La primera vez que escuché el término “párrocos naturalistas” fue de la boca de un amigo que ama la naturaleza. Un día el desánimo llenó mi mente de dudas y su consejo fue que meditara en la creación: “Piensa en cómo está formada una hoja, en sus colores, en cada nervio, incluso en cómo es parte del árbol. Después, piensa en Dios”. Simple, directo y, según me di cuenta después, efectivo.
Si bien al principio el ejercicio me resultó difícil, mientras más contemplaba elementos de la creación, más pensaba en Dios y Su belleza, y menos en mí y mis temores. Al interactuar visualmente con aquellos mensajeros de la existencia del Creador, me di cuenta de que los tomé por sentado, justamente por el mismo hecho de su continua presencia. Me asombré al entender cómo Dios ha plasmado Sus atributos en las nubes, las montañas, el cortejo de los pájaros, el camuflaje de los insectos e incluso el funcionamiento del cuerpo humano, tal y como dice Romanos 1:20: “...desde la creación del mundo, Sus atributos invisibles, Su eterno poder y divinidad, se han visto con toda claridad, siendo entendidos por medio de lo creado”.

Pero ni mi amigo ni yo fuimos los primeros en relacionar las maravillas de la creación con la mente divina del Creador. Desde inicios del siglo I, y con mayor auge en los siglos XVIII y XIX, varios ministros cristianos se dedicaron arduamente al estudio de diversos aspectos del mundo físico y contribuyeron de manera significativa al desarrollo de la historia natural. Sus observaciones fueron más que meras anotaciones de las características morfológicas y fisiológicas de lo que los rodeaba; se convirtieron en genuinas y originales alabanzas a Dios en un lenguaje científico y racional.
En el Salmo 19:1-2 la Biblia dice que los mismos cielos y el firmamento son testimonio fiel y continuo de Su existencia, creatividad, inmutabilidad y gloria. Y eso mismo fue lo que los párrocos naturalistas experimentaron al dedicar su vida a la botánica, zoología, geología, astronomía, meteorología y a muchas ramas más de las ciencias naturales. Vale la pena, entonces, explorar brevemente su obra e influencia.

Los primeros párrocos naturalistas
Antes de la era cristiana, el principal acercamiento a la “physis” o naturaleza era por medio de la razón humana, la lógica y la filosofía. Aristóteles consideró que la realidad tiene una mecánica, una forma y un propósito que está en constante desarrollo. Esto lo dedujo por medio de la observación empírica y descartó la idea de un Dios diseñador que hizo todo de la nada. Su hipótesis fue que un “primer motor inmóvil” era la causa última del movimiento en el universo, pero que en sí era estático e impersonal; no poseía ninguna relación con el hombre. Era una causa mas no una persona.
Durante la Alta Edad Media, la naturaleza se contempló principalmente desde un enfoque teológico. Figuras como San Agustín de Hipona, si bien no despreciaban el mundo natural, priorizaban la interpretación de la creación a través de la autoridad de las Escrituras. Siglos más tarde, durante la Baja Edad Media, Santo Tomás de Aquino representó un cambio significativo al integrar la filosofía aristotélica con la teología cristiana. Para Aquino, el estudio del mundo físico era un camino legítimo que, a través de la razón, podía conducir al conocimiento de Dios. Paralelamente, en los monasterios, los precursores de los párrocos naturalistas se dedicaron al estudio práctico de la naturaleza: clérigos y monjes estudiaron y clasificaron plantas en huertos medicinales, documentando sus propiedades para tratar enfermedades. Esta labor práctica de botánica y farmacopea les reveló la utilidad y el orden inmanente en la creación.

Durante el Renacimiento, se revitalizó el estudio sistemático de la naturaleza mediante la observación empírica grecorromana, pero aún así la religión no fue relegada de las ciencias. Nicolás Copérnico, padre de la astronomía moderna, afirmó que el orden y equilibrio de los planetas no podían ser sino evidencias de la mente y voluntad de una sabiduría divina que todo lo hace perfecto (en la misma línea de Galileo Galilei). Copérnico bien habría podido dialogar con Job o David sobre las estrellas, el cielo, el firmamento o el sistema solar. “Entre todas las artes liberales, la astronomía es la más digna para los hombres piadosos, pues lleva a la contemplación de las obras divinas”, dijo en una ocasión. Más tarde, una idea similar se le atribuiría a Galileo Galilei.
Durante el siglo XVIII, surgió en Inglaterra un notable movimiento de párrocos naturalistas que más tarde influiría en otras regiones de Europa en diferentes campos de estudio: Leonard Jenyns en la meteoreología, William Buckland en la paleontología, Hugh Miller con la geología, William Henry Dallinger en la microbiología y William Kirby, en la entomología.

William Kirby: el amor a Dios y a los insectos
En Bridgewater Treatise VII (Tratado de Bridgewater VII), uno de los escritos de William Kirby, él realizó una anotación sobre las orugas que parece tener un tono más teológico que científico: “Las metamorfosis de los insectos —tan maravillosas, tan completas— ofrecen analogías notables de la resurrección y la nueva vida, enseñándonos que Aquel que forma la mariposa de la oruga reptante también transformará nuestros cuerpos viles en gloriosos” (es posible que esta sea una paráfrasis).
Kirby, nacido en Inglaterra en 1759, amaba a Dios, a Su creación y a los insectos. Después de graduarse de la Universidad de Cambridge en 1781, comenzó sus oficios religiosos y, diez años después, se interesó por la historia natural, cuando conoció al botánico inglés Sir James Edward Smith. En su correspondencia, Kirby hizo esta extraordinaria observación que también ha sido parafraseada: “No puedo separar el estudio de los insectos de la alabanza a su Creador. Cada ala, cada antena, cada instinto habla de Él. Mi microscopio se convierte en una capilla, y mi escritorio, en un altar”.
Entre 1815 y 1826, junto con el entomólogo William Spence, escribió una obra de cuatro tomos titulada An Introduction to Entomology: or Elements of the Natural History of Insects (Una introducción a la entomología: elementos de la historia natural de los insectos). Para Kirby, conocer a detalle el hábitat, instinto e historia de los animales tanto en su espacio como en su interacción con el hombre era una imagen de la intención y voluntad del Creador al procurar una relación con el hombre.

Sir Charles Bell y la mano humana
Otro naturalista importante fue Sir Charles Bell, quien a través de su escrito The Hand: Its Mechanism and Vital Endowments as Evincing Design (La mano: su mecanismo y capacidades vitales como evidencia de diseño), realizó una magnífica presentación de la anatomía de nuestro principal instrumento de trabajo. Bell afirmó: “Cuando vemos la perfección de este mecanismo, y su idoneidad para los propósitos de la mente, no podemos resistir la convicción de que es obra de un Creador inteligente”.
La mano, como observó Bell, va más allá de ser una parte de nuestro cuerpo con la que, lamentablemente, hemos llegado a convivir como si no fuera una obra extraordinaria del Escultor divino. Es el agente de la voluntad por el cual el hombre interior llega a conectarse con el mundo material. En cada uno de sus movimientos, la mente y el cuerpo actúan en una perfecta unidad observable en todas las actividades que podemos hacer con las manos, como escribir, pintar, conducir, construir, etc. Estas evidencian que hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios.
También observó que la sensibilidad de la mano permite entender cómo funcionan otros organismos que coexisten en el mismo espacio, a identificarlos, amarlos o repudiarlos. El sentido del tacto es esencial para que el hombre se relacione con su entorno. En sus escritos, Bell demuestra gran humildad y asombro ante el funcionamiento y propósito de la anatomía del hombre como testimonio del involucramiento de Dios con Su creación al darle un propósito y varias utilidades.

Conflicto con los filósofos naturalistas
Para los párrocos naturalistas, la ciencia y la religión no eran esferas opuestas, ni estaban separadas por la objetividad pública de la una y la supuesta subjetividad privada de la otra. De hecho, el estudio de la anatomía de la naturaleza era una extensión de su trabajo religioso, que les permitía contemplar y comprender a Dios por los medios con los que decidió revelarse al hombre, desde el cosmos hasta el comportamiento de la criatura más pequeña.
Pero el mundo científico en el que convivían estaba en total desacuerdo con sus conclusiones sobre un Autor Todopoderoso y Omnisciente. La tristeza que esto causó a los párrocos naturalistas se expresa en la introducción de los Tratados Bridgewater, en la cual se expresó que muchos hombres de alto nivel de conocimiento en filosofìa natural habían abandonado al “Dios de dioses” y atribuían la creación del universo a otras causas que no tienen una explicación lógica, sino al azar.
En su intento por entender las fuerzas que confluyeron para la creación de todas las cosas, algunos científicos seculares hablaron de una Inteligencia Suprema a la que podían interpretar de acuerdo a su deseo, una cuasi-entidad que participó en el inicio de la creación pero que no se involucra con la conservación y sustento del universo de una manera personal y cercana sino que se va retirando a la par que el hombre expande los límites de su conocimiento, relegando a Dios a un estado de indiferencia y apatía. Esta cosmovisión puede provenir, más bien, desde el Jardín del Edén, cuando el hombre decidió vivir en independencia de su Creador.

Los Tratados de Bridgewater y una respuesta a la adoración
Hasta aquí hemos mencionado un par de veces los ensayos de Bridgewater. El título completo de la colección es The Bridgewater Treatises on the power, wisdom and goodness of God manifested in the creation (Los Tratados Bridgewater sobre el poder, la sabiduría y la bondad de Dios manifestados en la creación). Fue una declaración de ocho obras teológicas y científicas escritas por diferentes párrocos naturalistas por encargo de Francis Henry Egerton. Este conde británico y partidario de la teología natural procuró demostrar cómo los descubrimientos científicos de su época —que avanzaban a pasos agigantados— confirmaban la existencia de Dios, Su autoría sobre la creación y la importancia de la teología cristiana. Egerton temía que eventualmente el hombre se convirtiera en un orgulloso ateo al acercarse e interactuar con la creación, olvidando a su Autor.
En uno de sus ensayos, Kirby apuntó que la sabiduría de Dios se observa al crear estructuras tan complejas en criaturas tan diminutas y que Su inteligencia diseñadora se desplegaba en las colmenas, que con sus hexágonos matemáticamente precisos fascinaba a muchos matemáticos eruditos. Explicaba que dicha forma geométrica permite que se utilice el espacio con la menor cantidad de cera, lo cual revela la sabiduría eterna del Gran Arquitecto, quien tiene cuidado de la vida y el sustento del animal más pequeño: “Es Dios quien ha instruido a la abeja, que sin la ayuda de compás ni regla construye su panal con la más rigurosa exactitud matemática”.
De la misma manera, Thomas Chalmers, ministro presbiteriano escocés, observó que la mente humana está intrínsecamente conectada al mundo exterior, y muestra su habilidad para entender y disfrutar del universo que le rodea. Es inevitable pensar en las múltiples veces que, mientras lo creaba, Dios vio que el cosmos “era bueno”. Chalmers también afirmaba que, a pesar de tener evidencias del diseño divino, la realidad del pecado ha contaminado toda nuestra existencia, pero que el Evangelio nos permite encontrar la salvación y liberación de nuestra caída con el fin de adorar y disfrutar del Creador y Su creación, tal como al inicio de los tiempos: “La teología natural puede convencernos de que hay un Dios; pero solo el cristianismo nos dice quién es ese Dios y cómo podemos reconciliarnos con Él”, dijo. Al final, los Tratados de Bridgewater incrementaron la tensión entre los filósofos naturalistas y los párrocos naturalistas en torno a la explicación relacional entre Dios, el hombre y la creación.

Otros filósofos naturalistas concluyeron que el universo era regido por causas mecánicas y procesos observables, los cuales eran parte de una máquina autónoma gobernada por leyes físicas inmutables. No obstante, rechazaron en primera instancia la posibilidad de que todos estos factores provienen de la Mayor Mente del cosmos, que está íntimamente involucrada tanto con los asuntos de las más pequeñas criaturas como con el movimiento de la vía láctea y todos sus sistemas solares.
De hecho, Charles Darwin, David Hume y Jean Baptiste Lamarck utilizaron un método de razonamiento y ciencia empírica que afirmó que Dios era innecesario, lejano o inexistente, y que todo sucedía por necesidad, uso o azar. Le adjudicaron sabiduría y capacidad de adaptabilidad a los cambios a la propia naturaleza. Hume también trajo a la mesa el planteamiento de que si Dios hubiera creado todo, entonces Él mismo era imperfecto, pues existen la enfermedad, el sufrimiento, los desastres naturales y la muerte:
El mundo no parece producto de una mente infinita y perfecta, sino más bien de un ensayo limitado o defectuoso, como si hubiese sido hecho por un ser inferior, o un aprendiz de dios. No hay necesidad de invocar a un Creador, si admitimos que la vida surge de la organización espontánea en ambientes húmedos.

Pero ni Hume, Darwin o Lamarck creyeron en la naturaleza caída del ser humano ni en el relato bíblico de la creación, el cual afirma que en un principio todo era perfecto y el hombre poseía una relación armoniosa con el Creador, con el otro y con la naturaleza. Su autoridad principal era la lógica que, junto a la experiencia de ver, medir y probar, colocó como estándar a la racionalidad humana para entender a la naturaleza creada. Si hubieran tenido un lema, pudiera haber sido “ver para creer, creer para definir, definir para gobernar”. Muchos cayeron en el materialismo o naturalismo radical que dio como fruto un envanecimiento de sus aportaciones.
Por el contrario, los párrocos naturalistas se convirtieron en expertos de la recopilación de datos precisos en la clasificación de especímenes; anotaban detallada y diligentemente su trabajo y luego lo comparaban con su estudio de las Escrituras. Toda experiencia, lógica, medición y conclusión tenía que ser corroborada con la autoridad de la Palabra. Para estos hombres, su fin era glorificar a Dios no solo conociéndolo y adorándolo, sino entendiendo su responsabilidad en la comprensión y administración de la vida, de tal forma que cumplieran el mandamiento de Génesis 1:28, que dice: “Llenen la tierra y sométanla. Ejerzan dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra”.

El resultado de practicar la contemplación de la creación.
El propósito principal de estos “párrocos naturalistas” fue entender cómo funciona la creación con el fin de conocer y amar al Eterno Arquitecto de nuestro ecosistema. Estos hombres tenían la convicción de que descubrir Sus atributos en la naturaleza era una forma de adorarlo ¿Y quién podría decir lo contrario? ¿Acaso no nos sentimos pequeños y asombrados por la perfección del ecosistema terrestre al ver un documental de National Geographic? Para esto, solo hay una explicación: “En el principio Dios creó los cielos y la tierra” (Gn 1:1). El verdadero y único Dios, la mente más brillante del universo, es el Alfarero que ha diseñado, creado, bendecido y llamado todo a la existencia.
Algunos meses atrás era ajena a la contemplación de la creación como un camino hacia la meditación de Dios y Su cuidado. Sabía que Él había revelado Sus atributos por medio de ella, pero no me daba el tiempo para interactuar con esa verdad que hasta ese momento era un conocimiento intelectual. Días después de la conversación con mi amigo, hice un trabajo de observación —como los párrocos naturalistas, aunque con menos experiencia—.
Con un espejo de aumento, vi las diferentes líneas y colores de mi iris, tan perfectamente diseñado como una tela que le permite a la pupila adaptarse a su entorno. Podría afirmar que los ojos son las cámaras que registran el trato del Todopoderoso con Sus criaturas. Nunca pensé que las membranas del nabo en mi refrigeradora me llevarían a pensar que los caminos de Dios son mejores que los míos y que las espinas del cactus de mi ventana me recordarían que aún las plantas tienen una armadura para protegerse, así como el cristiano posee la armadura de Dios.
No cabe ninguna duda de que los párrocos naturalistas vivieron en esta tierra con la mirada en lo eterno. Sus escritos son, tal como aquellos especímenes que estudiaron, mensajeros del Dios que ama a Su creación, ama a Sus hijos y ha provisto en cada llanura, océano, estación, insecto, mamífero, constelación, ecosistema y anatomía humana diversos medios para conocer algo de Él.
Referencias y bibliografía
On the power, wisdom and goodness of God | Biodiversity Heritage Library
Man of Science, Man of God: William Kirby | The Institute for Creation Research
Aristóteles y la existencia de Dios | Petroglifos Revista Crítica Transdisciplinaria
Clerical Naturalists in Chronological Order | Brycchan Carey
On the History, Habits, and Instincts of Animals (1835) de William Kirby. Londres: William Pickering, vol. 2, págs. 89–90.
The Adaptation of External Nature to the Moral and Intellectual Constitution of Man (1833) de Thomas Chalmers. Londres: William Pickering, vol. 2, pág. 112.
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