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A finales de febrero de 2020 mi vida fue completamente transformada por la luz de Cristo y el amor inconmensurable de nuestro Padre. “Y Él les dio vida a ustedes, que estaban muertos en sus delitos y pecados”, Ef 2:1 (NBLA). Durante los 18 años previos a ese momento viví una vida abiertamente homosexual.
En este artículo, quiero compartir algunas reflexiones personales sobre aquello que experimenta un cristiano que, como yo, enfrenta la atracción hacia el mismo sexo. Hablaré de mis temores más recurrentes, de mi perspectiva bíblica sobre la homosexualidad, y de cómo entiendo el proceso de santificación. Mi objetivo es analizar una problemática cada vez más común en nuestra cultura e iglesias, para que no cedamos a los lineamientos ofrecidos por la sociedad actual y la teología liberal, conservando indemne la verdad del evangelio.
Un profundo sentido de intrascendencia
Nací en un hogar de creyentes, soy el menor de 5 hijos y crecí en una iglesia bautista conservadora. Como es usual en las familias cristianas, la iglesia hizo parte de mi vida diaria hasta los 22 años: participé en sus actividades y reuniones, toqué el piano y canté.
Respecto a mi sexualidad, hasta donde puedo recordar, siempre sentí atracción hacia otros varones. No fue algo que yo haya decidido conscientemente para mí. Dicho deseo se convirtió en una pesada carga a causa de la vergüenza que suele traer consigo, más aún en el contexto en el que vivía. Tuve varios desencuentros con el liderazgo de la iglesia a la que asistía, causados por un proceso de consejería conflictivo cuando busqué abordar “mi problema”. A la edad de 22, después de comenzar a trabajar como abogado y tras abandonar mi congregación, tomé la decisión de “aceptarme” y vivir una vida abiertamente gay por los siguientes 18 años.
Recuerdo que la primera sensación que tuve fue la de un inmenso alivio, como si me hubiera quitado un gran peso de encima. Comencé a frecuentar bares, conocer personas y llevar una vida sexual activa. Algunos años después me mudé a Argentina, renuncié a mi trabajo como abogado y me dediqué a empezar una nueva vida estudiando música y trabajando como cantante de ópera, realizando también otros trabajos gracias a que de chico había aprendido otro idioma. Sin ser consciente de ello, mi vida se redujo al trabajo, los estudios, el gimnasio, los hombres y a satisfacer mi apetito sexual.
Para el verano austral de 2018, comenzaron a aparecer algunas dudas incipientes sobre las relaciones en las que me involucraba, nada que el placebo de un rato de sexo o de pornografía no pudiera calmar temporalmente. En cuestión de meses, esas sensaciones se convirtieron en preguntas y me comencé a cuestionar seriamente sobre la vida que estaba llevando, el futuro que me esperaba, los vicios que habían tomado control de mí, y la intrascendencia cada vez más palpable en mi interior. A menudo compartía estas inquietudes con algunos amigos gay, siempre sin encontrar respuesta. También comenzaba a ver con recelo la dirección que estaba tomando el mundo y la sociedad en contra de los valores tradicionales que había aprendido en casa y que, en teoría, yo también compartía.
Una noche a finales de febrero de 2020, estando solo en mi habitación meditaba en silencio en esas preguntas y en el fastidio y desasosiego que me azotaba el intelecto y el corazón. Por alguna razón vino a mi mente una canción que oí por primera vez a los 13 años en un evento evangelístico en mi pueblo. Conocía la letra, pero esa noche la escuché atentamente por primera vez. Un fragmento dice:
Cuando estés solo y tu corazón esté roto, Él es todo lo que necesitas. Cuando estés confundido y tu alma esté golpeada, Él es todo lo que necesitas. Él es la roca de tu alma, el ancla que te sostiene en medio de tu desesperación; cuando tu camino esté lleno de dudas su amor te sostendrá y la paz encontrarás. Su perdón es real y te confortará y sanará tu alma cansada de pecar (…) A lo largo de toda tu vida, las alegrías y las tristezas, Él es todo lo que necesitas.
Absorto como estaba en mis pensamientos, la letra de esa canción se me clavó en el corazón. En ese momento el peso de las decisiones que había tomado a lo largo de mi vida y la consciencia de no poder hacer absolutamente nada para remediarlo, me abrumó. Entendí que no tenía el poder de abandonar lo que hacía, de dejar de vivir como vivía; me vi a mí mismo en una deriva que no podía detener y me quebranté por completo. Supe que mi vida espiritual y emocional estaba en total bancarrota y que necesitaba ser rescatado. Allí, sentado en el borde de mi cama, cerré mis ojos llenos de lágrimas y todo lo que le pude decir a Dios desde lo más profundo de mi ser fue: “Necesito que me rescates. Necesito que me rescates hoy”.
Esa fue la noche de mi redención. A partir de ahí mi historia se partió en dos. Desde entonces soy una persona diferente a la que fui los primeros 40 años de mi vida. Pese a haber nacido en un hogar cristiano y haber sido criado en la iglesia, nunca llegué a comprender la profundidad y gravedad de mi pecado ni mucho menos la gracia salvadora del Padre en la persona de Jesucristo. En otras palabras, durante 40 años había escuchado hablar de Dios, pero solamente hasta esa noche mis ojos lo vieron, como confesó Job. Justamente, a raíz de la forma revolucionaria en que desde entonces Dios ha estado cambiando mi vida, es que quiero compartir las siguientes reflexiones sobre la homosexualidad y la vida cristiana.
Un problema de definición de conceptos
La RAE define “homosexual’” así: “Dicho de una persona: inclinada sexualmente hacia individuos de su mismo sexo”. Sin embargo, socialmente hoy se entiende este término no solo como alguien que tiene inclinaciones sexuales hacia su mismo sexo, sino como alguien que ha asumido una identidad. En otras palabras, se ha convertido en una definición ontológica. Tal concepción dual parece estar haciendo mella en el entendimiento de muchos cristianos.
Pero las Escrituras se refieren a la homosexualidad como una práctica, nunca como una definición del ser. Varias traducciones actuales de las Escrituras usan la palabra ‘homosexual’ en 1 Corintios 6:9 y 1 Timoteo 1:10. Esto puede generar confusión para aquellos que han entendido la homosexualidad como una identidad y no solo a una práctica. La palabra original en griego en esos dos pasajes es arsenokoitēs (ἀρσενοκοίτης), y considero que la mejor traducción es ofrecida por RVR1960: “los que se echan con varones”.
De esto podemos extraer dos conclusiones muy importantes. Primero, que el concepto de homosexualidad en su sentido original y estricto hace referencia a una práctica y no a una identidad. Segundo, que cuando las Escrituras abordan el tema, lo relacionan con la práctica, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
¿Se nace o se hace?
Una de las grandes preguntas que se suelen hacer sobre este tema es si alguien nace homosexual o si se hace homosexual. En mi caso (y en el de muchas otras personas), la atracción homosexual apareció por sí misma, espontáneamente a temprana edad. Es decir, nunca decidí conscientemente sentirme atraído hacia otra persona de mí mismo sexo. Sé que también es posible que esta tendencia aparezca en momentos posteriores de la vida, por lo que es difícil establecer parámetros absolutamente unívocos al respecto.
El investigador Andrea Ganna dirigió un estudio de grandes proporciones en 2019, cuyo fin fue determinar le existencia de alguna predisposición genética que permitiera explicar la atracción homosexual. Los investigadores encontraron cinco variantes genéticas que se asociaron estadísticamente con conductas sexuales entre personas del mismo sexo, pero ninguna demostró tener una incidencia importante. Esto llevó a concluir que, para explicar el comportamiento homosexual, era necesario tener en cuenta la actuación sinérgica de factores ambientales, personales y sociales.
Para abordar esta cuestión con una perspectiva cristiana, tenemos que hacer algunas distinciones previas en cuanto al deseo sexual. El sentir atracción hacia alguien es muy distinto a actuar (en pensamiento u obra) con base en esa atracción. Cuando Jesús habló sobre el adulterio, afirmó que el pecado no solo era el acto mismo de la relación sexual, sino también el deseo activo de cometerlo:
“Ustedes han oído que se dijo: ‘No cometerás adulterio’. Pero Yo les digo que todo el que mire a una mujer para codiciarla ya cometió adulterio con ella en su corazón”, Mt 5:27-28 (NBLA).
Aquí se indica una acción positiva en el interior de la persona: mirar para codiciar. La codicia está definida por la RAE como “desear con ansias”. Podríamos decir entonces que es pecado ver a una mujer para desearla con ansias, es decir, independientemente de que se traduzca o no en acciones, ya hay una actividad positiva en el pensamiento respecto del objeto de deseo, que es considerado pecado.
Ahora, sentirse atraído hacia alguien no implica necesariamente llegar a desear con ansias a alguien. Todas las personas tienen una pulsión sexual natural, la cual asegura la reproducción y supervivencia de nuestra especie y hace parte del diseño original de Dios. Entonces, encontrar a alguien atractivo(a) no es en sí mismo algo pecaminoso. De lo contrario, tendríamos que llegar a la absurda conclusión de que la pulsión sexual es necesariamente pecaminosa.
Así pues, ¿la atracción hacia el mismo sexo es en sí misma pecado, aun cuando no haya codicia como la de Mateo 5:27-28? Es cierto que, en la mayoría de los casos, las personas que sentimos atracción hacia el mismo sexo afirmamos no haber buscado o deseado dicha atracción y que la misma apareció por sí sola en un momento de nuestra vida, en muchos casos a temprana edad. De ser pecaminoso ese tipo de pulsión sexual, implicaría que tengo que enfrentar algo que involuntariamente apareció en mi vida, que yo no decidí ni busqué.
Nuestra naturaleza caída
Revisando las Escrituras con detenimiento, llegué a la conclusión de que la atracción homosexual, ese tipo de pulsión sexual, es una expresión de nuestra naturaleza caída, de la misma manera que cualquier otro sentimiento pecaminoso.
En Génesis 1:31 vemos que, al finalizar el sexto día de la creación, en el cual fue creado el hombre, Dios vio que todo lo que había hecho ese día era “bueno en gran manera”; estaba totalmente complacido en la obra que había realizado. Unos versículos atrás, los 27 y 28, cuando se relata el momento en el que Dios creó al hombre a Su imagen y semejanza, los bendijo con el mandamiento de ser fecundos y multiplicarse. La pulsión sexual que llevaba al hombre a generar prole es la que fue considerada por Dios buena en gran manera y que es bendecida por Él. En otras palabras, la pulsión de tipo heterosexual es buena ya que una de tipo homosexual claramente haría imposible cumplir con el mandato divino. Esto confirma que el diseño original de Dios para el hombre es la heterosexualidad, no solo como acto sino también como impulso.
Con la caída y la entrada del pecado en el mundo, el hombre perdió parcialmente su imago Dei, alterando dramáticamente y para siempre el funcionamiento del corazón humano, dando lugar a debilidades y distorsiones de todo tipo. De allí deviene una amplia gama de comportamientos y sentimientos antinaturales, entre los cuales la inclinación homosexual es una más en la larga lista que leemos en 1 Corintios 6:9-11. Esa pulsión se convierte en una expresión de nuestra naturaleza caída, algo que Pablo abordó magistralmente en Romanos 1:20-32 y 5:12-21. El Señor Jesús nos da algunas pautas adicionales para comprender mejor cómo se expresa nuestra naturaleza pecaminosa.
Cuando el Señor abordó el tema de qué es lo que contamina al hombre (Mateo 15:16-20), fue enfático en afirmar que todo pecado, sea de pensamiento u obra, sale del corazón del hombre. La palabra griega usada para “corazón” es kardía (καρδία), entendida en este contexto como el centro de la vida espiritual del hombre, donde tienen lugar sus pensamientos, pasiones, deseos, apetitos, afectos y propósitos. Este es el lugar que fue afectado por la caída y corrompido por el pecado. Nuestro corazón es el centro de nuestra naturaleza pecaminosa, razón por la cual, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, Dios nos revela que Su propósito principal para con el hombre es cambiar su corazón.
Yo entiendo lo incómodo que puede sonar esto para aquellos que sentimos una atracción homosexual, muchas veces involuntaria. Yo mismo me he sentido incómodo estudiando y tratando de entenderlo. Sin embargo, las Escrituras apuntan al hecho de que la atracción homosexual en sí misma es una expresión de nuestra naturaleza caída y frágil, al igual que cualquier otra pulsión que refleja esa naturaleza y que puede traducirse en pensamientos o actos pecaminosos.
Doy gracias a Dios porque el sacrificio de Jesucristo no solo fue suficiente para la expiación de todas nuestras iniquidades, sino también para hacernos vivir libres del yugo del pecado. Aunque hasta el último día tendremos que lidiar con nuestra vieja naturaleza, el Espíritu Santo transformará nuestro corazón para que nuestra vida terrenal sea hecha a la semejanza de Cristo.
Un llamado más alto que la heterosexualidad
Uno de los efectos inmediatos de nuestra salvación es la “santificación posicional”, según la cual somos declarados justos ante Dios, pues la justicia de Jesucristo nos es contada como propia por medio de la fe en Su sacrificio redentor. Pero también hemos recibido la “santificación progresiva”, por la cual el creyente es transformado a la semejanza del carácter de Cristo. Esta santificación progresiva es inaugurada gracias a la resurrección de Jesús, por la cual fuimos hechos nuevas criaturas, teniendo una vida nueva en obediencia al mandato divino, caminando según el poder del Espíritu y las Escrituras.
Al igual que cualquier otro cristiano, una persona con atracción hacia el mismo sexo necesita entender que estas disciplinas son absolutamente necesarias para madurar. También debe tener muy claras las expectativas reales en este lado de la eternidad respecto de su propio proceso de santificación. No cabe duda de que la voluntad de Dios para con nosotros es la santificación (1Ts 4:3), y el fin último de dicho proceso es desarrollar un carácter como el de Cristo en todo aspecto. Sin embargo, sabemos que en este mundo y en este cuerpo no llegaremos a la perfección, y que ésta solo se logrará en su totalidad el día en que regrese Jesucristo, cuando todo nuestro ser y naturaleza corruptible sean totalmente transformados en una existencia incorruptible. En otras palabras, nuestra lucha nunca acabará del todo en esta vida.
No estoy diciendo que Dios no pueda eliminar un pecado por completo, sino que, por un lado, lograr la perfección en todos los aspectos de nuestro ser es un objetivo inasible en esta vida, y por otro, también es probable que Dios permita que luchas de este tipo y en diferente grado continúen, no porque quiera incomodarnos, sino a través de ellas pule nuestro carácter y nos hace más dependientes de Su gracia.
Visto de esta manera, tenemos un llamado mucho más alto y trascendente que la heterosexualidad: vivir en plena comunión con nuestro Padre. Su presencia en nosotros transforma muchas de nuestras debilidades, y no solo las de tipo sexual, sino también todas las demás, porque nuestra santificación no está limitada a nuestras debilidades sexuales. Cuando logré entender esto, mi oración dejó de estar centrada en mi debilidad (aunque por supuesto pido sabiduría para andar en el Espíritu), y me enfoqué en conocerlo y entenderlo a Él, en quien reside el poder de transformarlo todo conforme al perfecto designio de Su voluntad.
Es común que muchos cristianos que aman al Señor y viven en obediencia, aún luchen en algún grado con algún pecado o inclinación durante toda una vida. Si comparo mi vida actual con el pasado, puedo ver una gran transformación: mi vida ya no gira en torno al deseo y práctica homosexual como antes, aunque sigo sintiendo atracción hacia otros varones en algún grado y en algunas ocasiones. También conozco testimonios de personas cuyos deseos sexuales fueron completamente transformados, como también algunos que, pese a lidiar en algún grado con la atracción homosexual, han formado hogares cristianos, sustentados en la gracia divina y en Su poder.
He tratado de traer a mi memoria hechos puntuales que pudieran tener relación con mi atracción homosexual. Pude establecer algunos hitos que durante mi infancia afectaron la forma en que percibí situaciones difíciles a mi alrededor y terminaron por generar una idea distorsionada de mí mismo, alterando la forma de relacionarme con otros varones. Sin entrar en mayor detalle, no es nada fácil navegar a través de esos recuerdos, pero sí es necesario comprenderlos y procesarlos con toda la carga emocional y espiritual que puedan traer consigo. El salmista escribió que Dios sana a los quebrantados de corazón y venda sus heridas (Sal 147:3).
¿Celibato obligatorio?
Uno de los sentimientos que más ronda al homosexual es la soledad. Esto es causado por la dinámica de las relaciones en que se suelen involucrar, regularmente de poca duración y promiscuidad, y por la tendencia a concentrarse en los logros económicos y/o profesionales, con los cuales buscan asegurarse una vejez cuando se agote la juventud y no haya una familia propia. La soledad también es una preocupación entre los cristianos que sienten atracción hacia el mismo sexo, pues pueden creer que no hay posibilidad de salir con alguien del sexo opuesto y eventualmente construir una familia, derivando en una suerte de celibato obligatorio.
Creo que necesitamos comprender dos verdades importantes sobre el matrimonio de una persona con atracción por el mismo sexo. La primera es que hay una diferencia importante entre celibato y castidad. El celibato es un don cuyo propósito es que la persona célibe dedique su tiempo y esfuerzo por completo al servicio del Señor, mientras que la castidad es un compromiso de pureza de no tener relaciones sexuales excepto dentro del vínculo matrimonial. El celibato es un don dado a algunos, pero la castidad es un mandato para todos los creyentes solteros. La segunda verdad es que no es cierto que el destino único de un creyente que sienta atracción homosexual sea la soltería. Hay testimonios de hermanos que en su andar con Cristo han visto su lucha cesar totalmente o reducirse a un grado mínimo, de forma que no fue un impedimento para construir familias cristianas. Claro, también hay aquellos que han determinado permanecer célibes para dedicarse por completo a los asuntos del Reino, pero no son la totalidad.
En todo caso, no podemos ignorar el hecho de que es factible que el decreto del Señor sea la soltería y esto no es algo que haya que temer, porque podemos descansar en el hecho de que Él sabe qué es lo mejor para nosotros. La soltería era algo que Pablo veía con buenos ojos según 1 Corintios 7, siendo él mismo soltero. La realidad es que también tenemos que aprender a ver las cosas de esta vida con una perspectiva eterna: el tiempo aquí es corto y las cosas de este mundo son pasajeras, incluyendo el matrimonio. No debemos perder de vista que tenemos una eternidad por delante y que las tribulaciones, angustias e incomodidades que podamos experimentar en esta vida palidecen comparadas con la gloria venidera que nos espera (Rom 8:18). En amor digo esto: permanecer solteros no debería ser algo que nos deba preocupar demasiado y que más bien deja entrever dónde tenemos nuestro corazón.
Un problema de identidad y el costo del discipulado
Jesús les recordaba a Sus discípulos el costo del discipulado con regularidad: “Si alguien quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de Mí, la hallará”, Mt 16:24-25 (NBLA).
El precio a pagar para cualquier seguidor de Jesús es altísimo: nuestra vida misma. Este pasaje suele entenderse con un cierto romanticismo respecto de la cruz, asemejándola con las dificultades cotidianas, penurias económicas o alguna enfermedad que podamos sufrir. Sin embargo, en el primer siglo las personas que escucharon esta frase de labios de Jesús entendían perfectamente lo que significaba la cruz: la muerte. Esa era la única manera de ser Sus discípulos. Había que renunciar por completo a la forma propia de ver y vivir la vida; había que morir a sí mismo.
La historia del encuentro del joven rico con Jesús (Mt 19:16-26) ilustra más claramente qué significa negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz y seguirle. Jesús le pidió que renunciara a sus bienes y lo siguiera, y el joven se fue triste “porque era dueño de muchos bienes”. Este joven había construido toda su identidad alrededor de las posesiones que tenía, de tal manera que eran las posesiones lo que le daba sentido a su vida, por lo que le fue imposible acceder al pedido de Jesús.
Durante 18 años construí mi identidad sobre mi sexualidad porque era lo único que daba algún sentido a mi vida. El llamado de Jesucristo para cada uno de nosotros es renunciar a esa identidad, a esa vida que nos hemos construido, y reemplazarla por la identidad en Jesucristo. Si insistimos en conservar esa antigua identidad, esa vieja vida, vamos a terminar perdiéndonos, pero si dejamos esa vida y esa identidad, hallaremos la vida abundante, la vida de Cristo. ¿Cuánto cuesta seguir a Jesús? Todo. El costo es nuestra vida.
Me arriesgo a pensar en que eran esas palabras de Jesús las que Pablo tenía en mente cuando escribió: “Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”, Ga 2:20 (NBLA). Todos los que decimos seguir a Cristo, sin excepción, estamos llamados a morir. Es imposible ser verdaderos discípulos sin perder la vida.
El papel de la iglesia y la familia
Como mencioné al comienzo de este artículo, mi experiencia con la iglesia cuando compartí la lucha que se libraba en mi interior durante mi juventud, no fue la mejor. En varios sentidos la respuesta del liderazgo en ese momento fue bastante torpe. En ese tiempo la iglesia no solía abordar problemáticas sexuales abiertamente a pesar de contar con una perspectiva bíblica al respecto, y al decidir no hacerlo, estaba entregando tácitamente el monopolio conceptual sobre la sexualidad a la sociedad secular.
Hoy presenciamos una lenta imposición de parte del Estado y los organismos internacionales de la “agenda de género” en la educación, la ley y la familia. La iglesia ha comenzado a despertar del letargo, de ese coma inducido generado por la complacencia del status quo. Estamos en una sociedad que hasta hace algún tiempo estaba poco dispuesta a aceptar cambios bruscos en las prácticas sexuales, mucho menos de incentivarlas activamente a través de los medios de comunicación como se ve hoy.
Afortunadamente, ahora vemos liderazgos mucho más preocupados por entender esta problemática de manera integral. La iglesia de hoy quiere profundizar en lo que las Escrituras tienen para decir al respecto y en cómo hacer frente, no solo a la amenaza externa, sino también a la interna: esa corriente liberal que desde adentro de la iglesia busca modificar la interpretación de las Escrituras para que resulte menos incómoda para la sociedad en general y en especial para la comunidad LGTBIQ+.
En la iglesia hay una postura tácita según la cual el homosexual inconverso necesita una forma modificada de evangelio. En el fondo el problema es no saber cómo abordar una conversación que lleve al evangelio. Sí, es difícil hablarlo cuando el homosexual conoce la postura tradicional de la iglesia respecto de la sexualidad. Sin embargo, el evangelio es el mismo porque todos, sin excepción, hemos pecado y hemos sido destituidos de la gloria de Dios (Rom 3:23).
Es difícil mantener un equilibrio entre verdad y amor, pero a eso estamos llamados. Cualquier persona merece ser tratada con dignidad y respeto por el solo hecho de ser portador de la imagen de Dios, al tiempo que no debe comprometerse o diluirse la verdad de lo que Dios manda. Hay que reconocer que esta es una tarea difícil, porque el mundo actual ha redefinido el concepto de amor, que es el fundamento sobre el cual descansa la verdad, y se le ha redefinido como un sinónimo de aceptación. En palabras de Alisa Childers:
Según la Biblia, el amor es paciente y bondadoso, absolutamente. Pero el amor también se niega a deleitarse en el mal; en cambio, se regocija con la verdad (1Co 13:6). [El amor] es una característica definitoria de Dios mismo (1Jn 4:16). Y el amor de Dios no puede afirmar ni celebrar nada que contradiga Su santidad. Cuando el amor es arrancado de su contexto bíblico y la moralidad es definida por deseos personales, uno se queda con un evangelio hecho a su propia imagen.
Ahora, también resulta llamativo que las nuevas generaciones de cristianos otorguen mayor importancia a los sentimientos, a las experiencias o al “mover del Espíritu”, que al hecho de que nuestra fe debe estar correctamente fundada en la verdad de las Sagradas Escrituras. Como afirma un estudio de Lifeway del 2020, las nuevas generaciones tienen serios problemas para estudiar y entender la Biblia. El resultado es que a muchos les resulta incorrecto evangelizar a otros y son más escépticos que otras generaciones. La reacción a primera vista es preguntarse si estos cristianos son verdaderamente creyentes, y lo digo desde mi experiencia: yo mismo fui un falso convertido.
Así, la familia cristiana tiene mucha responsabilidad en esto. Hoy muchos padres cristianos descuidan el compromiso de evangelizar y enseñar a sus hijos, delegando a la iglesia y la escuela dominical tareas que son su responsabilidad, ignorando la importantísima tarea de ser modelos del carácter de Dios para sus hijos. Con el tiempo los hijos aprendemos a mimetizarnos dentro del ecosistema cristiano sin que entendamos de corazón la gravedad de nuestra condición de pecadores necesitados; aprendemos a adoptar una ética cristiana, pero esto no sirve de mucho a la hora de enfrentar sentimientos homosexuales. Al no haber una comprensión genuina, profunda y verdadera del amor, la gracia y la verdad de Dios, se es presa fácil de los sentimientos y la influencia ocasionada por el constante bombardeo de la sociedad.
Adicionalmente, la iglesia, debido a una deficiente comprensión integral de la problemática planteada, ha fallado en ofrecer contención efectiva y asistencia espiritual a aquellas personas que, cristianas o no, sufren en silencio a raíz de la culpa y el temor que genera el sentirse atraído por personas del mismo sexo. En muchas ocasiones, la consejería se limita a mostrarle a esa persona los versículos que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento hacen referencia a la homosexualidad, sin sentir verdadera y genuina misericordia hacia ese ser humano que ha abierto su corazón. Mi experiencia personal en este tipo de consejería fue lamentable, y el pobre manejo que se le dio, en cierta manera, terminó por facilitar mi decisión de vivir una vida abiertamente gay.
Es de importancia capital en los tiempos que corren que la iglesia comience a hablar y enseñar abiertamente con verdad y misericordia, no solo sobre la homosexualidad, sino también sobre todas las demás debilidades sexuales que constituyen pecado y que en muchas ocasiones se barren bajo la alfombra. Probablemente nos horrorizaríamos al comprobar la cantidad de feligreses que luchan con la pornografía.
Las Escrituras, en tanto revelación en todo asunto de conducta y fe para el ser humano, nos animan a confesar mutuamente nuestras faltas y a orar los unos por los otros para ser sanados. Somos animados a llevar las cargas los unos de los otros, abandonando las pasiones y reemplazándolas por objetivos santos como la justicia, la fe, el amor y la verdad, junto con los hermanos que también invocan al Señor. No solo para el que lucha con la atracción homosexual, sino para todo creyente que camina en dirección a la santidad, es fundamental que los creyentes se animen entre ellos al amor y las buenas obras.
Referencias y bibliografía
Jen Hatmaker y el evangelio a la medida | The Gospel Coalition
Los feligreses expresan confianza y confusión sobre la Biblia | Lifeway Research
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