En los últimos años, ha sido notable el crecimiento de la desconfianza hacia las figuras de poder y los discursos autorizados. Muchos analistas consideran que esta desconfianza es un signo de la época posmoderna que transitamos, una época de post verdad. Tal vez, el ejemplo más evidente sea el descrédito que sufren la política, los políticos y las instituciones estatales e internacionales, en general. Pero el mismo descrédito parece reposar hoy sobre la medicina y la ciencia, en especial, luego de la pandemia que afectó a todo el mundo.
Esta crisis de credibilidad es agudizada por el internet y los medios de comunicación, que arrojan a los ciudadanos comunes en un mar de opiniones y teorías, muchas veces contradictorias entre sí. Las verdades y las mentiras viajan a la misma velocidad. En medio de este escenario de inestabilidad, los cristianos no son ajenos a sufrir conflictos entre sus convicciones y los avances técnicos.
El Dr. Antonio Cruz puede ayudarnos a pensar la relación entre fe y ciencia, en un tiempo en que ambas parecen enfrentadas. Antonio Cruz nació en Úbeda, provincia de Jaén (España) el 15 de julio de 1952. Licenciado en Ciencias Biológicas por la Universidad de Barcelona, donde también se graduó como Doctor en Biología, en 1990. Es Doctor en teología por la Theological University of America de Cedar Rapids, Iowa, USA.
Hasta su jubilación, en 2012, fue Catedrático de Biología y Jefe del Seminario de Ciencias Experimentales del Instituto Investigador Blanxart en Barcelona. Biólogo investigador del Centro de Recursos de Biodiversidad Animal, del Departamento de Biología Animal de la Universidad de Barcelona. Miembro distinguido de la Asociación Española de Entomología, de la Institució Catalana d´Història Natural, y de la Société Française d’Historia Naturelle. Ha trabajado en diversas investigaciones zoológicas y descubierto numerosas especies de crustáceos isópodos.
Es pastor-colaborador de la Iglesia Evangélica Unida de Terrassa (Barcelona) España y Profesor del Centro de Estudios Teológicos en Barcelona. Es colaborador de FLET Facultad Latinoamericana de Estudios Teológicos en al área de Maestría, con la cual ha participado en diversos seminarios. Es autor de numerosos libros cristianos publicados por CLIE, y otras editoriales, entre los cuales se encuentran: Introducción a la apologética cristiana (2021); Dios, ciencia y conciencia, ¿quién tiene razón, Dawkins y Pablo? (2018); Nuevo ateísmo. Una respuesta desde la ciencia, la razón y la fe (2015); y Darwin no mató a Dios (2004).
Conversamos con el Dr. Cruz acerca del ataque de círculos académicos a la fe cristiana, y cómo los cristianos podemos recuperar la confianza en los actuales avances científicos.
Puede decirse que existe una “clásica” disputa entre la fe y la ciencia. Popularmente se acepta que existen contradicciones, incluso muchos cristianos piensan en estos términos. Pero usted ha dicho en sus charlas que “sin Dios, no sería posible la ciencia”. ¿Puede explicarnos qué significa esto?
Yo creo que el cristianismo afirma la coherencia de la realidad. Por fragmentada que a veces pueda parecernos nuestra experiencia del mundo, hay una imagen de conjunto, que apenas entrevemos, pero que mantiene la unidad de las cosas, dándole sentido a todo. Todavía hay gente que cree que nada tiene sentido, que vivimos en un universo caótico regido por leyes impersonales e incoherentes. Esta creencia en la incoherencia de la realidad se forjó sobre todo en la Edad Moderna y en la Contemporánea. Los descubrimientos científicos parecían erosionar la interconexión y unidad del mundo. Las leyes de la astronomía, aparentemente, no tenían nada que ver con las de la física de partículas subatómicas y éstas tampoco parecían explicar bien las leyes de la biología o del resto de las ciencias naturales. El mundo se compartimentaba en una especie de “puzle”, en el que las piezas eran incoherentes y no parecían encajar correctamente. Sin embargo, la teología cristiana seguía afirmando que la realidad debe tener sentido, unidad y coherencia, puesto que es la obra de un Dios sabio y coherente.
Tal como escribía C. S. Lewis: “no aplicamos una lectura racional a un universo irracional, sino que respondemos a una racionalidad de la que el universo siempre ha estado saturado”. La ciencia asume que hay un único mundo a investigar y que las leyes de la física se aplican en todas sus partes. La ciencia trabaja con la presuposición de que los resultados que obtiene son generalizables. Es decir, que lo que funciona en España también lo hace en Colombia, en Marte o en cualquier lugar del universo. Se supone que las leyes naturales que rigen nuestra galaxia, la Vía Láctea, también deben hacerlo por todas las demás galaxias del universo. La ciencia va de lo conocido a lo desconocido, de lo que se ha experimentado a aquello que excede o sobrepasa nuestra experiencia.
No sólo se supone que el mundo está ordenado y estructurado, sino que también se da por supuesto que tal ordenamiento es típico del universo entero, aunque eso no se pueda comprobar directamente. El hecho de que se puedan aplicar las matemáticas al mundo físico indica que debe haber una racionalidad detrás del cosmos. Y que esta racionalidad y este orden natural puede ser estudiado y comprendido por la mente humana. De hecho, si no pudiéramos entender las estructuras de la naturaleza, la ciencia sería imposible. La racionalidad del propio método científico parece descansar sobre una racionalidad metafísica más básica que muestra el orden que hay en todas las cosas. El cristianismo proporciona una trama de sentido, una fe profunda en la interrelación de todas las cosas.
El apóstol Pablo dijo que todas las cosas subsisten en Cristo: “Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (Col. 1:17). Hay una red oculta de sentido e interconexión detrás del mundo efímero y aparentemente incoherente que experimentamos cada día. Por tanto, sin Dios no sería posible la ciencia.
Puede decirse, entonces, que “fe vs ciencia” es una falsa dicotomía. Pero es innegable que desde el ámbito científico existe un ataque a la fe y las religiones, y en especial, al cristianismo. Entonces, no es la ciencia la que se opone al cristianismo, sino quienes hacen ciencia, los académicos y científicos. Creo que muchos jóvenes cristianos viven este ataque en las universidades y casas de estudio. ¿Cómo ha sido su experiencia, siendo usted hombre de ciencia y de fe? ¿Qué consejo puede darles a esos cristianos que sienten su fe bajo ataque?
Quienes pretenden usar la ciencia para atacar a Dios o a la fe cristiana desconocen tanto el alcance de la ciencia como el de la teología. Yo creo que la verdad científica se complementa con la teológica porque, en definitiva, sólo hay una única verdad. A lo largo de mi vida he sufrido numerosos ataques de parte de escépticos. Aunque casi siempre he podido constatar que sus motivaciones eran más ideológicas que realmente científicas. Detrás de sus críticas había más emotividad que racionalidad. De ahí que el testimonio personal que evidencia la vida cotidiana del creyente sea fundamental para transmitir valores y creencias a otras personas que no piensan como nosotros. En mi caso, he podido constatar que enemigos intelectuales se convertían con el tiempo en amigos respetuosos con mis creencias. Según el apóstol Pedro, antes de dedicarnos a defender el evangelio, debemos defender nuestra fidelidad al evangelio. Si los enemigos de la fe descubren fisuras en nuestra vida, las aprovecharán para hundirnos y difamar el evangelio. Solamente una conducta íntegra, sincera, coherente es capaz de hacer callar la calumnia y desarmar las críticas. El ejemplo de nuestra vida debe hacer más fácil a los demás creer en Dios.
Al defender de manera razonable e inteligente todo lo que es verdadero, justo y bueno, estamos hiriendo mortalmente aquello que es erróneo, injusto y malo. Para hacerlo tenemos que saber lo que creemos; tenemos que haberlo pensado a fondo; tenemos que ser capaces de exponerlo inteligente e inteligiblemente. Nuestra fe debe ser un descubrimiento de primera mano. Pero, si no sabemos lo que creemos, ni por qué lo creemos, no estaremos en condiciones de defender la fe. Tenemos que ejercitarnos en realizar la labor mental y espiritual de pensar a fondo nuestra fe para poder decir lo que creemos y por qué lo creemos.
Actualmente, hay muchas personas en el mundo, desde políticos, pensadores, periodistas, ideólogos y hasta científicos divulgadores, que exponen sus ideas con una especie de beligerancia arrogante y agresiva. Consideran que, el que no está de acuerdo con ellos, o es poco inteligente o bien un canalla, y siempre tratan de imponer sus criterios a los demás. No obstante, la defensa del cristianismo debe presentarse con amor, con simpatía y con esa sabia tolerancia que reconoce que nadie posee la verdad absoluta. Cualquier argumento presentado por un cristiano debe estar hecho de manera que complazca a Dios. La mansedumbre y la reverencia, así como la moderación en la voz y el tono, son la mejor prueba de la solidez de la fe. Cuando estamos seguros del triunfo final de la verdad, no nos conturban los ataques del adversario. Guardémonos pues de insultar a quienes no poseen el don de la fe y todavía no han descubierto a Dios por medio de Jesucristo. No tenemos por qué enaltecernos, sino más bien humillarnos.
Vivimos en una época de desconfianza generalizada, y el discurso científico no es la excepción. Esto ha permitido que surjan todo tipo de teorías y movimientos que ponen en duda muchos logros científicos, como las vacunas en este momento. Estas teorías han penetrado fuerte en círculos cristianos, ¿cómo podemos recuperar la visión de que la ciencia es un regalo de Dios, como creyeron los primeros científicos modernos de s. XV? Entonces ¿puede Ud. recomendar la vacunación a cristianos que están optando por hacerlo?
Es verdad que detrás de la comercialización del conocimiento científico hay intereses económicos. Sin embargo, no creo que tal realidad menoscabe la eficacia y utilidad de las vacunas, como predica el negacionismo. Las vacunas son una forma segura y sencilla de evitar la enfermedad, el sufrimiento y/o la muerte por Covid-19. Debemos inmunizarnos ante esta terrible epidemia que pone en peligro nuestras vidas, empezando por las personas de mayor edad.
Las vacunas contra el coronavirus que ya se disponen hoy, así como otras que surgirán en el futuro, funcionan, son eficaces y constituyen uno de los mayores logros científicos en salud pública. Vacunarnos supone también proteger a nuestra familia y a nuestra comunidad. Algunas personas no pueden ser vacunadas, como bebés, niños, embarazadas, personas con diversas dolencias crónicas o problemas inmunológicos, etc. Estas personas están en particular riesgo de contagiarse de coronavirus. Por tanto, cuando los demás nos vacunamos, estamos ayudando a detener la transmisión del virus a estas personas más vulnerables. No sólo nos beneficiamos nosotros mismos, sino que también estamos siendo solidarios con ellos.
Con las vacunas contra el Covid-19, se abre una puerta a la ilusión y aparece una ayuda para vencer el miedo. Se trata de un elemento valioso que contribuye al bien común y, en mi modesta opinión, es algo moralmente aceptable. Las vacunas son uno de los grandes hallazgos científicos de la humanidad que deben de estar a disposición de todos, principalmente de los más necesitados. Y, hoy en día, en este momento tan duro, con consecuencias no sólo sanitarias, sino también sociales, laborales, económicas, familiares y espirituales, su utilización constituye un ejercicio de responsabilidad tanto personal como colectivo. Por supuesto, no debemos dejar de interceder al Señor, quien sanó a tantos enfermos, por nuestros hermanos y amigos que están sufriendo. Pero, a la vez, creo que debemos usar también los dones y sabiduría que Dios nos ha dado para paliar y eliminar dicho sufrimiento.
Dr. Antonio Cruz
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