Desmanes en Bogotá y la naturaleza divina de la paz.
Las últimas dos semanas han visto a Bogotá, la capital de Colombia, en total desconcierto. Todo comenzó en la madrugada del pasado miércoles 9 de septiembre, cuando el estudiante de derecho Javier Ordóñez perdió la vida tras un acto de abuso policial por parte de un grupo de uniformados, quienes lo torturaron con una pistola taser en repetidas ocasiones y al parecer le propinaron una golpiza al interior de un CAI. Todo se conoció por un video tomado por la ciudadanía, en el que es evidente que Ordóñez suplicó a los oficiales que se detuvieran, pero ellos se negaron. Cuando llevaron a Ordóñez al hospital, no había mucho qué hacer. Pronto fue declarado muerto.
Ese mismo día en la noche comenzaron marchas pacíficas en la ciudad a modo de protesta por el proceder de los agentes de la policía. Los manifestantes mostraban rechazo, no solo por la muerte de Ordóñez, sino hacia al creciente número de casos de abuso de autoridad en el país y la evidente necesidad de hacer cambios estructurales a la policía. Pero esas manifestaciones se convirtieron en un campo de batalla durante los días 9 y 10 de septiembre. Diferentes actos vandálicos terminaron en la destrucción de propiedad pública, sobre todo las estaciones de policía, se dio un gran número de enfrentamientos entre el ESMAD (Escuadrón Móvil Antidisturbios) y encapuchados, y 13 personas resultaron muertas por heridas de bala, junto a casi 600 heridos. Sobre estos hechos aun se están llevando a cabo investigaciones.
Desde ese momento las opiniones públicas se han dado a conocer. ¿Quién fue el culpable de todas estas muertes? Es interminable detallar aquí todas las críticas que han tenido lugar entre diferentes estamentos gubernamentales, incluyendo a la alcaldesa de Bogotá, el presidente de la República y la Policía Nacional. Los debates sobre las propuestas de reformas en la institución de la policía y sobre el involucramiento de grupos criminales durante las marchas no han cesado hasta el día de hoy. En este momento son más las dudas que las respuestas. Si bien ya se están esclareciendo los hechos del 9 de septiembre y el momento de judicializar a los policías responsables está cerca, el problema ha mutado para convertirse en algo mayor.
Incapaces de alcanzar justicia
Algo que no ha dejado de rondarme la cabeza es el hecho de que todos los estamentos del estado, que hoy se critican mutuamente por sus actos y omisiones, buscan la paz. Hay un consenso generalizado sobre la brutalidad de los actos cometidos y la importancia de no estigmatizar a toda la policía, pues son ellos los que trabajan para garantizar el orden y, sin embargo, existen muchas dudas sobre cómo proceder en el país en este momento. Las manifestaciones pacíficas son muestras de una ciudadanía desconcertada que, al igual que sus gobernantes, anhela la paz y la justicia.
Si la gran mayoría de personas, tanto gobernantes como ciudadanos, anhelan y actúan en nombre de la paz, ¿por qué parece inalcanzable? Aquí vale la pena recordar imágenes de policías y ciudadanos estadounidenses tomados de la mano en señal de protesta en contra del racismo después de la muerte de George Floyd en mayo de este año, pero es esa misma sociedad la que ha perpetuado el racismo contra el que hoy luchan. Igual sucede en el resto del mundo: hace no más de dos semanas una niña de 12 años, que según su madre se encontró casualmente con una protesta pacífica en pro de la democracia, fue golpeada en Hong Kong por policías cuando comenzó a correr por el terror que experimentó al escuchar que sería requisada.
Hay en nuestro tiempo un anhelo de justicia en todo lugar, pero nuestras sociedades actuales son incapaces de alcanzarla. Bogotá hoy está llena de violencia por los hechos ocurridos recientemente. No hay a quien acudir, pues unos reclaman que se necesita más policía y otros señalan que son los policías los criminales. Incluso después de individualizar a los responsables del crimen, las autoridades que velan por la paz han quedado gravemente desautorizadas. Mientras tanto los gobernantes se enfrentan, todos en nombre de la paz, sin llegar a ningún acuerdo. Probablemente todos y ninguno tengan razón.
La naturaleza divina de la paz
Como creyente bogotano me siento impotente. Allá afuera siguen las protestas, los enfrentamientos y las controversias, y todo parece mucho más grande de lo que está al alcance de mis manos o de aquellos que me rodean. Pero sobre todo me siento débil ante las heridas y problemas profundos que yacen al interior de nuestra sociedad. En el fondo del abuso policial, el vandalismo y la lucha política entre los estamentos estatales, está la imposibilidad del ser humano para hacer y desear lo bueno. En el fondo está el pecado, enemigo absoluto de la paz y la justicia.
Estoy convencido de que entender eso nos debe llevar a actuar con la predicación del evangelio. La impotencia que produce en nosotros esa injusticia titánica que está allá afuera ha de llevarnos corriendo a un poder muy superior al de la política y las reformas sociales; necesitamos un cambio estructural a nivel del corazón, y solo la cruz tiene tales aptitudes.
Jesús dijo a sus discípulos “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados (…) Bienaventurados los que procuran la paz, pues ellos serán llamados hijos de Dios” (Mat. 5:6,9). Los apóstoles vivieron un tiempo tan lleno de crímenes como el nuestro, y en él, Jesús los llamó a vivir más justamente que los fariseos, obedeciendo de corazón al Señor y creyendo en el evangelio que los podía hacer salvos. Hoy debemos hacer lo mismo.
La paz y la justicia tienen una naturaleza divina. Por eso lo que las marchas y las reformas en las entidades legislativas pueden lograr son apenas un cambio superficial, que no alcanza a ser sombra de la realidad celestial. Así pues, es labor de la iglesia transformar nuestra sociedad con las buenas noticias de salvación, siendo sal y luz en la tierra.
Llamados a actuar
¿Cómo proceder en este tiempo? El primer enemigo por derrotar es la indiferencia. La iglesia no puede asumir una falsa piedad que la lleve a aislarse de los problemas sociales y meterse en una burbuja. Todo lo contrario: debemos ser los primeros en estar informados de las injusticias que ocurren a nuestro alrededor, los primeros en conocer el pensamiento de nuestros gobernantes (estemos de acuerdo con ellos o no) y, sobre todo, los primeros en lamentarnos por la falta de paz.
El dejar la indiferencia también implica participar en todo lo que nos concierne como ciudadanos. Según tengamos oportunidad, debemos votar por aquellas propuestas y candidatos que busquen la paz, y debemos tener una voz que rechace la injusticia, ayudando en nuestras comunidades hasta donde podamos y haciendo uso de los medios legales que nos provee la ley de nuestro país para expresarnos.
Pero es fundamental ir más allá y ser conscientes de que jamás veremos un mundo totalmente en paz hasta la venida de Cristo. Por eso nuestro enfoque, adornado con el carácter de una buena ciudadanía terrenal, debe ser celestial. Debemos luchar por construir el reino justo y pacífico de Dios a través de la predicación del evangelio, por el cual la gente viene a formar parte del cuerpo de Cristo y es capacitada para andar en amor, así como él anduvo en la tierra.
Estamos llamados a actuar. El señor Jesús oró al Padre diciendo “No te ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del maligno” (Juan 17:15). Él quiere que estemos aquí por un tiempo, no para estar quietos, sino para ser la luz del mundo.
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En Cristo,
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