afectiva se tornó en autoridad y origen de significado.
Cuando el terreno cultural ya estaba preparado, Nietzsche radicalizó esta trayectoria: tomó el “yo interior” de Rousseau y lo puso en la categoría de dios soberano sobre su propio mundo. En su pensamiento, la vida moral ya no se fundamenta en una trascendencia objetiva, sino en la autolegislación creativa del individuo. Así, le dio paso al desarrollo posterior del “yo moderno, emotivo, autocreado y terapéutico”, figura que se terminó convirtiendo en la matriz dominante de la identidad contemporánea.

En ese mismo horizonte cultural, Trueman señala el papel de figuras prácticas que consolidaron el nuevo orden antropológico: Marx, Darwin y, finalmente, Freud. Sin embargo, aunque cada uno de ellos contribuyó a desplazar los marcos tradicionales de significado, fue con Freud que se produjo el giro decisivo. Él no continuó el camino filosófico de Nietzsche, sino que transformó el yo expresivo en un yo sexualizado. Para Trueman, esta es la diferencia cualitativa entre ambos intelectuales: Nietzsche instala la categoría del yo autocreado, y Freud la fija en términos de deseo sexual, dando lugar al yo psicosexual contemporáneo.
Así pues, la sexualidad dejó de ser comportamiento y pasó a ser identidad, convirtiendo lo íntimo en esencia constitutiva de la persona. Freud no inauguró este proceso; lo completó al trasladar el centro del yo a los impulsos internos, sobre todo sexuales. Más tarde, la cultura tomaría ese descubrimiento y lo convertiría en un mandato de expresión: ser uno mismo significa dar curso libre a esos deseos. A partir de estos planteamientos, el mundo moderno adoptó un nuevo escenario político y jurídico. Como explica Trueman en el capítulo “El triunfo de lo terapéutico”, las leyes y la esfera pública comenzaron a reorganizarse alrededor de la identidad emocional interiorizada, que desde entonces empezó a entenderse como derecho, fundamento ético y categoría normativa. La política dejó de centrarse en bienes comunes objetivos y se reorientó hacia el reconocimiento, la validación y la protección de la autodefinición subjetiva.
Ahora bien, aunque mencionamos a Freud y a otros personajes que intervinieron en esta genealogía, quiero enfocarme en la figura y las implicaciones del pensamiento de Nietzsche dentro de ella, dada su influencia directa en la configuración del yo emocional contemporáneo. Además, aunque seguiremos principalmente el recorrido genealógico trazado por Trueman, es importante reconocer que existen otras lecturas históricas significativas que, desde otras perspectivas, abordan la emergencia del yo moderno emocional, como las estructuras de poder (biopolítica) o los cambios culturales que moldean la experiencia interna del individuo (mediática o expresivista). Es decir, sabemos que la subjetividad moderna es un fenómeno complejo y contingente, y que las estructuras de poder, la economía (capital) y los cambios sociales actúan de forma interconectada.

Esta configuración del yo moderno no es solo una construcción teórica. Sus efectos pueden observarse con claridad en estudios empíricos sobre la vida religiosa contemporánea, especialmente entre las generaciones más jóvenes. Uno de ellos es Soul Searching: The Religious and Spiritual Lives of American Teenagers (Búsqueda del alma: las vidas religiosas y espirituales de los adolescentes americanos), dirigido por los sociólogos Christian Smith y Melinda Lundquist Denton. A través de encuestas y entrevistas, ellos concluyeron que muchos jóvenes ya no viven su fe desde las tradiciones religiosas históricas, sino desde una espiritualidad centrada en el bienestar emocional, la autoafirmación y una moralidad mínima, a la que los autores denominan “deísmo moralista terapéutico”.
En este contexto, la batalla espiritual del cristiano no solo se libra contra ideas externas y seculares, sino contra la forma misma del yo que la modernidad tardía ha moldeado dentro de nosotros. La evidencia confirma que el cristianismo evangélico actual también está profundamente inmerso en este lenguaje y expectativas terapéuticas, sobre todo en las generaciones más jóvenes. Esto explica, al menos en parte, por qué tantas personas se aproximan hoy a la fe cristiana con categorías tomadas del discurso psicológico y psiquiátrico. Por eso es crucial discernir cómo deben relacionarse la Escritura y las ciencias de la mente. Con esto, no invalidamos o anulamos los beneficios en ciertas áreas de la psicología o psiquiatría.

El postulado del psicólogo y consejero Edward T. Welch es preciso en cuanto a la manera en que pueden ser vistas o aplicadas. En su libro Blame It on the Brain? Distinguishing Chemical Imbalances, Brain Disorders, and Disobedience (¿Es culpa del cerebro? Desequilibrios químicos, trastornos cerebrales y desobediencia), plantea que la psicología y la psiquiatría pueden ser compatibles con la Palabra de Dios sólo si sus hallazgos son evaluados e interpretados a través de la autoridad de la Escritura, cuyo propósito es distinguir con precisión entre la genuina debilidad corporal (trastornos) y el pecado (desobediencia).
El conocimiento sobre el funcionamiento cerebral puede ser útil para responder preguntas sobre desequilibrios químicos y la idoneidad de medicamentos psiquiátricos, o para comprender a personas con capacidades de aprendizaje o pensamiento diferentes. Sin embargo, si se atribuye la causa última de problemas como la ira o la adicción a la química cerebral, se corre el riesgo de anular la responsabilidad individual, lo que hace que el Evangelio y la Biblia se vuelvan irrelevantes. El objetivo es que la ciencia sirva para ilustrar la posición bíblica y no para desplazar la autoridad funcional de la Escritura. En otras palabras, no se trata de rechazar la contribución de las ciencias, sino de situarlas bajo la autoridad funcional de la Palabra. Solo así podremos evaluar críticamente el ideal moderno del yo terapéutico, cuyas raíces históricas veremos con más detalle.

Del Übermensch al yo terapéutico: ¿cómo la modernidad convirtió la voluntad de poder en voluntad de bienestar?
Nietzsche soñó con la llegada del Übermensch (superhombre), el hombre que se libera de toda trascendencia, rehace su propia moral y se convierte en su propia fuente de propósito. Su postura filosófica nihilista (según la cual nada posee valor, propósito, verdad o fundamento objetivo garantizado “desde fuera”) y su diagnóstico cultural significaron el derrumbe de todos los valores que alguna vez sostuvieron el sentido de la vida occidental. Las certezas morales, religiosas y metafísicas que le daban cohesión y sentido al mundo ya no podían sostenerse si “dios había muerto”. Por eso eran necesarios los nuevos valores creados desde la propia voluntad de cada hombre.
Conviene notar que la herencia nietzscheana no pasa directamente del Übermensch al yo terapéutico, sino que se transforma en el camino: Nietzsche exigía una espiritualidad trágica, creadora y radical, mientras que la modernidad tardía tomó únicamente su premisa central del individuo como autoridad última y la fusionó con una sensibilidad emocional orientada al bienestar. Así, la autotrascendencia heroica se volvió
autooptimización psicológica, la voluntad de poder se degradó en voluntad de bienestar, y la espiritualidad del ascenso en una espiritualidad de regulación emocional. De esa mutación nace el hombre emocional moderno: autónomo como Nietzsche quería, pero terapéutico como la cultura lo exige.

Esta lectura genealógica sigue la línea argumentativa desarrollada por Carl R. Trueman, quien sostiene que la modernidad tardía combina elementos de Nietzsche, Freud y el expresivismo romántico para producir un yo psicológicamente interiorizado y moralmente autónomo. Según Trueman, Nietzsche no legó directamente un “hombre emocional”, sino la premisa fundamental que lo posibilitó: la autoridad última reside en el individuo y no en una norma trascendente. La cultura posterior, especialmente la terapéutica —como la describen Philip Rieff y Charles Taylor— reinterpretó esta autonomía radical dentro de un marco de bienestar psicológico y autoexpresión emocional. En ese sentido, la espiritualidad trágica del Übermensch se vuelve, por obra del giro terapéutico contemporáneo, una espiritualidad orientada a la autorregulación emocional.
Contextualizado en la práctica moderna, nosotros heredamos una “versión diluida” del superhombre, tenemos un individuo autosuficiente que se “salva” a sí mismo, pero mediante técnicas, hábitos, mindfulness, biohacks y optimización emocional sin Dios. Esta espiritualidad terapéutica y funcional se ha convertido en el nuevo credo de nuestra época.

Así, el “yo emocional” se convirtió en una fórmula que, paradójicamente, encaja con los hallazgos neurocientíficos contemporáneos, los cuales respaldan —al menos parcialmente, desde la evidencia empírica— la efectividad de ciertos procesos neurocognitivos asociados a la autodisciplina, la regulación emocional y las prácticas contemplativas. Diversos estudios longitudinales en psicología emocional han documentado que quienes los practican de forma constante presentan mejoras estables a lo largo del tiempo: menor ansiedad y estrés, reducción de recaídas depresivas, y aumento sostenido de emociones positivas y resiliencia.
Para la muestra, un botón. Jonathan Haidt, psicólogo social y autor reconocido que alcanzó la lista de bestsellers del New York Times con su libro La generación ansiosa, recomienda seis prácticas espirituales para mejorar la salud mental: la sacralidad compartida, la quietud, el silencio, la concentración, la trascendencia del yo, la lentitud para enojarnos y la prontitud para perdonar, así como el descubrimiento del asombro reverencial en la naturaleza. Sus recomendaciones parecen consejos espirituales, pero hacen parte de la fórmula que este ateo recomienda para alcanzar la felicidad y el bienestar emocional.
Haidt estudia los beneficios desde datos científicos y estudios sociales, así que puede llegar a sonar muy convincente. Sin embargo, su propuesta es abiertamente pluralista: invita a tomar prácticas espirituales de distintas tradiciones —desde rezar con textos bíblicos como el Salmo 19 hasta ejercicios de meditación procedentes del budismo zen u otras religiones orientales— siempre que contribuyan al bienestar emocional. Muchos podrían aplicar estos consejos como remedios e incluso como antídotos en esta era marcada por un deterioro tan significativo en los indicadores de salud mental.

Actualmente, diversas encuestas, como la Youth Risk Behavior Survey (Encuesta sobre conductas de riesgo en los jóvenes), muestran un incremento preocupante de depresión y ansiedad en la Generación Z. Además, informes recientes señalan un aumento en diagnósticos relacionados con disforias de género, fenómenos sociogénicos y cuadros de ansiedad incluso en niños menores de seis años, así como la aparición de patrones colectivos asociados al uso intensivo de las redes sociales —entre ellos ciertos trastornos disociativos por imitación, dinámicas de polarización y formas de radicalización algorítmica, las cuales incentivan la presentación de una identidad personal cada vez más extrema, dramática y polarizada—. Todo esto ocurre en un contexto caracterizado por la intensificación de sesgos cognitivos y conductuales ampliamente documentados.
Pero incluso, conviene hacer una distinción importante: el bienestar emocional que muchos ateos y espiritualidades seculares reportan no constituye evidencia de causalidad directa. No es que la “técnica” por sí misma produzca felicidad de manera automática o universal. En la mayoría de los estudios contemporáneos, los efectos positivos aparecen entrelazados con factores que acompañan a la práctica, como el apoyo social, la expectativa subjetiva de mejora y los estilos individuales de afrontamiento. Sin embargo, todo esto parece seguir siendo una ecuación posible sin Dios.

La obsesión moderna con las enfermedades del alma
Ahora bien, mientras las promesas de estas prácticas se popularizan, parece que nos obsesionamos con nuestras nuevas enfermedades. Las nombramos, las repetimos y adoptamos casi como identidades impulsadas por contenidos viralizados en redes sociales, donde los algoritmos tienden a premiar la vulnerabilidad pública y a convertir ciertas formas de fragilidad en capital social. Por ejemplo, los datos del estudio del Pew Research Center mencionado en la introducción de este artículo, muestran el reemplazo de identidades religiosas por autodescripciones emocionales y psicológicas entre jóvenes.
Además, los mismos expertos apuntan a que la verdadera causa del problema social es la pérdida de sentido tribal o comunitario y nos instan a volver a ella. Algunos son más moderados y dicen que ser miembro de cualquier comunidad —desde un partido político, un equipo deportivo o un club de causas sociales— puede ayudarnos a recuperar nuestra esencia y aliviar nuestros problemas de salud mental y emocional. Otros son más radicales y entienden que ningún grupo social produce beneficios como lo hace la religión, por lo que nos instan a ser parte de una comunidad cualquiera que incluya ritos.
Para concluir este tema, el problema no es la emoción en sí, sino el lugar que ha comenzado a ocupar como árbitro de lo real y, en muchos casos, como eje de la identidad personal. Cuando la sensibilidad subjetiva se convierte en el criterio principal para interpretar la verdad, se altera el orden que la Escritura establece: ya no examinamos nuestras emociones a la luz de lo que es verdadero, sino que tendemos a medir la verdad según como nos hace sentir. Este cambio es, ante todo, epistemológico: redefine la manera en que las personas comprenden a Dios, a sí mismas y al mundo que las rodea.

El llamado bíblico: verdad revelada frente al yo emocional
Y es aquí donde el contraste se vuelve determinante: la ecuación no cambia en sus efectos, porque sigue operando la gracia común de Dios. Los beneficios del tiempo al aire libre, la literatura elevada, la comunión, la contemplación y el extender el perdón siguen siendo regalos para la humanidad independientemente del destino de sus almas. Sin embargo, perdemos de vista que el propósito sí lo cambia todo de un modo trascendental, y que la motivación con la que se practica la piedad y se cultiva la vida espiritual determina por completo el resultado final.
En la tradición cristiana histórica, la participación en la vida comunitaria no se fundamenta en la búsqueda de conexión emocional o bienestar subjetivo, sino en categorías normativas internas a su marco teológico. Pasajes como Hebreos 10:24-25, Hechos 2:42 y 1 Juan 4:20-21 muestran que la congregación, la adoración y el amor al prójimo se entienden como actos regulados por la doctrina y los propósitos de Dios, no como técnicas orientadas principal o meramente al beneficio psicológico.

Los beneficios son colaterales, sí, pero lo que mueve a los creyentes es su deseo de honrar a su Dios (1 Co 10:31). Prácticas contemplativas y expresiones de devoción, como las descritas en los Salmos 19 y 42, se practican como respuestas a nuestro Creador, aun en ausencia de estabilidad subjetiva (Hab 3:17-18). El creyente ha encontrado su verdadera necesidad, la cual no es bienestar emocional, sino relacionarse con su Dios y experimentar Su gloria. También ha encontrado el camino que enseña la Biblia: tomar Su cruz y menguar para que Él crezca (Mt 16:24; Jn 3:30); no para obtener bienestar, como lo formularía Haidt, sino para vivir en obediencia y, con ello, darle gloria a Dios.
En palabras de Welch, en su libro Cuando las personas son grandes y Dios es pequeño, la cura no es fortalecerse a uno mismo ni aprender técnicas de autoafirmación o contemplación, sino temer al Señor en el sentido bíblico: reconocer Su gloria, Su santidad y Su peso real. Dios nos ve, nos conoce y nos recibe en Cristo de manera irrevocable. El creyente no necesita construir una imagen perfecta ni conquistar su interioridad para sostener su valía; su valor proviene del Dios que lo adoptó, lo justificó y lo guarda. Esto no significa que debemos invalidar nuestras emociones, sino que tenemos que ponerlas en el lugar correcto. Cuando ellas dictaminan nuestro pensamiento y conducta, hacemos a Dios pequeño y a nosotros grandes; usamos a Dios para nuestro beneficio, en vez de comprender y perseguir Su gloria y Su belleza.

Por eso, necesitamos reconocerlo como el que reina y como el que establece las reglas del juego en un mundo creado y configurado para adorarlo. Mientras sigamos buscando nuevas formas de alterar Su diseño original, perderemos la capacidad de llenar “el hueco del tamaño de Dios” en nuestras almas, un vacío que no puede ser saciado por cualquier dios, como Haidt insinúa. Solo el Dios único y verdadero de la Biblia puede llenarlo y sobreabundar. En Él nuestras almas encuentran la verdadera paz: no solo aquí y ahora, sino también en la eternidad venidera.
Esta es una alerta para la Iglesia contemporánea, para el espiritualismo disfrazado de cristiandad, para el cristianismo terapéutico y para todo hombre que vive en la era emocional. Es también un llamado a resistir la configuración espiritual de este siglo, a no dejarse moldear por sus falsas luces y a afirmar la verdad en medio del ruido que generan tantas voces espirituales modernas. Es una invitación a seguir siendo parte del pueblo de Cristo, que continúa avanzando confiado en que el poder de Su Espíritu lo ciñe de fortaleza y en que la victoria final pertenece al Señor resucitado.
Notas de la autora
- Charles Taylor desarrolla la noción de “edad del yo auténtico” en The Ethics of Authenticity, pp. 25–48.
- Sobre los efectos de la tecnología moderna y la estimulación constante en la atención y el pensamiento profundo, ver Attention Span (2023) de Gloria Mark. Hanover Square Press; Deep Work (2016) de Cal Newport. Grand Central Publishing; Digital Minimalism (2019) de Cal Newport. Portfolio. Véase también Cognitive Control in Media Multitaskers (2009) de Clifford Nass, Eyal Ophir y Anthony D. Wagner. Proceedings of the National Academy of Sciences 106, n.º 37: 15583–15587. Para una perspectiva crítica desde la cultura y las artes, ver How Art Works (2018) de Ellen Winner. Oxford University Press; y Amusing Ourselves to Death (1985) de Neil Postman. Penguin.
- Sobre la intensificación de sesgos cognitivos, ver Thinking, Fast and Slow (2011) de Daniel Kahneman. Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, especialmente capítulos 1–7.
- En “Sebastian Junger: Why Modern Society Makes Us Lonely, Lost and Mentally Unwell” (2023), episodio 342 de The Diary of a CEO, Bartlett retoma el argumento de Junger sobre la pérdida de estructuras tribales —comunidad, propósito compartido y rituales— como causa profunda del deterioro emocional y social en las sociedades modernas.
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When People Are Big and God Is Small (1997) de Edward T. Welch. Phillipsburg, NJ: P&R Publishing.
Youth Risk Behavior Survey (2022) | CDC
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