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Una crítica persistente a la teología de la Reforma es que una visión elevada de la soberanía de Dios reduce el celo evangelístico. Aunque las críticas suelen ser erróneas, el peligro no carece de precedentes históricos. La historia de la iglesia es testigo de interpretaciones no bíblicas de la soberanía de Dios y la responsabilidad humana. En el siglo XVIII, uno de estos puntos de vista ahogó la vida de muchas iglesias reformadas bautistas y congregacionales de Inglaterra.
Sin embargo, un valiente libro no sólo revirtió el declive, sino que también sentó las bases del movimiento misionero protestante más importante de la historia, y tiene una palabra importante para la iglesia de hoy.
Distorsión doctrinal
Como herederos de la tradición reformada, los bautistas y congregacionalistas ingleses afirmaban el poder soberano de Dios en la salvación: que, de acuerdo con Su gran amor, Dios atrae a quienes Él elige de forma incondicional, de manera irresistible, a la fe perseverante. Aparte de cualquier iniciativa humana, Dios obra a través de un acto inmerecido, misericordioso y transformador de regeneración que produce fe. Los reformadores resaltaron lo que enseñaban las Escrituras: la salvación es toda de Dios, como lo afirma Pablo en Efesios 2:8-9: “Porque por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (NBLA).
Sin embargo, a finales del siglo XVIII, algunos ministros calvinistas, en su celo por proteger esta doctrina, la habían desfigurado. Ellos razonaban que, dado que los incrédulos son incapaces de volverse a Cristo sin la acción divina, no sería bíblico instarles a hacerlo a través de la predicación. Predicar el evangelio a un público mixto de creyentes y no creyentes daría efectivamente la seguridad de las promesas de Dios tanto a elegidos como a no elegidos. Quienes lo hicieran también estarían reclamando autoridad divina y usurpando el papel del Espíritu de Cristo.
Por lo tanto, argumentaban, los pastores sólo deben declarar la obra de Cristo como un simple hecho en la predicación: llamar a los hombres al arrepentimiento y a la fe era teológicamente erróneo y pastoralmente peligroso. Esta posición endurecida, conocida como “alto calvinismo”, casi aseguraba que los no creyentes nunca fueron invitados a poner su fe en Jesús. Bajo esta predicación sin evangelio, los pastores no hacían ningún llamado urgente a confiar en Cristo. Las iglesias alto calvinistas se marchitaron. Cesó la evangelización personal. Los pecadores se quedaban con la convicción del pecado, pero sin un remedio claro.
Cualquier pobre pecador
Andrew Fuller (1754-1815) fue uno de esos pecadores desesperanzados. Fuller creció en una granja en los escarpados pantanos al noreste de Cambridge y asistía a una pequeña congregación bautista en Soham. Mientras el despertar evangélico transformaba las iglesias de la ruralidad inglesa, la iglesia de Fuller y su pastor alto calvinista John Eve parecían inmunes a su efecto. El pastor Eve, escribió Fuller, “tenía poco o nada que decir a los inconversos”. Mientras George Whitefield y John Wesley suplicaban a los pecadores que se arrepintieran y confiaran en Jesús, Eve no hizo ningún llamado evangélico. “Nunca me consideré interesado en lo que oía desde el púlpito”, escribió Fuller más tarde.
Consciente de su propia condición pecaminosa, el adolescente Fuller estaba atrapado en una angustiosa especulación, buscando desesperadamente una señal de su elección en lugar de apartar la mirada de sí mismo para ponerla en Cristo.
Esto duró años. “No era consciente entonces de que un pobre pecador tuviera una garantía para creer en Cristo para la salvación de su alma”, reflexionó más tarde, “sino que suponía que debía haber algún tipo de cualificación que le diera derecho [a ser salvado]. Sin embargo, era consciente de que no reunía los requisitos necesarios”.
La ruptura se produjo finalmente cuando Fuller reconoció que la salvación se encontraba en la confianza en Cristo, no en una percepción subjetiva de su propia idoneidad. Al respecto, escribió:
Debo hacerlo; lo haré. Sí, confiaré mi alma, mi alma pecadora en Sus manos (...). Estaba decidido a lanzarme sobre Cristo (...), y a medida que la mirada de mi mente se fijaba más y más en Él, mi culpa y mis temores fueron desapareciendo gradual e insensiblemente.
Fuller reflexionó más tarde que, aunque finalmente había encontrado la paz en Cristo, “creo que debería haberla encontrado antes”, si la barra del alto calvinismo no hubiera bloqueado el camino. Nunca olvidó el miedo y la desesperanza que sentía en el banco de la iglesia cuando Jesús estaba allí para ser ofrecido. A medida que crecía en su comprensión de las Escrituras, veía los defectos letales del alto calvinismo con una claridad aún mayor.
El evangelio para todos los hombres
Fuller se convirtió en pastor de la iglesia de Soham en 1775 y, tres años más tarde comenzó a llamar abiertamente a sus oyentes a la fe en Cristo. Muchos en la congregación de Soham no estaban contentos, pero Fuller continuó, incluso rechazando la oportunidad de pastorear una congregación más grande en otra comunidad. Sin embargo, la oposición en Soham no fue infructuosa. Fuller estudió las Escrituras y, animado por la conversación con nuevos amigos de la asociación pastoral local, comenzó a escribir una extensa respuesta al esquema alto calvinista.
En 1781, fue llamado a ser pastor de la congregación bautista de Kettering. La confesión de fe personal que presentó a su nueva congregación refleja el pensamiento que pronto volcaría el alto calvinismo:
Creo que es deber de todo ministro de Cristo predicar clara y fielmente el evangelio a todos los que quieran oírlo; y, como creo que la incapacidad de los hombres para las cosas espirituales es enteramente de tipo moral y, por lo tanto, criminal (y que es su deber amar al Señor Jesucristo y confiar en Él para salvación, aunque no lo hagan), por lo tanto, yo creo que los discursos, invitaciones, llamamientos y advertencias libres y solemnes que se les dirigen no sólo son coherentes, sino que están directamente adaptados como medios de la mano del Espíritu de Dios para llevarlos a Cristo. Lo considero una parte de mi deber que no podría omitir sin ser culpable de la sangre de las almas.
Animado por sus amigos, Fuller publicó en 1785 los argumentos en que se basaban sus conclusiones. The Gospel Worth of All Acceptation, or the Duty of Sinners to Believe in Jesus Christ, cuya edición en español se titula El evangelio para todos los hombres, insiste en un punto central: debido a que la naturaleza y los propósitos de Dios han sido revelados en última instancia en Jesucristo, todo ser humano está obligado a responder en arrepentimiento y fe.
Seis razones para declararse culpable
El argumento de Fuller se basa en seis proposiciones. Primero, a los pecadores inconversos se les invita, exhorta y ordena clara y repetidamente que confíen en Cristo para su salvación. Esta es la enseñanza tanto del Nuevo Testamento (Jn 5:23; 6:39; 12:36) como del Antiguo (Sal 2:11-12; Is 55:1-7). “La fe en Jesucristo”, escribe Fuller, “se presenta constantemente como el deber de todos aquellos a quienes se les predica el evangelio”.
Segundo, todo ser humano está obligado a recibir lo que Dios revela. “Es admitido por todos, excepto por los antinomianos más repugnantes [los alto calvinistas]”, argumenta Fuller, “que todo hombre está obligado a amar a Dios con todo su corazón, alma, mente y fuerzas; y esto pese a su naturaleza depravada”. Este es el testimonio de la autorrevelación de Dios en la creación, en la ley y “en la más alta y gloriosa manifestación de sí mismo” en la encarnación.
Tercero, el evangelio, aunque es un mensaje de pura gracia, requiere la respuesta obediente de la fe. Fuller ilustra esta proposición señalando que la bondad de Dios “naturalmente [efectivamente] requiere una respuesta de gratitud. La merece y la ley de Dios la exige formalmente en Su nombre. Así sucede con el evangelio, que es el mayor desbordamiento de la bondad divina que jamás se haya presenciado”.
Cuarto, la falta de fe es un pecado detestable que las Escrituras atribuyen a la depravación humana. A la luz de la autorrevelación de Dios, la ignorancia voluntaria, el orgullo, la deshonestidad o la aversión de corazón de los pecadores son evidencias de incredulidad, no excusas para la incredulidad. El Espíritu de Cristo ha sido enviado al mundo con el propósito mismo de convencer al mundo de la incredulidad, que sería innecesaria “si la fe no fuera un deber” (Jn 16:8-9).
Quinto, Dios ha amenazado e impuesto los castigos más terribles a los pecadores por no creer en el Señor Jesucristo. “Aquí se da por sentado que nada diferente al pecado puede ser la causa del castigo de Dios”, escribe Fuller, “y nada puede ser pecado que no sea un incumplimiento del deber”. La incredulidad es, en sí misma, un pecado “que agrava enormemente nuestra culpa y que, si se persiste en él, da la estocada final a nuestra destrucción”.
Sexto, la Biblia exige de toda la humanidad ciertos ejercicios espirituales, que se representan como su deber. Si se requiere que las personas amen, teman y glorifiquen a Dios, entonces también se requiere arrepentimiento y fe. Aunque estos ejercicios sean provocados por el Espíritu de Cristo, la obligación permanece. La obediencia del hombre a la verdad y el don de Dios de la fe por gracia son la misma cosa vista desde perspectivas diferentes.
Si estas proposiciones son válidas, concluye Fuller, “el amor a Cristo es el deber de todo aquel a quien se le predica el evangelio”. El trabajo del ministerio cristiano, entonces, es “sostener la gracia gratuita de Dios a través de Jesucristo como el único camino de salvación del pecador”. “Si éste no es el tema principal de nuestros ministerios”, advierte Fuller, “más vale que seamos cualquier cosa menos predicadores. ‘¡Ay de nosotros si no predicamos el evangelio!’”
El deber de darlo a conocer
Las repercusiones de su argumento son incalculables. Desde una perspectiva histórica, Fuller desmanteló de tal modo el alto calvinismo que desde entonces no ha surgido ningún argumento serio en su favor. Aún más importante, su libro El evangelio para todos los hombres desató un tsunami de calvinismo evangélico. Si es deber de los pecadores arrepentirse y creer en Cristo, como enseñan las Escrituras, entonces también es deber urgente de los cristianos presentar las afirmaciones de Cristo a sus vecinos y a las naciones. Los pastores retomaron su vocación de evangelizadores. Se crearon nuevas organizaciones para multiplicar la predicación itinerante. Los cristianos de a pie, al comprender mejor las implicaciones del evangelio, alzaron la vista y vieron campos listos para la cosecha.
Para William Carey (1761-1834), el argumento de Fuller fue fundamental. “Si es el deber de todos los hombres donde llega el evangelio creer para salvación”, dijo Carey a un amigo después de leer el libro de Fuller, “entonces es el deber de aquellos a quienes se les ha confiado el evangelio darlo a conocer entre todas las naciones para la obediencia de la fe”. Varios años después, en su famosa Investigación, Carey escribió que la comprensión deficiente del evangelio era la razón por la que “multitudes se sientan a sus anchas y no se preocupan por la mayor parte de sus compañeros pecadores que, hasta el día de hoy, están perdidos en la ignorancia y la idolatría”. Puesto que los cristianos son aquellos “cuyo interés más verdadero radica en la exaltación del reino del Mesías”, concluyó Carey, “que cada uno, entonces, en su posición se considere obligado a actuar con todas sus fuerzas y de todas las maneras posibles para Dios”.
No eran simples palabras. Cuatro meses después de su publicación, Carey, Fuller, su amigo John Ryland (1753-1826) y varios otros se reunieron para formar la Sociedad Misionera Bautista. Carey se convirtió en su primer misionero, partiendo hacia la India en 1793. Ryland apoyó a los congregacionalistas londinenses en la creación de la Sociedad Misionera de Londres (1795) y a los anglicanos en el lanzamiento de la Sociedad Misionera de la Iglesia (1799). Esta ola de calvinismo evangélico, que llegó a las costas de Estados Unidos, dio lugar a la Junta Americana de Comisionados para las Misiones Extranjeras (1810) y a la Convención Misionera General de la Denominación Bautista (1814), precursora de la Junta Misionera Internacional de la Convención Bautista del Sur, la mayor organización de envío de misioneros del mundo.
Jesús es digno
El evangelio para todos los hombres de Fuller —o como dice su título original en inglés, “El evangelio digno”— también tiene una palabra para nosotros. Una visión elevada de la soberanía de Dios no merma ni el evangelismo ni las misiones. Más bien produce el efecto contrario: ya que el evangelio es digno de toda aceptación, ya que todos los que lo escuchan tienen el deber de responder con fe, ya que el Espíritu, en última instancia, produce la obediencia a la verdad, podemos tener la confianza y el valor de proclamar el evangelio a nuestros vecinos y entre las naciones. Jesús es digno de toda adoración. Su gloria, nuestro gozo y el bien de todos los pueblos “piden a gritos que se hagan todos los esfuerzos posibles para introducir el evangelio entre ellos”.
Este artículo fue traducido y ajustado por Sergio Osorio. El original fue publicado por Ryan Griffith en Desiring God, con el título Only Bad Calvinism Abandons Souls: The Story Behind a Missions Revival. Allí se encuentran las citas y notas al pie.
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